Los muertos y los idos

 Libro de cuentos que recoge siete relatos escritos en los primeros años 90 del pasado siglo. Seis de los relatos son cuentos breves, con una extensión, según el orden en que figuran en el índice, de 4, 6, 9, 6, 13 y 11 páginas respectivamente (en su formato original Word, doble interlineado, 25 líneas por página DIN A4). El último relato, que da título al libro, tiene 42 páginas, por lo que estaría en esa difusa frontera entre el cuento largo y la novela corta. He mantenido el índice, para mejor orientación del lector, sustituyendo, eso sí, la paginación del formato original, que aquí no es posible conservar, por el número ordinal de los relatos.
(R.G.P.I. Valencia 09/2013/2178)





ANDRÉS AMAT



 LOS MUERTOS Y LOS IDOS






ÍNDICE

 1     KAMURAI
 2     LA DIOSA BLANCA
 3     CITA EN CITÉ
 4     OJO QUE NO VE
 5     PERROS QUE LADRAN
 6     PELIGROSO ASOMARSE AL EXTERIOR
 7     LOS MUERTOS Y LOS IDOS





KAMURAI

Supe en seguida que se trataba de ellos. Lo supe en cuanto se apagaron las luces y empezó a alzarse el telón. Uno de ellos -el fulgor de su rostro me reveló que era el conductor del grupo- se levantó de su asiento en una de las primeras filas del patio de butacas y, dando la espalda al escenario, se encaró con el público. Aunque nosotros estábamos en un palco (hace tiempo que podemos permitirnos esos pequeños lujos; ¿por qué negárnoslos?) pude verlo como si estuviera muy cerca, absurdamente demasiado cerca. Pude verlo allí plantado y en silencio, con su melena y su barba grises, su jersey también gris de cuello alto con remiendos en los codos y tres agujeros como de bala a la altura del pecho. Pude verlo enfrentado al público con el rostro iluminado por una mirada acusadora y punzante que no miraba a nadie, que pasaba por encima de las cabezas, que acabó haciendo brotar un destello en mi corbata de seda.
He dicho que su cara brillaba. Debo aclarar ahora que no era un brillo reflejado; no era que estuviese interfiriendo la luz de alguno de los focos. Era como un brillo lunar propio, un fulgor pálido e incandescente que procedía de las estrellas, un resplandor primigenio que venía de Capricornio. Porque el hombre del jersey gris -seguía allí plantado, mientras los actores ya estaban en escena- era un conductor de kamurai, el guía de un grupo de hombres mansos y silenciosos que a una señal suya se habían levantado de sus butacas y empezaban ahora a repartir los folletos.
Poco es lo que se sabe sobre los kamurai. Decir de ellos que son una secta, congregación o fraternidad sería, más que inexacto, probablemente injusto. No tienen reglas escritas, carecen de normas establecidas, no acatan leyes promulgadas por nadie. Suelen ser célibes, pero esto no es algo que a ningún kamurai le haya sido impuesto; suelen ser pobres, pero no se sabe de ningún kamurai que hubiese tenido que renunciar a su fortuna; suelen ser jóvenes, pero a nadie le parecería extraño encontrar un kamurai de pelo entrecano y ojos cansados.
No se sabe mucho tampoco sobre su origen y procedencia. La ausencia de documentos escritos haría tachar de aventurada cualquier hipótesis sobre la época de su aparición en el mundo. Por su nombre podría suponerse que se extendieron por los cinco continentes desde el Japón o, al menos, desde el Extremo Oriente; pero un nombre es bien poco para afirmar algo sobre un grupo que se caracteriza por su radical negación de la palabra.
Algo se sabe sobre lo que hacen. Predican (pero no sería ésta la palabra exacta; los kamurai nunca hablan, sólo reparten folletos) las revelaciones del Zodiaco y la salvación por Capricornio, al que consideran como signo rector del universo. No violentan a nadie con la palabra, no fuerzan a nadie a conocer ni a aceptar su doctrina, no obligan a nadie a que les oiga. Solamente muestran. Apaciblemente, en silencio, entregan sus folletos -unos modestos cuadernitos con viñetas como los tebeos- y, tras cobrar un simbólico precio, desaparecen confiando en que alguien sea iluminado por sus enseñanzas y se una a ellos.
No hay nada misterioso en su doctrina. El contenido del folleto no tiene nada que ver con la astrología, la superstición o la magia. Los dibujos -ingenuos, primitivos, como hechos por niños- muestran cómo podría ser el mundo si no hubiera dejado de regirse por el ritmo primordial de las estrellas. Pero yo creo que los folletos son solamente un pretexto, porque lo que de verdad buscan los kamurai es propagar una actitud, lo que secretamente pretenden es inquietarnos con su ejemplo.
No recuerdo cuándo dejé de mirar al hombre del jersey gris. Los demás kamurai estaban repartiendo los folletos, pero él seguía allí, plantado frente al público, con el rostro emanando luz, indiferente a los murmullos de los espectadores cada vez más inquietos, cada vez más moviendo las cabezas a un lado y otro, alargando el cuello, irguiéndose en los asientos porque los kamurai les estaban tapando el escenario, les impedían ver con claridad a los actores, no les permitían seguir el hilo de la representación, les estaban interrumpiendo el espectáculo.
Creo que dejé de mirarlo cuando uno de los kamurai entró en nuestro palco. Mi mujer y yo, así como los dos matrimonios que nos acompañaban, nos volvimos hacia él. Era un hombre de unos cincuenta años, calvo y con gafas de miope. Nos tendió los folletos con una sonrisa y esperó. No pudimos resistirnos a cogerlos. Es como si la sonrisa con que los kamurai ofrecen su cuadernito fuera hipnótica. La gente acepta el folleto como si estuviera esperándolo desde siempre; y eso, sin olvidar el simbólico precio, es suficiente para un kamurai. Lo que en adelante haga cada uno, leer el folleto o no (pero creo haberlo dicho: no hay palabras, sólo dibujos), aceptar o rechazar lo que se ha visto en las viñetas, está más allá de su misión.
Recuerdo que cuando nos volvíamos de nuevo hacia el escenario alguien de nosotros hizo un comentario irónico. Recuerdo también que eché apenas un vistazo a mi folleto y volví a cerrarlo en seguida (la tinta estaba fresca todavía y me manché la corbata). Y recuerdo que, cuando mi mujer me pasó su folleto para que se lo guardara, ella, o yo, o ambos, hicimos en voz baja un nuevo comentario, esta vez de desprecio.
Entonces, mientras dejaba los folletos sobre el antepecho del palco, sentí la primera punzada. Porque fuera quien fuese de nosotros dos quien había hecho el comentario despectivo, yo había asentido. Y lo peor no era que pudiese haber asentido sólo por dar la razón a mi mujer; lo peor era que estaba totalmente de acuerdo con ella.
No me atreví a mirar otra vez al hombre de la cara resplandeciente (no sé si seguía en la platea). Quise mirar al escenario, pero noté que una mano intentaba abrir el bolso de mi mujer. Forcejeé unos instantes con el kamurai calvo y miope, y tuve la secreta esperanza de que su resistencia me ayudara a justificarme, a librarme de aquello cada vez más punzante. Pero entre los kamurai no hay ladrones. Aquel hombre sólo quería cobrarse el simbólico precio de los folletos; y en cuanto pudo desasirse cesó su aparente resistencia.
Poco más recuerdo: la imagen fugaz del kamurai mirándome con su sonrisa blanda y su mansedumbre irritante, dejando que lo empujara hasta un rincón del palco, que le quitase de un manotazo las gafas de miope, que le aplastara la nariz de un puñetazo.
No recuerdo más (quizá, si lo pienso mejor, el cuerpo del manso kamurai derrumbándose); pero, antes de despertar de mi sueño recurrente (creo no haber dicho que así es como castigan los kamurai), alcancé a sentir que me dolía la corbata de seda, lacerada por una punzada infinita.
Porque en otro tiempo yo he sido uno de ellos. En un  tiempo ya pasado, tan remoto que apenas lo recuerdo, yo he sido un kamurai.





LA DIOSA BLANCA


    J’avais vingt ans. Je ne laisserai
personne dire que c’est le plus bel
age de la vie.

Paul Nizan. Aden Arabie


Se enamoró de ella a los siete años. Iba con su amigo del alma camino de casa, libres los dos hasta el día siguiente de las toses de un maestro viejo y malcarado, dichosos de dejar atrás por unas horas la humareda de tabaco que los agredía desde una boca mellada que imponía como una doctrina que dos más dos eran cuatro porque así se había dispuesto al crearse el universo, felices de disfrutar de su menuda libertad provisional con las manos aún entumecidas por los latigazos de una regla de treinta centímetros que -era por su propio bien- los educaba y los curtía y habría de convertirlos en hombres de provecho.
La encontraron cuando salía del colegio de las monjas de Jesús y María. Venía hacia ellos rodeada de su guardia pretoriana de alumnos de los jesuitas, atildados niños de uniforme azul marino que eran la única escolta admitida por angelicales niñas como aquélla: pálida y rubia y con uniforme gris a cuadros.
Cayó atrapado en sus ojos; pero ella no le devolvió la mirada. No se atrevió a exigírsela, porque le daba vergüenza no llevar uniforme. Hubiera querido ser el jefe de la guardia pretoriana, pero en aquel tiempo (años cincuenta del siglo XX; un tiempo -como le diría su amigo del alma mucho más adelante- que parecía que nunca fuese a transcurrir) los niños, a semejanza de sus padres, se dividían en dos clases; y él era de los que iban a la escuela nacional y no a colegio de pago; él era de los que, en lugar de un atildado uniforme azul, llevaba un horrible babero a rayas.
A su amigo del alma, en cambio, esas cosas parecían no importarle. Mientras la diosa blanca (pero aún no la llamaba así; ese nombre se lo daría pocos años después) se acercaba hacia ellos, la miró prolongadamente de arriba abajo y pensó (aunque quizá entonces aún no fuese capaz de expresarlo así; con esas palabras sólo podría describirla muchos años después, cuando ambos la recordaron mientras buscaban una corbata de seda) que era ya como una mujer en miniatura, hecha del todo y esperando su turno, una incipiente hoja de árbol que rompería la yema cuando llegase su primavera y a partir de entonces sólo tendría que expandirse desalojando espacio. Y al cruzarse con ella, su audaz amigo introdujo un brazo entre dos de los guardianes y consiguió rozar una de sus angelicales, pálidas y rubias manos.
Empezaban a alejarse cuando, mirando de través, vio ondularse la melena rubia y asomar el pálido rostro por encima de un hombro. Pero siguió sin encontrar los ojos que lo habían atrapado. Si miraban -y sonreían- a alguien (y lo estaban haciendo), podía estar seguro de que no era a él.

  

Tenía catorce años. Seguía enamorado de la diosa blanca. Continuaba persiguiendo la mirada que le debía. A veces, la encontraba en algún sueño; pero siempre ocurría que terminaba escurriéndosele de entre las manos y escapándose como arena.
Habían estado cruzándose a diario durante todos esos años. Cuando le era posible, escapaba de la compañía de su amigo del alma para seguir desde lejos el rastro de la melena rubia. La diosa había permanecido inaccesible e intacta, invariablemente rodeada de su guardia pretoriana, alojada todavía en la yema esperando su primavera. Pero el último verano -tan desgraciado como todos porque se quedaba sin ella- algo había empezado a cambiar. Apuntaba ya el otoño cuando tuvo ocasión de advertir que el turno estaba a punto de llegar; que el uniforme parecía estar de sobra; que bajo los hombros donde descansaba la angelical melena rubia había dos pechos principiantes; y, más abajo todavía, un par de gráciles piernas.
Ahora él llevaba un uniforme azul marino; pero con una horrorosa botonadura dorada que le llegaba hasta el cuello, unos horrorosos ribetes dorados en las bocamangas, una horrorosa gorra de plato en la que, con no menos horrorosas letras no menos doradas, podía leerse el nombre de un banco. Estudiaba el quinto curso de bachillerato nocturno, plan de 1953. Su amigo del alma, en cambio, seguía en el instituto en horario normal, aunque ayudaba un poco en casa trabajando de mensajero en los ratos libres.
No era solamente eso lo que estaba estableciendo una frontera de espacio y tiempo entre ellos (una tierra de nadie que sólo volverían a franquear tantos años después, cuando al final de un largo rodeo de trescientos sesenta grados se encontraron en unos grandes almacenes y coincidieron en la elección de una corbata de seda y -uno, banquero de éxito; otro, político destacado- acordaron volver a frecuentarse). Él estudiaba la rama de Ciencias; sólo pensaba en abandonar el uniforme cuanto antes; empezaba a calcular a quién le convenía acercarse. Su amigo del alma, por el contrario, estudiaba la rama de Letras, se había dejado crecer el pelo como aquellos cuatro locos ingleses que tocaban una música ensordecedora y andaba diciendo por ahí que el tiempo estaba empezando a moverse porque un pequeño general calvo y gordito tenía ya más de setenta años. Se veían apenas los fines de semana, y aun entonces no compartían todo el tiempo: a uno le gustaba el fútbol; el otro prefería el cine. Poco a poco, el contacto se fue reduciendo al paseo de los domingos por la mañana.
En uno de esos paseos volvieron a encontrarla. Seguía rodeada de la guardia pretoriana; pero en domingo, sin uniformes, no había diferencia entre él y los siempre atildados miembros de la escolta. El único diferente era su amigo del alma: sin traje ni corbata; con pantalones vaqueros y jersey de cuello alto.
Lo presintió un segundo antes de que ocurriera. Con ademán resuelto, su osado amigo se abrió paso entre la escolta, se acercó a la cara pálida y la besó en una mejilla, muy cerca de los labios. Después, mirándola desafiante mientras la bautizaba, le dijo que era la diosa blanca.



Cumplió veintiún años. Le faltaba un curso para terminar la licenciatura de Económicas. En el banco -desde que consiguió quitarse el uniforme de botones dorados empezó a marcar distancias con los simples administrativos que hasta entonces le habían dado órdenes-, iban a nombrarlo muy pronto apoderado. En la facultad, veía a los demás estudiantes como futuros competidores. Sólo se relacionaba con algunos compañeros de clase a cuyos padres le convendría conocer dentro de muy poco; gente, por describirla con un trazo, que despreciaba los pantalones vaqueros y los jerseys de cuello alto; alguno, incluso, que había formado parte de la escolta de la diosa blanca.
Desde que empezó la carrera, la había visto menos. Ella estudiaba en la facultad de Filosofía y Letras, muy cerca de la suya; pero tenía las clases por la mañana; y él, por la tarde. Sólo podía seguirle el rastro los fines de semana. La veía vestida con chaquetas blazer, faldas plisadas, blusas de colores discretos, como si quisiera disimular que ya estaba total y sobradamente en su turno. Ahora que él llevaba a veces uniforme de sargento de complemento, con aquellos cordones tan lucientes que caían sobre la guerrera, continuaba sin atreverse a abordarla cuando la seguía. La encontraba casi siempre en pandilla, acompañada de otras amigas, rodeada aún de su escolta. Eso lo aliviaba -no habría podido soportar que aquellos ojos pertenecieran sólo a un hombre y que ese hombre no fuese él-, y le hacía albergar una incierta esperanza de no sabía qué, no sabía cómo, no sabía cuándo. Pero últimamente estaba algo inquieto. Desde el principio de ese último curso, no había tenido ocasión de verla.
Su amigo del alma había terminado Magisterio, daba clases en academias privadas mientras preparaba oposiciones a la enseñanza pública y estudiaba Filosofía y Letras por la tarde. No se habían visto desde el vigésimo aniversario de ambos. Cumplían los años en la misma fecha, y se reunieron para celebrarlo. Veinte años era una edad muy especial; la más bella de la vida, se le había ocurrido decir. Pero, no sabía por qué, su amigo, un tanto airado, contestó que no permitiría que nadie dijera eso.
Ahora, después de más de un año, acababa de encontrárselo camino de la facultad. Llevaba barba, y el pelo muy largo y descuidado. Se le veía eufórico, aunque algo nervioso. Dijo que esa tarde había una asamblea y le pidió que acudiera. Él contestó que no estaba muy de acuerdo con eso de las huelgas, pero su arriscado amigo replicó que estaban viviendo momentos decisivos, y le contó algo sobre un pequeño y viejísimo general a quien la muerte ya le había dado un susto en Bagdad y dentro de no mucho tiempo habría de llevárselo para siempre en Isfahán. No entendió eso, ni lo de los últimos coletazos de no sabía qué régimen. La verdad era que no entendía nada, por lo que prefirió asentir, responder con vaguedades de tanto en tanto y dejar que su alucinado amigo siguiera hablando.
Se despidieron en la escalinata de la facultad de Filosofía y Letras. Prosiguió hacia la suya, mirando con desazón los furgones de policía que estaban estacionados a lo largo del paseo central de la avenida. A mitad de camino se sorprendió pensando de súbito en las matemáticas de quinto de bachillerato; empezó a sobresaltarse recordando las lecciones sobre combinaciones y cálculo de probabilidades; sintió, finalmente, una consternación que se resistía a explicarse cuando resolvió que la melena rubia que le había parecido reconocer en un ventanal mientras se despedía de su amigo del alma no debía estar allí, no era posible que estuviese ahora.
La carga policial había empezado. Pero no le daban tanto miedo las porras, los botes de humo y las balas de goma como esa ya certeza que lo obligaba a regresar corriendo. Dejó que los estudiantes salieran a oleadas de la facultad de Filosofía y Letras. Esperó la retirada de los últimos policías, el cese de los disparos, el silencio de las porras.
Al disiparse el humo la encontró. Pálida y rubia. Con pantalones vaqueros y jersey de cuello alto. Sentada en la escalinata, como una Pietà de Miguel Ángel, con su maldito amigo del alma en el regazo. Enjugándole la sangre que se le despeñaba por las cejas. Mirándolo con esa mirada que le debía a él desde hacía tantos años.





CITA EN CITÉ

A lo mejor esto habría que contarlo -entre otras razones, porque es una historia de otros tiempos- haciendo que el disco de vinilo girase al revés. La aguja del tocadiscos se desplazaría entonces desde el centro hacia la circunferencia exterior y la sinfonía se desplegaría desde el final hasta el principio (hace muchos años el otro lo intentará y le habrá costado una buena reprimenda por cargarse el tocadiscos), y no estaría mal visto que alguien como yo -que, cuando estaba vivo, vivía de las palabras- recurriera a expresiones tan absurdas como la del anterior paréntesis; o como: mañana el otro estaba triste; o también: hace cinco años el otro estará en París; o, peor todavía: ese brazo que el otro lleva escayolado me lo fracturé en Barcelona hace ahora veinte años.
Pero los discos se obstinan en seguir girando como las saetas del reloj y las agujas en desplazarse hacia el centro; y como además esto no es música (aunque ahora pasa Vega por mi derecha y casi alcanzo a rozar con los dedos las cuerdas de la Lira) parece que cosas así no se pueden decir, ni mucho menos escribirlas, si uno no quiere que lo tomen por loco (y uno, aunque no es que eso importe demasiado ahora que sólo veo pasar estrellas, no quiere que lo tomen por loco). Así que lo mejor será contar esto como si aún hubiera algo más que estrellas (la cabellera de Berenice acaba de despeinarse) y estuviera todavía en ese tiempo rectilíneo de ahí abajo, ese tiempo que creía flecha y que de repente se me reveló como bumerang.
Fue una mañana cualquiera, hacia la mitad de la década de los 80 del siglo XX, en el metro de una ciudad cualquiera (digamos que París, digamos que línea cuatro: Porte de Clignancourt-Porte d’Orléans, estación Cité). Ahora cuando lo cuento (ahora que todo es Cástor y Pólux confundiéndose a mi alrededor) veo que para entonces ya estaba tendida la red de paralelismos, similitudes y correspondencias en la que tenía que aparecer el otro como una pesca inesperada. Es hora de decir (aunque ya no haya horas para mí, sólo Altair volando en círculo) que me gustaba pescar en el metro. Era una especie de vicio solitario, un juego inocuo y sin consecuencias que se resolvía al atrapar una mirada. La regla era sencilla: excluyendo por razones obvias (no se detengan en las puertas, no se demoren, antes de entrar dejen salir) las estaciones de partida y de destino (Barbès-Rochechouart y Pont Saint Michel; al revés por la tarde), cuando el tren se detenía en cualquiera de las estaciones de mi trayecto diario, cuando al mismo tiempo se detenía otro tren en la vía opuesta, cuando además yo había conseguido un asiento junto a una de las ventanillas del lado izquierdo del vagón, miraba entonces hacia la ventanilla del otro tren, justo a la que quedaba enfrente de la mía, y si allí había una mujer, si esa mujer me gustaba, si esa mujer -ya fuese por accidente, ya fuese porque hay ojos que parecen imantados- me miraba (y siempre terminaba haciéndolo), entonces yo la obligaba a sostenerme la mirada; y por fin, cuando los trenes partían, yo hacía un ademán de despedida y esbozaba una sonrisa triste.
Era así de sencillo y sin consecuencias. Pero ahora (ahora que Deneb) pienso que no era tan inocuo, pienso que me estaba socavando. Porque eso que entonces se daba como juego o como comedia no era sino la repetición, la escenificación neurótica, de algo que en otro tiempo y en otro metro cualquiera de otra ciudad cualquiera (digamos que Barcelona) se había dado como tragedia.
Admito (sobre todo ahora, cuando se acerca Antares) que ciertas palabras dan risa, pero en su momento lo de Barcelona casi me hizo llorar. Allí también hubo dos trenes y dos ventanillas y dos pares de ojos enfrentados. Pero yo conocía muy bien (los quise tanto) aquellos otros ojos. Y conocía también  (y no me sorprendió, aunque me sorprendiera) esos otros ojos (hasta entonces amigos) que estaban al lado de aquéllos en la misma ventanilla opuesta, en el mismo tren de enfrente. Unos traidores ojos abrazados y diciéndome los dos (los cuatro) que así son las cosas; unos ojos traidores besándose mientras me decían los dos (los cuatro) adiós para siempre.
Quizá fue aquello lo que de verdad me sacó de Barcelona. Aquello y no el aburrimiento, el hastío, el tedio (palabras, palabras, palabras) de unos años sin futuro, de un tiempo amordazado y sin expectativas; aquello y no el cansancio y el hartazgo de estar siempre mirando atrás antes de doblar una esquina y temiendo que la puerta de casa se abriese a patadas de la brigada político-social a las dos de la madrugada; aquello y no la interminable espera de la anhelada noticia de una muerte que tanto habría de tardar aún. Como fuese, lo cierto es que muy pronto me encontré en París y que París era una fiesta: había toda la música y todos los libros y todo el cine que me negaba Barcelona, y se podía hablar y doblar esquinas sin miedo y trasnochar y dormir tranquilo. Y se podía protestar. Yo podía protestar desde París porque la vida fuese imposible en Barcelona. Y la red empezaba a tenderse.
Pronto ocurrió que la euforia de los primeros tiempos empezó a empantanarse y a pudrirse. Pronto ocurrió (a partir de cierta edad los años se convierten en cuervos y vuelan) que aquella muerte tan esperada ya estaba en los noticiarios y nada cambiaba del todo del todo del todo (estúpido estúpido estúpido, dice Aldebarán). Pronto ocurrió que París fuese un espejo en el que se reflejaba Barcelona: los días igualmente amontonados e igualmente iguales, el mismo tedio y el mismo hastío y el mismo aburrimiento (más palabras y más palabras y más palabras), el trayecto de Lesseps a Plaza de Cataluña (al revés por la tarde) repitiéndose en el de Barbès-Rochechouart a Pont Saint Michel (al revés por la tarde), las clases de lengua y literatura francesas en la vieja universidad de Barcelona transmutándose en las clases de lengua y literatura castellanas en la viejísima Sorbona… Y la misma soledad en París que en Barcelona (no se culpe a nadie). Y los encuentros en el metro socavándome y desenterrando aquel otro desencuentro de hacía ya tantos años. Y la red que ya estaba tendida.
Claro que eso lo veo ahora (ahora que las Pléyades están muy cerca y su luz es tan intensa), cuando ya es tarde para todo y no es posible advertir al otro, no es posible decirle que está condenado a desandar lo que yo anduve, no es posible evitar (pero ¿por qué evitarlo?) que ese tiempo retrógrado en el que está instalado acabe arrastrándolo hasta el agujero que hay también al otro extremo, hasta esa otra puerta de esta misma nada con estrellas (ahora pasa Algol, y más allá Alderamín).
A partir de aquí es cuando el disco de vinilo tendría que girar al revés y debería ser posible decir: mañana le pusieron la escayola al otro; pasado mañana se fracturó el brazo; otro día más y lo tenía intacto. Porque ya estamos en una mañana cualquiera, hacia la mitad de la década de los 80 del siglo XX, línea cuatro, asiento de ventanilla (duramente conseguido en la estación de Châtelet) lado izquierdo del vagón, dispuestos a jugar a los encuentros. El metro iba más atestado que de costumbre y esa mañana no había tenido ninguna oportunidad. Sólo me quedaba Cité, pues luego venía ya Pont Saint Michel y allí no había juego sino disculpas y apresuramientos y salida a la calle. Cuando el tren se detuvo y me fijé en el hombre de la ventanilla de enfrente, la decepción inicial cedió el asiento a la curiosidad: aquel tipo se me parecía bastante (¿por qué no decir ya que muchísimo; por qué no decir ya que -aunque mucho más joven- era yo?). No digo (porque todavía ahora sigo sin saber cómo decirlo) qué fue lo que ocupó el lugar de la curiosidad cuando vi que el tipo llevaba el mismo pelo largo, la misma barba y el mismo brazo escayolado que había llevado yo en Barcelona hacía ya tantos años.
¿Alucinación? Eso creí al principio, pues cuando los trenes empezaron a moverse vi que los cartelones publicitarios del otro lado no estaban en francés, los uniformes de una pareja de policías que había al otro lado eran grises y no estaban en francés, los letreros de estación al otro lado decían Gran Vía y no estaban en francés. Sí, alucinación, me dije, porque antes de que mi tren se zambullera en su túnel alcancé a mirar hacia mi lado y allí todo era como siempre, todo era en francés, todo era estación Cité.
Creo (lo juro por Arturo que atraviesa ahora este cielo tan puro) que esa misma tarde yo aún confiaba en que lo de la mañana no hubiese sido cierto, aún pensaba que no iba a repetirse, aún esperaba que todo seguiría siendo asiento de ventanilla lado izquierdo y mujeres enfrente y encuentros. Pero entonces, que alguien me explique por qué esa tarde dejé pasar un tren y otro tren y otro hasta que transcurriera esa hora punta horrorosa y atestada y pudiese llegar un tren medio vacío, un tren con muchos asientos libres, con tantos asientos de ventanilla lado izquierdo disponibles que me aseguraran llegar a la inmediata estación Cité perfectamente instalado para poder jugar el que desde entonces iba a ser mi nuevo y único juego, mi nuevo y único encuentro.
Descubrí muy pronto que el otro se movía en un tiempo que era como una prenda vuelta del revés (no es eso exactamente; pero ¿cómo decirlo sin que parezca que estoy loco?). En los años de Barcelona yo leía mucho en el metro (en París, no; en París prefería jugar a los encuentros), y recuerdo perfectamente que antes de empezar un libro me gustaba acariciarlo y olerlo. Y eso exactamente (pero no exactamente eso) es lo que vi hacer al otro en nuestro primer encuentro: oler un libro y acariciarlo. En ese orden. En ese orden y después de haberlo cerrado.
Hubo algo extraño en aquel comportamiento. Algo antinatural que no entendí bien en ese momento. Algo parecido a estar viendo una película desde detrás de la pantalla (tampoco es eso exactamente; pero ¿cómo decirlo sin que parezca que estoy loco?). Empecé a entender por la tarde. En nuestro segundo encuentro empecé a entender que veía al otro como en una película proyectada desde la última bobina a la primera, desde el último fotograma al inicial, desde la palabra fin hasta los títulos de crédito (es exactamente eso; y ¿verdad que parece que estoy loco?). Porque el otro empezaba un nuevo libro y lo hacía por el final, sin acariciarlo ni olerlo. Porque yo recordaba perfectamente haber leído ese libro antes que aquél que el otro había cerrado y olido y acariciado por la mañana. Recordaba perfectamente haber leído el primer tomo de L’éducation sentimentale antes que el segundo. Recordaba perfectamente haberlo hecho así, como lo haría cualquiera. Cualquiera que no fuese el otro moviéndose en su tiempo bumerang, su tiempo flecha rebotada, su tiempo que se precipitaba hacia el precipicio del principio.
Por allí resopla Cetus en toda su inmensidad, y ahora eso es tan natural para mí como lo fue entonces aceptar que el otro apareciera en la red. Porque cosas así pueden sucederle a cualquiera y en cualquier momento y en cualquier lugar. A lo mejor le está ocurriendo a todo el mundo, y para encontrar a ese otro que nos haya tocado en suerte quizá sea suficiente con tener tendida la red. (Parece, porque está en una isla y bajo un río, que la estación Cité no es mal lugar para encontrarse con una de esas flechas rebotadas contra la última pared del universo, bumerangs que están de vuelta cuando nosotros aún volamos hacia ninguna parte.) Lo cierto es que yo encontraba todo eso tan natural y que no me preocupaba en absoluto, preocupado como estaba por conseguir asiento de ventanilla lado izquierdo antes de la estación Cité, por hacer entrar al otro en el juego, por meter en la red la mirada del que nunca me miraba, refugiado siempre en su libro, siempre con los ojos clavados en ese libro que apoyaba en su brazo escayolado.
Empecé a considerar el tiempo desde el punto de vista del otro. Llegué a calcular con bastante exactitud el día en que su mirada aparecería en la red. Sabía que eso ocurriría cuando el otro cerrara (dejase de abrir, debería poder decirse) y oliera y acariciara el libro que ahora leía. Para entonces aún no llevaría escayola ni se habría roto el brazo (debería poder decirse), lo tendría libre y podría repetir con él ese mismo ademán que hice yo a dos traidores pares de ojos hacía ya tantos años.
Sentí pena por el otro. Pensé que sería muy triste una vida llena de libros leídos conociendo el desenlace; una vida en la que estaría sufriendo ahora el dolor de sentirse separado de no sabía qué, no sabía quién; una vida con la muerte (¿podría llamarse así?) a fecha fija, marcada con un hierro candente en el carnet de identidad. Quise comunicarme con él, contarle lo que le esperaba, intentar que cambiara su destino. Pero hubiera sido estúpido (¿por qué digo eso, si alguna vez lo intenté?) bajarse del tren y recorrer los pasadizos y llegar al otro lado y ver que allí todo seguiría estando en francés, todo seguiría siendo estación Cité.
Ahora pasa Rigel, y un poco más abajo Betelgeuse. Veo con toda claridad cómo fui retirando los ojos del otro y volviéndolos hacia mí. No es que dejase de mirar al otro, de buscar su mirada en el metro, pero un día empecé a sentir como si estuvieran siguiéndome por delante: cada vez que doblaba una esquina al azar pensaba que alguien había tomado ya esa decisión por mí; cada vez que compraba un libro, algo brumoso me decía que ya estaba leído; cada vez que entraba en mi pequeño estudio de la rue Tardieu miraba alrededor buscando algún rastro de esa otra presencia que también habría ocupado aquel ámbito. Fui cayendo en la cuenta de que el otro ya habría jugado a los encuentros, ya habría pasado por estaciones que eran al mismo tiempo Gran Vía y Cité, ya habría estado muerto. Para él, todo eso eran recuerdos.
Tuve miedo entonces de que el otro pudiera revelarme su primer recuerdo, porque si eso sucedía tendría que vivir desde entonces con la insoportable carga de una muerte a plazo fijo, marcada en la frente al rojo vivo. Quise dejar de verlo, abolir para siempre aquella doble cita diaria. Habría sido muy fácil: bastaba simplemente con no mirar, con situarse en el lado derecho del vagón, con tomar el autobús en lugar del metro. Habría sido muy fácil, pero no lo hice. A lo mejor, porque estoy loco. A lo mejor, porque también hubiera sido estúpido intentar una huida que no estaba escrita. Sólo había una forma de acabar con los encuentros: dejar que el juego terminase por sí mismo, cumpliendo sus reglas, consumándose cuando el otro me mirara y yo tuviese su mirada en la red.
Si vadeamos Erídano y pasamos al otro lado llegaremos al día en que finalizaron los encuentros. Estamos en otra mañana cualquiera, línea cuatro, asiento de ventanilla lado izquierdo, acercándonos a la estación Cité. El otro, con el brazo por fin libre, recordando quizá (casi no dolió) el súbito chasquido del cúbito que se había roto mañana, se acercaba también. Estaría llegando a las primeras páginas de su libro, a punto de desabrirlo (debería poder decirse) y olerlo y acariciarlo, a punto de conocer la razón de ese dolor (que tanto dolía) por no sabía qué, no sabía quién. Pensé entonces en mí mismo; en mí mismo hacía veinte años repitiendo aquella secuencia a la inversa. Imaginé mi mirada a los ojos traidores, que primero fue de asombro y después de tristeza, una tristeza que con fingida serenidad intenté enterrar demasiado pronto entre las páginas de un libro. El tren entró en Cité y al otro lado era Gran Vía y estaba el otro cerrando el libro y oliéndolo y acariciándolo. Un segundo antes de que girase la cabeza pensé que había un fallo: si para él este lado era Gran Vía y cuatro traidores ojos, entonces el juego no se cumpliría, no habría verdadero encuentro y yo estaría condenado a seguir buscando la mirada del otro, a seguir sintiendo que me seguía por delante, a seguir temiendo que pudiese revelarme su primer recuerdo.
El otro me miró, por fin me miró (aunque mirara a otros ojos). Y hubo asombro en su mirada; y tristeza después; y, al final, un ademán de despedida con la mano.
Tardé unos segundos en comprender, los suficientes para que el tren arrancara y tomase velocidad y se internara en el túnel. Había habido algo antinatural en el comportamiento del otro, antinatural para lo que se esperaba de él. Ahora que el tren avanzaba por el túnel a toda velocidad pensaba que en ese tiempo bumerang en el que viajaba el otro la secuencia debería haber sido ademán-tristeza-asombro. Pero había sido al revés. Porque para el otro había sido por fin Cité a este lado, yo a este lado, sólo dos ojos a este lado. Dos ojos que había reconocido con estupor y después con tristeza. Dos ojos de los que se había despedido con ese ademán que significaba adiós para siempre.
Supe entonces que no saldría del túnel. Pero cometí la estupidez de querer escapar, de tratar de cambiar lo que estaba escrito, decretado desde mucho antes por el otro. Me levanté de mi asiento y corrí hacia el tirador de alarma. Recuerdo muy bien el frenazo del tren, y mi cuerpo volando de un lado a otro de la plataforma, y el chasquido de mi cabeza (casi no hubo tiempo de que llegase a doler) al estrellarse contra la puerta del vagón.
Sirio y Proción empezaron entonces a ladrar. Corrí a refugiarme detrás de Fomalhaut, que es mi estrella favorita.





OJO QUE NO VE

Dicen que la distancia es el olvido, por eso tuve que poner tierra de por medio cuando adiviné que el gordo Ramos iba a poner precio a mi cabeza.
Estábamos jugando al póker en el cuerpo de guardia -Pilato, Pierrot y Petersson completando el cuarteto- cuando se abrió la puerta del dormitorio del patrón y diez mil kilos apoyados en el quicio bramaron: “¡Inca!, la nena tiene hambre”. Me quedé de piedra, porque esas cosas Ramos solía ordenarlas a Pierrot, que para eso estaba; pero ya se sabe que donde hay patrón no queda otro remedio que levantarse y entrar en la cocina aunque tuviera una escalera de color y a Pierrot pensando que iba de farol (los otros dos estaban fuera de juego, así que Pilato se lavaría su única mano y Petersson -como buen sueco- se haría lo que era cuando Pierrot mirara mis cartas, porque era un sucio marsellés y seguro que iba a hacerlo). Me consolé pensando que esta vez sería yo, y no el eunuco de Pierrot, quien entraría en el dormitorio con la bandeja. Allí estaría la nena, hermosa y rubia como la cerveza, el pecho tatuado con un corazón.
Una salpicadura de aceite me salvó la vida. (La nena sería angelical, pero tenía gustos más bien terrenales: los huevos, poco hechos, para poder mojar pan; las patatas, bien fritas, bien doraditas, bien crujientes. Lástima de la nena.) La salpicadura no me supo mal del todo, porque amor con amor se paga y la nena no tardaría mucho en ponerme besos y bálsamo en el ojo dañado; muchos besos y mucho bálsamo, pues el aceite había hecho diana en el ojo sano. Seguro que la nena, frunciendo los labios, diría algo así como qué mala suerte, con tanto ojo inútil como hay al otro lado y mira que ir a dar en éste; jodido aceite, aceitito cabrón, aceitucho malo. Todo eso pensaba yo mientras frotaba con un cubito de hielo el párpado salpicado. Y fue entonces cuando supe que ya no habría más nena ni más besos ni más bálsamo. Entonces, cuando el otro ojo, el ojo que no ve, el ojo de diamante, empezó a ver -como siempre que cierro el ojo sano- con veinticuatro horas de adelanto.
Vi el dormitorio de Ramos; vi a la nena tendida en la cama con las sienes moraditas de martirio; vi -el gordo siempre ha sido un mitómano- un bate de béisbol ensangrentado. Y vi a Pilato, a Pierrot y a Petersson levantarse de la mesa, donde faltaba uno, y salir corriendo, en sus oídos resonando una orden: “¡Lo quiero muerto!”


  
La culpa fue de Abel, mi hermano gemelo. Lástima de Abel; formábamos un equipo muy bueno. Ramos nunca supo de él, así que me venía muy bien que se dejara ver por ahí cuando yo estaba con la nena; y me venía mucho mejor cuando me dedicaba a aligerar de efectivo los garitos del gordo. Cómo iba a sospechar el patrón de su hombre de confianza; cómo, si nunca faltaría alguien dispuesto a jurar por sus muertos que había visto al peruano, por supuesto que el peruano, seguro que el inca con su pinta inconfundible: su traje príncipe de Gales, su sombrero terciado, sus gafas de cristales negros. Ya podían rondar moscas alrededor de las orejas del gordo; ya podían, que yo estaba seguro de que ninguna iría a aterrizarle en la parte trasera. Además, Ramos -a su manera- me apreciaba. Me debe la vida, aunque creo que no es tan tonto como para haber pensado que lo hice sólo por él. Y tendría razón; a buenas horas mi fidelidad me habría costado un ojo de la cara si no hubiera estado la nena en el coche aquella vez que Schneider el muniqués nos atravesó la furgoneta. Pero hay que reconocer que el gordo se portó bien: acudió al hospital, me llenó la habitación de flores, hizo que me fabricaran un ojo nuevo con su diamante de la India.
(Ahora me sabe mal no haber avisado a la nena. Pero no había tiempo; era su vida o la mía, quizá la de los dos. Y además, lo que veo con el ojo que no ve ya no puede pararse, es como si estuviera escrito. Por eso me lo tapo con un parche de pirata cuando duermo, no sea que pueda verme algún mal sueño.)
Como decía, la culpa fue de Abel. Por estar donde no debía cuando no debía; o al revés, que para el caso es lo mismo. Esa misma noche, la de la visión fatídica, le telefoneé y le dije que si quería seguir respirando desapareciera del mundo hasta nueva orden. El piso secreto de la parte alta de la ciudad sería el refugio ideal, siempre que no saliera de allí ni a comprar tabaco. Literalmente. Si quería fumar, ya estaba advertido de que el tabaco podría perjudicarle seriamente la salud, de que el humo cegaría sus ojos.
El piso parecía un buen refugio -ni Ramos ni nadie, ni siquiera la nena, sabían de él-, pero de todas formas no dejaba de ser una solución provisional. Ya me ocuparía de Abel. Pero primero tenía que solventar lo que pasaba conmigo. Porque ahí es nada saber que al día siguiente Pilato, Pierrot y Petersson empezarían a levantar tapas de alcantarilla y a recorrer cloacas preguntando por un peruano con un ojo de diamante. No es que me dieran miedo: cómo iba yo a temer a un toscano manco, cobarde y ladino; a un marsellés sucio y castrado; a un vikingo tan obtuso como bruto. En circunstancias normales, cómo iba yo a temerles. Pero las circunstancias no eran nada normales; apenas eran circunstancias. Los tentáculos del gordo pueden rodear el mundo y aún les sobra para hacerse un nudo; así que el apoyo logístico que iban a encontrar los tres cerditos sería apabullante. No podía esperar ayuda de nadie. Todo dependía de mí, del buen funcionamiento de las neuronas que el de allá arriba me puso un buen día bajo el pelo.
Desde luego, habría sido una locura sacar la manguera escupeplomo allí mismo, en el cuerpo de guardia, en el momento de la visión fatídica. En la triste situación de mi ojo bueno después de la salpicadura de aceite, seguro que me habrían descosido unos cuantos botones antes incluso de que hubiera logrado apuntar a Petersson, que era el más grande. Lo del ojo me sirvió de excusa para salir en busca de una farmacia de guardia (el botiquín de Ramos estaba bien surtido, pero no había nada para las quemaduras; si alguna vez alguien resultaba quemado en casa del gordo, se quedaba quemado para siempre). Lo primero que busqué fue una cabina de teléfono: “Abel, hijo de puta, no sé lo que has hecho, pero escóndete. ¡Desaparece!”



A Pilato se le quedó una mueca de asombro que le durará bastante; no se esperaba el cañón de manguera que le entró por la boca. Pierrot también se quedó muy sorprendido cuando fue a darle al contacto del dieciséis válvulas; lo perdió todo el hombre (todo, menos lo que nunca tuvo). El pobre Petersson debe de estar pasando mucho frío, aunque viniendo de donde venía supongo que estará acostumbrado. Así es la vida; cada vez que el viento pasa se lleva una flor.
La idea -no quisiera tener por ahora ocasión de agradecérselo- me la dio hace años el difunto comisario Flores, por la época en que el gordo Ramos empezó a tenerme confianza y me encargó el pago de los impuestos. (El viejo Flores y sus historias… Sabía tantas… Quién iba a pensar que al cabo de tanto tiempo tendría que servirme aquélla de la carta robada.) También influyó que el ojo de diamante es como una especie de walkie-talkie visual; tiene un radio de acción limitado y más allá de unos kilómetros no me sirve de nada. Así que lo mejor era quedarse en la ciudad, donde menos se imaginaban. Para verlas venir. Para saber, con veinticuatro horas de ventaja, dónde irían a buscarme.
Desde que me quité de encima a los tres cerditos me encuentro un poco más libre. Desde entonces, cuando silenciosa la noche misteriosa envuelve con su manto la ciudad, puedo darme un respiro y bajar hasta el puerto. Allí, pienso que somos un sueño imposible que busca la noche para olvidarse del mundo, del tiempo y de todo. Allí, me acuerdo de la nena. Mirando al mar, sueño que está junto a mí; que partimos muy lejos en un barco de nombre extranjero. Y así pasan los días. Y así pasan las horas.
Pero los tentáculos del gordo son muy largos, ya lo he dicho. Hay muchos otros Petersson, muchos otros Pierrot, muchos otros Pilato. No puedo bajar la guardia. Y esta tarde he tenido un mal sueño.
Es lo malo de las comidas copiosas y las pesadas digestiones subsiguientes. Uno puede quedarse traspuesto en cualquier sofá sin haber tapado el ojo con el parche de pirata. Uno puede oír una voz que dice: “Cuando mueras qué harás tú. Tú serás un cadáver nada más”. Uno puede ver al gordo Ramos con una sonrisa de oreja a oreja, abriendo una caja de cartón, sacando de ella algo que, inopinadamente, le ha resultado gratis. Se vive solamente una vez. Hay que aprender a querer y a vivir. Y el amor bien entendido (¿o es la caridad?) empieza por uno mismo. Así que, nada más despertarme, me he dicho que había llegado el momento de ocuparse de Abel y he descolgado el teléfono.
Ahora estoy velando a Abel y empiezo a encontrarme mucho, pero que mucho más libre. Porque, en adelante, el gordo estará más confiado. Será más fácil llegar hasta él y escupirle entre ceja y ceja ese plomo que le debo. Mañana, Ramos tendrá su sonrisa, tendrá su caja de cartón, tendrá su cabeza. Aunque, para que la cosa resulte verosímil, he tenido que devolverle el diamante. Pero quizá sea mejor así. A la larga, hay cosas que es preferible no saberlas con adelanto, preferible que te lleguen de improviso.
Lástima de la nena. Lástima de Abel. Lástima -será muy pronto, lo aseguro- del gordo Ramos.





PERROS QUE LADRAN


“Would you tell me, please, which way I ought to go from here?”
    “That depends a good deal on where you want to get to,” said
the Cat.
    “I don’t much care where ------“ said Alice.
    “Then it doesn’t matter which way you go,” said the Cat.
    “------ so long as I get somewhere,” Alice added as an expla-
nation.
    “Oh, you’re sure to do that,” said the Cat, “if  you only walk
long enough.”

Lewis Carroll. Alice’s Adventures in Wonderland


A Julio Cortázar, in memoriam

Recordándolo después -en la autopista, en un avión, cazando ciervos- lo sucedido al llegar al hotel hubiera parecido premonitorio, pero un presagio es algo que a veces no se acepta, que aturdidamente se ahuyenta y se rehúye precisamente por lo que tiene de advertencia intempestiva, de evocación adelantada. A Suárez, acostumbrado a ocupar el centro de un universo de cinco estrellas, tuvo que parecerle especialmente molesto que a la entrada del hotel más caro de la ciudad no hubiese un conserje con librea y paraguas esperando para recibirlo. Mientras hacía sonar inútilmente el claxon bajo la lluvia surgió un nebuloso augurio de elección desacertada, una incomodidad casi líquida que empezó a coagularse cuando con una mezcla de incredulidad y de fastidio se resignó a estacionar por sí mismo el coche en el garaje, y que al remontar la empinada rampa cargado con el equipaje -sintiéndose estúpido por no haberlo dejado en el vestíbulo antes de aparcar, doblemente estúpido por no haber entrado al hotel con las manos vacías y exigido que se ocuparan de todo- ya se concretaba en un pedregoso convencimiento de combate iniciado, una sólida evidencia de primer asalto perdido. Pegado a las paredes para guarecerse de la lluvia Suárez recorrió con una sorda cólera los metros de acera que separaban el garaje de la entrada del hotel, caminando de puntillas y dando pequeños saltos para no pisar el agua que fluía por los canalones. Antes de entrar, resguardado bajo una marquesina de vidrios translúcidos que repelía la lluvia con un fragor crujiente, se detuvo un momento frente a la puerta y dando un paso atrás le echó una mirada. Una verdadera pieza de museo. Aquella maciza puerta giratoria, tan enojosa para las maletas, debía de pesar como una losa. Cuando alargaba el brazo para empujarla adivinó en el interior un decepcionante aire de ranciedad, de lujo simulado y decadente, algo que le llegó como una ráfaga tibia que le agredía el olfato y le hizo pensar por un instante en volver atrás, pero la puerta ya lo envolvía con una insospechada suavidad y lo arrastraba al otro lado girando como una trampa. Un botones disfrazado de soldadito de plomo lo miró con displicencia por encima de una revista desde el mostrador de recepción. Mientras aguardaba a que terminara su lectura y decidiera acercarse, Suárez contempló contrariado la engañosa amplitud del vestíbulo fingida mediante espejos en las paredes, el dorado sin lustre de las columnas salomónicas, la polvorienta artificiosidad de las arañas sujetas al techo por cadenas plateadas, y se le ocurrió que todo aquello era como un resto de escenografía gastada, ruinas de un ámbito que se obstinaba en la persistencia llevando muerto tanto tiempo. “Hubiera preferido algo más moderno”, pensó dejando la maleta en el suelo, “pero al fin y al cabo se trata sólo de una noche”. El botones -que había acudido por fin después de plegar la revista y cruzar unas palabras con el recepcionista señalando a Suárez con la cabeza- musitó algo que se resistía a ser un saludo, y con un desafiante gesto hosco que Suárez prefirió pasar por alto cogió desganadamente la maleta. Suárez, conservando el maletín donde guardaba los contratos, lo siguió con una incipiente sensación de malestar que le tensaba los músculos de la cara, una tirantez que sin  embargo no vio reflejada en el azogue de las paredes, en aquel espacio paralelo que bruscamente le pareció independiente y ajeno porque le devolvía una imagen que no era del todo la suya, un rostro al que entre sorprendido y asustado atribuyó una mirada propia. Riéndose de sí mismo, pensando que en el fondo nunca se puede estar seguro de los espejos, llegó a la recepción. Allí lo atendió secamente un hombrecillo de pelo engominado, que al confirmar la reserva no ocultó su desaprobación cuando Suárez dijo que sólo se quedaría una noche. “Reservó usted dos noches, quizá tres”, objetó el hombrecillo con tono de reproche. “¿Qué hago yo ahora?” Después de aquella pregunta que en realidad estaba haciéndose a sí mismo el hombrecillo acorraló a Suárez con la mirada. El botones contribuyó al cerco desde atrás, arrojándole a la nuca un aliento húmedo que Suárez recibió como un acoso, como un hostigamiento. Con una turbación que le sorprendió Suárez inició una disculpa, pero el hombrecillo la interrumpió abruptamente poniendo con un manotazo una ficha de registro sobre el mostrador. Mientras la rellenaba Suárez sintió que el malestar aumentaba. Con un temblor en la mano que escribía pensó que era absurdo. No tenía motivos para sentirse mal. Todo lo contrario. Lo de Montalvo había resultado perfecto, se había resuelto en unas horas, en mucho menos de lo previsto. Sólo tendría que perder esa noche en el hotel, podría llegar mañana a la finca de Jardiel a tiempo para la cena. “Absurdo”, murmuró cuando firmaba, moviendo la cabeza como si quisiera sacudirse esa helada hostilidad que notaba en el hotel y que (ahora lo pensaba) empezó a manifestarse antes de atravesar la puerta, se había acentuado con la desarmante brusquedad del botones y el recepcionista, y de golpe se resumía en la súbita aparición de unos perros, dos enormes mastines que miraron amenazadoramente a Suárez desde detrás del mostrador, lo olfatearon entre gruñidos y empezaron a ladrarle como si absurdamente hubiesen estado esperándolo, absurdamente lo estuvieran rechazando. Sin disculparse, el hombrecillo empujó los perros hacia una puerta que había al fondo del cubículo y entregó al botones la llave de la habitación. Suárez, todavía con una huella de sobresalto que le hizo mirar atrás y encontrar los ojos del recepcionista que lo seguían mientras descolgaba un teléfono, anduvo junto al botones por un corredor forrado de falso terciopelo rojo que conducía hasta los ascensores. Observó que estaba mal iluminado y que resultaba un  tanto lóbrego, y se preguntó cómo serían los demás hoteles de la ciudad si aquél era el mejor. Imaginaba una respuesta cuando la puerta del ascensor se abrió con una respiración pesada, algo que era caliente y se liberaba golpeándole en la nariz, haciéndole retroceder y vacilar estúpidamente aunque ya el botones lo encaminaba hacia el interior del camarín moviendo una mano enguantada que parecía flotar en la luz de terciopelo. Desechando por inexplicable y ridícula la idea de oponer una resistencia que no habría podido traducirse sino en algo tan fuera de lugar como una huida, Suárez acató blandamente la orden de la mano que lo empujaba sin tocarlo y entró en el ascensor con la cabeza baja, evitando mirarse en el espejo que cubría el fondo del camarín. Ahora que el ascensor iniciaba la marcha con un zumbido que hizo ladrar lejanamente a los perros pensar eso le parecía también ridículo, pero se le había ocurrido que aquel espejo era como una puerta que se abría hacia un territorio sin dimensiones donde habitaba el mismo que lo había mirado desde el azogue del vestíbulo, ése con el que ahora estaba espalda contra espalda pero que de algún modo seguía mirándole, clavándole unos ojos que sentía como una presión en la nuca. Mientras el ascensor subía se defendió de aquella idea absurda pensando en lo de Montalvo, felicitándose por una victoria que no esperaba tan fácil, repitiéndose que no había motivo para sentirse mal. Montalvo se había rendido sin condiciones, prácticamente se había dejado quemar vivo. Podía darle la vuelta a esa página aunque aún le pareciera extraño porque Montalvo no era ningún flojo, ni tan ingenuo como para suponer que la participación que conservaría en su propia empresa (“Al fin y al cabo, tú la levantaste; tu valiosísima experiencia, al fin y al cabo”) iba a ser algo más que seis meses, patada a la calle y raya en la agenda. La mano del botones volvió a recortarse en la luz aterciopelada de otro corredor, y Suárez la obedeció saliendo del ascensor con una sonrisa forzada (tenía que abolir como fuera un espanto que de pronto pugnaba por instalarse haciéndole pensar que su gemelo de azogue lo estaría siguiendo por un corredor como aquél, inconcebible y paralelo y también de terciopelo), casi una mueca con la que se explicó lo de Montalvo atribuyéndolo en gran parte a la impagable colaboración del director del banco, un sumiso y fiel perro de presa -todo un espectáculo verlo acosar a Montalvo, apretarle las tuercas, amenazarlo con números rojos por todas partes- gracias al cual supo esa misma mañana que la situación de Montalvo era peor que la supuesta, que Montalvo estaba derrotado de antemano. “Habrá que hablar con Urquijo o con Gúrpide”, pensó Suárez, “el tipo del banco se ha ganado una medalla”. Deteniéndose ante la habitación el botones la señaló con una indiferencia que parecía prescindir de la presencia real de Suárez, con un monótono ademán de cicerone que lo mismo hubiera servido para mostrar un cuadro o la entrada de una tumba egipcia y que se prolongó mecánicamente mientras abría la puerta, encendía una luz y dejaba caer la maleta sobre una tarima. Suárez titubeó antes de entrar. Casi sin sorpresa admitió que tenía miedo, un temor irracional que ahora se disparaba como una alarma olfativa activada por el calor de horno que salía de la habitación, un zarpazo ardiente que le llegó envuelto en ladridos que subían por algún patio, acompañado como una amenaza de insomnio por la sospecha absurda de que en el fondo de algún espejo ya lo acechaba el otro. Por un instante pensó abiertamente en escapar (pero parecía una insensatez dejarse llevar por algo que era como un antiguo terror de niño frente a pasillo oscuro, de niño en la cama después de película de aparecidos), en volverse -pero antes habría que entrar y coger la maleta- y retroceder a la carrera hacia la noche, la lluvia y la autopista dejando plantado al botones, al soldadito de plomo que con una sonrisa burlona le ofrecía la llave desde el otro lado de la puerta. Recogiendo sin agradecerla una inmerecida propina el botones salió dando un portazo. Como atraído por el golpe, un último ladrido subió por el patio, se prolongó en un aullido y se apagó lentamente con una resonancia de tregua. Suárez, más aturdido que indignado, acogió con alivio aquel silencio que venía a intercalarse como un paréntesis, que suspendía una hostilidad iniciada bajo la lluvia y que de momento (desalentadamente se lo repitió: de momento) había terminado con un portazo y un aullido. Abriendo la maleta pensó con desánimo que más tarde tendría que bajar al restaurante, y lo abrumó la idea de entrar de nuevo en el ascensor, atravesar los sombríos corredores, encontrar como una acusación (absurdamente empezaba a pensarlo) la mirada adusta de los empleados. Con una aplazada irritación que dirigió contra sí mismo se preguntó por qué no había reaccionado. En otra ocasión, en otras circunstancias, el director del hotel ya estaría con la cara coloreada, el hombrecillo y el soldadito -quizá también los perros- con las horas contadas. Era incomprensible que estuviese permitiendo que lo trataran así, pero había algo en ese hotel que lo acobardaba, una animosidad que parecía deliberada, como si todo el hotel -y eso empezaba por la puerta giratoria, continuaba con el vestíbulo, el ascensor, los corredores, turbadoramente incluía los espejos- fuera un organismo que abominara de su presencia. “Y además huele mal”, pensó con un fruncimiento de nariz al abrir un armario. “Como a carne quemada.” Examinando la habitación mientras guardaba algo de ropa en el armario Suárez encontró un inesperado sosiego, como si el silencio mitigara el malestar y lo obligara a retirarse por un tiempo, a pactar un alto el fuego. También ayudaba comprobar que a pesar de que el hotel no fuera de cinco estrellas la habitación no estaba mal del todo. La calefacción funcionaba, desde luego, y había teléfono, mueble bar, receptor de televisión y un par de sillones que prometían ser cómodos. Comparada con el espantoso vestíbulo y los lúgubres corredores parecía moderna, como si no fuera de ese hotel y perteneciese a otro mundo más confortable sin películas de aparecidos ni pasillos oscuros ni terrores antiguos. Después de colocar los utensilios de aseo en el cuarto de baño (no encendió la luz; allí lo aguardaba un espejo) comprobó mirando el reloj que aún faltaba un rato para la cena. Se oía un amortiguado rumor de lluvia rompiendo sobre alguna claraboya, y Suárez apartó una cortina y se recreó unos segundos mirando por la ventana, dejándose invadir esponjosamente por la apaciguadora sensación de saberse a cubierto. Sentado en la cama, entregado a esa menuda libertad de habitación individual que conocía muy bien, aflojó el nudo de la corbata mientras, ayudándose cada vez con un pie, se desprendía de los zapatos y los lanzaba de dos patadas al interior del cuarto de baño a través de la puerta abierta. Del contacto de los pies descalzos con la mullida moqueta brotó un cosquilleo reconfortante, una corriente que ascendió por las piernas reanimándolas como un masaje cuando se acercó al mueble bar, y que al servirse un  whisky tras una rápida exploración ya tonificaba todo el cuerpo y expulsaba el malestar, convirtiéndolo en algo estúpido. Vaso en alto, Suárez simuló un brindis. En los contratos no faltaban ni los acentos. “Todo en orden”, pensó acercando el vaso a la boca. “Quizá no para Montalvo. Pues peor para Montalvo.” Menos por interés que por matar el tiempo le dio al interruptor del televisor, y después de dejarse caer en uno de los sillones jugueteó desentendidamente con el mando a distancia, descartando concursos y seriales y deteniéndose por eliminación en un documental sobre hormigas. Sorbo a sorbo el malestar se diluyó por completo. El sillón era cómodo; el whisky, excelente; sedante ver evolucionar ciegamente a las hormigas, movidas por un secreto designio que nunca lograrían penetrar y que sin embargo necesitaba de ellas para construirse. Apuraba el vaso con una urgencia de sed no saciada cuando recordó que tenía que llamar a Celia, su mujer, para que se ocupase de que mañana estuviera preparado el equipo de caza, pero mirando el reloj después de servirse otro whisky calculó que Celia estaría todavía de compras o en alguna exposición y decidió que la llamaría más tarde. No quería arriesgarse a que Feliciana o la polaca tomaran mal el recado y en lugar del equipo de caza encontrara mañana el de golf, el de tenis o el de pesca. “La pobre Feliciana, tan vieja”, murmuró volviendo al sillón. “La polaca, tan polaca la pobre.” Ahora que el whisky lo aliviaba como un bálsamo pensaba que no había que descuidar lo del fin de semana en la finca de Jardiel. Era importante. Habría negocios de los buenos, ocasiones de las grandes. Si comparaba, lo de Montalvo en realidad era insignificante, casi como rebajarse (pero los socios tan inútiles, tan pronto raya en la agenda) haber tenido que desplazarse con el BMW hasta aquella ciudad perdida, a doscientos kilómetros de cualquier aeropuerto, sin hoteles de cinco estrellas. “Cómo pudo encerrarse Montalvo en un lugar así”, se oyó decir como si hablara otro, “cómo no vio que eso lo llevaría a la derrota”. Encendía un cigarrillo que no quería fumar cuando sonó el teléfono, y levantándose con desgana se preguntó quién podría ser. No esperaba ninguna llamada, salvo que el adhesivo director del banco perseverase en invitarle a cenar. Torciendo el gesto, pensando que no le apetecía pasar la velada en un hogar de clase media con un  tipo calvo y farfullante y una mujer que iría maquillada como un payaso y vestida con algo de lentejuelas como si fuera nochevieja, Suárez alargó el brazo hacia el auricular. Si era aquel tipo estaba jugándose la medalla. “Enhorabuena. Lo ha conseguido”, dijo la voz al teléfono. Suárez preguntó quién hablaba, pero la mujer no se identificó. Perdida la entereza inicial, la voz se entrecortó y se hizo atropellada, sollozante, obligando a Suárez a aguantar un incoherente chaparrón de gemidos, un confuso discurso del que sólo dos palabras importaron: Montalvo. Suicidio. Con el cigarrillo en los labios, mirando las hormigas del documental con una indiferencia que se esforzaba en aparentar, Suárez esperó en silencio a que la mujer colgara. Luego acabó el whisky de un trago y fue a servirse un tercero. “Pero hombre, Montalvo”, ironizó en voz alta, “esas cosas no se hacen; por lo menos, no después de”. Encogiéndose de hombros como si eso fuera a defenderlo de algo que ya regresaba, que rompía una tregua y quemaba de nuevo, volvió al sillón asido al vaso como a un flotador, como a una promesa de olvido, y con los primeros sorbos trató de esquivar esa renovada quemazón diciéndose que Montalvo había demostrado ser un perdedor nato. Podía entenderse que mientras le quedara piel por vender hubiese preferido morir matando: si alguien tenía que llevarse la fábrica, que fuera el diablo; fuego a la fábrica, por ejemplo, con Montalvo dentro. Pero hacerlo ahora -y así; sin arrestos al fin para haberse llevado la fábrica también por delante- era ponerlo todo más fácil, avivar la simbólica hoguera que lo había consumido. Dando pensativamente una larga calada al cigarrillo Suárez recordó que según las cláusulas del contrato la participación de Montalvo revertiría a la empresa, y lanzando al aire un anillo de humo casi se alegró porque no habría problemas con herederos, no los habría con la voz del teléfono. “Mejor así”, pensó mientras el anillo de humo, convirtiéndose en un ocho, en un signo de infinito, se elevaba hacia el techo. “Definitivamente, Montalvo raya en la agenda. Lástima de Montalvo.” En alguna parte sonaron las campanadas de un reloj, varios toques graves y profundos que retumbaron en los oídos de Suárez con una persistencia de órgano. Como un eco, un largo aullido pareció engolfarse en la habitación, y Suárez se removió en el sillón agitado por un malestar como el del vestíbulo pero también por otra cosa, algo borroso y futuro que no sabía definir, un grumo que le bloqueaba la garganta y que intentó disolver en el whisky vaciando el vaso de un trago. Con el cigarrillo casi consumido en la mano que rozaba una cortina, Suárez entornó los ojos al recibir la oleada ardiente que irrumpía en el estómago. No supo cuánto tardó en espabilarlo el ahogado choque del vaso contra la moqueta, pero en la televisión ya no hablaban de las hormigas. Ahora decían algo sobre un tipo al que buscaban, al que estaban persiguiendo. Abriendo los ojos, Suárez percibió entre brumas una cara en primer plano, un rostro algo borroso al principio que al hacerse nítido y revelarse como el suyo propio lo deslumbró como un fogonazo. Casi de golpe oyó gritar, un prolongado grito que rebotaba en las paredes. Desconcertadamente, se volvió a mirar; pero era él quien gritaba saltando del sillón, su garganta la que roncamente rechazaba lo que afirmaba la pantalla. Estaba ya de pie cuando golpearon en la puerta. “¡Abra, sabemos que está ahí!”, dijeron. Durante un segundo Suárez permaneció paralizado en el centro de la habitación, como si todo su cuerpo estuviera defendiéndose con la inmovilidad, resistiéndose a aceptar que aquello pudiera estar pasando. “¡Abra o derribamos la puerta!”, amenazaron. La conminación hizo reaccionar a Suárez, que agobiadamente buscó los zapatos entre los sillones, bajo la cama, en el armario, deslizándose en silencio con la ilógica esperanza de que eso le permitiera ganar tiempo. “¡Abra de una vez!”, insistieron, y la convicción de que aquel aviso era el último ayudó a Suárez a acordarse del cuarto de baño. Corrió hacia allí, pero un olor quemante lo detuvo justo frente a la puerta cerrada, y unos ladridos que procedían del interior dejaron suspendida en el aire su mano que se acercaba al pomo dorado, congelada por un instante en un movimiento que alguien pareció reanudar desde dentro y que Suárez, al ver girar el pomo, trocó en una brusca huida por la ventana, una espantada fuga hacia la noche bajo una lluvia que lo recibió golpeándole en la cara. Bajando a saltos por la escalera de incendios oyó la embestida contra la puerta de la habitación, invadida al momento por voces y ladridos. Cuando doblaba un rellano miró hacia arriba y vio varios bultos recortándose en la ventana. De inmediato, resonaron los primeros pasos al principio de la escalera, siguiendo los suyos, confundiéndose con ellos. El último salto lo dejó en una plazoleta oscura y Suárez, todavía con las piernas dobladas, venteó apresuradamente mientras miraba otra vez hacia arriba y luego a su alrededor. Estaba rodeado de desagües y contenedores de basura, pero el olor de los perros (ahora ladraban a mitad ya de la escalera) se imponía al olor a podrido como una emanación maligna. Con el impulso del salto reanudó la carrera y, avanzando contra un frío que le dolía en la frente, corrió convulsivamente entre apilamientos de cajas de bebida por un callejón de servicio hasta desembocar en una avenida iluminada por farolas plateadas. Sin detenerse a recuperar aliento dobló a la derecha (orientado por un edificio que reconoció supo que si doblaba a la izquierda encontraría a pocos metros la calle del hotel) y apretando los dientes porque ahora le costaba correr continuó la huida pegado a las paredes para protegerse de la lluvia. Al llegar a un cruce volvió a doblar a la derecha, pensando que a sus perseguidores les sería muy fácil alcanzarlo si seguía en línea recta, y dejando atrás la luz de las farolas se adentró en un  callejón quebrado que se perdía en la oscuridad. Después de olfatear el aire, Suárez descansó un momento refugiado en un portal a mitad del callejón (estaba empapado, tenía frío y los pies empezaban a sangrar). En aquel breve alto, una pregunta rompió el silencio que lo envolvía: “¿Por qué?” Angustiadamente, Suárez repitió la pregunta, se la hizo por tercera vez. Los ladridos al principio del callejón aplazaron la respuesta. Mientras corría a ciegas (ahora lo rodeaba una oscuridad que se adensaba metro a metro) se le ocurrió que estar huyendo era como admitir una culpa, haberla admitido ya veladamente al salir por la ventana del hotel. Pero eso no le valía, no podía ser una respuesta. Y aunque fuera así, ¿de qué lo acusaban?, ¿cómo sabían? Una bifurcación fugazmente alumbrada por un relámpago lo puso frente a una pregunta más apremiante, y Suárez eligió sin pensarlo el ramal de la derecha. Hizo lo mismo en la segunda bifurcación, en la tercera, previendo irrazonablemente que si tenía que desandar el camino no estaría perdido. Apoyado contra una tapia (jadeaba, y algo como un vértigo le crecía en el estómago) volvió a olfatear el aire: tenía unos minutos, los perros estaban lejos. Mientras se frotaba una pantorrilla que empezaba a acalambrarse las preguntas no contestadas estrecharon el cerco. “Pero yo no he hecho nada”, pensó enjugándose un sudor helado. “No he hecho nada”, se repitió, dándose cuenta ahora -y eso le producía náuseas, aunque pretendiera atribuirlo al whisky- de que había una segunda persecución, una huida paralela en la que estaba corriendo para escapar de sí mismo. Vomitando contra la tapia pensó en el cuarto de baño, en la mano de azogue que habría hecho girar el pomo desde dentro. Con cada una de las arcadas, envuelta en un regusto ácido, le llegaba la noción de que sería inútil huir, no habría dónde esconderse en aquella persecución paralela. “¡No he hecho nada!”, le gritó a unos pasos que se acercaban por delante. Pensó que ya no había escapatoria, pero el hombre que se detuvo junto a él no era uno de sus perseguidores, sencillamente era alguien que llegaba desde el fondo de la oscuridad y que ahora le pedía fuego. La llama del encendedor alumbró un rostro que infundió a Suárez un inexplicable alivio. Era una momentánea compañía, alguien con quien hablar, casi un conocido. “No siga hacia allí”, avisó Suárez, “están los perros”. El hombre dio una larga calada al cigarrillo. “A mí no me harán nada”, respondió. La brasa del cigarrillo volvió a alumbrar el rostro (desde luego no era Montalvo, no podía serlo, qué locura; simplemente, alguien que se le parecía) y Suárez notó que el hombre le miraba los pies descalzos. Como si tratara de compensar una desnudez, Suárez se abrochó el cuello de la camisa y se ajustó la corbata. “¿Hacia dónde?”, preguntó, tomando al hombre de un brazo y atrayéndolo con fuerza. “Eso depende”, respondió el hombre. Suárez lo retuvo con la esperanza absurda de que mientras estuvieran juntos no llegarían los perros. “No me importa demasiado…”, empezó a explicar. “En ese caso”, lo interrumpió el hombre, “da igual”. “Siempre que llegue…”, prosiguió Suárez. “Siempre se llega”, atajó el hombre, soltándose. Suárez sintió el olor quemante de los perros, y su propia mano que ahora flotaba hueca en el aire palpando la oscuridad. Orientándose por los relámpagos continuó la fuga por el laberinto de callejones, la huida entre una tiniebla en la que sólo le servía el olfato. Poco después de una bifurcación descubrió que había sido la última. A la salida de una curva, el tercer alto de la noche lo ponía frente a una claridad que avanzaba hacia él desde el fondo de un angosto callejón sin salida. “Siempre se llega”, había dicho el hombre. Sin sobresalto, Suárez miró hacia atrás. Los perros entraban en la curva, y el aliento del que lo perseguía (del único que de verdad importaba) le llegaba como un zarpazo. Pero abrazando la claridad que ahora lo envolvía -un resplandor que le abría los ojos devolviéndolo a la habitación en llamas, al punto de partida, al final del círculo que había trazado doblando siempre a la derecha- tuvo tiempo de pensar que ése que procedía de un espejo ya no podría alcanzarlo. “Siempre se llega”, murmuró desplomándose. Y era verdad. Estaba otra vez en este lado, entregándose a un fuego que lo purificaba y lo absolvía, a un incendio que borraría los rastros y despistaría a los perros y alejaría al otro para siempre. Y eso estaba bien. Aunque también lo despistara a él. Aunque tampoco él pudiera seguir olfateando.





PELIGROSO ASOMARSE AL EXTERIOR

Esta semana el vigilante de noche es el tipo alto y flaco que nunca sonríe. Lo he adivinado por su forma de llamar, dos timbrazos cortos y secos que son como dos golpes, y así lo he pregonado mientras corría por el pasillo. Mabel, que corría junto a mí, moviendo las manos para darle más fuerza a la negación ha dicho que no, que no, que no era ése. Se cree muy lista. Como ha oído que el vigilante llamaba primero al tercero derecha ha pensado que sería el de la pierna ortopédica, porque es el único que tiene autorización para empezar por el último piso y seguir llamando según se baja. Los demás no; los demás tienen que empezar obligatoriamente por el primer piso y seguir subiendo, y eso hace que en cada planta se encuentren primero con la puerta de la izquierda. Llamar a medida que se sube es más lento, pero piensan que aminora un poco las aglomeraciones en el desalojo, pues se supone que cuando la gente de los pisos altos empieza a bajar, los de los pisos más bajos ya estarán por los sótanos camino de los túneles. Eso es lo que se piensa y se supone, pero la verdad es que para cuando llegan los vigilantes ya hace rato que todo el mundo está despierto a causa de las sirenas, y aunque está prohibido abandonar los pisos antes de que llame el vigilante muchos vecinos de los altos salen a los rellanos con anticipación, hacen subir los ascensores y los dejan con la puerta abierta hasta que les llega el turno de bajar. Nosotros, por ejemplo, casi nunca podemos coger el ascensor pues, aparte de lo que hacen los vecinos de los altos, como además vivimos en el tercero centro siempre ocurre que no somos nunca los primeros de la planta en ser avisados por el vigilante, menos cuando está de semana Jacinto, que es amigo de papá y nos llama los primeros. A papá todo eso de los vigilantes le parece absurdo. Dice que en momentos de tanta urgencia y tanto peligro como son las alarmas habría que utilizar la televisión o instalar en los edificios alguna red electrónica eficaz y segura. Pero claro, la municipalidad siempre tan tacaña; los vigilantes son lo más barato, y además así dan trabajo a tanto vago que luego les vota.
A Mabel le ha dado mucha rabia que fuera yo el que abría la puerta. Siempre corremos por el pasillo para ver quién llega antes, porque a los dos nos gusta abrir. Esta vez llegaba ella primero, pero al final he logrado apartarla de un empujón. Aunque Mabel es mayor, yo soy más fuerte.
“Eres un bruto”, me ha dicho cuando yo abría, poniéndose roja, muy roja, y aún más cuando ha visto que yo tenía razón y que el vigilante era el tipo que nunca sonríe. Entonces Mabel me ha mirado como hace cuando está rabiosa, con esa mirada de ojos apretados que parece que te traspasa y te deshace y quisiera verte muerto. Hasta hoy yo siempre había pensado que no me daba ningún miedo esa mirada, y que sólo me lo habría dado si yo no fuera más fuerte que Mabel.
Las sirenas seguían sonando (Mabel dice que no se callan hasta que en alguna parte comprueban que todo el mundo está en los refugios) y el ruido que hacían, un aullido como de veinte mil perros a la vez, no me ha dejado oír muy bien lo que le decía el vigilante a papá. En realidad tendría que habérmelo dicho a mí, que he sido el que ha abierto la puerta; sin embargo, el muy antipático le ha hablado a papá, que aún se apresuraba por el pasillo. “Diríjanse hacia la sección veintiséis”, creo que ha dicho. Alargaba la voz con la palma de la mano y miraba a través de nosotros como si no estuviésemos allí, como si Mabel y yo fuéramos transparentes. “Metro de Aosta, por Ferrán y Gaztambide”, me parece que ha añadido. Después ha marcado unas cifras en su radioteléfono y, mientras se acercaba a llamar al timbre del tercero izquierda, le ha recordado a papá que no olvidara la tarjeta.
-¿Lo ves? -ha dicho Mabel, cerrando la puerta-. El radioteléfono comunica directamente con el ordenador central. Así es como confirman.
Muy lista Mabel. Porque tiene tres años más que yo se cree que lo sabe todo. Pero lo único que se confirma así es que estamos avisados. Lo que de verdad confirma es la tarjeta magnética que hay que introducir en la ranura a la entrada de los subterráneos. Papá siempre me deja hacerlo a mí, y eso también le da mucha rabia a Mabel.
-Sección veintiséis -ha dicho papá, asomándose a la cocina con la misma cara de derrota que pone cuando vuelve del trabajo-. Hay que darse prisa.
Ya estábamos vestidos, así que cuando mamá ha salido de la cocina con el termo y la caja de galletas sólo nos faltaba ponernos los abrigos. Papá ya los traía, y traía también mi salacot y mi rifle de caza. Seguro que eso también le ha dado mucha rabia a Mabel. Aunque haya tratado de disimularlo, he alcanzado a ver la mirada que le ha echado a papá. La misma que cuando papá me deja la tarjeta magnética a la entrada de los subterráneos. La misma que cuando le he abierto al vigilante. La mirada de Mabel cuando tiene rabia.
Los del tercero derecha ya ocupaban el ascensor, y mamá ha dicho que bajásemos por la escalera. Papá hubiera preferido esperar, porque el ascensor lleva directamente hasta el garaje y sólo queda atravesarlo para llegar a la entrada de los subterráneos. Al final de la escalera, en cambio, está el corredor de las calderas, un pasadizo húmedo y angosto donde la gente se apelotona y se empuja y tropieza. A mí no me gusta pasar por el corredor, no tanto por las aglomeraciones como porque allí se refugia Morlo el degollador. Papá dice que Morlo no existe, que me lo he inventado yo y que veo demasiada televisión, pero yo sé que Morlo acecha entre las calderas, afilando su enorme cuchillo y con los labios manchados de sangre.
Mabel también hubiera preferido esperar el ascensor. No por Morlo, porque ella tampoco cree que exista, sino por coincidir con los del tercero izquierda y jugar con el cachorro de Julián, un perdiguero de tres meses que es muy simpático y lo muerde todo. Pero mamá ha dicho que mientras esperábamos el ascensor podíamos llegar abajo por la escalera, y que hoy era sección veintiséis y había que darse prisa.
Como eso ya lo había dicho antes papá, mamá se ha salido con la suya. Yo creo que le ha venido muy bien, porque me parece que lo que en realidad quería era evitar encontrarse en el rellano con los del tercero izquierda. A mamá no le gusta que tengan perro, y a veces dice que es una vergüenza que cuando hay alarma permitan que la gente lleve los perros a los refugios, con lo apretados que estamos allí, y que en cambio no se permita entrar a los moros ni a los negros. Cuando empezábamos a bajar, Mabel ha mirado a mamá con los ojos apretados, como mira cuando tiene rabia, de esa forma que yo pensaba que sólo me habría dado miedo si yo no fuera más fuerte que Mabel.
Miedo, lo que se dice miedo, no lo he tenido al pasar por el corredor de las calderas. Con tanta gente apretujándose no creo que Morlo se hubiera atrevido a salir de su escondrijo, y además yo llevaba puesto el salacot y apuntaba a todas partes con el rifle, y con tanta protección no creo que Morlo se hubiera atrevido a nada, ya digo. De todos modos, algo ha debido de notárseme la preocupación, porque Mabel se ha reído de mí cuando ha visto que miraba a todas partes y apuntaba con el rifle. Pero más preocupada estaba ella, que andaba todo el rato mirando hacia atrás, seguro que para ver si nos alcanzaban Julián y sus padres y el cachorro. Mabel piensa que yo me he tragado lo del cachorro, pero he visto que tiene varias páginas de su cuaderno todas llenas de Julián, Julián, Julián, el nombre de Julián repetido con diferentes tipos de letra de adorno y rodeado de flores y de corazones atravesados por flechas. Hasta hoy yo siempre había pensado que un día de éstos iba a decírselo a Mabel. Aunque me mirase con rabia.
Julián y el cachorro y sus padres nos han alcanzado a la entrada de los subterráneos. Mabel se ha puesto roja, muy roja, pero de un rojo distinto al de la rabia, un  rojo más sonrosado, como menos rojo, no sé si lo explico, y ha empezado a dar saltitos y a decir cosas que le parecían importantes a sus amigas Rosaura y Liliana, tan idiotas como ella, ya se puede ver con esos nombres. “Pues esta mañana hemos dado la historia de Paris y Helena”, decía, y poniendo los ojos en blanco: “¡Ay!, quién la raptara a una.” Rosaura y Liliana se reían y también daban saltitos, y las tres miraban a Julián, y Mabel, haciéndose la interesante, decía después: “Más tarde hemos tenido matemáticas. ¡Qué rollo! Álgebra y todo eso. Donde esté la historia…” Las otras asentían, y decían con una voz nasal que seguramente les parecía muy adecuada que en la vida se les ocurriría escoger ciencias. Las muy estúpidas. Con lo bonita que es la geometría.
No les he hecho mucho caso porque con Rosaura y Liliana y sus padres había llegado mi amigo Ezequiel, que no tiene la culpa de llevar ese nombre ni de ser hermano de Rosaura y Liliana, igual como yo no tengo la culpa de ser hermano de Mabel. Ezequiel llevaba la espada y el escudo y el casco de romano, y me ha dicho que ha visto asomar los labios sangrientos de Morlo entre dos calderas. Le he preguntado si sabía de qué color tiene Morlo los ojos, pero eso no ha llegado a verlo. Iba a decirle que yo sí lo sé, pero en ese momento se ha acercado papá para decirme que me pusiera en la cola porque ya nos tocaba el turno para introducir la tarjeta de entrada a los túneles. Ezequiel ha hecho un gesto de admiración y un poco como de envidia porque a él su padre no le da esa confianza, y cuando me he acercado a la ranura con la tarjeta en la mano me he sentido tan grande y tan importante como por ejemplo Julián, que ya hace años que llevaba pantalón largo y desde hace poco se afeitaba. A mí me dejarán llevar pantalón largo el próximo invierno, pero aún me falta mucho para empezar a afeitarme.
-Sección veintiséis -le ha dicho papá a don Rafael, el padre de Julián.
Los dos han movido la cabeza con un gesto de preocupación. Después papá, con la misma cara de derrota que pone cuando va al trabajo, ha añadido: “Siempre que vamos a esa sección ocurre alguna desgracia.”
La mayoría de la gente parecía compartir esa preocupación. Se internaban en los túneles con apresuramiento, moviendo los pies a un ritmo intermedio entre el caminar y la carrera, braceando para avanzar más deprisa, empujándose y tropezando a pesar de lo anchos que son los túneles una vez traspasado el control de la tarjeta. Antes del control son más estrechos para que la gente no se disperse demasiado y evitar así que con las prisas muchos omitan pasar el control. Aunque está prohibido, hay gente que lo hace; por eso los túneles son al principio estrechos y después más anchos.
Ya he dicho que la gente se empujaba y tropezaba. Yo creo que, además de por las prisas, era por la preocupación de que hoy tocaba sección veintiséis. Mientras avanzaban muchos miraban hacia atrás con frecuencia, como si quisieran seguir con los ojos un camino opuesto al de los pies. A lo mejor era que tenían miedo de llegar al refugio por la desgracia que siempre ocurre cuando nos toca esa sección, o a lo mejor era que temían que la desgracia ya estuviera en marcha y les fuese a llegar por la espalda y quisieran estar prevenidos para verla y esquivarla. No sé, la gente es muy rara. A Ezequiel y a mí no nos preocupan todas esas cosas, sólo nos preocupa que en el corredor de las calderas acecha Morlo. Lo de las alarmas lo encontramos divertido. Como saben que hemos estudiado los planos y conocemos los túneles mejor que nadie, nos dejan explorar los pasadizos laterales, siempre que no nos alejemos demasiado y sobre todo que no nos acerquemos a los respiraderos, pues están conectados con el exterior y es peligroso asomarse cuando empiezan los ataques.
Nadie sabe exactamente en qué consisten los ataques, quizá porque si alguien saliera al exterior para averiguarlo nunca tendría ocasión de contarlo a los demás. Se sabe cuándo empiezan porque de repente en los subterráneos hace mucho frío y se oye un estruendo como de miles de turbinas chupando aire. Eso es lo que ha ocurrido cuando Ezequiel y yo explorábamos el pasadizo lateral izquierdo número treinta y tres, que queda entre las calles de Cerdán y Bellavista, ya cerca del refugio de la estación de metro de Aosta. Desde luego hay una succión, como si miles de dinosaurios sorbieran desde fuera, porque hemos visto que al fondo del pasadizo, en la base del respiradero, se levantaba de golpe una columna de papeles, hojas secas y toda clase de desperdicios (hasta una lata de lubricante había) que se perdía por el respiradero en espiral, girando como una hélice, entre un fragor que era como el resuello de los cien mil monstruos que sorbían.
Mamá ha retrocedido hasta el pasadizo y nos ha llamado a Ezequiel y a mí. Casi gritaba, y parecía enfadada porque en una alarma como la de hoy nos hubiesen permitido explorar. Subiéndome el cuello del abrigo, me ha dicho:
-Abrígate bien, y no te alejes. Hoy el ataque es más intenso. Ya deberíamos estar en el refugio.
Con el frío y el estruendo la gente ha empezado a correr de verdad. De pronto tenían en las caras algo más que preocupación, como si una nube de pánico hubiera empezado a condensarse y a caer a goterones sobre ellos. El ataque había empezado antes de que llegáramos al refugio y hoy era de los más fuertes, por eso íbamos a la sección veintiséis, metro de Aosta, que es una de las estaciones a mayor profundidad.
Ezequiel y yo conocemos el camino mejor que nadie, así que nos hemos puesto en cabeza del grupo de los nuestros para guiarlos y que nadie se desviara y tuviese que pagar después una multa. Aunque los túneles están muy bien señalizados, a veces, cuando el ataque empieza con anticipación como ahora, ocurre que con las prisas muchos se desvían de la corriente principal y van a dar a una sección distinta de la que tienen asignada. Entonces la municipalidad impone una sanción, y creo que es bastante elevada. Pero parece que la mayoría de la gente no la paga.
Íbamos Ezequiel y yo marcando el camino con el rifle y la espada. Inmediatamente detrás corrían nuestros padres, y un poco más distantes estaban Rosaura, Liliana y Mabel. Iban algo más retrasadas por culpa de Mabel, que no quería despegarse del grupo de Julián y sus padres, que avanzaban un poco más lentamente porque la madre de Julián padece de varices y las piernas se le ponen tan pesadas como sacos de piedras. A veces Mabel se acercaba al cachorro y le hacía unas caricias, pero al que miraba era a Julián, que no le hacía mucho caso.
No es que Julián le hiciera habitualmente mucho caso a Mabel. Más o menos el mismo que me hacía a mí. Saludos, una sonrisa, algún comentario amable. Lo que alguien ya grande como Julián podía hacerle a unos niños que se acercaban para acariciar al cachorro. Pero ahora Julián no le decía nada a Mabel. Miraba mucho hacia atrás, como si también quisiera esquivar la desgracia. Aunque en su cara había algo más que preocupación. Era como una ansiedad lo que se veía en sus ojos cuando se volvía hacia atrás alargando el cuello como si buscara a alguien.
Cuando llegábamos al refugio me he acordado de que tenía que decirle algo a Ezequiel.
-Ezequiel -he dicho-, Morlo tiene los ojos transparentes.
Mamá ha abierto el termo y me ha dado un vaso de café con leche y unas galletas. A Ezequiel su madre le ha dado unas empanadillas y zumo de naranja. Le he pedido a mamá dos vasos de plástico más y Ezequiel y yo nos hemos repartido el café con leche, el zumo, las empanadillas y las galletas.
Nos hemos sentado al borde de uno de los andenes. La estación ya estaba casi llena, pero por las bocas de acceso seguía llegando gente. Los vagones que dejan estacionados en las vías para que la gente pueda instalarse estaban abarrotados. Hasta en los techos había personas. Ha sido un fastidio que no quedara sitio en ningún vagón, porque a Ezequiel y a mí nos gusta mirar por las ventanillas y otear horizontes que nos imaginamos, y además si encontramos sitio en un vagón podemos volver a casa en el metro cuando termina el ataque, y no andando, que se hace pesado después de pasar horas en el refugio, y entonces ya no es tan divertido volver por los túneles.
La gente siempre deja un espacio libre alrededor de las bocas de acceso, porque en la fase más intensa del ataque es peligroso estar cerca, aun en refugios tan profundos como éste. En el mismo principio de las bocas ya se nota la succión, y bastaría con internarse unos metros para que el regreso fuera imposible. A lo mejor por eso Julián no ha querido dejarle el cachorro a Mabel cuando se lo ha pedido, no fuera a escapársele.
-Lo siento, Mabel -ha dicho Julián-. Hoy es sección veintiséis. Es muy peligroso.
Mabel ha parecido conformarse, sobre todo porque Julián le ha sonreído y además porque yo creo que lo que buscaba Mabel era un pretexto para acercarse otra vez más a Julián.
Liliana y Rosaura se han acercado también, pero Mabel les ha echado una mirada de rabia y han tenido que volver junto a nuestros padres. Seguramente Mabel pensaba que podría pasar todo el rato con Julián, pero él, después de negarle el cachorro, ha empezado a caminar entre la gente, abriéndose paso a codazos y poniéndose de puntillas y alargando el cuello como si buscara a alguien. Pero no descuidaba al cachorro. Lo apretaba con fuerza contra el pecho y de vez en cuando lo acariciaba.
Habíamos perdido de vista a Julián cuando ha llegado lo más fuerte del ataque. Todo ha empezado a temblar y el frío se ha hecho mucho más intenso y hemos sentido como si cien mil gigantes se tragaran el aliento y millones de tambores redoblaran a la vez. A todos nos preocupaba no ver a Julián, sobre todo a sus padres y también bastante a Mabel, pues aunque supiéramos que no había peligro mientras anduviese entre la gente siempre es preferible estar juntos en los peores momentos.
De pronto la cabeza de Julián, que era muy alto para su edad, ha vuelto a aparecer entre la gente. Regresaba hacia nosotros y ya no alargaba el cuello ni miraba a todas partes como si buscase a alguien. Se le notaba contento, y en los ojos tenía como un brillo, como un alivio y un descanso.
Venía cogido de la mano de una chica rubia, muy guapa y casi tan alta como él. Le había dejado el cachorro y la chica lo sostenía con la otra mano, de una manera que parecía muy insegura y muy floja. Entonces Mabel se ha puesto más roja que nunca y después de dar un grito se ha marchado corriendo hacia una de las bocas de acceso.
Yo creo que el grito de Mabel ha asustado a la chica rubia y que por eso se le ha escapado el cachorro. Ezequiel y yo hemos intentado atraparlo, pero para tres meses que tenía el cachorro ya era muy rápido.
A lo mejor Mabel sí que habría podido cogerlo. Estaba mirando hacia nosotros junto a la boca de acceso, llorando y con el pelo ondulante como si le hubiesen puesto un ventilador frente al rostro. El cachorro ha pasado muy cerca de ella, incluso se ha detenido unos instantes a mirarla. Detrás corría Julián, con la cara desencajada, y también se ha detenido un momento a mirar a Mabel, a enfrentar los ojos apretados y húmedos de Mabel.
Cuando Julián se ha perdido por la boca de acceso, papá ha mirado hacia ninguna parte y con su permanente cara de derrota ha dicho: “Pobre, ése ya no vuelve.”
Entonces Ezequiel y yo hemos vuelto a sentarnos al borde del andén, con la cabeza hundida y sin decirnos nada. Y yo he pensado que ya no le tendría miedo nunca más a la mirada transparente de Morlo, porque por primera vez me ha dado miedo la mirada de rabia de Mabel. Aunque soy más fuerte que ella, por primera vez me ha dado mucho miedo. Y he pensado también que nunca voy a decirle a Mabel nada del cuaderno, nada de las flores ni de los corazones ni del nombre de Julián repetido en el cuaderno.





LOS MUERTOS Y LOS IDOS

Hemos llegado con viento de poniente, y a Francine, sabiendo como debe o debería saber que la mejor estrategia contra ese aire ardiente es tenerlo todo cerrado, no se le ha ocurrido nada más oportuno que abrir todas las ventanas para que la casa se airee. “Esto sabe a rayos”, ha dicho, con esa erre que se le atraganta siempre. “No se dice sabe”, la he corregido mientras, a sus espaldas, devolvía las ventanas a su estado de reposo, “se dice huele”. Desde  la escalera que conduce a los dormitorios, con un cabeceo que se resignaba a aceptar el olor (o el sabor) de los rayos como un mal menor frente al bochorno que ya invadía la casa, Francine me ha sorprendido con un inesperado dominio del idioma:
-No señor -ha dicho, atragantadísima la erre-. Se dice sabe. Porque esto de aquí dentro es tan espeso, que se masca y se muerde.
Forzado a aceptar una especie de tablas por ahogado, eso que en el fondo es una derrota que se disfraza de empate, he visto a Francine subir hasta la planta de dormitorios llevando su neceser, y poco después la he oído entrar en el cuarto de baño y abrir el grifo de la bañera. Con una anticipada sensación de ahogo, porque al otro lado de las ventanas estaba el poniente, he vuelto a salir de la casa; un maletero lleno de maletas me esperaba. Mientras las iba entrando, he oído a Francine, chapoteando en la bañera, pregonar nuestra llegada a todo el mundo vía teléfono inalámbrico, concertar la primera reunión vespertina (y también, inopinadamente, la primera cena) en el Café de Pescadores. Un encanto Francine. Tan amiga de casi todos mis amigos. Quizá más que yo mismo.
-Te ha llamado el señorito -ha gritado desde el baño casi como de pasada, con esa innata habilidad para aludir al enemigo sin nombrarlo-. Ha dicho que no esperes a la noche, que vayas en seguida. Te invita a comer… A ti solito.
Ha dejado caer las últimas palabras arrastrándolas, masticándolas con un alborozo que no se molestaba en disimular. Miguel, el señorito, es mi mejor amigo, quizá el único de verdad; y a lo mejor por eso, Francine se ha alegrado tanto de verse libre por este año de ese rito, para ella tan incómodo, que es la cena del primero de agosto en Torre Solana. Un encanto Francine, ya lo he dicho.
Ha salido de la bañera dejándome el tiempo justo para darme una rauda y raquítica ducha que me ha sabido a muy poco. Pero ya era casi la una del mediodía; y si el primero de agosto Miguel altera esa ceremonia que ya se pierde, si no en la noche, al menos en el atardecer de los tiempos, si en lugar de a cenar me invita a comer, si además a mí sólo y en seguida, es que algo pasa.
La cuesta que conduce a Torre Solana, a esas horas y con ese poniente, había que subirla en coche. No es muy larga ni muy pronunciada, y casi me ha parecido una profanación no recorrerla a pie, como hago normalmente. Mientras el coche serpenteaba entre almendros, olivos y algarrobos me ha parecido casi obsceno atravesar ese paisaje separado de él por una burbuja de aire acondicionado; así que lo he desconectado, he bajado la ventanilla y he permitido que el poniente se adueñara del coche. (Lo que diría Francine… Pero, al fin y al cabo, es mi coche; al fin y al cabo, soy yo.)
 El pinar que, rodeando la torre, corona el altozano ha aparecido en seguida, a la salida de una curva. La lenta aproximación, a velocidad de caminante, a ese cerco de pinos ha sido siempre para mí como una máquina del tiempo, como ir prendiendo poco a poco una mecha de recuerdos; pero esta vez, quizá por la mayor velocidad de acercamiento, ha sido eso aunque también otra cosa: una luz que se enciende de golpe y de pronto y que atonta los ojos arrojándoles el pasado como un cegador puñado de arena.
-Que el amigo viejo -ha dicho Miguel, prisionero perpetuo de su silla de ruedas, desde lo alto de la escalinata de entrada.
El antiguo juego de los refranes, que Miguel desenterró, convirtiéndolo en un santo y seña, la primera vez que aparecí en la torre de la mano de Francine. Otros años (no muerde, corazón que no siente, mala es de guardar…) ha sido más fácil; pero esta vez he tenido que pensar la respuesta, buscarla hasta dar con ella en el momento justo, en el último peldaño, cuando, de no haberla encontrado, hubiera tenido que retroceder hasta recordar, dejando huérfana esa mano de Miguel que, volando hacia mí, ya suspendía el aleteo y aguardaba en el aire; esa mano aérea de Miguel que, de no haber encontrado la mía, habría tenido que caer, estrellarse contra las rodillas como abatida por un disparo.
-No hay mejor espejo -respondo por fin; y la fuerte mano de Miguel desciende sobre la mía y la estruja y la aplasta. Sigue haciendo pesas, de eso no hay duda.
-¿Cómo está la francesa? -pregunta Miguel, que también sabe aludir al enemigo sin nombrarlo.
Contesto que muy bien; que peleando, como siempre, con las erres. Y, dando la vuelta a la silla de ruedas, empujo a Miguel hacia el interior de la casa. Como de niños, cuando la silla no tenía motorcito y yo era las piernas de Miguel y Miguel era el resto.
Calixta, la vieja Calixta, alisa, antes de cerrar la puerta, la manta que cubre las piernas de Miguel, esa manta a cuadros que es como una segunda piel aun en pleno verano y con este poniente. Miguel padre y mamá Ana me reciben con esa tristeza distante que les conozco desde siempre; pero esta vez he creído percibir algo más, algo como un miedo que también estaba en la cara de Lorenzo tío cuando, cruzando casi furtivamente el salón, me ha saludado levantando apenas la mano. Efectivamente. Algo pasa. Algo que flota en el ambiente. Algo, como diría Francine, que se masca y se muerde.
-Llévame hasta el ascensor -ha dicho Miguel, con una jovialidad que parecía de otra parte-. Comeremos en mi estudio.
-¿Y tu tío Juan? -he preguntado cuando entrábamos en el ascensor. No es que Juan tío nos importe demasiado a Miguel o a mí; pero me ha extrañado no verlo, y había que romper de alguna forma un repentino silencio que empezaba a ser incómodo.
-Engordando gusanos -responde Miguel; y agrega-: Desde el día de su santo. Hace exactamente, incluyendo esa fecha y la de hoy, un mes, una semana y un día.
O no conozco a Miguel o, con esa minuciosa aclaración, me está diciendo que ya debería saber lo de Juan tío. Y que, si aún no lo sabía, es porque hace todo ese tiempo, e incluso algo más (lo que aumenta proporcionalmente el reproche), que no hemos hablado.
-¿Cómo fue? -pregunto en un estricto tono de pregunta, tratando de no fingir una desolación o un interés que mal podrían acompañar a los que, indisimuladamente, Miguel no siente.
-Dicen que se suicidó -responde Miguel, empujando la puerta del ascensor con una mano y haciendo con la otra un movimiento que daba el tema por agotado. (Pero, atención: ¿Dicen? Si conozco a Miguel, y vaya si lo conozco, volveremos a hablar de eso.) Al cabo de unos segundos, como volviendo a lo mismo, agrega:-: Un mes, una semana, un  día… -(pero no, Miguel nunca vuelve en seguida a lo mismo)- El compañero Pablo está perdiendo las buenas costumbres. Muy mal por el compañero Pablo.
Sí, Miguel; muy mal por el compañero Pablo. Sé que con Miguel sería inútil buscar cualquier excusa; más aún si, como ahora, no le falta razón. La verdad es que desde Pascua sólo he aparecido por aquí un par de fines de semana; y que después, desde hace casi dos meses, ha sido como si me hubiesen cortado el teléfono. De  acuerdo, Miguel, muy mal por el compañero Pablo. Pero uno tiene su vida, compréndelo; a veces, uno necesita sus piernas para sí mismo.
-Claro, te habrán tenido tan ocupado tus historias de policías y ladrones -ha dicho Miguel con una sonrisa socarrona cuando entrábamos en su estudio.
-Sabes que en este país esa dicotomía es falsa -he replicado-. Y sabes también que mis novelas no son exactamente eso.
-Por supuesto, por supuesto… Tu detective… ése… ¿cómo se llama? -Miguel, que lo sabe perfectamente, finge hacer memoria-, es un portavoz, una conciencia  crítica, un bisturí que saja y abre y denuncia y… -Miguel se vacía en una carcajada-. ¡Cuántas cosas es tu detective! Seguro que, entre caso y caso, todavía le queda tiempo para echar un vistazo a las cuentas de tu editor e impedir que te estafe.
Mientras Calixta nos servía un  arroz al horno que algún día le copiarán los ángeles, he vuelto a pensar que a Miguel no le falta razón. Mis novelas -y mis guiones de televisión, mis artículos de prensa- son una transacción, un arreglo, un pacto (curioso que transacción signifique acción de transigir y también negocio, trato): tú haces como que, y nosotros te pagamos. Y uno, sin darse cuenta (¿sin darse cuenta?), va aceptando. Aunque luego esté Miguel; aunque estén también esas noches que las carga el diablo.
-¿Has tenido tiempo de leer lo último que te he enviado? -ha preguntado Miguel cuando Calixta nos dejaba  a solas.
-Por supuesto, por supuesto… -he intentado remedar.
-Pues olvídalo; que sea pasto de las llamas -ha atajado Miguel-. No vale nada.
Eso, ni soñarlo. Miguel me envía copia de todo lo que escribe; conservo todo lo que Miguel me envía; ergo, quod erat demostrandum, tengo todo lo que Miguel ha escrito. Custodio como un tesoro todas esas páginas que Miguel ha ido llenando durante años, en lo que ha acabado pareciéndose a un vicio solitario, y que nunca ha querido publicar. Si sobrevivo a Miguel, me propongo ser su Max Brod particular. Admiro demasiado su obra; tanto como para no permitir, bajo ningún concepto, que el fuego sea su único heredero.
-De acuerdo -he dicho-. Lo que no vale, al fuego; y lo que vale… ¿Se puede saber para qué escribes?
Con la cuchara a medio camino de la boca, Miguel levanta los ojos y me traspasa con una mirada larga y un poco como asombrada.
-Me parece que, a estas alturas, deberías saberlo -dice, mientras la cuchara retrocede hacia el plato-. Escribo para olvidar.
Miguel llena de vino la copa y la vacía de un trago. Escribo para olvidar, me he repetido por dentro, bajando los ojos como si una especie de vergüenza tirara de ellos hacia el plato. Por un momento he sentido que algo caliente y rojo me llenaba la cara, como si un golpe de viento hubiese abierto la ventana y hubiera entrado el poniente y me estuviese abrasando. Proverbial la habilidad de Miguel para hacerme sentir así. Proverbial la habilidad de Miguel para echar sal en las heridas.
-Publicar algo sería como tener un hijo -agrega Miguel-. Por cierto -prosigue, cambiando de tono-, ¿ya te ha dejado embarazado la francesa?
Por ahí no, Miguel; por ahí sí que no vas a pillarme.
-Sabes perfectamente que no pensamos tener hijos. En eso hay total acuerdo entre Francine y yo.
-Claro, claro -ironiza Miguel-. Eso se dice al principio; pero después, el tiempo empieza a hacerse cada vez más corto; y a uno, o sobre todo a una, le da por preguntarse si no habría que dejar algo detrás, alguna huella, algún rastro…
“Y tú, ¿cómo lo sabes?”, he estado a punto de decirle; pero eso habría sido un golpe bajo; o, quizá, un golpe fofo que habría dado en el aire, que Miguel habría cazado al vuelo para devolvérmelo con toda la fuerza de un dios celoso, toda la impunidad de un dios vengador que lanza rayos desde una silla de ruedas. Creo que Miguel ha intuido lo que no he llegado a decirle; en ese ligero movimiento hacia atrás que ha hecho, había algo del que esquiva y a la vez se dispone a golpear. Pero después, cuando ha visto que yo callaba, ha apretado la manta contra las piernas como si tuviera frío, ha cogido la copa y se ha mirado en ella, se ha buscado en su fondo.
-Pablo -ha dicho en un tono serio, mirándome como un niño compungido que pide perdón hasta la vez siguiente-, no tengas nunca hijos, no tengas nunca espejos. Los espejos y la paternidad son abominables… Los espejos y la paternidad multiplican el número de los hombres.
-Memorable sentencia -he dicho, simulando un aplauso-. Pero no es tuya.
-Y eso, ¿qué más da? -Miguel vuelve a llenar la copa, la levanta en el aire, la mira-. En cierto modo, es de todos; porque, en realidad, no es de nadie. El que la dijo dice que a él se la dijeron; y el que se la dijo al que la dijo dice, a su vez, que la decía una enciclopedia que no existe -Miguel vacía la copa-. De alguien… de nadie… de todos… ¿Importa eso?
Miguel ha apartado el plato a medio terminar con un gesto de niño malcriado que no quiere más y sabe que no se lo van a guardar para la cena, un gesto de repugnancia que el celestial arroz de Calixta no se merecía en absoluto. Ha llenado la copa otra vez, y en ese momento ha entrado Calixta con un canastillo de pan y una bandeja de embutidos y quesos. Mientras cambiaba los platos, le ha echado una mirada a Miguel que lo decía todo.
-A ver si tú lo arreglas -me ha dicho Calixta-. Como siga bebiendo así y empeñándose en no comer, nos va a durar muy poco.
Le he dicho a Calixta que no se preocupara, que conmigo aquí Miguel iba a animarse; cosa que ni yo mismo creía, porque la actitud de Miguel empieza a ser preocupante. Nunca lo había visto así, de repente tan desasido de todo, mirándonos con la copa otra vez vacía (y ya iban tres), con una sonrisa floja y un  aire ausente, como si fuese nuestra presencia allí lo que no era real, como si estuviéramos muy lejos y él nos viese desde el otro lado de un telescopio.
-Miguel -he dicho, tratando de devolverlo a este lado, de sacarlo de una oscura región de arenas movedizas en la que parecía estar hundiéndose-. Miguel… ¿Se puede saber qué pasa?
Ha tardado en responder. Durante interminables segundos ha permanecido buscándose en el fondo de la copa, murmurando algo. “Una agenda… eso es… una agenda invisible”, me ha parecido que decía. Por fin, cuando Calixta se retiraba, ha salido a flote como alguien que despierta.
-En cierto modo -ha dicho, señalando a Calixta-, la culpa es de ella.
Riéndose de la cara de bobo intrigado que he debido de poner, Miguel ha cogido un panecillo y, sin darme tiempo a preguntar nada, ha dicho:
-Aquí dentro hay algo que es como un despertador de recuerdos… Algo tan inmaterial como un sueño… Un simple sabor.
-Y ¿qué tiene que ver Calixta en todo eso?
-Voluntariamente, nada. Sólo cumplía órdenes -dice Miguel-, pellizcando un pedazo de pan-. Toma, pruébalo.
Aunque la idea de Miguel de asociar un sabor a un recuerdo no sea demasiado original, lo cierto es que funciona. He probado el pan y no se parecía en nada a esa sosería industrial que iguala y anula; allí también había como un cerco de pinos, como una mecha de recuerdos. Se notaba la presencia de una mano sabia, al cabo de tantos años.
-Digamos que fue una casualidad -prosigue Miguel, viendo que empiezo a comprender-, una de esas coincidencias de las que tanto desconfía tu detective: viejísimo amigo de la familia que nos visita después de casi toda una vida, Miguel padre que se pone nostálgico recordando los viejos tiempos y le pide a Calixta que vuelva a hacer aquel maravilloso pan que hacía, Calixta que desempolva una antigua receta y una vieja sabiduría, Miguel hijo que prueba otra vez un pan que resulta ser como un fruto del árbol de la ciencia… -Con una repentina seriedad, Miguel agrega-: Eso fue hace un mes, una semana y un día. Desde entonces, Calixta no ha dejado de hacer cada día esos panecillos. Desde entonces, me estoy viendo en un recuerdo.
Miguel se repliega sobre sí mismo, como un caracol cuando le tocan los cuernos; vuelve a hundirse en sus arenas movedizas, dejándome en una situación incómoda. El compañero Pablo está allí, pero es otra vez como si no estuviera; el compañero Pablo comiendo como un bobo queso y embutido al otro lado del telescopio.
-Descorcha esa otra -dice por fin Miguel, vaciando en su copa los restos de la primera botella. Sorprendente Miguel, como si fuera dos personas distintas y un solo Miguel verdadero: capaz de reparar en los detalles más nimios aunque, por dentro, una procesión de hormigas lo devore y lo aturda-. Termina de llenármela -agrega, alargándome la copa.
Dudo si hacerlo, pero el brazo de Miguel se alarga hacia mí con una muda insistencia. Acabo por obedecer; al fin y al cabo, el pobre Miguel nunca podrá tambalearse.
-Pablo -la forma en que Miguel me mira presagia una pregunta-. ¿Tú nunca has soñado con espejos?
-Que yo recuerde, no -contesto-. Sería un sueño bastante raro -agrego, como diciéndomelo a mí mismo-. Es curioso, pero me parece que no abundan los sueños de esa clase.
-Pues yo sí que sueño con espejos -dice Miguel; y es como un gemido, como un lamento-. Desde que tengo ese recuerdo en el que me estoy viendo, sueño todas las noches con espejos. Es como si ese maldito recuerdo me persiguiera a todas partes.
-Mi detective diría que tu recuerdo tiene algo que ver con los espejos -digo con una aparente indiferencia, arrepintiéndome en seguida de lo que a Miguel podría parecerle una intempestiva muestra de cinismo, una venganza mediocre y pequeña. Pero no; Miguel está de nuevo dentro de la concha, como buscando algo que hay allí y que es de mucho peso y que hay que ir sacando poco a poco.
-Es espantoso, Pablo -Miguel asoma de nuevo después de apurar la copa-. Verse en un sueño es espantoso; pero al menos puedes escapar, te despiertas y estás otra vez tú solo… Pero verse en un recuerdo es mucho peor… Estás allí, pero no estás en el centro… Como si le hubieras prestado tu memoria a otro; como si otro estuviera recordando por ti.
Calixta ha entrado con un frutero lleno de melocotones y ciruelas, y Miguel se ha quedado mirando fijamente un punto del aire, como si dejara allí flotando el hilo de lo que estaba diciendo. Mientras cambiaba los platos, viendo que el de Miguel estaba intacto, Calixta ha bisbiseado algo. Miguel, nuevamente dos personas, ha retenido la botella de vino y, después de decirle cariñosamente a Calixta que era una vieja gruñona, le ha pedido que nos trajera también el café. “No olvides el coñac”, ha dicho. “El de verdad, el francés, el que le gusta a Pablo”, ha agregado mirándome con una sonrisa cómplice.
-La verdad es que no deberías beber tanto -me he creído en la obligación de decir cuando Calixta ha salido.
-No deberías, no deberías… -mientras termino de pelar una ciruela, Miguel vuelve a llenar la copa-. ¿Me has visto alguna vez borracho? ¿Has tenido que recogerme alguna vez del suelo?
Después de vaciar la copa, Miguel ha reído su propio chiste involuntario (¿involuntario?), lo ha celebrado con una risa contagiosa que me ha dejado con la ciruela en la mano a medio camino de la boca, atrapado en una carcajada liberadora que el regreso de Calixta con el café y el coñac ha ido apaciguando.
Calixta nos ha mirado como a un par de locos.
-Déjalo ahí -ha dicho Miguel todavía riendo, señalando hacia su escritorio-. Nos lo serviremos nosotros mismos.
Calixta ha salido dándole una última mirada a la botella de coñac, como midiendo su contenido. Miguel, mientras yo contemplaba antes de devorarlo un magnífico melocotón, se ha acercado hasta el escritorio y ha servido el café.
-¿Y si fuese al revés? -ha dicho desde allí.
Lo he mirado sin comprender.
-¿Y si yo estuviese teniendo un recuerdo que es de otro?
Mientras aprovecho la presencia de un pedazo de melocotón entre los dientes para disimular que no se me ocurre qué respuesta darle, Miguel mira fijamente a ese punto del aire donde había dejado flotando un hilo, lo recupera por una punta, tira de él, lo acerca.
-Parece lo mismo -piensa en voz alta, caracol replegándose de nuevo-, pero no lo es… No, por supuesto que no…
-Miguel -protesto, sentándome junto a él-, mi detective diría que estás intentando decirme algo desde hace un buen rato y que no sabes cómo decirlo. Pero yo digo que me extraña mucho que tú, precisamente tú, no sepas cómo decir las cosas.
Miguel me mira con una sonrisa burlona.
-¿Te has dado cuenta de las veces que has empleado el mismo verbo en una sola frase? Muy mal, compañero Pablo, muy mal. Ese detective tuyo te está haciendo perder las buenas costumbres.
Sorprendente Miguel. Proverbial Miguel. Calcado a cualquiera de sus páginas, donde entre líneas acecha siempre algo como un desdoblamiento, como un espejo que altera lo que refleja al iluminarlo con una luz cambiante; algo que se continúa y se prolonga y a la vez se revuelve contra sí mismo como una cola de escorpión. Cuántas veces he pensado que me gustaría ser como Miguel, escribir como Miguel. Cuántas veces he pensado, desistiendo, que eso exigiría vivir atado a una silla de ruedas.
-Porque te ve -mirándose en la copa de coñac, Miguel vuelve a pensar en voz alta-. Claro… eso es… No porque tú lo veas… Es ojo porque te ve.
Miguel detiene con una mano lo que yo fuese a decir. Después de concentrarse unos segundos, agrega:
-En un recuerdo, salvo, por supuesto, que recuerdes estar mirándote en un espejo, tú nunca te ves, ¿no es cierto? Estás allí, sí; pero eres el que mira, eres el centro. Algo así como la posición que, de existir, ocuparía Dios con respecto al universo -Miguel me anima a servirme coñac-. De acuerdo, puedes ver alguna parte de ti: una pierna que avanza, un brazo que se mueve, una mano, el pecho… Concedamos también que puedes incluso desplazarte por tu propia periferia y vislumbrarte casi desde atrás o un poco como de lado; aunque, en esos casos, más que verte, posiblemente te estés imaginando, y sea el tú de ahora quien esté añadiendo algo que no estaba en el recuerdo. Pero lo que nunca ocurre -Miguel apura la copa como para darse aliento- es que te veas de frente, que veas la parte de ti que mira, que veas tu propio rostro. No -de golpe, Miguel caracol se repliega-; nunca había ocurrido… Hasta hace un mes, una semana, un día…
Ha pronunciado las últimas palabras como apagándolas, cada sílaba acompañándole en el descenso a una profunda región sin estrellas. Mientras yo jugueteaba tontamente con una pieza de ajedrez, Miguel ha permanecido con la mirada fija en la ventana, como desgajado de todo, como buscando dónde arrojar un lastre que lo agobiaba desde dentro.
-Al principio lo veo todo borroso -ha dicho Miguel por fin-, como si tuviera los ojos húmedos; y noto un regusto salado que se mezcla con el sabor del pan. Es curioso, pero lo primero que acude es el sabor del pan, como si fuese la chispa que prende una mecha; es un poco después cuando llega esa humedad paralela que me baja por las mejillas trayéndome el regusto salado… Sé que estoy sentado; mientras los ojos se van aclarando sé que dos hombres a mi lado me obligan a estar sentado; sujetándome los brazos y tirando de ellos hacia abajo impiden que me levante; y hay alguien detrás de mi, otro hombre a mi espalda que me amenaza y me golpea -Miguel se vuelve hacia mí y me traspasa con la mirada-. Y entonces los ojos se secan, Pablo; dejo de ver borroso cuando se abre una puerta y hay un niño de apenas dos años que me mira y está de pie, un niño que muerde un panecillo y de pronto rompe a llorar y está de pie… ¿Te das cuenta, Pablo? De pie… En ese recuerdo hay un niño que me mira y estoy de pie y soy yo.
La cara de Miguel se contrae como un músculo agarrotado. Apartando la manta de un manotazo, dice rencorosamente:
-Mira mis piernas… ¿Te parecen atrofiadas, deformes, enfermas? No -Miguel se responde mientras las recorre con las manos-; no más que las de cualquier oficinista que malgasta su vida sentado… Pero entonces -las pellizca, las palpa-, ¿por qué no se mueven?, ¿por qué no sienten?, ¿por qué no andan? -Miguel vuelve a taparse con la manta-. Quiero saberlo, Pablo; quiero saberlo… Y para eso tengo que llegar al fondo de ese recuerdo.
Mientras Miguel volvía a llenar su copa y encendía un cigarrillo y me ofrecía otro, he pensado que nunca se me había mostrado tan de cerca como ahora, por un momento tan a punto de permitir que aflorara lo insondable, por un momento tan ostra desesperada y abierta, por un momento tan corazón al aire y máscara fuera. Nunca había visto esa parte de Miguel que se oculta bajo la manta a cuadros, esa otra media persona que también es él y que, por un instante, ha asomado como iluminada por un relámpago. Pero Miguel se ha tapado en seguida, y lo que ha dicho después de taparse tenía una crispada determinación de dientes apretados, como si fuese lo último que pensaba hacer y luego ya no importara nada.
-Miguel -he dicho- ¿te das cuenta de que lo has contado como si fuese un sueño?
Me he arrepentido en seguida de lo que a Miguel podría haberle parecido una incredulidad torpemente encubierta; y, temiendo que me lo reprochara, he agregado, con no menor torpeza, algo que suavizara la duda, algo tan tonto y tan obvio como que soñar es recordar dormido y recordar es soñar despierto. Pero no; Miguel no me ha hecho ningún reproche (¿no me ha hecho ningún reproche?); ni siquiera me ha mirado (miraba otra vez hacia la ventana) cuando, después de sacar algo de un cajón del escritorio, ha dicho:
-Segunda casualidad; segunda coincidencia.
Lo ha dicho cansinamente, como si estuviese de sobra decirlo; y cuando ha dejado sobre el tablero de ajedrez la fotografía que acababa de sacar del escritorio (Miguel estaba de lado, mirando por la ventana) ha sido como si un viejo y veterano jugador descubriera sin darle importancia una carta largamente guardada, arrojara sin alardear de ello una baza ganadora a la cara de un inexperto contrincante que soñaba con ganarle.
Mientras miro la fotografía, Miguel dice:
-El de uniforme es el amigo de la familia del que te hablé antes, el que vino a visitarnos después de casi toda una vida. A los demás, supongo que los conoces.
Sinuoso Miguel. Proverbial Miguel. A los demás, supongo que los conoces. Claro que conozco a Juan tío, a Lorenzo tío, a Miguel padre. Claro que debería conocer al único de la fotografía que no sonríe; debería conocerlo si fuese Miguel, si pudiera ser Miguel ése que aparenta unos treinta años y no sonríe, ése que parece estar de más en una fotografía amarillenta que seguramente se tomó cuando el Miguel de ahora aún no había nacido. De acuerdo, Miguel; una vez más, tocado y hundido; una vez más, tú juegas.
-Observarás que el parecido es… -Miguel finge pensárselo-. ¿Cómo lo diría tu detective? -agrega con sorna-. ¿Asombroso? ¿O se conformaría con sorprendente?
-¿Quién es? -levanto la cabeza hacia Miguel.
Con un aire mordaz, Miguel vuelve a mirarme.
-Ésa no es la pregunta, compañero. Hasta tu detective sería capaz de deducir que se trata de un tercer hermano de Miguel padre; seguramente el mismo que me mira, y al que miro, desde ese rincón inconcebible de mi recuerdo. No, compañero, no es ésa la pregunta -Miguel habla ahora con una flema impropia de alguien que ha vaciado él solo una botella de vino y está llenando la tercera copa de coñac (pero ya hemos quedado en que Miguel nunca ha estado borracho, no ha rodado nunca por el suelo)-. La pregunta es: ¿qué ocurrió con él?
-La verdad -intento replicar- es que mi detective se haría algunas más…
-Claro, claro -ataja Miguel-, hay toda una constelación de preguntas que bailan alrededor de ésa, y que son como puertas cerradas. Pero ésa es la pregunta clave. Su respuesta será la llave que abrirá todas las puertas.
Naturalmente, Miguel tiene una idea muy vaga de las respuestas. Naturalmente, Miguel necesita a mi detective (necesita mis piernas) para esclarecer algo que, evidentemente -pero, naturalmente, Miguel no quisiera ofender mi inteligencia-, no tendría mucho sentido preguntar a quienes tan celosamente se lo han ocultado durante más de cuarenta años. Imperturbable, naturalmente, como si urdiera una ficción o estuviese hablando de algo que no le afectara en absoluto, Miguel me explica, mientras ordena las piezas sobre el tablero, cómo se hizo con la fotografía cuando Miguel padre se puso a recordar los viejos tiempos con el viejísimo amigo que visitaba la casa. Naturalmente, parecía un tanto extraño que Miguel padre guardase aquel antiguo álbum bajo llave. Naturalmente.
-En ese cajón -Miguel señala hacia el escritorio- guardo más fotografías. Aparezco en todas. En todas -inaugura la cuarta copa-, con menos de dos años. En ninguna, sentado.
-¿Saben que las tienes?
-¿Importa eso? -Miguel me mira como si mi pregunta le pareciera una estupidez; pero de inmediato, condescendiente, agrega-: Supongo que lo saben. Aunque hacen como si no lo supieran.
He recordado ese miedo que había en las caras de Miguel padre, de mamá Ana y de Lorenzo tío cuando he llegado a la casa. Sinuoso Miguel. Supongo que lo saben. Como si él no lo hubiese notado. Como si no llevara notándolo un mes, una semana y un día.
-Naturalmente, tu detective -Miguel empieza la partida: peón cuatro dama- ya habrá tomado buena nota de la tercera casualidad, la tercera coincidencia.
Caballo tres alfil rey. (Atención. Volvemos a lo del principio. Al dicen que se suicidó. Volvemos, después de varias páginas, a hablar de eso. Si no conociera a Miguel…)
-Curioso -agrega Miguel- que todo, la exhumación del álbum, la visita, ocurriera el mismo día -Miguel apunta a la sien con el índice derecho- que Juan tío ¡pum! O, visto desde otro ángulo, y en esta ocasión el orden de los factores sí que alteraría el producto, que lo de Juan tío ocurriese precisamente ese mismo día.
Durante algunos segundos, Miguel parece concentrarse en el juego. Acato su silencio. Cualquier pregunta me parecería estúpida.
-Para la policía -Miguel juega; peón cuatro alfil dama- el caso fue de los de archivo rápido. Pistola en la mano. Habitación cerrada por dentro. Transparente como el aire. Sin embargo… -Miguel me mira-. ¿Tú has conocido a alguien con más miedo a la muerte que Juan tío?
Peón tres rey; respondo con un encogimiento de hombros que ni afirma ni niega.
-No; no me lo imagino suicidándose -vuelve a jugar Miguel; caballo tres alfil dama-. No; no puedo imaginármelo.
Alfil cinco caballo. Defensa Nimzovich. No sé por dónde va Miguel, salvo que va por la quinta copa.
-Curioso también -Miguel piensa su jugada- que todo eso ocurriera el veinticuatro de junio, san Juan… cumpleaños también de Juan tío… Curioso, muy curioso -Miguel se dispone a mover pieza-, como si hubiera estado previsto… anotado en una agenda.



 Sería peor novelista de lo que Miguel dice que soy si un poco de lógica, al menos, no moviera las piernas de mi detective. Lo que pudiese haber ocurrido tenía encima una losa de más de cuarenta años, así que he trasladado mi despacho de investigador privado a uno de los pocos lugares del pueblo (aunque en verano sobrepase los cincuenta mil habitantes, para mí sigue siendo sencillamente el pueblo) donde los viejos son la incuestionable mayoría a determinadas horas. Durante unos pocos días, me he instalado en el Café de Pescadores en esa porción de la tarde que hace de puente entre la comida de mediodía y la cena, cuando el local ya se ha despoblado de comensales y, a lo largo del prolongado cambio de escenario previo a la crepuscular invasión del territorio por Francine y su horda, ha ido siendo ocupado por los veteranos y viejos pobladores de la sala de juegos. No hay nada como hacer algo de caso a los entrados en años para convertirlos en despertadores de recuerdos; sobre todo, si lo conocen a uno de toda la vida, si saben que uno escribe en los periódicos, si se ha hecho correr el rumor de que uno va buscando material para un reportaje sobre los viejos veteranos, sus veteranas historias, sus viejos tiempos. Es increíble lo que puede obtenerse si uno se toma la molestia de rascar con la uña el muro de silencio con que se aísla a los mayores; de inmediato aparecen desconchones, grandes manchas terrosas que, con un soplo de viento, se convierten en inmensos agujeros por los que fluye torrencialmente el pasado, pozos sin fondo desde los que brota y sale a flote una memoria aprisionada y que estaba casi a punto de perderse. En esos pocos días, entre envites de naipes y golpes de fichas de dominó sobre el mármol, he podido oír de todo; desde aventuras de pescadores que parecían leyendas, hasta sangrientas venganzas de agricultores por cuestiones de lindes o de riegos, pasando por conquistas amorosas a veces mejor inventadas que vividas, andanzas por caminos polvorientos, batallas de la paz y de la guerra, ilusiones de fortuna y arruinamientos súbitos… Sin embargo, cada vez que he intentado hablar de Torre Solana ha sido como dejar sobre el tapete verde una carta mal jugada o estampar en el mármol una ficha de dominó que no encaja. Cada vez, el muro cerrándose con un encogimiento de hombros, con una general evasiva que alguien ha acertado a resumirme en una frase: “Nosotros estamos aquí abajo; ellos, allá arriba”.
Empezaba a pensar que mi detective es lo que Miguel dice que es (“un cuchillo de Lichtenberg, sin hoja ni mango; y, además, mal afilado”) cuando Cesáreo, el dueño del café, un viejo diablo que desde la atalaya de la barra lo domina todo, ha aparecido como un tablón en el océano. Mientras me servía un agua de cebada que ya no se encuentra en ninguna otra parte, con un guiño de complicidad me ha dicho:
-Si quieres saber lo que yo creo que quieres saber, has de venir más pronto.
Siguiendo el giro de su cabeza, he mirado hacia el fondo del café. En una mesa algo apartada de las demás, el viejo Florentino, el chiflado del pueblo, jugaba su diaria partida de ajedrez contra sí mismo.
-Ahora no -Cesáreo me ha retenido tomándome de un brazo-. Cuando ya ha empezado la partida nadie puede interrumpirle. Inténtalo mañana. Florentino acude siempre a la hora de la siesta, con el café casi vacío. Ocupa invariablemente la misma mesa. Si llegas antes de que haya empezado la partida, a lo mejor hay suerte.
Las horas han transcurrido con una morosidad de agua encharcada, como siempre que se está esperando algo. “No vuelvas con vaguedades”, había dicho Miguel. “No se te ocurra volver hasta que tengas algo concreto.” Y eso era como un destierro; eso son ya algunos días de mañanas desorientadas, de perdidas mañanas de agosto sin Miguel, algunos días de ni siquiera vaguedades, ni mucho menos de algo concreto. En una impaciente noche de las que carga el diablo, he intentado imaginar lo que podría contarme Florentino, ese niño grande (ese niño ya viejo) sonriente y amable pero también estatua, también impenetrable y distante como una rara escultura capaz de ir envejeciendo. Florentino. Precisamente Florentino. La única persona a la que a mi detective no se le habría ocurrido interrogar. Florentino precisamente. Florentino.
-¿Quieres dejar de dar vueltas en la cama? -ha dicho Francine en algún momento de la noche.
Creo que no he dejado de dar vueltas hasta el día siguiente, a la hora de la siesta, cuando ha llegado Florentino y se ha sentado frente a mí en su silla habitual y, con una sonrisa calcárea, dándole la vuelta al tablero, ha dicho:
-A Florentino le tocan hoy las negras.
Florentino tiene una mano boba que guarda casi siempre en el bolsillo del pantalón; y un pedazo de su parietal derecho es, en realidad, una placa de platino que parece relucir bajo la tensa piel de esa parte del cráneo. Arrastra también al andar la pierna del mismo lado que la mano boba. Recuerdo de la guerra, como a él le gusta decir, de un bombardeo después del cual volvió a nacer y que le dejó esa peculiar secuela de hablar de sí mismo en tercera persona. Para mí, eso y sus solitarias partidas de ajedrez son los únicos signos de chifladura.
Después de ordenar meticulosamente las piezas colocándolas con toda exactitud en el centro de sus respectivas casillas, Florentino ha preguntado:
-¿Esto va a salir en la prensa?
No he sabido qué contestar, pero Florentino ha agregado en seguida:
-Es que Florentino quiere que salga. Si no, no habla.
Por supuesto, Florentino. Cómo no va a salir. Con grandes titulares y en primera página, si hace falta. Lo que sea con tal de conseguir algo concreto, algo que llevarle a Miguel, algo que termine de una vez con las mañanas de destierro.
Respondiendo a mi primera jugada, Florentino dice:
-Florentino te estaba esperando. Desde que empezaste a hacer preguntas, Florentino sabía que acabarías viniendo. Pero tu detective es más listo que tú. Has tardado un poco.
Ante mi gesto de sorpresa, Florentino agrega:
-Florentino ha leído todas tus novelas.
Otra vez la sonrisa calcárea. Vaya con Florentino. Ahora resulta que no sólo sabe leer, sino que se permite una especie de metacrítica, un rapapolvo al autor como si fuera el personaje, el que está dentro del libro y no al revés (aunque, quién sabe). Y no sólo eso: Florentino podrá tener una mano boba, pero para el ajedrez no es manco. Con la intención, que muy pronto se ha revelado equivocada, de no abusar de una supuesta superioridad, he planteado algo tan rudimentario, inocente y archisabido como el ataque Fegatello; pero, en pocas jugadas, Florentino ya le ha dado la vuelta a la partida; en pocas jugadas, ya está en mejor posición que yo, aunque juega con negras.
-Carlos se sentaba ahí -dice de pronto, señalando mi asiento.
-¿Quién es Carlos? -pregunto, abriendo unas orejas como antenas parabólicas.
-Al que tú andas buscando -contesta-. Florentino podrá estar chiflado, pero no es idiota.
-Al menos, ya sé cómo se llama -replico dócilmente-. Por algo se empieza. Pero no sé todavía si tengo que buscarlo. De momento, me conformo con saber algunas cosas.
-Saber, saber, saber -murmura Florentino, pensando una jugada-. Eso está bien, eso está bien, eso está bien.
Florentino se concentra en el juego durante algunos minutos. Después de una combinación de pocas jugadas, vuelve a salir a flote con un peón de ventaja. Me mira como pidiendo perdón y dice:
-Si fuese por ésos -señala hacia las mesas de juego aún vacías- nunca se sabría nada. Son siempre del que manda; siempre tienen miedo del que manda. Florentino, no. Florentino ha sido siempre republicano. Florentino será siempre republicano. Pero claro, Florentino está chiflado.
Lo ha dicho sin  rencor alguno, sin ninguna clase de desprecio por las mesas vacías. Ha sido más bien como una resignada constatación de algo que está ahí y que Florentino, que es un buen hombre, no puede dejar de ver.
-Carlos se sentaba ahí -vuelve a decir, como si debajo de la placa de platino hubiese algo que lo obligara a repetir las cosas; y después de un largo silencio, ganando otro peón, agrega-: Carlos también será siempre republicano.
Trato de decir algo, pero Florentino me hace callar con un movimiento de la mano. De acuerdo, Florentino; Carlos se sentaba ahí, Carlos también será siempre republicano. Pero no es eso lo que necesito saber, aunque a estas alturas de la partida (dos peones de ventaja para Florentino) empiezo a darme cuenta de que casi es mejor no hacer muchas preguntas, dejar que Florentino vaya a su aire (ahora hay otro peón que peligra), dejar que Florentino vaya hablando.
-Florentino y Carlos se conocieron en la guerra, ¿sabes? Estuvieron juntos en el frente; y, cuando terminó la guerra, en el campo de concentración; y, después, en el batallón de castigo -me mira cuando cae el tercer peón-. ¿Por qué lo estás buscando?
-Ya te he dicho que…
-¡Ah, sí! -me interrumpe-, perdona. Florentino olvida a veces las cosas. El comandante ha vuelto, ¿sabes?
-¿El comandante?
Florentino me mira como si yo debiera conocer al comandante.
-Sí, el comandante -insiste-. Estuvo por aquí hace poco más de un mes, el día de las hogueras. Y si el comandante ha vuelto…
Florentino ha suspendido la frase enigmáticamente y ha dirigido la mirada hacia una zona del tablero donde un grupo de piezas afilaban las armas antes del choque decisivo. Hasta mi detective habría sido capaz de identificar al comandante como el que llevaba uniforme en la fotografía que me había enseñado Miguel, el viejísimo amigo de la familia que después de casi toda una vida había vuelto a visitarlos. Pero ni siquiera mi detective es capaz de comprender la insinuación de Florentino, qué oculto sentido le atribuye a esa visita (y qué oculto sentido le atribuye también Miguel: “La visita de ese hombre me ha arrojado el pasado a los ojos como un puñado de arena”, me había dicho poco antes de ordenarme -porque fue como una orden- que no volviera con vaguedades, que no se me ocurriera volver sin nada concreto; “desde entonces, no he dejado de hundirme en una profunda región de arenas movedizas, en una oscura región sin estrellas”). De golpe, me ha parecido que hay algo absurdo en todo esto, una sucesión de hilos sueltos y flotantes que no pueden conducir al mismo ovillo, una maraña tan inextricable como ese enrevesado despliegue de peones, torres, reyes, reinas, caballos y alfiles en el que Florentino, sin embargo, parece desenvolverse sin problemas. Florentino, que, levantando apenas la vista del tablero, ha provocado una rápida simplificación del juego que lo ha dejado con calidad más pieza de ventaja. Florentino, que por fin ha vuelto a mirarme y ha dicho:
-Carlos se sentaba ahí.
Cesáreo, que parecía haberse quedado dormido detrás de la barra, ha llegado con los cafés del tiempo y las copas de coñac con hielo que le habíamos pedido. Florentino ha hecho ademán de pagar, pero adelantándome a la mano boba he dejado un billete sobre la mesa.
-Está bien -ha dicho Florentino-. Carlos también invitaba siempre. Florentino lo agradece.
Cuando Cesáreo vuelve a la barra, Florentino agrega:
-Cesáreo es un buen hombre. Permite que Florentino venga aquí todas las tardes aunque a veces no tome nada. Florentino lo agradece.
Después de dedicarle a Cesáreo una de sus sonrisas calcáreas, Florentino mueve la cabeza en rápidos círculos sobre el tablero, como si estuviera haciendo recuento de las piezas. Por fin, echándose hacia atrás en el asiento y oteando el conjunto del tablero, Florentino hace una jugada letal y casi definitiva. Mientras espera mi respuesta, dice:
-Eres un periodista muy raro. Florentino pensaba que tomarías notas en un cuaderno o que traerías uno de esos aparatos donde se guarda la voz.
-La verdad -respondo, inclinando resignadamente mi rey- es que no soy exactamente un periodista. Pero la verdad es también que tengo muy buena memoria. Lo que digas ahora, lo escribiré esta noche sin dejarme una coma.
-Memoria, memoria, memoria -dice Florentino-. Eso está bien, eso está bien, eso está bien… La gente no suele tener memoria, ¿sabes? De los muertos y los idos casi nadie se acuerda. Han tenido que pasar más de cuarenta años para que viniera alguien preguntando por Carlos. Si no hubiese vuelto el comandante, a lo mejor ni siquiera habrías venido tú a preguntar por Carlos.
Florentino toma unos sorbos de café. ¿Los muertos y los idos? Oriento las antenas parabólicas. Pudiera ser que ahora; con un poco de suerte, ahora.
-¿Tú crees que Carlos también ha vuelto? -pregunta Florentino; y, sin darme tiempo a hablar, agrega-: Florentino piensa que sí. Florentino cree que Carlos ha vuelto para aclarar las cosas. Carlos no hizo nada malo. Florentino está seguro de que todo fue una mentira de Miguel y los otros hermanos. Además, antes de desaparecer, Carlos se lo advirtió a Florentino: ‘Florentino’, dijo, ‘si cuentan algo malo de mí, quiero que sepas que no es verdad’. Carlos le salvó la vida a Florentino, ¿sabes? Lo sacó de la trinchera durante el bombardeo y lo cargó a hombros hasta la camioneta y lo llevó al hospital. Imagínate la alegría de Florentino cuando volvió a encontrar a Carlos en el campo de concentración -la cara de Florentino se ilumina con el recuerdo-. Desde entonces, Carlos y Florentino fueron inseparables. Estuvieron juntos también en el batallón de castigo. Y cuando el comandante reconoció a Carlos y le dijo que iba a enviarlo con sus hermanos, Carlos respondió que Florentino era su amigo; y que era del mismo pueblo donde ahora vivían sus hermanos; y que, si Florentino no volvía a casa, él no iba a ninguna parte, ¿Tú crees que Carlos podría hacer algo malo?
Aunque no era el momento más adecuado para ponerse a filosofar, he pensado que lo bueno y lo malo son conceptos relativos, dependen -para decirlo en la terminología que mejor conozco- de algo tan opuesto a la uniformidad como el punto de vista. Para el señor Edward Hyde, el malo indudablemente tiene que ser el doctor Henry Jekyll; para el condenado a los infiernos, seguro que no hay peor demonio que el dios que lo ha arrojado allí.
-No, Florentino -he contestado-; estoy seguro de que Carlos sería incapaz de hacer algo malo. Pero, ¿qué dijeron que había hecho?
-Fueron los hermanos -responde Florentino con un casi imperceptible, aunque inocultable, destello de rencor-. Llegaron con los facciosos y se fueron haciendo los amos del pueblo. Miguel, el mayor, terminó casándose con la hija de los más ricos, y desde entonces lo dominó todo desde allá arriba como un señor feudal en su fortaleza. Cuando el comandante trajo a Carlos, no tuvieron más remedio que acogerlo en la casa; y, claro, como Carlos era republicano…
-Sí, supongo que eso traería problemas. Pero, ¿qué ocurrió exactamente?
-Pues eso -dice Florentino después de apurar el café-, que empezaron los problemas. Carlos venía aquí todos los días; Carlos se sentaba ahí a jugar ajedrez con Florentino; pero, además, Carlos hablaba, y hablaba, y hablaba…
Much ado about nothing”, pienso, mientras Florentino levanta la copa de coñac. De momento, todo vaguedades. De momento, aún nada concreto.
-Has dicho que desapareció -le recuerdo-. ¿Cómo fue?
-Pues así -dice Florentino-, como desaparece la gente. De repente, un día dejó de venir; y, desde entonces, no ha vuelto… -Florentino mira la copa como consultando una bola de cristal antes de agregar-: ¿Hasta ahora?
Han empezado a llegar los primeros parroquianos de la tarde. Las mesas han ido vistiéndose de verde las unas, y volviendo a resignarse las otras a soportar los golpes de las fichas de dominó sobre el mármol. La creciente animación ha parecido retraer a Florentino, que, después de terminar el coñac, ha vuelto a ordenar las piezas sobre el tablero, dispuesto a empezar la partida de verdad; la que, todas las tardes, aunque parezca que esté solo, juega con Carlos.
Cuando me levantaba para despedirme, Florentino ha dicho:
-Recuérdalo, en primera página y con letras bien grandes. Y, sobre todo, no te olvides de decir que Carlos no hizo nada malo. Lo que dijeron de él los hermanos es mentira.
-Eso será difícil -vuelvo a orientar las parabólicas-, porque no me has contado lo que dijeron los hermanos.
-¡Ah, sí!, perdona; Florentino olvida a veces las cosas. Dijeron que se había llevado dinero de la casa, mucho dinero. Pero no es verdad. Florentino sabe que Carlos nunca haría nada malo.
Lo ha dicho con una convicción contagiosa, un convencimiento que casi se me ha pegado al cuerpo cuando he salido del café. Mientras remontaba la Rambla Grande bajo la sombra de los plátanos, he encendido un cigarrillo y me he preguntado si la historia de Florentino sería buena para Miguel, si sería eso concreto con lo que ya podría volver y poner término por fin a las desorientadas mañanas de destierro. Cuando mi detective quiere saber si una historia es buena, se presenta dócilmente ante Miguel, dócilmente le entrega alrededor de trescientas páginas, aguarda dócilmente el veredicto. “Un cuento narrado por un idiota”, acostumbra a decir Miguel, “lleno de ruido y furia, y que no tiene ningún sentido”. Subiendo los primeros escalones de la Cuesta de los Músicos, he temido que Miguel volviera a decir algo así; he pensado que Miguel vería lo mismo que yo estaba viendo; porque, si Florentino tiene razón, la historia está incompleta, el final es postizo, ocupa el lugar de otra cosa; de algo que tuvo que ocurrir detrás de una puerta que de repente abrió un niño de apenas dos años que mordía un panecillo. A mitad de la cuesta, el tabaco ha empezado a pesarme en los pulmones; he aplastado el cigarrillo en el suelo con la punta del zapato y he doblado por una calle lateral, siguiendo hacia la parte alta del pueblo por el laberinto de calles encaladas y estrechas que se tumba sobre la ladera como una serpiente dormida. Mientras encontraba sin buscarla la Plaza Alta, ha ido ganando terreno la idea de que algo muy grave tuvo que ocurrir detrás de aquella puerta para que Miguel cayera en una silla de ruedas; algo sepultado en la memoria que había exhumado de golpe una visita inesperada; algo guardado bajo siete llaves en un viejo álbum y que de repente había escapado y andaba suelto, marcando con un miedo sigiloso las caras de Miguel padre, de mamá Ana, de Lorenzo tío. El mismo miedo ronco que hizo que Juan tío se librara para siempre de sí mismo abriendo camino al aire hasta los sesos.
Me he sentado a contemplar el mar en el mirador que hay frente a la iglesia en la Plaza Alta (desde allí, por encima de los bloques de apartamentos que ocultan la franja dorada de la playa, todavía puede verse; y en los días despejados y luminosos del verano es como una continuación del cielo y una prolongación del aire, un manto azulado y verde que empieza en ninguna parte y se derrama en el horizonte), y, jugando a acertar los nombres de los pesqueros que empezaban a entrar en el puerto, he vaciado medio paquete de cigarrillos mientras llegaba el crepúsculo.
Con las primeras sombras, se ha iniciado el avance de una certeza que mi detective no sabría cómo demostrar. Llegaba la noche, cuando me he levantado diciéndome que Carlos (pero pobre Florentino entonces) tenía que estar muerto.
Todo es demostrable, sin embargo. Y eso se ha encargado de demostrármelo Francine, precisamente Francine. Un encanto Francine, por qué no volver a decirlo, aunque no fuera exactamente encantadora la mirada que me ha dedicado cuando, con un retraso de bastantes minutos sobre el horario previsto, he llegado al café y me he sentado en la mesa donde ella y la horda ya empezaban a hacer los honores a ese magnífico pescado, recién llegado de la lonja, que la mujer de Cesáreo sabe elaborar con una alquimia antigua y secreta.
-Aleluya -ha dicho Francine cuando me inclinaba a besarla-. Gran jefe Águila Solitaria desciende de las alturas.
La verdad es que no entiendo por qué Francine se lo está tomando así. Francine y yo tenemos un pacto -el cual no creo haber dejado de cumplir hasta ahora- que consiste en que las vacaciones de agosto son, sobre todo, para descansar de nosotros mismos. El pueblo, que a Francine le encantó desde el primer momento, es el lugar ideal: lo bastante grande para que en él quepamos los dos sin estorbarnos, y lo bastante pequeño para no ser todavía una prolongación de esa gran ciudad sin la que, por otra parte, no sabríamos vivir (descuéntense bastantes fines de semana en el pueblo y algunas escapadas generalmente a ciudades aún más grandes) durante once meses al año.
En agosto, el tiempo es una sustancia elástica; así que Francine y yo podemos tirar de él cada cual desde nuestro lado sin que la goma se rompa. Mis mañanas son de Miguel, quien tendrá un carácter que hay que entenderlo pero que, además de ser mi amigo, es una enciclopedia y una inagotable fábrica de ideas literarias; las de Francine, animal marino donde los haya, son del sol y de la arena y del agua. Por las tardes, después de la comida y la siesta, es lo mismo: mientras yo me dedico a toda una serie de actividades indeterminadas que van desde leer hasta, pasando por alguna película enlatada, quedarse fascinado mirando una procesión de hormigas (sé que desde fuera es difícil verlo, que a veces puede parecer simple holgazanería, pero de todas esas cosas después salen libros), Francine coge su cuaderno y sus lápices y -animal marino, ya lo he dicho- se baja hasta el puerto para llenar el cuaderno con montañas de bocetos, cordilleras de apuntes de los que después salen cuadros en los que, asombrosamente, suele haber de todo menos pescadores y pesqueros.
Es hacia la noche cuando la goma se destensa (o a lo mejor es que, de tanto tirar, llegamos a encontrarnos habiendo dado la vuelta, en ese punto de la circunferencia que es a la vez fin y principio), y Francine y yo, acudiendo a la eterna llamada del zoco, nos recuperamos mutuamente en esas calles de la zona comercial del pueblo que son casi ciudad y, entre algunas compras caprichosas, vamos reuniendo a los miembros de la horda. Con el calor que se aplaca, nos dirigimos hacia el café para empezar a apropiarnos de una noche que es joven, una noche que es de jóvenes, de nosotros, vampiros con los cuarenta rebasados pero aún tan jóvenes.
Todo ideal, civilizado, perfecto. Pero he tenido que ubicarme entre Lucía y Javier porque Francine no me había guardado un asiento junto al suyo. Aunque la horda es bastante informal y a la hora de sentarse a la mesa no es necesario ir poniendo tarjetitas delante de cada silla, con el tiempo y la costumbre los matrimonios tienden hacia lo convencional, tácitamente se imponen y se aceptan esas leyes de la gravitación universal que mandan agruparse a cada satélite con su planeta, a cada oveja con su pareja. Así que no es extraño que ese leve desquiciamiento del sistema solar que ha ocasionado Francine no haya pasado desapercibido al resto de cuerpos planetarios. Francine y yo somos los únicos, por así decirlo, artistas de la horda -los demás son arquitectos, médicos, abogados, profesores y cosas por el estilo (póngase el femenino donde proceda que aquí trabaja todo el mundo)-, y somos también la única pareja no matrimoniada, la única no bendecida ni por lo civil ni por lo criminal, por lo que esa exhibición pública de desavenencias ha sido recibida como algo más bien pintoresco y exótico (los artistas, ya se sabe), a la vez que divertido (para estar así, podrían casarse).
-Cuando no está, no está. De acuerdo. Pero es que, últimamente, cuando está es peor. Porque es como si no estuviera.
Aunque Francine ha dedicado el trabalenguas a la afición en general y, de manera más expresa, a Fernando y Paula, entre quienes estaba sentada, ocho pares de ojos malignamente sonrientes se han lanzado como dardos sobre el real destinatario. Lo cierto (pero, ¿lo ha dicho solamente por eso?) es que a Francine no le faltaba razón; la cena ya estaba bastante avanzada y mi habitual locuacidad no había aparecido por ningún lado. Como Francine, por su parte, tampoco estaba especialmente comunicativa conmigo (no me había hablado en todo lo que llevábamos de cena) y las predicciones de tormenta hacían que algunas fieras empezaran a relamerse, he decidido que había que hacer algo. Aprovechando que los de la horda son gente leída y que gustan de mis relatos, con la esperanza de que Francine captaría el mensaje, con la esperanza también de que contarlo a alguien podría ayudarme a aclarar ciertas ideas, he puesto en marcha el viejo truco del escritor atormentado por atascado y, cambiando nombres y haciéndola pasar por una novela en marcha, he contado la historia de lo de Miguel hasta donde yo mismo era capaz de contarla.
No ha fallado. Francine ha captado el mensaje. Cuando he llegado a esa parte de la historia en la que mi detective no sabe cómo demostrar que Carlos está muerto, Jorge y Paco han propuesto dos soluciones resueltamente estúpidas (que Isabel y Luisa han criticado burlonamente con atroz celeridad). Nadie más se ha atrevido a hablar, hasta que Francine, dirigiéndose claramente a mí, mirándome claramente con una mirada que (en ambos sentidos) me perdonaba la vida, una sonriente mirada que claramente comprendía que mi preocupación era real, con una profusión de erres arrastradas me ha dicho:
-Mira que eres burro. Eso se arregla rápidamente escarbando en los archivos, donde se guardan las cosas atrasadas.
Elemental, querido Watson, como nunca dijo Sherlock Holmes. Y yo tan estúpido como Jorge o Paco, y Francine mirándome ahora de una manera que contestaba esa pregunta (¿a qué mirará un insecto como a un insecto?) que me hago tantas veces cuando, con esa errónea equiparación de pensamiento con palabra, esa equivocada exclusión del ámbito del pensar a los que no lo hacen con palabras, desde mis alturas de águila literaria miro a Francine como a una mariposa (insecto lepidóptero), me admiro de sus frivolidades de veleidosa mariposa, contemplo sus cuadros como la inconsciente obra de una habilidosa, graciosa y preciosa mariposa.
Un encanto Francine. Si en algo no ha acertado del todo, ha sido en lo de la rapidez; pero eso ya hubiera sido mucho pedir en un país como éste y en pleno agosto. Lo que mi detective habría resuelto fácilmente en media tarde de invierno entre legajos, a mí, en la vida real, me ha costado varios días de inoportunas llamadas a dispersas amistades influyentes (nada como la televisión para eso), varios días de acalorados desplazamientos para tropezar con puertas cerradas, puertas entornadas, puertas por fin abiertas. Y eso que previamente había tenido la precaución de acotar en lo posible el territorio a explorar cuando, con el estómago agradecido, sondeé a Cesáreo después de haberle encargado que felicitase a su mujer por la magistral elaboración de la lubina que ya nadaba en mi estómago.
-Hombre -había dicho Cesáreo, rascándose el cogote, cuando le pregunté si recordaba la fecha aproximada de la desaparición de Carlos-, mi memoria no da para tanto; pero, si te sirve de algo, Florentino viene al café todas las tardes del año menos una: la del cuatro de noviembre.
Y me ha servido. Vaya si me ha servido. Alrededor de un cuatro de noviembre de hace algo más de cuarenta años, una anotación en el registro municipal de entierros, un certificado de defunción con una firma barroca e ilegible, un acta rescatada del olvido en los juzgados de la cabeza de partido judicial: Carlos, enterrado en una fosa común de la parte civil del cementerio; Carlos, enterrado con un orificio de bala en el parietal derecho; Carlos, enterrado con un orificio de bala que se había producido él mismo.
Por fin, algo concreto que llevar a Miguel. Por fin, la pregunta clave contestada, la llave preparada para abrir todas las puertas. Pero mi detective piensa que a Miguel le va a costar bastante traspasar la última puerta, la más difícil pregunta: ¿Por qué?



 -Ven. En seguida.
Colgando el teléfono, me he preguntado si Miguel era adivino. Precisamente la mañana en que iba a presentarle el informe de mi detective, y era Miguel quien llamaba; Miguel quien, con esa escueta orden pronunciada en un inconfundible tono autoritario, me levantaba el destierro. Pero después he pensado que el don de la profecía es más bien cosa de ciegos; así que algo tenía que haber ocurrido para que Miguel tan de sorpresa, Miguel a las ocho de la mañana, Miguel con esa urgencia.
He remontado la cuesta en dos zancadas (el sol aún no había empezado a arder, y casi hubiera perdido más tiempo sacando el coche del garaje). Miguel me esperaba al principio del sendero de entrada, agarrado a uno de los barrotes terminados en punta de lanza de la verja. Ha puesto en marcha el motor de la silla de ruedas y me ha hecho indicación de que lo siguiera hacia el interior del jardín. He alcanzado a distinguir, en lo alto de la escalinata de acceso a la casa, a la Medicina, la Justicia y la Iglesia. “Cloto, Láquesis y Átropo”, he pensado. “Cuando esas tres se juntan, es que se ha roto algún hilo.”
-¿Qué ha ocurrido? -he preguntado mientras Miguel me precedía por el sendero de la gruta del tesoro.
-Diez de agosto -ha contestado sin detenerse, mirando al frente-. San Lorenzo.
-¿Otro suicido? -he preguntado, pero casi no era una pregunta.
-Suicidio, suicidio… -deteniéndose un instante y mirándome ahora como a un insecto, Miguel ha respondido con un aire de fastidio, como si le molestara tener que explicar algo que le parecía evidente-. Tu detective no entiende nada. Ya te lo he dicho: veinticuatro de junio, san Juan, raya en la agenda. Ahora es lo mismo. -Miguel ha hecho un movimiento con la mano, como queriendo decirme que no le apetecía seguir hablando de eso; después, ha agregado-: Supongo que no pensarás ir al entierro.
-Supongo que no querrás que vaya -he replicado.
-Supones bien -ha dicho.
Hemos seguido en silencio hasta la gruta. Mientras llegábamos, he pensado en lo que había dicho Miguel. Tu detective no entiende nada. Es verdad, mi detective no entiende nada. Es como en esa clase de historias en que el cliente le oculta datos al investigador; detalles que hacen que eso que al presentar el informe debería aparecer redondo, resuelto y completo se muestre en cambio inacabado y lleno de aristas, de agudos salientes que hieren los dedos. Claro que esa clase de historias siempre se reanudan (y lo de Lorenzo tío venía a ser esa continuación; algo que de nuevo lo enredaba todo, volvía a ponerlo todo en marcha); en esa clase de historias el final nunca está donde se piensa, y el investigador es el primero que debe saberlo, el primero que debe saber que no lo sabe todo. Pero lo malo es que no parece que Miguel haya ocultado nada; al menos, nada que no sean simples suposiciones, conjeturas que mi detective también podría hacer si no le parecieran absurdas.
-Nunca encontramos el tesoro, ¿verdad?
Las palabras de Miguel han sido como un violento empujón hacia atrás. Ha detenido el motor a la entrada de la gruta, en el mismo lugar donde nos vimos por primera vez hacía ya tantos años. Asomándome a la gruta he recordado aquella remota mañana de verano en que mi padre, mientras llevaba a cabo unos trabajos de carpintería en la casa, me dejó suelto por el jardín, libre como un cachorro sin correa, feliz de poder explorar por fin aquel territorio que tantas veces había imaginado como una selva llena de misterios. Entonces también estaba asomado a la entrada de la gruta, olfateando la oscuridad del fondo con un temor reverencial, cuando una voz a mi espalda preguntó: “¿Estás buscando el tesoro?”
-No, nunca encontramos el tesoro -he respondido; y Miguel y yo hemos cruzado una mirada de inteligencia, como diciéndonos que el tesoro habíamos sido nosotros, que lo habíamos tenido en nuestros manos sin saberlo, que se nos había ido escurriendo por el tiempo como un puñado de arena.
-El tiempo, maldito pirata -ha dicho Miguel, indicándome que entrara en la gruta.
Inclinando un poco la cabeza para entrar (pero antiguamente no necesitaba hacerlo) he obedecido a Miguel y he buscado instintivamente mi sitio de siempre, una plataforma de piedra que hay a pocos pasos de la entrada. Mientras Miguel maniobraba con las manos la silla de ruedas, me he sentado en la plataforma, y me he dado cuenta de que ahora tenía que permanecer con el cuerpo algo doblado para que la cabeza no rozara la bóveda. He pensado que si bajaba de la plataforma y me sentaba en el suelo estaría más cómodo, pero Miguel ya había encajado la silla donde lo hacía siempre, en una especie de hornacina que forma la pared de roca, y me ha parecido que debía quedarme en la plataforma, en el lugar exacto desde el que todavía, a través del arco de entrada a la gruta y de un hueco circular que se forma entra las copas de los pinos, puede divisarse una franja de mar, un pedazo de horizonte.
-Ya no se está tan cómodo, ¿verdad? -ha dicho Miguel.
-No -he tenido que aceptar-. Ya no se está tan cómodo.
-Pero al menos estaremos tan tranquilos como siempre. Bien, ¿tiene algo tu detective?
-Todo -he dicho, quizá con excesiva seguridad-. Mi detective lo tiene todo.
Miguel me ha escuchado sin interrumpirme, mirándome fijamente todo el tiempo y haciendo de vez en cuando movimientos afirmativos con la cabeza, como si nada de lo que yo decía lo cogiese de nuevas, como si ya hubiera llegado por su cuenta al fondo de ese recuerdo que parece un sueño y todo lo que estaba oyendo no fuese más que la confirmación de algo ya soñado, la corroboración de algo ya sabido. Cuando he terminado, Miguel, como único comentario, con una media sonrisa ha dicho:
-Un hallazgo el personaje de Florentino. A ver si tus novelas aprenden de la vida.
Proverbial Miguel. Pero la sonrisa se ha borrado en seguida, y una sombra que ocupaba toda la cara le ha quitado el sitio. He respetado el silencio de Miguel, he permanecido callado durante todo el largo tiempo en que su mirada se ha quedado como atrapada en el mar, perdida en ese hilo de horizonte que hay al otro lado de los pinos. Por fin, como saliendo lentamente de un sopor, Miguel ha dicho:
-¿Dices que se llama Carlos? Curioso, muy curioso… Recordarás que yo nací un cuatro de noviembre, san Carlos… Siempre he pensado que deberían haberme puesto ese nombre…
Sí. He recordado que Miguel nació un cuatro de noviembre; he recordado que en la región de origen de su familia paterna (“pobres Celedonios, Torcuatos, Licinios”, ha bromeado tantas veces Miguel) es costumbre bautizar a la gente con el nombre del santo del día en que nacen; pero también he recordado que Miguel nació aquí, y que aquí la costumbre es otra.
-Sabes que aquí lo normal es que los hijos hereden el nombre de los padres -he dicho.
-Sí -ha replicado Miguel, volviendo a mirarme-. Sé perfectamente que aquí lo normal es que los hijos hereden el nombre de los padres.
Miguel ha desencajado la silla de la hornacina y hemos vuelto a salir al jardín. Durante el resto de la mañana hemos estado paseando y hablando de casi nada. Miguel es quien más lo ha hecho, mostrándome y llamando por su nombre cada insecto, cada árbol, cada flor del jardín, como si estuviera descubriéndolos por primera vez o despidiéndose de ellos para siempre. Pero he notado que debajo de ese Miguel locuaz y didáctico (“un escritor debe saber los nombres de las cosas”, me ha dicho varias veces) había otro Miguel desdoblado, desolado y rumiante; otro Miguel que, cuando ya nos despedíamos poco después del mediodía, me ha dicho:
-¿Sabes? Creo que a tu Florentino no le falta razón. De alguna manera, el tío Carlos ha vuelto… Quizá para vengarse… O para hacer justicia; lo que vendría a ser lo mismo.
Sin dejarme decir nada, sin decirme hasta mañana o hasta luego, Miguel ha cerrado la verja. Empezando a bajar la cuesta, me he girado para hacerle un último saludo con la mano. Miguel, aferrado a los barrotes terminados en punta de lanza, me lo ha devuelto. Y, con la última media sonrisa que le quedaba, me ha dicho:
-Presto son en olvido.
Me ha parecido que era la segunda parte de un refrán. Mientras bajaba la cuesta, he buceado inútilmente en mi memoria. Presto son en olvido. Inútilmente. No he conseguido recordar la primera parte. No he logrado completar el refrán.



La manera que tiene/sobre todo en verano/de ser un paraíso. Quien escribió eso sobre la vida debería estar muerto. Más de una semana desde lo de Lorenzo tío, y lo que al principio fue como un destierro temporal empieza a parecerse a un exilio definitivo.
He dejado pasar unos días desde el entierro, esperando que Miguel me llamaría cuando las aguas de la casa volvieran a remansarse, a mostrar en superficie el reflejo de esa tristeza distante que conozco desde siempre pero que sólo desde hace muy poco he podido empezar a explicarme. Pero ha pasado un día y otro día y otro día más y otro, y Miguel que no daba señales de vida, Miguel que seguiría hundido en quién sabe que profundo pozo sin estrellas mientras el compañero Pablo veía que las mañanas se escurrían como arena entre los dedos. Así que, el compañero Pablo ha decidido que había que hacer algo y ha cogido el teléfono.
-No está, Pablo… Miguel no está -la voz de Calixta ha temblado, como si lo que evidentemente era una mentira le quemase en la lengua.
-¿Cómo que no está, Calixta? Por favor, que soy Pablo.
He tratado de no alzar la voz, de no ponérselo difícil a la pobre Calixta; pero estoy seguro de que, en esos segundos de tensa vacilación que ha tardado en contestarme, ha estado a punto de ponerse a llorar.
-Es lo que tengo orden de decir, Pablo -ha respondido por fin-. A todo el mundo.
-Orden ¿de quién? ¿De Miguel?
-Sí, Pablo. De Miguel. A todo el mundo… -he notado como si Calixta dudara antes de agregar-: Sobre todo a ti.
Ahora sí que ha sido claramente un sollozo. Aunque aparentemente no quedaba nada que decir, Calixta permanecía al otro lado, sin colgar. La he acompañado en su silencio hasta que por fin, con la voz quebrándose, ha dicho:
-No sé lo que va a pasar, Pablo, no sé lo que va a pasar. Pero tú no puedes hacer nada. Haz caso a Miguel. Aléjate y empieza a olvidarlo todo.
¿No sé lo que va a pasar? ¿Aléjate? ¿Empieza a olvidarlo todo? Las palabras de Calixta me han perseguido durante varios días, interminables y sofocantes días de mañanas desorientadas en las que me he sentido como uno de esos insectos solitarios que parecen caminar sin rumbo definido. Pero hasta un insecto tiene su destino, aunque no lo sepa; hasta un sonámbulo va hacia alguna parte; hasta el agua busca y sigue unos cauces para alcanzar el equilibrio. Así, como un escarabajo, como un caminante dormido, como un río, he recorrido durante esas desorientadas mañanas los escenarios de mi infancia, el ámbito de mis recuerdos.
Siempre he vivido en la parte alta del pueblo, y quizá por mi temprana amistad con Miguel, que me mantenía como atado a ese territorio, podría decirse que le he dado bastante la espalda al Mediterráneo. Como mucho, me ha gustado contemplarlo desde arriba y desde lejos, desde lugares como la gruta del tesoro, el mirador de la Plaza Alta o cualquiera de los senderos que, entre naranjales y huertos de frutales, suben hacia la montaña. Ese ha sido mi paisaje de siempre; el mismo que ahora, recordando unas palabras de Miguel, he recorrido llamándolo por todos sus nombres, como si lo descubriera por primera vez o me estuviera despidiendo de él para siempre.
Desde lo alto de una peña he visto el mar; y, contemplándolo, he pensado en este agosto que es como un eslabón roto, este agosto extraño y diferente que de golpe ha interrumpido la cadena de veranos que me unía a la infancia. Arrastrado por la misma fuerza invencible que impulsa al agua, he empezado a bajar. Y al final del trayecto he encontrado la playa. He encontrado el mar. He encontrado a Francine.
-Aleluya -ha dicho-. Esto es para empezar a creer en los milagros.
Me había ido acercando con la cautela de un niño temeroso de estar entrando en algún territorio prohibido, preguntándome cómo recibiría Francine eso que yo interpretaba como un incumplimiento de nuestro pacto. Pero, cuando entre las erres arrastradas he visto saltar un chispazo de alegría; cuando, quitándome la camisa y las zapatillas y quedándome al sol en pantalón corto, he visto a Francine como una mariposa solitaria entre la horda emparejada, he comprendido de pronto que Francine no había estado cumpliendo voluntariamente un pacto sino soportando -por amor, por cariño- una imposición. Y he entendido que ahora celebraba, más que un regreso, la llegada de alguien que, en realidad, nunca jamás había alcanzado a estar realmente del todo en el lugar al que parecía volver.
-Mañana te traes un bañador; y una toalla.
-¿Y si no tengo?
-Pues te los compras.
No sé cuánto durará (igual es ella la que ahora, o primero, se cansa); pero, desde que tengo bañador y toalla, no sólo mis mañanas sino además mis tardes son también de Francine. Mientras ella emborrona sus cuadernos en el puerto, yo me siento a hablar con los pescadores, a sacarles toda la vida que tienen guardada, para que aprendan mis novelas. Eso me ha hecho apreciar más todavía la obra de Miguel. Aunque envidiable y admirable, siempre me había parecido un tanto artificiosa, como desgajada de la vida; pero ahora veo que en cualquiera de esas páginas tan llenas de filosofías y de sueños hay mucha más verdad que en cualquiera de mis novelas, hechas de retales de periódico y procesiones de hormigas. Desde su prisión de ruedas, Miguel ha conseguido al menos que el paciente laberinto de líneas que ha ido levantando durante años acabe trazando la imagen de su cara; algo que yo, con mis dos piernas que circulan libremente, dudo que pueda lograr alguna vez. No he dejado de pensar en Miguel, desde luego (y sé que Francine lo sabe; y que a veces desconfía); aunque lo conozco demasiado y sé que es inútil insistir, no podría evitar sentirme como un traidor si no intentara evitar que se hunda solo en sus arenas movedizas. He vuelto a telefonear varias veces (y sé que Francine lo sabe; y que a veces desconfía); pero Miguel que seguía sin estar, y la voz sollozante de Calixta (“por favor, Pablo, no insistas”) como una barrera infranqueable.
No sé lo que va a ocurrir (aunque mi detective cree saber cuándo). Pero aún quiero creer que, cuando todo haya pasado ya del todo, Miguel volverá a llamarme. Quiero creer que lo hará, aunque ya nada vuelva a ser como antes. Pero me inquieta un temor, me lacera un mal presentimiento: no sé si habrá más Miguel; no sé si me va a quedar algo más que su recuerdo.



 Para siempre cerraste alguna puerta/Y hay un espejo que te aguarda en vano. Quien escribió eso también debería estar muerto. Hemos vuelto a la ciudad entre una de esas tormentas que anuncian los últimos coletazos del verano. Con esa nostalgia que traen los primeros atardeceres frescos, nos hemos ido metiendo en septiembre como en unos zapatos que aprietan, los pies todavía hinchados por los calores de agosto pero ya el fastidio de los primeros atascos de tráfico, de los primeros agobios editoriales, de la vida ordinaria y todo eso.
Septiembre se ha esfumado, barrido por las primeras ventoleras del otoño, sin noticias de Miguel. Octubre ya está aquí; ha empezado a caerse del calendario como las hojas amarillentas de un árbol. Sin noticias de Miguel.
-Carta del pueblo -ha dicho Francine, entresacando un sobre de una baraja de folletos y facturas que acababa de subir del buzón.
Es de mamá Ana. Después de un breve preámbulo (por lo que sigo leyendo, no están las cosas para saludos efusivos), me cuenta que el veintinueve de septiembre, san Miguel, se han oído dos disparos en la casa, ha habido dos muertes en la casa. Con una letra trémula (y me ha parecido que aterrorizada), me cuenta cómo ha encontrado a Miguel padre tendido en el suelo, sobre un charco de sangre, en el estudio de Carlos (pero mamá Ana debe de haber querido decir Miguel), con una pistola en la mano y un agujero en la sien; me cuenta también cómo ha encontrado a Carlos (otra vez; pero seguro que son los nervios, seguro que quiere decir Miguel) muriéndose de pie, despidiéndose de pie de una vida que se le escapaba por un balazo en el pecho; me cuenta, finalmente, cómo Carlos (pero ahora sí; ahora no hay duda de que ha querido decir Carlos) se despedía de ella llamándola con ese diminutivo cariñoso que hacía más de cuarenta años que no había oído, ese secreto apelativo que ahora Carlos repetía y repetía cada vez más débilmente mientras aún aguantaba de pie, con las piernas bien abiertas, muy abiertas, para morir de pie.
He recordado entonces la primera parte del refrán: Los muertos y los idos. Ahora que ya es tarde: Los muertos y los idos, presto son en olvido. Con la carta todavía en la mano, he corrido hacia mi mesa de trabajo y he escrito las últimas líneas de esto que parece un cuento, pero no lo es; de esto que parece algo inventado, pero no lo es.
Poco después, ha empezado a llover. Uno de esos aguaceros de octubre que se llevan para siempre las últimas esperanzas del verano que se ha ido. He dejado caer el agua mirándola a través de los cristales empañados de la ventana. He dejado que Francine entrara y se acercase a mi mesa y leyera estas páginas.
Seguro que ya lloraba antes de venir hasta la ventana para abrazarme y mirar la lluvia conmigo. Seguro. Porque aquí ha caído una lágrima. Y otra más aquí. Y aquí, un poco más abajo, otra.
Un encanto Francine. Ya lo he dicho. Pero no me cansaré de repetirlo.


Otoño de 1992


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