viernes, 18 de marzo de 2016

Adiós ¿hasta pronto?

Hace unos meses, el 24 de septiembre de 2015 para ser exacto, me despedí de un grupo —les hago el favor del adjetivo— literario (pero no me resisto a la tentación de las cursivas) al que pertenecí fugazmente. Y me despedí con estas palabras: “Aprovecho para despedirme de vosotros, al menos por una buena temporada. A mi edad (66 años y mucho pico) las energías ya no abundan, y necesito economizarlas y concentrarlas en un proyecto (un libro de cuentos largos y tal vez una novela) que a buen seguro precisará de todas ellas. Así pues, muchas gracias a todos por la atención que habéis prestado a mis textos y hasta la vuelta.
No mentía. Lo del proyecto era y sigue siendo cierto. Pero tampoco decía toda la verdad. Mi amigo Tonto el que lo escribe tiene una norma de conducta que siempre me ha parecido sabia y acertada. Se resume en esta máxima: “Prefiero no decir lo que pienso a decir lo que no pienso.”  Preferí, entonces, a pesar de Quevedo (“¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”), no manifestar (aunque ya lo había insinuado en ocasiones; bien con expresivos comentarios críticos, bien con los a veces mucho más expresivos silencios) el motivo principal de mi abandono del grupo: su mediocridad, cuando no indigencia, literaria.
Todo el mundo, por supuesto —y yo, como podría decir Fernando VII, el primero—, tiene derecho a marchar francamente por la senda de la mediocridad literaria. Pero lo que ya es más discutible es el derecho a regodearse con esa mediocridad —cuando no indigencia, repito—, a complacerse en ella, a convertir esos grupitos supuestamente literarios en un club de elogios mutuos, un club donde lees para que te lean, donde alabas para que te alaben, donde mientes para que te mientan.
Pero ahora, con esta despedida, y ahí es adonde quería llegar, sí que digo toda, absolutamente toda la verdad. En los meses transcurridos desde el abandono que acabo de contar he avanzado algo en el libro de cuentos largos (la novela sigue siendo todavía una ensoñación más que un verdadero proyecto). Algo. Pero no tanto como hubiese querido.
Por ello, y también porque olfateo el peligro de empezar a repetirme en esta columna, pues a veces, cuando me pregunto qué diablos o demonios voy a escribir para cumplir con mi compromiso semanal, pienso que lo mejor —o lo menos malo— que podría escribir ya está escrito hace mucho, y sobre todo porque no puedo sino rebelarme contra ese mal pensamiento diciéndome que lo mejor —o lo menos malo— que pueda escribir aún no está escrito, por todo eso, en fin, necesito dedicarme en cuerpo y alma (discúlpese el tópico, pero aunque sólo seamos cuerpo me ha salido del alma) a ese maldito libro de cuentos largos que tanto me está costando escribir.

Así pues, si el hasta la vuelta de mi primera despedida encubría un hasta nunca, el ¿hasta pronto? de ahora no encubre nada. Puedo asegurar y aseguro que es completamente veraz. Puedo asegurar y aseguro que expresa sinceramente ¿un deseo?

lunes, 14 de marzo de 2016

Atrapados en el tiempo

“¡Qué tiempos éstos en que / hablar sobre árboles es casi un crimen / porque supone callar sobre tantas alevosías!” Pues sí, mi querido Brecht, la verdad es que hace ya bastante tiempo que uno viene queriendo hablar de árboles, es decir, escribir ficción sin más, narración pura, relato estricto, pero las alevosías, por decirlo de algún modo, no le dejan a uno ver el bosque.
Y es que, mi no menos querido Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal. Como si el hombre, / harto ya de luchar con sus demonios, / decidiese encargarles el gobierno / y la administración de su pobreza.”
Hartos, sí; hastiados de que nuestra triste Historia sea como un recurrente día de la marmota, como una inmisericorde centrifugadora de alevosías que arroja y no cesa de arrojar al exilio —y tan exilio es el económico como el político— a tanto sufrido españolito que vienes al mundo te guarde Dios.
Y no será porque no hayamos tratado de luchar con los demonios. Pero es como si nunca hubiéramos sabido elegir el momento oportuno para hacerlo, como si una secreta maldición nos hiciera ir siempre a contracorriente de la Historia, nos hiciera siempre buscar la pleamar cuando el resto del mundo se movía en reflujo.
Ya ocurrió con el trienio liberal durante el funesto reinado del infame (pero, no se olvide, deseado: ¡Vivan las caenas!) Fernando VII. La Europa postnapoleónica, inmersa en plena contrarrevolución francesa, bien pronto nos envió a los Cien mil hijos de san Luis para inaugurar la conocida como década ominosa; es decir, para volver a poner las cosas en su sitio.
Aunque para contracorriente la de nuestra desdichada II República: Gran Depresión. Descrédito de las democracias. Auge de los fascismos. Y el padrecito Stalin congelando la revolución rusa en un interminable y gélido invierno, el padrecito Stalin repitiendo —y no precisamente como farsa, sino en edición corregida y aumentada— la tragedia de 1793.
Ya sabemos lo que vino después. Y después de después. Y después de después de después. Y lo que ahí al lado y en otros lados fueron Trente Glorieuses aquí fueron más de tres décadas nuevamente ominosas.
Muerto el perro, pareció que por una vez se acabaría la rabia; pareció que por una vez, a pesar de las dificultades derivadas de la primera crisis del petróleo, íbamos a ser capaces de nadar contracorriente. Y sí, eso pareció. Y siguió pareciendo.
Hasta que llegó la crisis y con ella dejó de parecerlo.
Habéis vivido por encima  de vuestras posibilidades, nos dijeron los que siempre han vivido y nunca dejarán de hacerlo por encima de las nuestras. Y vinieron tijeras y hachas y motosierras y reformas laborales. Y de nuevo, como en los años 60 del pasado siglo, más de dos millones de sufridos españolitos que venís al mundo os guarde Dios, jóvenes en su mayoría y ahora mucho más que sobradamente preparados, a buscarse la vida por ahí, aunque sea —como dijo un tal señor Feito— hasta en Laponia.
¿Culpa de los demonios? Por supuesto. Pero culpa también de los diablos. Porque si los demonios de la derecha han tenido la culpa de todo al menos desde los tiempos de Indíbil y Mandonio, tampoco los diablos de la izquierda se encuentran tan libres de pecado como para ir por ahí arrojando primeras piedras.
Que la II República acabó como acabó por culpa de los demonios, sí; pero los diablos hicieron bastante por ayudar. Y los lodos en que ahora nos revolcamos provienen de los polvos que como tempestuosos vientos sembraron aquellos demoníacos Gobiernos de los que un tal señor Rato fue el mejor ministro de Economía que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Sí, de allí provienen; pero también los diablos tuvieron algo que ver, aunque sólo fuese como Bautistas que prepararon el camino del Señor. Véase si no, y perdón por citar a un buen amigo, el siguiente enlace:
Llegados aquí me pregunto por lo que pueda haberme empujado a escribir estas deslavazadas reflexiones. Me contesto que indudablemente el empujón me lo ha dado la, por calificarla sin descalificar, surrealista situación política que estamos viviendo desde las pasadas elecciones generales del 20 de diciembre de 2015. Y seguidamente me pregunto si este mal hilvanado texto será de alguna utilidad para algo y para alguien.
Dudando entre ponerle punto final y publicarlo o enviarlo sin más a la papelera de reciclaje, me pregunto por la utilidad en general de la literatura y el arte. Y entonces me contesto que quién diablos o demonios soy yo no ya para contestar sino ni siquiera para hacer esa pregunta.
Porque tal vez sea necesario, y bien lejos estoy de ello, haberlo leído todo y además —como hizo Tolstói— haberlo escrito todo para llegar —con Tolstói— a la conclusión de que la literatura (¿tal vez como la vida?) no vale nada. Nada de nada. Absolutamente nada. Ni para nadie ni para nada.


viernes, 11 de marzo de 2016

¿Manzana o manzano?

Si no el único en la generación de estructuras fractales, el conjunto de Mandelbrot —tal vez porque este matemático fue el padrino de bautizo del término— sí que parece ser el más conocido, al menos para los legos en ciencias, entre los cuales (¡ay! sí, padre; con profundo dolor lo confieso) me cuento.
Un fractal es, grosso modo, una estructura geométrica cuyas características básicas se repiten a diferentes escalas. Con respecto al conjunto de Mandelbrot son muy interesantes las reflexiones de Roger Penrose en su obra La nueva mente del emperador (traducción de Javier García Sanz, Biblioteca Mondadori, 1991), cuando se pregunta (pp.131-132) sobre la realidad platónica de los conceptos matemáticos: “¿Hasta qué punto son «reales» los objetos del mundo del matemático?” (...) “El conjunto de Mandelbrot proporciona un ejemplo sorprendente. Su estructura maravillosamente elaborada no fue la invención de ninguna persona, ni el diseño de un equipo de matemáticos.” (...) “El conjunto de Mandelbrot no es una invención de la mente humana; fue un descubrimiento. Al igual que el Monte Everest ¡el conjunto de Mandelbrot está ahí!”
Muy interesantes, sí, las reflexiones de Roger Penrose, y en absoluto desatinadas, al menos en este caso, ya que fue nada más y nada menos que la Madre Naturaleza la inventora de las estructuras fractales.
Pues fractales y no otra cosa son, por ejemplo, las repeticiones ramificadas de sí mismas que encontramos en las formas de un árbol, desde las primeras divisiones del tronco hasta las últimas nervaduras de las hojas, o las no menos ramificadas repeticiones del sistema circulatorio (o del nervioso, o del linfático), desde la más gruesa de las arterias al más fino de los capilares.
Y para que —aunque sólo sea por una vez— la realidad no supere a la ficción ni la naturaleza al arte, propongo al lector que imagine un nuevo tipo de fractal: una mano de cuyos dedos broten nuevas manos a menor escala de cuyos dedos brotarán nuevas manos aún más diminutas de cuyos dedos..., etcétera, etcétera, etcétera; hasta que, finalmente, las últimas manos imaginables cierren los dedos asiendo unos sobres de impoluta blancura, unos sobres que, en negros caracteres de imprenta, llevarán escrito: Tres por ciento.
Imagine también el lector que la mano matriz es como un corazón que bombea sangre hasta los últimos capilares, y que las microscópicas manos recaudadoras son como raíces desde las que asciende la savia hasta la copa del árbol.
Y pregúntese, en fin, el lector si esta fábula habla de agusanadas manzanas individuales o si habla de un manzano podrido todo él desde la copa hasta las raíces, de un manzano todo él corrompido desde las raíces hasta la copa.


viernes, 4 de marzo de 2016

El que avisa no es traidor

Esta columna la escribe un tahúr del Misisipi. Esta columna es un as sacado de la manga (“Te la has sacado de la manga”, me acusará muy pronto, y con razón, el indignado lector). Esta columna, en fin, es una de esas columnas que se perpetran cuando no se sabe qué diablos o demonios escribir.
Hay ocasiones en que las ideas caen como llovidas o incluso granizadas del cielo. Y hay ocasiones, ¡ay!, en que la sequía nos deja secos (dedico este indignante retruécano al indignado lector).
El escritor profesional, el que publica, el que tiene asegurado un rinconcito periódico en los diarios o un rinconcito diario en los periódicos (y quien dice diarios y periódicos dice también revistas) siempre puede —o incluso debe— recurrir a los temas de actualidad. Pero el pobre aficionado, el que no publica, el que sólo dispone de un inseguro rinconcito clandestino visitado por poco más que cuatro amigos (no diré gatos, por respeto) y que a pesar de todo no renuncia a la aspiración de ser leído ni renuncia sobre todo al anhelo de posteridad, ¿cómo va a escribir sobre algo tan efímero como la actualidad, algo tan pasajero que desde que el papel desapareció en combate ya ni siquiera sirve, y eso hemos ganado en higiene, para envolver el pescado?
Una buena amiga y sin embargo excelente escritora (o al revés, que para el caso es lo mismo) me propone, habiendo conocido mi apuro, dedicar esta columna a no sé qué debate de investidura habido en estos —que pronto serán remotos— últimos días. ¿Para qué, me pregunto, si no tardará en confundirse en el tiempo y tal vez en el infierno con tantos otros debates tan estériles y surrealistas (el segundo adjetivo es de mi amiga) como ése?
Pienso en unas palabras de Borges, en la dedicatoria que en El hacedor hace (discúlpeme el indignado lector, pero ahora el retruécano ha sido sin querer) a Leopoldo Lugones: “...y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos...”
Mentiría si negara que, no como lluvia ni mucho menos como granizo sino como esas cuatro gotas mezcladas con barro que sólo sirven para ensuciar los coches recién salidos del lavadero, un par de ideas para esta columna no haya llegado a rondar por mi cabeza. Pero una de ellas, una reivindicación del punto y coma, me parecía demasiado frívola. Y la otra, una reflexión sobre la culpa que en su propia desaparición tiene la clase media europea, demasiado seria (además de merecedora de un más que amplio estudio, que excede de mis más que modestas posibilidades).
Veo llegar, esta vez como una ayuda, esta vez con alivio, al editor y sus tijeras. Al final, no sé si habré logrado indignar al lector. Y es que merecido castigo es para el escritor el quedar siempre muy por debajo de su nunca cumplida aspiración, muy lejos de su perpetuamente inalcanzable anhelo.


viernes, 26 de febrero de 2016

Crematorio

Acabo de leer la impresionante novela de Rafael Chirbes. No conozco la serie de televisión que se hizo a partir de esa obra, por lo que no voy a establecer comparaciones al respecto. Tan sólo diré que, sabiendo de la existencia de la serie, me esperaba otro tipo de novela; más televisiva que literaria, por así decirlo. Pero, no ya desde las primeras páginas, sino desde las primeras frases he podido intuir que iba a zambullirme, como así ha sido, en una obra literaria de las de verdad, una obra literaria de las verdaderamente grandes.
Más allá de la magistral utilización del punto de vista y del tiempo narrativo (las pocas horas que preceden a un funeral se expanden desde el pensamiento de cada uno de los personajes hasta abarcar más de medio siglo de nuestra Historia reciente, a la vez que, a modo de calidoscopio o de rompecabezas, cada uno de los personajes nos proporciona datos para ir construyendo, desde una visión poliédrica, el retrato vital de todos ellos), lo que verdaderamente me ha impresionado —lo que de verdad me ha llegado al alma, podría decir— es el contundente valor simbólico de la novela.
El muerto a cuya incineración van a asistir los demás personajes es un antiguo comunista ortodoxo —lo que no le impidió encargarse de la administración de la fortuna familiar— reciclado (nunca mejor dicho) en no menos ortodoxo agricultor ecologista. Su hermano mayor es un arquitecto que se hizo rico construyendo, aunque con un oscuro y delictivo origen —tráfico de drogas— de su, por decirlo de algún modo, acumulación primitiva de capital. Un amigo común de los dos hermanos es un escritor desengañado de su arte y condenado por un cáncer a una muerte cercana. Los tres, de un modo u otro, renunciaron a sus más o menos sinceros sueños de juventud. La hija (restauradora de arte) y el yerno (catedrático y crítico literario) del constructor ni siquiera han tenido sueños a los que renunciar pues, por lo que éste piensa de ellos, renunciaron desde primera hora a tenerlos. Todo es desolación, como el paisaje arrasado por las promociones inmobiliarias. El único atisbo de futuro es el hijo varón que, por fin, a sus setenta años, va a tener el constructor como fruto de su segundo matrimonio, contraído con una antigua camarera o chica de alterne mucho más joven que él.
Novela, pues, sobre el fin del mundo o, tal vez de manera más exacta, sobre lo que Francis Fukuyama denominó el fin de la Historia. Y eso es lo que le ha llegado al alma, más que a mí, a mi amigo Tonto el que lo escribe, que no hace mucho dijo:
“El mejor botón de muestra (perdón por el tópico) de la calaña, la catadura y el pelaje del ser humano es que el único (¡ay!) y quizás (¡ay!, ¡ay!) verdadero instrumento de progreso (?) que ha sido capaz de inventar es el capitalismo.”
¿Pesimismo o realismo? Es muy posible que los dos términos sean sinónimos. Me lo hace pensar esa expresión mezcla de lucidez y de amargura que he creído encontrar en muchas de las últimas fotografías de Rafael Chirbes, fallecido hace pocos meses. Y me lo vuelve a hacer pensar mi amigo Tonto el que lo escribe, que en su despedida el pasado 31 de diciembre de 2015 dijo esto:
“Antes de retirarse a sus cuarteles de invierno, antes de hacer mutis por el foro, antes, en fin, de pasar a mejor vida, el tonto que esto escribe querría —como esa última cena, ese último cigarrillo, esa última voluntad que se concede al condenado a la pena capital— dejar constancia de su opinión de que a estas alturas de la Historia Universal nos hemos ganado, sobradamente y con creces, el derecho al pesimismo.”


viernes, 19 de febrero de 2016

Don Miguel

“Igual que hay un solo Dios, mi buen Sancho, verdadero don Miguel no hay más que uno. Y no es don Miguel Delibes. Ni don Miguel de Unamuno”. Esto escribió mi buen amigo Tonto el que lo escribe el pasado 31 de diciembre de 2015 —día de su despedida de todo un año de destilación de tonterías—, imaginando por un momento a don Quijote —el imperecedero personaje, la milagrosa criatura— no a lomos de Rocinante sino de una máquina del tiempo —¿transfiguración tal vez de Clavileño?— y cabalgando en ella hacia el futuro para, desde esa perspectiva, contemplar en toda su grandeza —y hacer a Sancho partícipe de ella— la gloriosa, que no triste, figura de su insigne autor, su inmarcesible creador.
Pero triste fue, en su tiempo, la figura del inventor de la novela moderna (léase, y con mayúsculas: de la novela; sin más). Triste; y no reconocida por sus contemporáneos. Recuérdese el menosprecio por parte de Lope de Vega. Y no se olvide que un erudito como Baltasar Gracián, en toda la intrincada selva de citas y menciones que constituye su obra, no se molestó nunca, nunca jamás —sólo encontraremos un par de alusiones de pasada, no precisamente elogiosas— en nombrar a Cervantes.
No se culpe a nadie, no obstante: “Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo.”  Si en obra ya tan tardía (1614) como Viaje del Parnaso el inmortal don Miguel, frustrado y fracasado autor teatral, pensaba eso de sí mismo, ¿cómo acusar de ceguera a sus contemporáneos?
Es muy posible que el verdadero valor de la obra que ha llevado a Cervantes a lo más alto del Olimpo, el Quijote, no fuera reconocido en su momento ni siquiera por su mismo autor. Parece ser que él mismo valoraba el Persiles por encima del Quijote; o tal vez confiaba en que aquella su última obra, por ajustarse a los cánones tradicionales, le proporcionaría un verdadero reconocimiento. Juzgue el lector actual. Si es que todavía queda alguno, aparte de quienes tengan que hacerlo por obligación académica —o por prurito moral de escritor, como mi no menos buen amigo El abajo firmante—, capaz de leerla.
Encuentro cierto paralelismo no exento de contraste con el caso de Mozart, que murió sin verse reconocido como lo que más apreciaba: autor de óperas. Hoy en día a Mozart se le reconoce todo: las óperas —al menos las mayores: las tres con Lorenzo da Ponte así como El rapto en el serrallo y La flauta mágica se encuentran a la cabeza de la producción operística de todos los tiempos— y el resto de su música.
A Cervantes le basta y le sobra con el Quijote. Su obra teatral, la poética, e incluso el resto de su obra novelística —Novelas ejemplares también— se encuentra, hay que reconocerlo, a una distancia de años luz de su obra suprema. Pero el Quijote está tan por encima del cielo...
Este tacaño país, que por recientes noticias de prensa está improvisando deprisa y corriendo la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de don Miguel (uno piensa en Inglaterra y en Shakespeare y le brota una lágrima), ¿llegará a tiempo al menos de otorgarle de una puñetera vez el Premio Cervantes?


viernes, 12 de febrero de 2016

Luz azul

Habla la luz azul al alba: “¡Alba, habla!”, dice. “¡Habla, alba!”, insiste. Y entonces el alba habla: “Otro orto”, te dice. Y su voz azulada te expulsa de esa frágil duermevela durante la que todavía sueñas o crees estar soñando todavía, esa huidiza duermevela en la que por un momento te parece incluso estar soñando que sueñas. Antes de rendir los ojos a la ascendente luz azul te aferras por un momento a la menguante penumbra de la alcoba, buscas refugio en ese agonizante rescoldo de un sueño donde todavía Adán nada plácidamente allí donde el río del Edén se parte en cuatro brazos mientras la serpiente se descuelga del árbol y tras saludar a Eva (“Ave, Eva”) le ofrece el fruto prohibido. “Allá va la valla”, exclamas por fin, apartando colcha y sábana de un manotazo. Te incorporas, te sientas en la cama, pones los pies en el suelo y cuando finalmente te haces el ánimo y te levantas te sientes pesado, muy pesado, como una especie de oso soso. “Acata o ataca”, “Ataca o acata”, te dices, pensando con toda la desolación de un Hamlet derrotado de antemano (“¿Qué es más noble para el espíritu?”) en el día que te espera; un día, y eso no es solamente lo malo sino también lo peor, tan pésimo como tantos otros. Empezando por el desayuno: “Sapos y sopas”, piensas; o “Sopas y sapos”, que para el caso es lo mismo. Siguiendo por todas esas largas horas repletas de minutos repletos de segundos todos y cada uno de ellos vacíos de sorpresas, todas esas interminables horas tan idénticas a las de ayer y, no te cabe duda, tan iguales a las de mañana y a las de pasado mañana y a las de la semana próxima y a las del mes siguiente y a las del año que viene y a las de así sucesivamente y a las de etcétera, etcétera, etcétera, hasta que las tijeras de Átropo corten el hilo de una puta vez y el reloj se pare para siempre. Y terminando, tampoco te cabe duda, por esa crepuscular happy hour en la que ahogarás tus penas bebiendo como un cosaco mirando hacia el ocaso. “Ocaso cosaco”, murmuras. Y una absurda asociación de ideas te hace pensar: “Ruso sur”. Y proseguir con una sarta de disparates: “Amor a Roma”, “Odio ese oído”, “Así se sisa”, “Luto o tul”.
¿De qué va esto? No entiendo nada.
Recuerda a Borges: “En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?

Habla la luz azul al alba: “¡Habla, alba!”, dice. “¡Alba, habla!”, insiste. Y entonces el alba habla. Y te dice: “Luz azul”.

lunes, 8 de febrero de 2016

Sobre gustos no hay disputa

Y del mismo modo que sobre gustos, sobre premios —científicos, artísticos, deportivos...— también.
Es decir, que en cuanto un grupo de humanos, siempre e inevitablemente demasiado humanos, se reúne para deliberar sobre los posibles méritos de alguno o algunos de sus congéneres, las disputas no es que sean muchas, es que son infinitas; son (discúlpese la falta de concordancia) algo así como la disputa de nunca acabar.
Empecemos por la ciencia. Premio Nobel de Física. 1921. Albert Einstein. ¿Osaría alguien discutir los merecimientos de uno de los mayores genios no ya del siglo XX sino de la Historia Universal? Es dudoso que alguien lo hiciera. Pero es seguro que mucha gente se asombrará de que el premio no le fuese otorgado por su teoría de la relatividad sino por algo tan impreciso como “sus aportaciones a la física teórica” y tan nebuloso para los profanos —aunque preñado, al parecer, de futuras aplicaciones prácticas— como “su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico”.
¿Y qué decir del tal vez el más popular, incluso en esta tan poco letrada España, de los premios Nobel: el de Literatura? Aquí la discusión, si no múltiple, sería como mínimo doble. Si larga es la lista de quienes lo obtuvieron, con merecimientos o sin  ellos, casi interminable sería la de aquéllos a quienes, mereciéndolo tanto o más que muchos de los componentes de la lista de agraciados, nunca les fue concedido.
¿Alguien puede explicarse —por no salir de nuestra tan poco letrada España— el premio (1904) de don José Echegaray? ¿El de don Jacinto Benavente (1922)? ¿Incluso (1989) —sí, incluso— el de don Camilo José Cela?
¿Puede alguien explicárselo si, por ejemplo y siguiendo en el ámbito de nuestras letras, nunca obtuvo ese premio —se dice que mucho tuvo que ver en ello el por entonces rey de España, Alfonso XIII— don Benito Pérez Galdós?
Y si volvemos la vista hacia las letras universales, a la falta de explicación de la ceguera ante unos mucho más que indudables méritos puede añadirse, sin demasiado esfuerzo, una enorme cantidad de indignación. Véase, si no, este verdadero (y vergonzoso para la Academia Sueca) repóquer de ases: Lev Tolstói, Marcel Proust, James Joyce, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov.
En lo tocante a esos premios que con tan grande alboroto de pitos y timbales se reparten entre ellos mismos los miembros de una grandilocuente y rimbombantemente autodenominada Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, nadie que esté en sus cabales pondrá reparo alguno al récord de cuatro Óscar al mejor director que de manera tan indiscutible ostenta —en pie y sombreros fuera— John Ford. Pero, señoras y señores académicos, a ver cómo explican ustedes la ausencia en esa lista de premiados de cierto mindundi llamado Alfred Hitchcock.
Y no me vengan ahora con la excusa de los premios de consolación, al estilo del que nuestra no menos grandilocuente y rimbombante sucursal autóctona de la matriz hollywoodiense concede “como reconocimiento a toda una vida de dedicación a la industria del cine”, ese Goya de honor, cuyo receptor, en muchos casos, al igual que quien jamás recibiera un Óscar de los de verdad, debería considerar, más que como un tardío reconocimiento, como una verdadera ofensa. O, si la cercanía de la senectud todavía no ha llegado a opacarle el entendimiento, como algo que ni el mismo premiado es capaz de explicarse (salvo que piense en la tercera de las virtudes teologales). Tal es el caso del misterioso Goya de honor otorgado hace unos días a Mariano Ozores, cineasta prolífico donde los haya, cuyas películas, no vamos a negarlo, podrán ser en un futuro, para arqueólogos e historiadores, un inapreciable documento testimonial de la miseria moral e intelectual (al, al, al) de una de las más tristes (y ya es difícil no verse superada) épocas de nuestra historia, pero que por su valor artístico pueden ser consideradas tan prescindibles como las de, por ejemplo, un Jean-Luc Godard.
Empecemos a terminar (por allí resopla ya el editor con sus tijeras de recortar), y hagámoslo, last but not least, hablando de fútbol. Sí, but not least. ¿Pasa algo? Si plumas —o teclados— como Eduardo Galeano, Jorge Valdano, John Carlin, Julio César Iglesias (no se pierdan —algo bueno habría de tener Internet— sus magníficas columnas futbolísticas de los años 90 del pasado siglo en el periódico El País), Martín Girard (seudónimo del cineasta y escritor Gonzalo Suárez) o Enrique Vila-Matas han cometido ese pecado, ¿serían ustedes capaces de condenar por lo mismo a El abajo firmante?
A lo que íbamos. Un premio futbolístico como la Bota de Oro no puede ser objeto de discusión: lo gana quien mayor número de goles haya marcado a lo largo de una temporada. Pero el Balón de Oro es otra historia: lo decide un amplio jurado de jugadores, entrenadores y periodistas. Un amplio jurado, como se dijo al principio, siempre e inevitablemente demasiado humano. Y ya se sabe lo que suele ocurrir en estos casos: cosas de difícil explicación.
Como, por ejemplo, que el año (2001) en que el entonces jugador madridista Raúl González Blanco tal vez hiciera más meritos para ganarlo, el premio recayera en un jugadorcito inglés de cuyo nombre no logro acordarme; que un premio del que se dice que quien no sea delantero es muy difícil que lo gane, un premio que solamente un portero llegó a ganar (el legendario Lev Yashin, en 1963), y que muy pocos defensas han conseguido, fuese concedido de manera inaudita en 2006 a un tal Fabio Cannavaro; que ese premio haya consentido que alguien como el por siempre y para siempre barcelonista Xavi Hernández haya tenido que retirarse de la élite futbolística sin obtenerlo; que ese premio consentirá que ocurra lo mismo —y si no, désele tiempo al tiempo— con mi ilustre tocayo y también barcelonista, esperemos que igualmente por siempre y para siempre, Andrés Iniesta.
¿Qué disculpa tiene entonces ese premio? Salvo en los dos últimos casos mencionados, ninguna. Y en esos dos últimos casos, y los damnificados serán a buen seguro los primeros en proclamarlo, la disculpa tiene un nombre sobre el cual es muy posible que todo el mundo —toquemos madera— esté de acuerdo en que no hay disputa posible. Y ese nombre no es otro que el de Lionel Messi.


viernes, 5 de febrero de 2016

Sólo sé que no sé nada

Si un excelso (pero, reconózcase, un tanto arrogante) autor como Vladimir Nabokov califica de detestables mediocridades a Stendhal, Balzac y Zola, no se priva en cuanto tiene ocasión de bautizar a Sigmund Freud como el Curandero Vienés y tampoco parece que sienta mucho aprecio por William Faulkner (aunque sí que parece sentirlo en cambio, pues no en vano —y no inmerecidamente, todo sea dicho— le dedica el primer capítulo de su Curso de literatura europea, por una Jane Austen de la que por el contrario todo un Mark Twain abomina), si un mucho más que apreciable narrador como Eduardo Mendoza opina que Kafka es un mal escritor porque no tiene sentido de la narración y sustenta esa opinión poniendo como ejemplo (citándolo de manera incorrecta, por cierto) el principio de El proceso para decir seguidamente: “Hombre, así no se empieza un libro; así se acaba”, si uno de los grandes clásicos de nuestro Siglo de Oro como lo es Baltasar Gracián no se molesta, en toda su intrincada selva de citas y menciones, en nombrar, pues apenas le concede un par de subrepticias alusiones de pasada no precisamente elogiosas, a Dios Padre, es decir, don Miguel de Cervantes, si una novelista de segunda fila de cuyo nombre no quiero acordarme se atreve a proclamar que Borges no es santo de su devoción, si uno de los músicos más importantes del siglo XX, Igor Stravinsky, acusa a Vivaldi de componer quinientas veces el mismo concierto y en respuesta a una pregunta de Marcel Proust asegura detestar a Beethoven, si además de la crítica de unos contra otros pensamos en la crítica de uno contra sí mismo (también conocida como autocrítica) y recordamos los ejemplos de Rossini y Sibelius, por seguir hablando de músicos, quienes dejaron de componer varias décadas antes de su muerte, si volvemos al ámbito literario y desplegamos el amplio catálogo que en Bartleby y compañía el gran Enrique Vila-Matas nos ofrece de tantos creadores que, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no llegan a escribir nunca, o bien escriben uno o dos libros y luego renuncian a la escritura, o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, quedan, un día, literalmente paralizados para siempre (adjudíquese todo el mérito de las cuatro últimas líneas a Enrique Vila-Matas), sí y así sucesivamente, si y etcétera, etcétera, etcétera, entonces ¿qué nos queda?, ¿decirnos, como nos enseñan Gödel y Heisenberg, esos Sócrates modernos, que si hay algo verdadera y realmente cierto es la incertidumbre, que si hay algo que ni siquiera podemos saber es que no sabemos nada?

viernes, 29 de enero de 2016

Cosas que conviene no hacer nunca (o que nunca conviene hacer)

Decir nunca (y mucho menos nunca jamás) a un reloj, ya que podría enfadarse, pararse —hasta ahí hemos llegado, diría— y no dejar nunca (o, peor aún, nunca jamás) de darnos la hora exacta dos veces al día.
Dejar que a una escalera se le suban los humos y que como consecuencia de ello tanto la escalera como los humos se nos suban a la cabeza.
Apresurar a un conejo apresurado, sobre todo cuando se esté vistiendo, porque podría apresurarse todavía más y hacernos llegar tarde a donde fuese que fuéramos.
Tener un pájaro en mano, pues eso nos impediría emprender el vuelo para unirnos a la bandada de los ciento volando.
Darle la espalda a un espejo, que no es cuestión de ser traidoramente apuñalados por nuestro propio reflejo.
Perseguir a nuestra propia sombra, condenados como lo estamos para siempre y condenados como por siempre lo estaremos a ser para siempre Aquiles y a que nuestra sombra sea por siempre la tortuga.
Huir de nuestra propia sombra. (Véase el párrafo precedente y recuérdese la propiedad conmutativa de la suma y de la multiplicación, más popularmente conocida como: y viceversa, y también como: o al revés, que para el caso es lo mismo.)
Tratar de confundir al lector. (Que es precisamente lo que acabamos de hacer en el párrafo anterior.)
Alimentar la mano que muerde la mano que la alimenta.
Arrojar la primera piedra si no nos va a ser posible esconder inmediatamente la mano.
Confesarse por haber pecado contra el sexto mandamiento, no sea que quien nos está dando la absolución nos proponga seguidamente pecar de nuevo.
(¡Qué diablos o demonios!: Confesarse.)
Escribir recto con renglones torcidos ni torcido con renglones rectos. (Que es precisamente lo que hemos estado haciendo todo el rato.)
Renunciar, como nunca renunció ese enormísimo cronopio al que tanto queremos y al que nunca jamás dejaremos de seguir queriendo tanto, a que la literatura no deje nunca (ni mucho menos nunca jamás) de ser ante todo y sobre todo un juego.


viernes, 22 de enero de 2016

Gestos

Echar el flequillo hacia atrás con un movimiento de cabeza acompañado de un soplido que brota de la comisura derecha, seguido todo ello por una arrogante mirada panorámica. Enfrentar con indiferencia una mirada arrogante mientras se agita una coctelera. Apoyar un bolso en la barra, abrir con un pellizco de la mano derecha el cierre de boquilla, sacar un pintalabios y una polvera. Dirigirse hacia la barra con balanceante paso de marinero, permitiendo que el flequillo rebelde regrese sobre la frente. Mirarse en el espejo de la polvera, fruncir los labios antes de retocarlos. Servir con cara de póquer un cóctel en copa cónica. Empolvarse las mejillas con la borla de la polvera. Retirar la coctelera y empezar a limpiarla. Empolvarse la nariz. Sentarse en un taburete, apoyar el codo derecho en la barra y pedir lo mismo que la señorita sin dejar de mirar fijamente a la vecina de taburete. Asentir, alargando el brazo derecho hacia la coctelera, con media sonrisa y una inclinación de cabeza. Cerrar el bolso, colgarlo del hombro derecho, esponjar la melena —primero con una mano y luego con la otra—, coger la copa por el tallo, todo ello sin dejar de mirar de medio lado al vecino de taburete. Echar otra vez el flequillo hacia atrás —ahora con la mano derecha—, haciendo seguir al movimiento de la mano una sonrisa pretendidamente seductora. Devolver la sonrisa mientras la copa se acerca a los labios repintados. Servir el nuevo cóctel, con los ojos concentrados en la copa. Levantar la copa recién servida, proponiendo un brindis. Responder al brindis levantando la propia copa. Intercambiar sonrisas de nuevo. Volver a retirar y limpiar la coctelera. Añadir palabras al intercambio de sonrisas. Permanecer impasible en la barra, esperando órdenes. Entrelazar las copas y dar un sorbo cada uno de la suya. Continuar impasible en la barra, como una estatua de cera. Ir hacia la pista de baile cogidos de la mano. Bailar cada vez más apretados. Regresar a la barra. Pagar (invita él). Agradecer la propina con una inclinación de cabeza y media sonrisa. Salir juntos del local. Meter la mano en el bolsillo derecho del pantalón y palpar las cachas de la navaja de resorte. (Pensar en la hoja plegada, fría, anhelante. Imaginarla desplegada, caliente, saciada. Desearla muy pronto teñida de rojo.)

viernes, 15 de enero de 2016

Amistades peligrosas

Me parece que ya les he hablado en una ocasión, aunque muy de pasada, de otro de mis grandes amigos, el porquero de Agamenón.
Al principio, muy al principio, casi diría que en una época muy remota, fue el quinto malo (para que luego digan) en las partidas de póquer de los viernes, ya sobradamente conocidas por ustedes. Pero como es congénita y genéticamente incapaz de mentir, ni aun con el gesto, terminaba siempre desplumado. Así que a las pocas semanas dejó de jugar. Y desde entonces se limita a mirarnos.
A decir verdad, eso de que se limita a mirarnos es más bien retórica, o literatura, lo que ustedes prefieran. Porque igual que es incapaz de mentir lo es también de estar callado. Y como cuando habla solamente puede decir la verdad —no tiene modo alguno de evitarlo—, pues eso, que no cesa nunca de escupirnos a la cara esas verdades que, la verdad sea dicha, a nadie le gusta oír.
Según él, Segismundo Amis (alias Antoñita la fantástica) es un impenitente soñador, un empedernido soñante, un fantasioso que nunca será nadie ni jamás hará nada, pues nunca jamás terminará lo que empiece si es que lo empieza alguna vez. Tonto el que lo escribe es un Sócrates de pacotilla, siempre tonteando —y menos mal que parece que al fin se ha decidido a dejarlo— con sus tontas breverías o sus breves tonterías. Y lo mejor que podría hacer El que escribe para olvidar es consagrarse directamente al whisky y olvidarse de una vez de escribir todo eso de lo que al final nunca se acuerda.
Pensarán ustedes que falto yo; es decir, El abajo firmante. Pues no. Pero en lugar de contarles lo que dice de mí les contaré lo que me ha hecho: enemistarme con un grupo sedicentemente literario del que (sí, padre; lo confieso) he formado parte durante unos pocos meses. Enemistarme con ese grupo y hacer que me expulsaran de él. No se le ocurrió nada mejor, metiéndose donde nadie le llamaba, que calificar de cursi y de mal escrito —sobraban comas y además estaban mal puestas— un presunto relato de uno de aquellos supuestos escritores. Cuando me preguntaron si estaba de acuerdo con la opinión de mi amigo no tuve más remedio —soy también congénita y genéticamente incapaz de mentir— que decir que lo estaba.
Debo reconocer que me ha hecho un favor, pues lo cierto es que, literariamente hablando, la mayor parte de los miembros de ese grupo son verdaderos indigentes. Vamos, que leer sus deposiciones, además de pena, da verdadera vergüenza ajena (ena, ena). Y las malas compañías literarias pueden ser tan peligrosas, por contagiosas, como las peores enfermedades infecciosas (osas, osas, osas).
Lo malo es que ahora quiere cobrarse el favor ocupando el hueco que ha dejado Tonto el que lo escribe con su pase a la reserva.

Tendré que pensarlo. Tendré que pensarlo mucho. Tendré que pensarlo mucho y muy detenidamente y muy bien durante mucho tiempo. Pues, como habrán podido ver, El porquero de Agamenón (acaba de ganarse la mayúscula de nombre propio) no es precisamente una amistad muy recomendable. Yo diría que es más bien una amistad un tanto peligrosa.

lunes, 11 de enero de 2016

Principio del fin del mundo

Todo empezó a causa de una de las últimas tonterías de mi amigo Tonto el que lo escribe. Estábamos los cuatro de siempre (la peña de los viernes, recuérdese: Segismundo Amis, Tonto el que lo escribe, El que escribe para olvidar y —la buena educación me obliga a nombrarme en último lugar— El abajo firmante) echando unas manitas de póquer para celebrar, o tal vez para olvidar, el cambio de año cuando el antes citado, tratando quizá de disimular un farol, deslizó con su apuesta el comentario de que había decidido irrevocablemente —año nuevo, vida nueva— poner fin a sus tonterías con el último suspiro de 2015, y que en la penúltima de ellas había escrito que a estas alturas de la Historia Universal (no había añadido —dijo— de la Infamia para no fusilar a Borges al cuadrado, pues —prosiguió acusadoramente, señalándome con el dedo— ya me había encargado yo de hacerlo en primera instancia, aunque amortiguando el impacto de la bala con un hipócrita casi, en mi reciente Cuento de Navidad), a estas alturas, decía, nos hemos ganado, sobradamente y con creces, el derecho al pesimismo.
Cumplimos años —los mismos— el mismo día de enero (y barrunto que a la misma hora). Somos, por decirlo de algún modo, una especie de amigos gemelos. Nos conocemos de toda la vida. Como si nos hubiésemos parido, según recuerdo haber dicho ya en cierta ocasión. Así que adivinamos de inmediato la intención encubridora de nuestro compañero de timba. Pero el intercambio de miradas entre los demás jugadores nos hizo comprender que todos íbamos de farol y que ninguno de nosotros se atrevería a arrojar la primera piedra.
Dejamos de lado la baraja, nos servimos unas copas (la Nochevieja, máxime a nuestra edad, es mejor pasarla en casa, entre gente de confianza) y nos pusimos a hablar de nuestras cosas. En este caso, de lo que había sacado a colación Tonto el que lo escribe: el pesimismo.
Segismundo Amis —el impenitente soñador, el empedernido soñante— adujo que estando como estábamos los cuatro divisando ya, más que vislumbrando, la brumosa frontera de la setentena, la década verdaderamente peligrosa, era lógico ser pesimistas, sobre todo si, como era su caso, uno se pasaba la mayor parte del día (y todas esas noches que —como escribió el poeta— las carga el diablo) preguntándose qué había hecho con él la vida, o él con la vida, para que prefiriese estar solo a bien acompañado.
Tonto el que lo escribe, sin disentir por completo —eso dijo— de la opinión de Segismundo, arguyó que ese pesimismo era individual, fruto de la cercanía del fin del mundo particular al que cada uno habremos de enfrentarnos, pero que él apuntaba más alto, a un pesimismo universal, a un presentimiento del fin del mundo en general o, al menos, del principio de ese fin (espero —dijo— que nuestra ya avanzada edad nos salve de asistir a la catástrofe), y si alguien cree que exagero que piense en el revolcón que para tantos y tantas ha representado esta crisis de nunca acabar (y de la que jamás se volverá a salir por donde se entró), en el oscurísimo futuro de precariedad (si no ya negrísimo presente) que espera a las generaciones más jóvenes, en esa reedición de las Cruzadas que entre unos y otros estamos preparando (aliñada ahora, cuidado, con armas nucleares, que esas sí que las carga el diablo), en ese planeta que estamos devorando a bocados uniformemente acelerados (permítaseme dudar y reírme, por no llorar, del simulacro de golpes de pecho representado hace poco en París), en ese verdadero y mayor problema de la Humanidad (y no es que los otros sean falsos y menores) del que nadie se atreve a hablar y que consiste, sencilla y llanamente, en que somos demasiados.
La historia de todos los países —dijo El que escribe para olvidar, como saliendo de un estado de somnolencia— atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista. Donde se decía clase obrera —prosiguió— léase hoy en día el pueblo o la gente o lo que diablos o demonios quiera leerse, y añádase que si encima nunca han dejado de ponérsele palos en las ruedas, pues más a mi favor. El pueblo unido jamás será vencido, de acuerdo. Pero ¿alguna vez ha estado unido? Pronto hará cien años de la más alta ocasión —ésa sí— que vieron los siglos. Y ¿en qué ha quedado ese sueño de la razón? ¿Qué se hizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trujeron? A ver si resulta que la derecha, que nunca ha tenido ni jamás tendrá razón, no deja sin embargo de estar en lo cierto, y como individuos que somos no podemos dejar de ser unos feroces individualistas sin remedio. Tanto el uno como el otro —dijo, dirigiéndose a Tonto el que lo escribe y a Segismundo Amis— tenéis vuestra parte de razón. Nuestro pesimismo vital y nuestra decadencia biológica no son quizá sino una metáfora de este maldito mundo que tumbo a tumbo se derrumba...

Y en esas estábamos cuando empezaron a sonar las doce campanadas y levantamos las copas y brindamos y nos felicitamos el nuevo año y nos dijimos que carpe diem y que a mal tiempo buena cara, tan buena como la que sabía poner el atribulado —y evanescente— señor Kaplan incluso en las peores situaciones, como cuando era perseguido en un maizal por una avioneta fumigadora. Tan buena cara, que era como si en todo momento estuviera diciéndose a sí mismo: Con la risa en los talones.

viernes, 8 de enero de 2016

Rediós

A ver si consigo explicarlo. Aunque, pensándolo bien, lo primero que debería explicar es el título de esta columna, más parecido —aun faltándole los signos de exclamación— a una interjección que a otra cosa. Y casi es mejor que se parezca más a la interjección, porque la otra cosa no podría ser nada más que una blasfemia. Y el problema, para los que nos ciscamos en cualquier inquisición, no es que la blasfemia pueda o no pueda ser pecado, puesto que nos ciscamos también en la noción de pecado, sino que del mismo modo que en este lugar y en otros tiempos (recuérdense los avisos que durante los largos años del nacionalcatolicismo franquista decían en bares y tabernas: Prohibido blasfemar) era objeto de sanción, en estos tiempos y en otro lugar sigue siendo objeto, todavía, de decapitación. En fin, que ni interjección ni blasfemia. Ocurre sencillamente que Dios ya lo utilicé como título en una ocasión, y aunque ahora vaya a hablar más o menos de lo mismo no es cuestión de hacerlo del mismo modo ni, por supuesto, bajo el mismo título.
Al grano, me dice el editor, que ya has consumido casi la mitad de tu espacio. Pues bien, al grano: la honestidad y el rigor intelectuales me impiden rechazar de plano y en principio la idea de eso que se ha dado en llamar un Dios personal, creador de todo lo existente (visibilium omnium et invisibilium). Aunque, por así decirlo, tengo una noción bastante particular de esa idea. Pido al lector que, del mismo modo que se aceptan sin chistar los dogmas religiosos, acepte, por pura cuestión de método, las proposiciones que seguidamente formularé y que lo haga considerándolas como postulados, es decir, sin necesidad de demostración.
Primo: Según la famosa ecuación de Einstein, materia y energía serían intercambiables, por lo que no nos importa, fuese una cosa o la otra o una mezcla de las dos, lo que diablos o demonios hubiera en la burbuja cuántica que precedió al Big Bang. Secundo: La religión propone que es el espíritu el creador de la materia, pero lo único evidente es que es de la materia —o de su equivalente, como se ha dicho, la energía— de donde ha emergido la inteligencia, la conciencia o, si así se quiere, el espíritu. Tertio: Velocidad de computación (y entendemos la inteligencia como una forma, tal vez la superior, de computación) y temperatura son directamente proporcionales.
Ergo, de eso —materia o energía; nos da lo mismo— que pudiera estar encerrado en la burbuja cuántica primordial ¿no podría haber emergido (Genitum, non factum) inteligencia, autoconciencia? Y eso, computando a una velocidad infinita bajo una temperatura infinita, ¿no vendría a ser lo que ha dado en llamarse un Dios personal?
Un Dios que horrorizado de sí mismo, horrorizado de estar encerrado —sin saber por qué— durante un instante eterno o una eternidad instantánea (no concibo otra forma de nombrar lo inconcebible) en esa burbuja cuántica decidió —o tal vez no tenía manera de evitarlo— escapar de todo ese horror disolviéndose en el Big Bang.
Y nosotros somos, no el resultado de una creación divina, sino las cenizas y los rescoldos de ese, deliberado o involuntario, suicidio de Dios. Y de ahí su silencio. Porque no sabe que estamos aquí. Y no lo sabe, sencillamente, porque no está entre nosotros.

viernes, 1 de enero de 2016

Feliz año nuevo

Shakespeare se lo hubiera pasado en grande: los ciegos votando a los locos. Esto, parafraseando su Rey Lear (acto IV, escena I: La plaga de estos tiempos es que los locos guíen a los ciegos), es lo mejor que puede decirse, visto el resultado, de las elecciones generales del pasado 20 de diciembre de 2015. Pero el teatro aún no ha terminado (y la ópera bufa —o, mejor dicho, dramma giocoso— de Cataluña, tampoco). Pues es ahora cuando empieza la verdadera representación.
Para empezar tenemos a Ciudadanos, que, muy a su pesar, ha de conformarse con el papel de una Cordelia empeñada en socorrer —y, si se tercia, en sucumbir con él— a su padre putativo, el atribulado Partido Popular, encabezado, mientras siga sosteniendo la testa sobre los hombros, por un perpetuamente dubitativo Hamlet que en lo más profundo de su corazón tal vez habría querido ser Macbeth. (Pero siempre ha tenido demasiadas brujas y demasiados fantasmas paternos en su partido impidiéndole cumplir su sueño.) Todo un espectáculo. Vaya que sí.
Aunque el espectáculo de verdad, el mayor espectáculo del mundo, nos lo está dando el Partido Socialista Obrero Español, empeñado en ofrecernos la representación de una de las obras mayores del bardo: Julio César (¿con el añadido tal vez de Antonio y Cleopatra?). Hagan juego, señores, y repartan papeles. Para el de César ya hay quien lleva todos los números. Pero ¿se atreverá alguien a hacer de Marco Antonio? ¿Quién será el honrado Bruto? ¿Quién Cicerón? ¿Quién Casio? ¿Habrá una Cleopatra? La que podría representar este último papel tiene muy poco de Cleopatra, si acaso el áspid; y por sus aspiraciones parece más bien una lady Macbeth dispuesta, sin necesidad alguna de consorte, a llegar a ser califa en lugar del califa; es decir, a llegar a ser Octavio.
¿Y qué decir de Podemos? ¡Ay!, el que esto escribe confiesa, siguiendo al Arcipreste (Sienpre quis muger chica más que grande nin mayor: / non es desaguisado del grand mal ser foídor, / del mal tomar lo menos, dízelo el sabidor, / por ende de las mugeres la mejor es la menor), que Podemos ha sido —qué remedio— su dueña chica. Pero no por ello deja de parecerle la actitud de estos chicos, que tal vez ellos justifiquen por conveniencias tácticas, muy cercana a la sinuosa doblez de un Yago.
¡Pobre público! Sacada la entrada, depositada en la urna, sólo nos queda presenciar la función. Aunque, más que en el teatro, es posible que estemos en el circo romano, asistiendo a la lucha de los gladiadores en la arena. Pero cuidado, no acabemos cayendo todos del graderío y quedemos en la arena como mártires a merced de los leones. Cuidado, no termine todo esto —metafóricamente, por supuesto; o así lo espero— como en Hamlet, donde al final muere hasta el apuntador. O, peor todavía, como en Tito Andrónico, donde ni siquiera el acomodador consigue salvar el cuello.
Lo dicho: feliz —y próspero— año nuevo.