Me parece que ya les he hablado en una ocasión, aunque muy de pasada, de
otro de mis grandes amigos, el porquero de Agamenón.
Al principio, muy al principio, casi diría que en una época muy remota,
fue el quinto malo (para que luego digan) en las partidas de póquer de los
viernes, ya sobradamente conocidas por ustedes. Pero como es congénita y
genéticamente incapaz de mentir, ni aun con el gesto, terminaba siempre
desplumado. Así que a las pocas semanas dejó de jugar. Y desde entonces se
limita a mirarnos.
A decir verdad, eso de que se limita a mirarnos es más bien retórica, o
literatura, lo que ustedes prefieran. Porque igual que es incapaz de mentir lo
es también de estar callado. Y como cuando habla solamente puede decir la
verdad —no tiene modo alguno de evitarlo—, pues eso, que no cesa nunca de escupirnos
a la cara esas verdades que, la verdad sea dicha, a nadie le gusta oír.
Según él, Segismundo Amis (alias Antoñita
la fantástica) es un impenitente soñador, un empedernido soñante, un
fantasioso que nunca será nadie ni jamás hará nada, pues nunca jamás terminará
lo que empiece si es que lo empieza alguna vez. Tonto el que lo escribe es un
Sócrates de pacotilla, siempre tonteando —y menos mal que parece que al fin se
ha decidido a dejarlo— con sus tontas breverías o sus breves tonterías. Y lo
mejor que podría hacer El que escribe para olvidar es consagrarse directamente
al whisky y olvidarse de una vez de escribir todo eso de lo que al final nunca
se acuerda.
Pensarán ustedes que falto yo; es decir, El abajo firmante. Pues no. Pero
en lugar de contarles lo que dice de mí les contaré lo que me ha hecho:
enemistarme con un grupo sedicentemente literario del que (sí, padre; lo
confieso) he formado parte durante unos pocos meses. Enemistarme con ese grupo y
hacer que me expulsaran de él. No se le ocurrió nada mejor, metiéndose donde
nadie le llamaba, que calificar de cursi y de mal escrito —sobraban comas y
además estaban mal puestas— un presunto relato de uno de aquellos supuestos
escritores. Cuando me preguntaron si estaba de acuerdo con la opinión de mi
amigo no tuve más remedio —soy también congénita y genéticamente incapaz de
mentir— que decir que lo estaba.
Debo reconocer que me ha hecho un favor, pues lo cierto es que,
literariamente hablando, la mayor parte de los miembros de ese grupo son
verdaderos indigentes. Vamos, que leer sus deposiciones, además de pena, da
verdadera vergüenza ajena (ena, ena). Y las malas compañías literarias pueden
ser tan peligrosas, por contagiosas, como las peores enfermedades infecciosas
(osas, osas, osas).
Lo malo es que ahora quiere cobrarse el favor ocupando el hueco que ha
dejado Tonto el que lo escribe con su pase a la reserva.
Tendré que pensarlo. Tendré que pensarlo mucho. Tendré que pensarlo mucho
y muy detenidamente y muy bien durante mucho tiempo. Pues, como habrán podido
ver, El porquero de Agamenón (acaba de ganarse la mayúscula de nombre propio) no
es precisamente una amistad muy recomendable. Yo diría que es más bien una
amistad un tanto peligrosa.
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