Esta columna la escribe un tahúr del Misisipi. Esta columna es un as
sacado de la manga (“Te la has sacado de
la manga”, me acusará muy pronto, y con razón, el indignado lector). Esta
columna, en fin, es una de esas columnas que se perpetran cuando no se sabe qué
diablos o demonios escribir.
Hay ocasiones en que las ideas caen como llovidas o incluso granizadas
del cielo. Y hay ocasiones, ¡ay!, en que la sequía nos deja secos (dedico este
indignante retruécano al indignado lector).
El escritor profesional, el que publica, el que tiene asegurado un
rinconcito periódico en los diarios o un rinconcito diario en los periódicos (y
quien dice diarios y periódicos dice también revistas) siempre puede —o incluso
debe— recurrir a los temas de actualidad. Pero el pobre aficionado, el que no
publica, el que sólo dispone de un inseguro rinconcito clandestino visitado por
poco más que cuatro amigos (no diré gatos, por respeto) y que a pesar de todo no
renuncia a la aspiración de ser leído ni renuncia sobre todo al anhelo de
posteridad, ¿cómo va a escribir sobre algo tan efímero como la actualidad, algo
tan pasajero que desde que el papel desapareció en combate ya ni siquiera
sirve, y eso hemos ganado en higiene, para envolver el pescado?
Una buena amiga y sin embargo excelente escritora (o al revés, que para
el caso es lo mismo) me propone, habiendo conocido mi apuro, dedicar esta
columna a no sé qué debate de investidura habido en estos —que pronto serán
remotos— últimos días. ¿Para qué, me pregunto, si no tardará en confundirse en
el tiempo y tal vez en el infierno con tantos otros debates tan estériles y
surrealistas (el segundo adjetivo es de mi amiga) como ése?
Pienso en unas palabras de Borges, en la dedicatoria que en El hacedor hace (discúlpeme el indignado
lector, pero ahora el retruécano ha sido sin querer) a Leopoldo Lugones: “...y usted, Lugones, se mató a principios
del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible.
Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán
nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos...”
Mentiría si negara que, no como lluvia ni mucho menos como granizo sino
como esas cuatro gotas mezcladas con barro que sólo sirven para ensuciar los
coches recién salidos del lavadero, un par de ideas para esta columna no haya
llegado a rondar por mi cabeza. Pero una de ellas, una reivindicación del punto
y coma, me parecía demasiado frívola. Y la otra, una reflexión sobre la culpa
que en su propia desaparición tiene la clase media europea, demasiado seria
(además de merecedora de un más que amplio estudio, que excede de mis más que
modestas posibilidades).
Veo llegar, esta vez como una ayuda, esta vez con alivio, al editor y sus
tijeras. Al final, no sé si habré logrado indignar al lector. Y es que merecido
castigo es para el escritor el quedar siempre muy por debajo de su nunca
cumplida aspiración, muy lejos de su perpetuamente inalcanzable anhelo.
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