lunes, 11 de enero de 2016

Principio del fin del mundo

Todo empezó a causa de una de las últimas tonterías de mi amigo Tonto el que lo escribe. Estábamos los cuatro de siempre (la peña de los viernes, recuérdese: Segismundo Amis, Tonto el que lo escribe, El que escribe para olvidar y —la buena educación me obliga a nombrarme en último lugar— El abajo firmante) echando unas manitas de póquer para celebrar, o tal vez para olvidar, el cambio de año cuando el antes citado, tratando quizá de disimular un farol, deslizó con su apuesta el comentario de que había decidido irrevocablemente —año nuevo, vida nueva— poner fin a sus tonterías con el último suspiro de 2015, y que en la penúltima de ellas había escrito que a estas alturas de la Historia Universal (no había añadido —dijo— de la Infamia para no fusilar a Borges al cuadrado, pues —prosiguió acusadoramente, señalándome con el dedo— ya me había encargado yo de hacerlo en primera instancia, aunque amortiguando el impacto de la bala con un hipócrita casi, en mi reciente Cuento de Navidad), a estas alturas, decía, nos hemos ganado, sobradamente y con creces, el derecho al pesimismo.
Cumplimos años —los mismos— el mismo día de enero (y barrunto que a la misma hora). Somos, por decirlo de algún modo, una especie de amigos gemelos. Nos conocemos de toda la vida. Como si nos hubiésemos parido, según recuerdo haber dicho ya en cierta ocasión. Así que adivinamos de inmediato la intención encubridora de nuestro compañero de timba. Pero el intercambio de miradas entre los demás jugadores nos hizo comprender que todos íbamos de farol y que ninguno de nosotros se atrevería a arrojar la primera piedra.
Dejamos de lado la baraja, nos servimos unas copas (la Nochevieja, máxime a nuestra edad, es mejor pasarla en casa, entre gente de confianza) y nos pusimos a hablar de nuestras cosas. En este caso, de lo que había sacado a colación Tonto el que lo escribe: el pesimismo.
Segismundo Amis —el impenitente soñador, el empedernido soñante— adujo que estando como estábamos los cuatro divisando ya, más que vislumbrando, la brumosa frontera de la setentena, la década verdaderamente peligrosa, era lógico ser pesimistas, sobre todo si, como era su caso, uno se pasaba la mayor parte del día (y todas esas noches que —como escribió el poeta— las carga el diablo) preguntándose qué había hecho con él la vida, o él con la vida, para que prefiriese estar solo a bien acompañado.
Tonto el que lo escribe, sin disentir por completo —eso dijo— de la opinión de Segismundo, arguyó que ese pesimismo era individual, fruto de la cercanía del fin del mundo particular al que cada uno habremos de enfrentarnos, pero que él apuntaba más alto, a un pesimismo universal, a un presentimiento del fin del mundo en general o, al menos, del principio de ese fin (espero —dijo— que nuestra ya avanzada edad nos salve de asistir a la catástrofe), y si alguien cree que exagero que piense en el revolcón que para tantos y tantas ha representado esta crisis de nunca acabar (y de la que jamás se volverá a salir por donde se entró), en el oscurísimo futuro de precariedad (si no ya negrísimo presente) que espera a las generaciones más jóvenes, en esa reedición de las Cruzadas que entre unos y otros estamos preparando (aliñada ahora, cuidado, con armas nucleares, que esas sí que las carga el diablo), en ese planeta que estamos devorando a bocados uniformemente acelerados (permítaseme dudar y reírme, por no llorar, del simulacro de golpes de pecho representado hace poco en París), en ese verdadero y mayor problema de la Humanidad (y no es que los otros sean falsos y menores) del que nadie se atreve a hablar y que consiste, sencilla y llanamente, en que somos demasiados.
La historia de todos los países —dijo El que escribe para olvidar, como saliendo de un estado de somnolencia— atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista. Donde se decía clase obrera —prosiguió— léase hoy en día el pueblo o la gente o lo que diablos o demonios quiera leerse, y añádase que si encima nunca han dejado de ponérsele palos en las ruedas, pues más a mi favor. El pueblo unido jamás será vencido, de acuerdo. Pero ¿alguna vez ha estado unido? Pronto hará cien años de la más alta ocasión —ésa sí— que vieron los siglos. Y ¿en qué ha quedado ese sueño de la razón? ¿Qué se hizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trujeron? A ver si resulta que la derecha, que nunca ha tenido ni jamás tendrá razón, no deja sin embargo de estar en lo cierto, y como individuos que somos no podemos dejar de ser unos feroces individualistas sin remedio. Tanto el uno como el otro —dijo, dirigiéndose a Tonto el que lo escribe y a Segismundo Amis— tenéis vuestra parte de razón. Nuestro pesimismo vital y nuestra decadencia biológica no son quizá sino una metáfora de este maldito mundo que tumbo a tumbo se derrumba...

Y en esas estábamos cuando empezaron a sonar las doce campanadas y levantamos las copas y brindamos y nos felicitamos el nuevo año y nos dijimos que carpe diem y que a mal tiempo buena cara, tan buena como la que sabía poner el atribulado —y evanescente— señor Kaplan incluso en las peores situaciones, como cuando era perseguido en un maizal por una avioneta fumigadora. Tan buena cara, que era como si en todo momento estuviera diciéndose a sí mismo: Con la risa en los talones.

2 comentarios:

  1. Buenas, querido amigo en las letras. Estaba escribiendo la respuesta y me di cuenta de que quería decir muchas cosas y decirlas en voz alta, así que mejor te invito a leerlas en un post (se me hizo demasiado largo como para un comentario en una entrada...)


    http://kapitalnews.blogspot.com.es/2016/01/nada-de-pesimismos-se-avecina-la-guerra.html

    Abrazos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ojalá estés en lo cierto, querido amigo, aunque yo ya no lo vea.

      Eliminar