Breviario (I)

Conjunto de cien textos breves principalmente narrativos, aunque también los hay (sirva el prefijo para rebajar las pretensiones) de carácter pseudorreflexivo o pseudoensayístico. La mayor parte están escritos entre 2010 y 2011, aunque alrededor de una veintena se remontan a 2001, y unos pocos proceden incluso de los primeros años 90 del pasado siglo. He mantenido el índice, para mejor orientación del lector, sustituyendo, eso sí, la paginación del formato original en documento Word, que aquí no es posible conservar, por el número ordinal de los textos.
(R.G.P.I. Valencia 09/2012/1458)





ANDRÉS AMAT


  
BREVIARIO







ÍNDICE

    1  DIOS
    2  PRINCIPIO PARA UNA NOVELA
    3  SUEÑOS PARALELOS
    4  CASA CON DOS PUERTAS
    5  LOS DE ARRIBA
    6  IDENTIDADES (I)
    7  IDENTIDADES (II)
    8  PROMETEO
    9  EN DIRECTO
  10  NUEVA ECONOMÍA
  11  DESPERTARES
  12  SOLIDARIDAD
  13  TROMPE-L’OEIL
  14  FAST LOVE
  15  ENCUENTROS
  16  PALIATIVOS
  17  OJO INSCRITO EN UN TRIÁNGULO
  18  BIG BROTHER
  19  INTELIGENCIA ARTIFICIAL
  20  ASCENSORES
  21  PASAJERO DEL TIEMPO
  22  DINERO
  23  DON LUIS
  24  DAÑOS COLATERALES
  25  LA VIDA PERDURABLE
  26  HOMBRECILLO DIMINUTO
  27  NATURALEZA MUERTA CON OBSERVADOR
  28  LLAMADA PERDIDA
  29  POR LA G. DE DIOS
  30  (DES)MEMORIA
  31  EL GRITO
  32  SOLUCIÓN FINAL
  33  TODOS LOS MIEDOS EL MIEDO
  34  INFIERNO
  35  MOVILIDAD GEOGRÁFICA
  36  MOVILIDAD FUNCIONAL
  37  I KNOW SOMETHING ABOUT LOVE
  38  MORNING MORNING
  39  PRISIONERO
  40  PRISIONERA
  41  A LA DE TRES
  42  PROTEO O LA BOLA DE NIEVE
  43  POÉTICA
  44  NUNCA SE SABRÁ
  45  EL ORDEN DE LOS FACTORES
  46  EL ARTE DE LA FUGA (I)
  47  EL ARTE DE LA FUGA (II)
  48  FAETÓN
  49  RECUERDA EL ALMA DORMIDA
  50  UN AUTRE SUIS JE EST UN AUTRE
  






“Que rien ici-bas n’est certain,
(Confession)

…Enfer ou Ciel, qu’importe?
(Le voyage, VIII)

Charles Baudelaire, Les fleurs du mal
  


Estiman algunos los libros por la corpulencia, como si se
escribiesen para ejercitar antes los brazos que los ingenios.

Baltasar Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia (27)





DIOS

En alguna parte (*) ha dejado escrito Borges, en alusión a la literatura fantástica, que la gradual invención de Dios es la obra incomparable de los insospechados y mayores (aquí enumera una escogida lista de filósofos y teólogos) maestros del género. A esa escogida lista habría que añadir ahora el nombre de un tal Tipler; un, al parecer, prestigioso físico americano (de los EE.UU., se entiende) que a lo largo de más de quinientas páginas abundantes en fórmulas y ecuaciones (**) se propone demostrarnos, nada más y nada menos, que Dios existe. Para no ser del todo injustos, hay que decir que lo que el tal Tipler propone exactamente es que Dios existirá en el futuro, en un remotísimo porvenir en el que dejará de haber precisamente futuro cuando el universo, contraído en un colapso cósmico, se concentre en un solo punto al que el tal Tipler denomina Omega. Allí acudiremos todos, desde la pulga hasta el dinosaurio, convertidos en fotones cargados de información. Y a ese batiburrillo de fotones, debidamente procesado, es a lo que el tal Tipler propone llamar Dios. Un Dios cibernético e informático, así pues, en cuyo disco duro perviviremos eternamente en forma de subprogramas. Hay que admitir que el tal Tipler no tiene un pelo de tonto, y como no parece muy de recibo proponer que Dios existirá pero que aún no existe y, por consiguiente, es de suponer que hasta ahora no haya existido, solventa el problema de la creación con el recurso -un tanto abstruso y no menos abundante en fórmulas y ecuaciones- a una especie de bucle temporal que permitiría a ese Dios postrimero darse remoto origen a sí mismo en el Big Bang del principio. Estas cuestiones, como también dejó escrito Borges, son tan indemostrables como irrefutables, pero no por ello menos atractivas. Y atractiva parece la hipótesis de un Dios inicial. Un Dios -mero batiburrillo de fotones concentrados en un punto sin nada que contarse- soberanamente aburrido de ser uno y lo mismo durante una eternidad interminable. Un Dios que para matar ese aburrimiento y tener algún día algo que contarse decidiría suicidarse (aunque fuera temporalmente) en el Big Bang y disolverse en un variado y múltiple universo. Pero según las últimas noticias, difundidas con no menor aparato de fórmulas y ecuaciones por físicos de tanto prestigio como el tal Tipler, parece ser que a Dios ese universo le ha salido plano y no dejará nunca de expandirse. Con lo que no habrá punto Omega, ni reunión de pulgas y dinosaurios, y el suicidio del pobre Dios habrá sido definitivo y para siempre. Aunque así, por lo menos, nunca llegará a enterarse de la que ha organizado sólo para no aburrirse.



(*) J. L. Borges. Nota sobre After death, de Leslie D. Weatherhead, en el texto NOTAS, recogido en el volumen DISCUSIÓN. (OBRAS COMPLETAS. Bruguera, 1980.)

(**) Frank J. Tipler. LA FÍSICA DE LA INMORTALIDAD. (Traducción castellana en Alianza Universidad, 1996.)





PRINCIPIO PARA UNA NOVELA


Porque a muchos engañaron los sueños,
por confiar en ellos fracasaron.

Eclo 34,7


La última noche de su vida, Segismundo Amis decidió celebrar su despedida de casado emborrachándose. Estaba pasando un mal día -a la mañana siguiente se consumaría su divorcio- y hacia el principio de la tarde, durante una siesta turbulenta, le había parecido soñar que un retumbo de tambores y un estruendo de trompetas anunciaban el fin del mundo. “¡Ya están aquí!”, exclamó en el sueño. “Ahora me llamarán por los altavoces.” Imaginó que acabaría cargado de cadenas, arrastrado hacia la perdición eterna por un largo túnel entre dos diablos con porras eléctricas, cascos con antena y perros de presa; y ya se disponía a confesar una por una sus incontables faltas, y a reconocer todos y cada uno de sus múltiples errores, cuando un heraldo montado en vespa entró por la ventana y le acercó un teléfono a la oreja. “Sólo estás soñando”, oyó. Desconcertado por la revelación de que soñaba al cuadrado, buscó el regreso a la vigilia con un repeluzno de vértigo, y aunque por un instante fugaz creyó encontrarse a flote, pronto comprendió que el horror a la tarde de domingo lo sumiría en la más profunda miseria (o, lo que peor sería, en la nada). “Prefiero soñar al cubo”, admitió con un aire de derrota. “O a la enésima potencia de pi”, añadió, zambulléndose en el sillón. Y de inmediato, como si el sueño cumpliera una orden, apareció en la pantalla de un cine una bandada de palomas mensajeras que transportaba la Biblia página por página hacia el país de los antípodas, y apareció después una crisálida transformándose en mariposa, y más tarde una boca que escupió un huevo alado. “Tengo que sacar entradas”, pensó. Pero cuando se aprestaba a pasar por taquilla, se encontró extraviado en un laberinto de espejos. Una sombra -con antifaz, capa y sombrero- se bifurcaba multiplicándose hasta el infinito. Mientras Segismundo, espantado, deletreaba hacia atrás el enigma de Edipo, la sombra multiplicada -un millón de dedos índice en alto en ademán profético- le dijo: “Segismundo, Segismundo… Nunca serás nadie.” “Segismundo, Segismundo… Nunca harás nada.”





SUEÑOS PARALELOS

El hombre del maletín encontró los ojos por accidente, cuando apretujado en el ascensor estiraba el cuello para ajustarse el nudo de la corbata. Detrás de dos secretarias, una joven más alta, a la que veía por primera vez, echaba hacia atrás un fleco de pelo ondulado que le caía sobre la frente. Hubo un fogonazo de reconocimiento, como en una cita entre desconocidos que acudieran con la misma flor.
Salieron del ascensor en la misma planta, ficharon en el mismo reloj, se alejaron por corredores distintos. El hombre del maletín trató de apagar el fogonazo con cuatro frases: él tenía su vida; ella tendría la suya; ella tendría unos veinte años; él tenía el doble. Pero, a modo de rescoldo, le quedó la duda de si eran verdes esos ojos o si esos ojos eran grises.
Esa misma noche empezó a soñar con el puente. Noche tras noche encontraba un mismo puente que no podía cruzar, como si el puente fuera la tortuga y él fuese Aquiles. Algo se interponía antes de que alcanzara el otro lado, algo caliginoso que lo despertaba bruscamente y lo mantenía despierto preguntándose si grises o verdes.
Mientras tanto, continuaron encontrándose en el ascensor rodeados de secretarias. Los dos como un reloj. Los dos, nudo ajustado y fleco en su sitio. El hombre del maletín tratando de sofocar lo que ya iba siendo incendio, queriendo no esperar algo inesperado que no sabía dónde esperar.
Una noche soñó por fin que cruzaba el puente. Eso lo despertó más bruscamente que de costumbre y lo mantuvo despierto tratando de salvar un bosque arrasado por las llamas, buscando refugio en cuatro frases, creyendo haberlo encontrado al decirse que los sueños no tienen por qué cumplirse si no se los quiere cumplir.
Se levantó mucho antes de que sonara el despertador (oyó un somnoliento reproche de su mujer por haberla despertado con aquellos ruidos). Había decidido finalmente huir del sueño, del puente, del incendio. Y para ello nada mejor que llegar a la oficina con  más de media hora de adelanto.
Pero había alguien más frente al ascensor vacío. Alguien que también habría decidido huir, que estaría viendo también el ascensor como un puente, que estaría pensando también en lo que por fin habría que decirse.
Porque algo habría que decirse. Si eran verdes o grises, por ejemplo. Grises o verdes.





CASA CON DOS PUERTAS


Pues todos tus caminos están preparados

Jdt 9,6


El hombre de la manguera es como un calco de sí mismo, esa clase de gente que parece vivir en un espejo, que al levantarse por la mañana saca siempre del armario la misma ropa, el mismo horario, los mismos gestos. Le parece bien así, no le ha ido mal en la vida, quien no hace nada diferente nunca se equivoca, etcétera. Todas las tardes de julio, por ejemplo, empieza a regar el césped del adosado a las siete y media. Primero el jardín trasero, ya totalmente en sombra porque da al sudeste y a esa hora el sol, bajando hacia el noroeste, ya ha empezado a quedar oculto por el otro lado de la casa. Sentado en un peldaño de la escalera de la terraza, pasa treinta minutos esparciendo meticulosamente sobre cada brizna de hierba el chorro pulverizado, treinta minutos envuelto en el ruido húmedo de la manguera escupiendo agua. Treinta minutos. Ni uno más ni uno menos. Justo lo necesario para que las raíces absorban, lo suficiente para que la banda de luz que todavía se dibuja en el jardín delantero vaya adelgazando. A las ocho en punto, después de echar el pestillo que asegura por dentro la cristalera de la terraza (es julio, ya se ha dicho; esposa y niños esperándole en agosto en el apartamento de la playa), atravesará la casa. En el jardín delantero la banda de luz ya será un hilo. En unos segundos, la sombra de los cipreses del seto divisorio lo habrá convertido en nada. Media hora más, y listo hasta mañana.

*  *  *

El merodeador mira el reloj obtenido hace unos días a punta de navaja, ese blanco disco de cifras romanas al que aún no ha logrado acostumbrarse y que a lo mejor por eso considera todavía como provisional, un poco como prestado, no del todo como suyo. Son casi las ocho. Oculto entre las adelfas, aguarda su ocasión. Sabe que el hombre de la manguera está solo en la casa. Lleva varios días observándolo, oyendo el ruido húmedo de la manguera con la creciente e incómoda sensación de que algo le obliga a acudir a esa cita cotidiana. Para él, tan libre de plazos y horarios, esa reiterada vigilancia y esa repetida espera son como verse metido en un espejo. Pero ya es toda una apuesta: alguna vez, el hombre de la manguera tendrá un descuido; alguna vez, olvidará echar el pestillo; alguna vez, dejará abierta la cristalera de la terraza.

*  *  *

A las ocho en punto, el hombre de la manguera atraviesa la casa. Con la cara súbitamente ensanchada por una sonrisa, el merodeador ahoga un grito de triunfo. De un salto salva la portezuela del jardín trasero, en dos zancadas sube la escalera de la terraza, con la sangre galopando en las venas se asoma por la cristalera. Al fondo, la puerta delantera abierta, el ruido húmedo como un reloj. Por delante, media hora inmensa. De repente (pero no es posible; al fondo todavía, por delante etcétera), ya en el centro del salón, el hombre de la manguera con la cara arteramente ensanchada, empuñando algo que no es una manguera, que apunta al merodeador, que hace un ruido seco cuando escupe fuego y lo deja sin tiempo.





LOS DE ARRIBA


… y tus decisiones previstas de antemano

Jdt 9,6


Absurdo que lo enviaran a Roma para matar a un desconocido, pensó Marini contemplando las menguantes torres de Manhattan desde la ventanilla del avión. O quizá no tanto, se corrigió, atraído súbitamente por las incendiarias piernas de una azafata; quizá ponerlo a prueba lejos de su territorio de caza habitual en lugar de haberlo enviado al fondo del East River con una corbata de cemento fuera la forma que tenían los de arriba de hacerle expiar el error de la última vez. Un profesional como él debería haberlo previsto todo, incluso que un maldito camión de mudanzas hubiese pinchado una rueda quedando varado inesperadamente en plena línea de tiro. Pero no hay mal que por bien no venga, se dijo. Si esta vez, como les gustaba a los de arriba, no había problemas y la cosa salía bien, podría retirarse y quedarse en Italia para siempre.

*  *  *

Absurdo que al cabo de tantos años le ordenaran por primera vez matar a alguien, pensó Marino dejando atrás el caótico tráfico romano. O quizá no tanto, se corrigió, enfilando por fin la autopista del aeropuerto y comprobando con alivio en el reloj que llegaría a tiempo de recibir al desconocido pasajero de Nueva York. Quizá fuera la oportunidad -y mejor ésa, se dijo, que ninguna- que le daban los de arriba para expiar el fallo de supervisión en el desfalco del casino. Muy generosos los de arriba. Incluso le habían prometido que si no había problemas y la cosa salía bien podría retirarse.

*  *  *

Poniéndose cada uno en la solapa una aguja en forma de media flor mientras acudían al encuentro de un supuesto desconocido, Marino y Marini se preguntaron cómo sería el hombre que llevaba la otra media. La falta de efusión en los saludos, tan extraña en dos viejos y grandísimos amigos que se reencontraban después de cuarenta años, les hizo sospechar.
Caminaron en silencio hacia el coche pensando que en ese momento ambos estarían compartiendo el recuerdo de Marina, la novia que tuvieron que jugarse a cara o cruz para salvaguardar una amistad eterna porque en aquellos tiempos (¿sólo en aquellos tiempos?) habría sido inconcebible que en Sicilia (¿sólo en Sicilia?) una mujer y dos hombres... Total, para que el pobre Marino se quedara de golpe sin Marina y sin Marini; sin la pobre Marina, muerta poco antes de la boda; sin el pobre Marini, ya en un barco camino de América.
No llegaron a saber si habrían sido capaces de disparar ni quién lo habría hecho primero. La bomba que los sacaba del tiempo se lo impidió. La que habían puesto en el coche los de arriba, para asegurarse de que no habría problemas y la cosa saldría bien.





IDENTIDADES (I)

El otro día, mientras conducía de noche hacia casa bajo una fuerte tormenta, sufrí una inesperada perturbación en mi particular continuo espacio-temporal. Un cegador relámpago acompañado -no hubo intervalo, luego la tormenta debía de estar justo encima- de un trueno ensordecedor me dejaron, como no podía ser menos, sordo y ciego por un instante. Cuando recuperaba ambos sentidos tuve la sensación momentánea de que la realidad se diluía y volvía inmediatamente a recomponerse. Lo atribuí a una alucinación o a un efecto óptico producido por la lluvia al caer sobre el parabrisas, pero necesidades más perentorias me obligaron de pronto a dejarme de especulaciones. Un automóvil idéntico al mío (tardaría un tanto en advertir que llevaba la misma matrícula) apareció delante con las luces de freno encendidas, tan pegada su popa a mi proa que tuve que dar, a mi vez, un brusco frenazo. Sentí una inmediata hostilidad, acrecentada cuando vi que el de delante seguía sin despegarse y bien pronto metamorfoseada en verdadero impulso homicida en cuanto llegué a la conclusión de que -aunque parezca un contrasentido y un disparate- el de delante estaba persiguiéndome.
Así, acelerando o frenando a la vez, doblando en los mismos cruces y deteniéndonos en los mismos semáforos, conduciendo, en fin, al unísono, llegamos a casa. Desde entonces no ha dejado de crecer la hostilidad hacia ése (muy pronto pude calcular que nos separa exactamente un segundo) que no cesa de perseguirme por delante, porque desde entonces pienso que no soy libre de hacer lo que me plazca sino que estoy predestinado a hacer, un segundo después, lo que él ya está haciendo. Y si para consolarme (o quizá sea para apaciguar esa ya casi irreprimible hostilidad) me digo que el de delante, en tanto que futuro, es todavía y seguirá siendo siempre irreal, entonces, por pura lógica, se me ocurre que, en tanto que pasado del de delante, a lo mejor el irreal soy yo. Y si para consolarme al cuadrado (o quizá para no enloquecer enredado con tanto absurdo lógico) me digo que sólo yo soy yo, verdadero y puro y real (aunque, ¡ay!, efímero y fugaz) presente, entonces es peor.
Entonces, por pura y maldita lógica, no tengo más remedio que admitir que también hay otro detrás de mí. Otro que también blandirá un cuchillo de cocina cuando, metamorfoseada ya la irreprimible hostilidad en liberador impulso homicida, me decida de una vez por todas a desembarazarme para siempre del que me persigue por delante.





IDENTIDADES (II)

Esta mañana, mientras me afeitaba, he estado a punto de hacer trizas el espejo en un arrebato de furia. Todo ha empezado por un simple -y tonto, por lo tanto- corte en la mejilla. Nadie en su sano juicio, y yo creo estarlo, se corta adrede; y yo, desde luego, tampoco. Pero el corte ya estaba ahí; y la irritación consiguiente, también. Y como nadie en su sano juicio se irrita consigo mismo si puede -y nunca deja de intentarse- descargar la irritación en alguien o algo, he mirado a un lado y otro buscando una cabeza de turco o -lo que parece más políticamente correcto- un chivo expiatorio.
Pero no había nada ni nadie a mano en ese momento. Entonces (tenía que descargar la irritación como fuera) se me ha ocurrido que, además de no haber querido cortarme, no había querido -y de repente me he sorprendido pensando en mayúsculas, entre comillas y subrayado- mover la mano que sostenía la maquinilla culpable del corte. Maquinilla. Culpable. Un chivo o un turco al fin, me he dicho, mirándola con odio. Pero no era cuestión de hacerle pagar el pato teniendo como tenía media cara todavía enjabonada. Y además, las mayúsculas, las comillas y el subrayado -ahora eran como un letrero fluorescente- no iluminaban la maquinilla sino que insistían en señalar la mano que (cada vez estaba más seguro de ello) no había querido mover.
Se me ha ocurrido entonces hacer una prueba. He decidido no guiñar un ojo, no sacar la lengua, no seguir afeitándome y volver a la cama aunque fuera con media cara todavía enjabonada. Pero, con horror, he visto en el espejo que hacía todo eso que había decidido no hacer. Y con horror, ya afeitado por completo, he comprendido que era el del espejo quien mandaba, el del espejo quien imponía su voluntad.
Al horror -como una forma quizá de librarse de él- ha seguido la furia. Y ha sido entonces cuando he cerrado los ojos para protegerlos de las esquirlas de cristal azogado y, a falta de mejor objeto contundente, he levantado el puño envuelto en una toalla contra el espejo, pensando que así podría librarme de tanto mandato y de tanta voluntad impuesta.
Estaba a punto de descargar el puño cuando de pronto he sabido que cualquier intento de rebelión sería inútil, de golpe he comprendido lo más fácil: que soy yo -y no el que manda e impone su voluntad- quien está dentro del espejo. Soy yo quien está ahora en una sórdida y siniestra -aunque sea moderna y luminosa- oficina especular en la que no quisiera estar, haciendo un trabajo que preferiría no hacer. Soy yo quien cada mañana -porque hay que seguir existiendo, aunque sea así- continuará acudiendo, como una condena, a su cita diaria en el espejo con ese pobre iluso que cree que manda y que impone su voluntad.





PROMETEO

Estoy convencido (pondría la mano en el fuego por ello) de que Prometeo debió de ser un niño. Un niño-mono o casi todavía mono, probablemente, pero en cualquier caso un cachorro de prehomínido bastante curioso y juguetón.
En aquella época remota, la reacción de los miembros de la horda primitiva en las ocasiones de horrísona tormenta y consiguiente y pavoroso incendio forestal es seguro que no diferiría mucho de la de cualquier otro componente de la fauna: salir por piernas o por patas -o, en el caso de las aves, por alas- hasta que el incendio escampara (si se me permite el tropo) se había demostrado desde tiempo inmemorial como el más adecuado de los comportamientos; y si bien es cierto que la rutina es un freno para la innovación y el progreso, no lo es menos que la experiencia es la madre de la ciencia y que, en cualquier caso, como es bien sabido, primero es necesario vivir para poder más adelante filosofar.
Pero es de suponer que aquel memorable día, por las razones que fuesen, Prometeo no siguió, o no siguió del todo, la desbandada general. O posiblemente la siguiera pero, por motivos que nunca conoceremos, regresara más pronto a contemplar fascinado (permítaseme de nuevo el tropo:) los restos del naufragio. No habría que descartar que hubiese vuelto en compañía de otros infantes: niños-león, niños-ñu, niños-antílope, niños-hiena, niños, en fin, tan juguetones y curiosos como él. Pero Prometeo era el único de ellos que tenía algo diferente a garras o pezuñas; algo que le permitiría hacer mucho más que conformarse con olisquear la chamusquina.
Cuando, impelido por esa inconsciente inocencia de la infancia, el niño-mono (o casi todavía mono) enarboló juguetonamente la ramita en uno de cuyos extremos palpitaba todavía una débil llama, el mundo cambió para siempre. El resto de la fauna retrocedió despavorido con un nuevo tipo de susto en el cuerpo. Y la horda primitiva se escindió inmediatamente en dos bandos. Las hembras, admiradas ante aquella feliz alianza de la curiosidad y el azar que en adelante no dejaría de proporcionar a la especie incontables descubrimientos e innumerables inventos, erigieron un altar y pusieron en él a Prometeo, barruntando instintivamente y con femenina intuición las futuras aplicaciones culinarias y hogareñas que ofrecía el inopinadamente adquirido dominio de la ramita chamuscada. Los varones, entreviendo otra clase de futuras aplicaciones, quizá empezando ya a maquinarlas, adoraron a regañadientes al recién instaurado diosecillo, no sin desear con profunda envidia que un águila o un buitre vinieran a arrebatarlo del altar donde lo habían instalado las hembras.
El resto de la historia ya es de dominio público. Y si alguna amable amiga feminista me preguntase por qué no he considerado la posibilidad de que Prometeo pudiera ser una niña, con igual amabilidad le pediría que reflexionara y se respondiese ella misma.





EN DIRECTO

Había tenido un día bastante complicado en la oficina y regresaba a casa con niebla en el cerebro, plomo en los pies y unas ganas tremendas de descalzarse y olvidarse de todo por un rato frente al televisor, bien arrellanado en su cómodo sillón de orejas. Cuando avistó las torres gemelas de la catedral, signo inequívoco de que ya estaba muy cerca del anhelado reposo, sintió que la niebla empezaba a despejarse y que le crecían una especie de alas mercuriales en los pies. Avivó el paso con una repentina euforia que al llegar a la plaza anunciada por las torres y encontrarla cortada por un cordón policial se trocó súbitamente, más que en alarma, en fastidio. A cien metros escasos del reposo, sin más explicación (“No se puede pasar”) que la evidente, se vio obligado a dar un rodeo por un laberinto de callejuelas laterales. Cuando por fin llegó a su portal, el último de una de esas callejuelas antes de desembocar en la plaza justo enfrente de la catedral, a la incógnita del cordón policial (había otro a unos pasos, al final de su misma calle) se añadió la de aquel inesperado furgón de la televisión autonómica con aquellos no menos inesperados cables que trepaban por la fachada hasta la azotea de su propio edificio. Despejó las incógnitas frente al televisor, con un botellín de cerveza en una mano y una bolsa de patatas fritas sobre un brazo del sillón, al alcance de la otra. Mientras imágenes ya claramente en diferido mostraban ambulancias yendo y viniendo, camillas con heridos, bolsas con cadáveres y sobre todo, en un alarde de profesionalidad informativa, elocuentes charcos de sangre, la voz chillona de un locutor decía que un loco o un terrorista armado con un fusil ametrallador estaba causando una tremenda mortandad desde lo alto de una de las torres catedralicias. La imagen pasó al directo cuando el locutor, ahora en el centro de la pantalla, informó de que las fuerzas del orden aún no habían conseguido reducir al criminal. Pero lo más interesante, una vez desaparecido de pantalla el locutor, era que el plano, tomado sin duda desde su propia azotea, le ofrecía casi exactamente el mismo panorama que habría podido contemplar desde el balcón que tenía a la espalda si no hubiera sido imprudente asomarse en tales circunstancias. En un nuevo alarde de profesionalidad informativa, una locutora apareció ahora en pantalla anunciando que habían logrado situar una cámara en la otra torre, desde donde la policía esperaba reducir al criminal si la inmensa campana tras la que se parapetaba no lo impedía. Por detrás de la campana, ahora en imagen, apareció el cañón del fusil ametrallador, y la cámara, en un supremo e insuperable alarde, consiguió emular su presumible línea de tiro. En el punto de mira, un balcón iluminado por el brillo azul de un televisor. Le daba un  tiento al botellín cuando apenas tuvo tiempo de pensar que aquella coronilla tonsurada que sobresalía del respaldo de un sillón no podía en modo alguno ser la suya. En la vida habría podido imaginar que estuviera quedándose tan calvo.





NUEVA ECONOMÍA

Esta mañana, cuando iba a prepararme el desayuno, la tostadora me ha dicho que se negaba a tostar si no le pagaba antes su cuota de funcionamiento. Mientras le introducía un par de rebanadas de pan he argüido que estaba al corriente en el pago de recibos a la compañía eléctrica; pero, escupiendo al instante el par de rebanadas, sin tostar, me ha replicado que eso se refería a la cuota de conexión y que ella había dicho con toda claridad cuota de funcionamiento. He vuelto a introducir las rebanadas haciendo como que no entendía tan sutil distinción semántica, pero me la ha hecho entender de inmediato escupiendo de nuevo el par de rebanadas, intacto. Resignado, le he preguntado si prefería domiciliación bancaria o tarjeta de crédito, y me ha contestado que lo que a mí me resultara más cómodo; no sin añadir que, como estaba segura de que yo iba a ser un cliente plenamente fidelizado (sic), me aplicaría la tarifa preferencial, con lo que me resultaría un buen precio.
Hoy es domingo, día que aprovecho para cumplir con todas esas tareas domésticas que se me van acumulando durante la semana. Así que, después de desayunar, he ido a poner la lavadora. Me ha dicho también que me aplicaría la tarifa preferencial. Como el lavavajillas. Como la plancha. Y a mediodía, cuando me he puesto a hacer la comida, me lo han dicho igualmente el robot de cocina, el microondas y el horno eléctrico. Le he preguntado por fin al televisor, que es con el que más confianza tengo; y, después de asegurarme que él no iba a ser menos con lo de la tarifa preferencial, me ha confesado que la culpa de todo la tenía el ordenador, que desde que estaba conectado con el banco por Internet se había convertido en un pésimo ejemplo.
He tenido que aceptar que ya nunca podré escapar de esa especie de conspiración eléctrica y (o) electrónica (aunque sospecho que no es exactamente lo mismo, sospecho a la vez que exactamente lo es); y, después de pasar una tarde peor aún que la de cualquier otro domingo, me he preparado una cena fría, harto y más que harto de preguntar si domiciliación o tarjeta.
Como suelo hacer siempre, me he metido en la cama con un libro, pensando esta vez que conseguía así una secreta victoria, un clandestino reducto de libertad frente a la conjura de los electrodomésticos. Pero al abrir el libro he visto que tenía las páginas en blanco. He notado entonces un violento sofoco. De inmediato, les he dado a los dos -a la atmósfera y al libro- los números de mi cuenta bancaria y de mi tarjeta de crédito.





DESPERTARES

Esta noche he dormido con un sueño intermitente y bastante inquieto. Al sonar el despertador, remoloneando un poco entre las sábanas, me he sorprendido preguntándome si era una mariposa o un hombre. A mi lado, sobre la almohada, había una flor, así que la idea de que en realidad yo fuese una mariposa no me ha parecido tan descabellada. Pero también he pensado que, a pesar de todo, las flores y los humanos no tienen por qué estar reñidos; y si no, véase lo bien que se llevan las mujeres y las flores. Este último razonamiento me ha llevado a preguntarme por qué motivo, en lugar de una mariposa o un hombre, no podría ser una mujer, y la verdad es que no he encontrado argumento alguno que pudiera inducirme a descartar esa nueva posibilidad. Como todo esto me parecía mucho más entretenido que lo que me esperaba en la oficina, he decidido seguir remoloneando un poco más, y entonces me he puesto a sopesar las dificultades que podría encontrar en el trabajo según cual fuese mi personalidad real. Si era una mariposa, resulta que el jefe de mi negociado se dedica a coleccionarlas, con lo que no he encontrado muy apetecible la perspectiva de terminar disecado y clavado con una aguja encima de una etiqueta en una cajita con tapa de cristal. Si era una mujer, el problema consistía en que no iba a tener nada que ponerme. Y si era un hombre, podría ocurrir que dicho hombre no fuese yo, con lo que lo más seguro en que no supiera hacer mi trabajo; o, lo que peor sería, que ese hombre fuese yo, y entonces, aun habiendo preferido lo contrario, no hubiera tenido más remedio que hacerlo. Ante tanta dificultad, me he preguntado si no sería mejor hacer caso omiso del despertador; pero entonces, una voz que parecía proceder de un lugar elevado (aunque indefinido) me ha dicho que todo aquello no eran sino turbias imaginaciones y excusas de mal trabajador. A regañadientes, he tenido que reconocerlo así; y, aun a pesar del dinosaurio, que a buen seguro estaría rondando todavía por el salón, me he decidido a despegarme de las sábanas de una vez y meterme en el cuarto de baño. Allí he terminado de convencerme de que la voz de quién sabe dónde (pero de arriba) tenía razón. Me he convencido del todo cuando el espejo, con su cruda y cruel veracidad, me ha devuelto mi indubitable y propia imagen: el bostezante reflejo tristón de un miserable escarabajo somnoliento.






SOLIDARIDAD

Salió como cada mañana de la urbanización de adosados camino de su trabajo en la ciudad. Mientras circulaba prudente y plácidamente por las calles ajardinadas, la radio del coche lo envolvió en las notas etéreas de la Primavera de Vivaldi y, moviendo la cabeza al compás del concierto, le pareció que aquella música era el acompañamiento perfecto para el canto de los pájaros, que a esa hora ya empezaban a desperezarse en las copas de los árboles. Cuando entró en la autovía, el rostro se le acartonó y le desapareció la sonrisa. Empezaba la batalla diaria. Había que sumergirse en el atasco de siempre. Acompañado ahora por las notas abruptas del Marte de Holst, experimentó esa transfiguración cotidiana que le hacía empezar el día odiando a la (así; con mayúscula) Humanidad. Aunque, si lo pensaba bien, salvo en los fugaces momentos en que ese odio -materializado en una mala mirada, en un peor gesto, incluso en un pésimo insulto- podía descargarse sobre un Tal o un Cual o un Fulano o un Zutano o un Mengano concretos, lo habitual era proyectar vicariamente el odio sobre ese Renault, ese Mercedes, ese BMW, ese Audi o ese Volkswagen que le obstruían el paso en una autovía que Dios había creado para su uso particular. Alcanzada por fin la entrada de la ciudad, tuvo que detenerse en el tapón del primer semáforo. De inmediato, se encontró rodeado por dos limpiacristales, un vendedor de pañuelos, una vendedora de la Farola y un simple pedigüeño que no vendía nada pero exhibía un letrero de cartón donde con abundantes faltas de ortografía se informaba de que el portador estaba en el paro, tenía a la mujer enferma y a los hijos muertos de hambre. Ante aquel alud de miserables, subió el cristal de la ventanilla, fijó la mirada en el vacío y dejó la mente en blanco. Entonces empezó a oírse en la radio una cantata de Bach, y esas notas sublimes lo empujaron súbitamente a sentirse solidario de sus hermanos, prójimo de aquellos que, como él, se encontraban atrapados en el semáforo entre una turba de desharrapados. Cuando la luz verde le permitió meter la primera se sintió mucho mejor. Disuelto el populacho ante el potente argumento del motor, desembragó para meter segunda imaginándose como un heroico piloto de cazabombardero, y encajó de inmediato la tercera viéndose ya como feliz tripulante de un portaviones inmenso anclado entre dos océanos.





TROMPE-L’OEIL

A lo mejor era porque esa tarde había acudido a una exposición de grabados de Maurits Cornelis Escher, pero lo cierto es que por la noche soñó con aves submarinas y peces aeronáuticos, con catedrales sumergidas, pasillos espirales, escaleras invertidas, laberintos entrecruzados y, hacia el final del sueño, con un inmenso calidoscopio que era además una cerbatana que terminaba escupiéndolo en un espacio ingrávido estampado de estrellas. Despertó con un declinante regusto de vértigo y, como solía hacer, antes de entrar al cuarto de baño se dirigió a la ventana para ver cómo estaba el tiempo. Cuando apartó la cortina y pegó la nariz al cristal se encontró mirando hacia el interior del dormitorio, y con un liviano tacto a nada en los pies se dijo que quizá sería aconsejable coger el paraguas. Se encaminó al cuarto de baño, pero al abrir la puerta se encontró en la planta baja, en el centro del salón. Eso empezó a hacerle sentirse un tanto incómodo, pues necesitaba ya como fuese esa reconfortante ducha que terminara por despertarlo del todo. La incomodidad aumentó cuando al dar unos pasos vio que permanecía en el mismo sitio: era el mosaico del suelo lo que se deslizaba, el dibujo recurrente que trazaban las losetas lo que acudía hacia él desde el infinito. Consiguió llegar de un salto a la escalera que conducía al primer piso y, más arriba, a la buhardilla, pero después de subir lo que le parecieron incontables peldaños terminó en el sótano. Ya irritado más que incómodo, apretó los puños y agachó la cabeza, y se encontró en el garaje mirando los bajos del coche. En otro momento habría aprovechado para ver por dónde le perdía aceite, pero ahora necesitaba imperiosamente una ducha. Su siguiente movimiento lo condujo, sin quererlo, a la cocina. Allí, resignado ya, más que incómodo o irritado, empezó a comprender. Tomó el camino de la terraza y, tal como había apostado, se encontró en la buhardilla. En la mesa del ordenador abrió ese cajón donde guardaba objetos casi prehistóricos, cachivaches de una época remota en que aún no había televisión y los perros todavía hablaban. Rebuscando, encontró el viejo plumier escolar. Salió después al balconcillo de la buhardilla y desde allí se dejó caer al jardín. Tal como había vuelto a apostar, estaba por fin en el cuarto de baño. Ya lo había comprendido todo: la cerbatana que era también un calidoscopio lo había escupido en un mundo nuevo, un universo de dos dimensiones (o diez, o cien, o infinitas) donde esos desorientadores trampantojos no sólo eran posibles sino que además eran la ley. Pero ya se sentía un poco viejo para adaptarse a tantas novedades. Ante el espejo, acercando al rostro la goma de borrar que había sacado del plumier, se dispuso a presenciar la abolición de su derrotado reflejo.





FAST LOVE

En la ETT donde encontraba de vez en cuando algo con que malvivir le ofrecieron esa mañana un contrato de un día para podar los setos de ciprés en una urbanización de adosados. Se presentó de inmediato en la dirección que le habían dado, una empresa de jardinería donde, después de explicarle en dos palabras cómo había que hacer el trabajo, lo metieron en una furgoneta con las herramientas de poda y otros subcontratados. Al llegar a la urbanización, el capataz distribuyó a los operarios entre las primeras hileras de adosados, y les fijó un punto de reunión al que tenían que acudir para recibir nuevas órdenes cuando hubieran terminado con ese primer tramo. Empezó con el trabajo. Cuando podaba los primeros setos, el capataz se acercó un par de veces para supervisar; pero debió de considerar que lo iba haciendo bastante bien, pues estaba llegando ahora casi a la mitad de la hilera de jardines y hacía un buen rato que el capataz no había vuelto a aparecer. Entonces la vio. En el jardín siguiente al que estaba a punto de abandonar había una joven rubia limpiando la cristalera de la terraza. Subido todavía a la escalera, la saludó con la mano por encima del seto recién podado, y ella correspondió con un ligero movimiento de cabeza y una breve sonrisa. Cuando cargado con la escalera y las herramientas de poda entró en ese jardín, cruzaron unas cuantas frases de circunstancias; al poco tiempo, después de haber desaparecido unos minutos dentro de la casa, la joven se asomó a la terraza y le preguntó si le apetecía algo, un café o una cerveza, por ejemplo. Prefirió el café. Sentados en la mesa de la cocina le preguntó a la joven de dónde era, pues aunque hablaba un castellano perfecto le había notado un leve, casi imperceptible, acento. Ella contestó que era de Ucrania, y le contó que se había licenciado en Historia Moderna y Filología Románica, pero que, incluso con esos títulos, los sueldos en su país eran de miseria. Él dijo entonces que acababa de licenciarse en Geología, y con una sonrisa que quiso ser irónica añadió que le gustaba más podar setos de ciprés. Riéndole el chiste, la joven le rozó la mano y le preguntó si le gustaría ver la casa. Él, a pesar del peligro del capataz, levantándose y callando otorgó. Mientras con gestos humorísticamente grandilocuentes hacía como que le mostraba el salón, la joven hizo un comentario sobre el Antiguo Régimen, algo así como que si los siervos tenían que deslomarse destripando terrones, los sirvientes, aunque sólo fuera visualmente, podían disfrutar al menos de la mansión del señor. En la escalera que conducía a los dormitorios se dieron el primer beso, y pasaron velozmente a mayores en la habitación de matrimonio. Terminado el fugaz encuentro, uno de los dos preguntó si volverían a verse, y la respuesta fue que tal vez. Al despedirse, se dijeron con los ojos que habría sido muy hermoso haber podido prometerse amor eterno, jurárselo para siempre.





ENCUENTROS


    Death would come before birth,
the blow would follow the wound

Francis Herbert Bradley. Appearance and Reality: A Metaphysical Essay


Hace tiempo que vengo encontrándome conmigo mismo en el metro. Ocurre siempre en la misma estación. Es un trayecto que llevo recorriendo desde hace varios años, y sabía perfectamente que en esa parada nunca se coincidía a esa hora con otro tren. Pero desde el día del primer encuentro no ha sido así. Ese día, quizá por una especie de curiosidad o de extrañeza instintivas, aparté los ojos del periódico al advertir que, contra lo acostumbrado, se acercaba un tren en sentido contrario. No recuerdo -al fin y al cabo, la cosa no debió de parecerme entonces muy importante- si llegué a pensar en un adelanto o un retraso o algún cambio de horarios. Lo que sí recuerdo es que, con los trenes todavía detenidos en paralelo, miré por la ventanilla; y que enfrente, en la del otro tren, mirándome como un reflejo, estaba yo. Aunque no era exactamente un reflejo. No me gusta viajar de espaldas al sentido del tren, así que siempre procuro ocupar un asiento que me permita hacerlo de cara, y me di cuenta en seguida de que mi otro yo de enfrente también viajaba de cara, cuando de haber sido un verdadero reflejo lo habría hecho de espaldas. Al día siguiente, en el segundo encuentro, me di cuenta también, antes de que los trenes reanudaran la marcha, de que su periódico era el de dos días atrás.
Hemos seguido encontrándonos a diario desde entonces. Pronto llegué a la conclusión de que esto ocurre por una especie de cruce de universos gemelos, uno que se expande todavía y otro que se está ya contrayendo. Imagino que cualquier físico de mediano prestigio podría demostrarlo con amplio aparato de fórmulas y ecuaciones, pero a mí me basta con la prueba del periódico: en la misma medida que la fecha del mío avanza en cada encuentro, retrocede la del suyo. Y quizá a eso que él también ha deducido se deba la mutua y creciente hostilidad con que asistimos a los encuentros. Porque ambos sabemos que mi ayer es su mañana y mi mañana es su ayer, que uno corre hacia el sepulcro y otro hacia el claustro materno. Y es seguro que nos perturba la convicción de que lo que cada uno ya conoce del otro, el otro aún no lo puede conocer.
Es una lástima que no podamos quedar un día de estos para tomar un café y charlar un rato. Tendríamos tanto que contarnos. Pero, al parecer, hemos decidido al unísono poner fin a los encuentros. Hoy nos hemos presentado a la cita con sendas cartulinas en las que con rotulador, bien visible, habíamos escrito cada uno una fecha. Ese par de fechas que, a buen seguro, no nos habríamos atrevido a preguntarnos si nos hubiésemos encontrado un día de estos para charlar un rato amigablemente alrededor de un buen café.





PALIATIVOS


Une oasis d’horreur dans un désert d’ennui!

Charles Baudelaire. Les fleurs du mal (Le voyage, VII)


Estás sentado en tu terraza, contemplando el atardecer. Delante, a los lados, alrededor, por todas partes, verde ya mortecino de árboles somnolientos; encima, en lo alto, fugaz rojo crepuscular de incendiado cielo; al fondo, a lo lejos, azul desteñido -ya casi gris- de mar claudicante frente al inapelable avance del negro. Tienes un libro recién cerrado en una mano, con la esquina doblada de una página marcando el punto de lectura; y un vaso de whisky medio lleno o medio vacío, según se mire, en la otra. Y aunque quieres entornar la mente persiguiendo a esa bandada de estorninos que por un instante estampa el rojo fugaz de menguantes salpicaduras móviles, la bandada es sólo eso, un fugaz instante, y se pierde rauda hacia el horizonte dejándote a solas con esa conjura de colores desfallecientes que -es hora de filosofía, aunque sea de saldo- te abre violentamente los ojos como una abrumadora metáfora de tu existencia. Pero te resistes a la tristeza, quieres decirte que ese escenario que cada día te prepara el universo es objetivamente bello y que es alegre la belleza. Palabras, palabras, palabras, te replicas de inmediato. Sería bello si todavía fueses joven, si en esa conspiración crepuscular, en lugar de la noche que se cierne, vieras una promesa de futuro, la sencilla esperanza de un renacido día. Sería bello aunque ya no seas joven, te confiesas, si en lugar de lo que tienes en las manos tuvieses otras manos compartiendo esa belleza. Pero has decepcionado mucho, reconoces; y mucho te han decepcionado. Y has abandonado tanto como a ti tanto te han abandonado. Por eso, ese libro recién cerrado en una mano; por eso, ese vaso de whisky medio lleno o medio vacío en la otra. Pero ¿no serás tú una metáfora del mundo?, te preguntas, ¿de ese mundo que tumbo a tumbo se derrumba? Filosofía más que de saldo, te contestas. Luciferina soberbia de pobre diablo que se resiste a la tristeza. Y como ya van a encenderse las primeras estrellas, y sabes por dónde lo harán, y sabes sus nombres, resuelves que ya es hora de coger un folio en blanco y acompañarlo con Mozart. Después de poner un CD en el reproductor, bolígrafo en ristre buscas palabras para un título, para una primera línea, para el resto. Mendigando inspiración, te preguntas por qué componía Mozart. Porque llevaba la música en la sangre, te respondes, porque era su destino, porque era Mozart. Pero ese no es tu caso, aceptas; pretender lo contrario sería, más que luciferina, divina soberbia. ¿Por qué escribes tú?, te interrogas. Y sólo se te ocurre una burda y miserable excusa, la misma que daría un alcohólico en un intervalo lúcido: escribo para olvidar, es tu miserable, burda y melancólica respuesta.





OJO INSCRITO EN UN TRIÁNGULO

Al principio, en una época no tan lejana pero que con la frenética aceleración de estos tiempos ya empiezas a encontrar remota, pudo parecerte gracioso que al detenerte ante el escaparate de una tienda de electrodomésticos tu imagen, mirando hacia ti mismo como en un espejo, apareciera en la pantalla de alguno de los televisores expuestos. Incluso es posible que te halagara verte captado por una cámara; que contemplarte por un instante fugaz de limitada y efímera fama ocupando una pantalla te procurara un alborozo casi infantil. No pensabas entonces (ni te preocupaba; quizá porque en aquel tiempo aún no fuera técnicamente factible) que tu imagen pudiera quedar grabada. Pero pronto empezaron a aparecer en bancos, grandes almacenes, supermercados, etcétera, cámaras que ya serían técnicamente capaces de grabarte. Y eso debería haber empezado a preocuparte. ¿Por qué?, podrás decirte; si yo soy inocente, si no he hecho nada. Lee a Kafka, si es que aún no lo has hecho, y verás que tan peligroso puede ser haber estado en un lugar como no haber pasado nunca por allí. Todo depende. Quizá no sepas de qué o de quién; pero lo que es seguro es que no depende de ti. Y las cámaras que ya nunca van a dejar de grabarte no se detendrán ahí (en los bancos, los grandes almacenes, los supermercados, etcétera); ya empiezan a ocupar esos espacios presuntamente públicos que, precisamente por pertenecer a todos, no deberían ser propiedad de nadie. Ya empiezan a ocupar las calles. Y son capaces de reconocerte por el iris. Y, si por cualquier error de aquéllos de quienes todo depende (si no crees en esos errores, que nunca se reconocen como tales, vuelve a leer a Kafka, aunque ya lo hayas hecho), tus ojos hacen saltar la alarma, lo menos malo que puede pasarte es que te impidan entrar al fútbol acusándote de hooligan. Porque si te acusaran de otras cosas peores, podrías verte arrastrado hacia los sótanos de la justicia por un largo túnel entre dos gorilas con porras eléctricas, cascos con antena y perros de presa.
De ahora en adelante, mucho cuidado en salir al campo con el novio o la novia a contemplar las estrellas. Podrías estar encandilado mirando alguna que brille con mayor intensidad que las demás y, poco después de haber advertido en ella un fogonazo deslumbrador, algo así como el flash de una cámara mastodóntica, caerte encima una octavilla en la que, bajo una fotografía de tu pareja y tú contemplando las estrellas, habría una leyenda: CUIDADO CON LO QUE HACES. ESTAMOS OBSERVÁNDOTE.
Y es que, al final, será cierto lo que te decían los curas del colegio: “Dios lo ve todo, en todo momento y en todas partes”. Y si eso es así, corre y no dejes de correr, por muy inocente que te creas. Y a ver dónde te escondes.





BIG BROTHER


A Isabel Marqués

El caso es que el asunto ya le había dado mala espina desde el principio. Las gestiones con la administración pública le producían, en todas las ocasiones en que ineludiblemente debía padecerlas, un turbio malestar. Siempre eran en horario de mañanas, por supuesto, con lo que tenía uno que perder incontables horas de trabajo. Siempre tenía uno que guardar interminables colas, pasar de una ventanilla a otra, soportar que rostros adustos e imperturbables dijeran que faltaba un impreso o una póliza o esto o aquello o las cien cosas a la vez. Y siempre, ineluctablemente, tenía uno que volver mañana. Por eso, cuando encontró en el buzón un sobre con membrete oficial, el turbio malestar tan conocido le revolvió el estómago; y lo laceró como un ácido cuando leyó que el organismo público que se dirigía a él era la policía.
Se trataba de una convocatoria un tanto vaga: tal día a tal hora tenía que presentarse en jefatura para un asunto de su interés. Y ese tal día a esa tal hora, después de aguantar el tono malhumorado con que su jefe le concedió el permiso, acudió a la cita. Un agente de uniforme apostado a la entrada del edificio le señaló, después de leer la citación, un pasillo largo y sombrío y le indicó que se dirigiera al final del mismo. Era un corredor un tanto tétrico, sin puertas a los lados, sólo la que se divisaba al fondo; pero al menos, pensó, parecía que por esta vez iba a librarse de colas y ventanillas. Al final del corredor se encontraba otro agente uniformado que al verle llegar abrió la puerta y, señalando hacia el interior, le mostró un banco corrido y le ordenó (el tono era claramente imperativo) que se sentara y aguardase. Era una sala totalmente vacía de muebles, salvo por el banco corrido, con una puerta opuesta a la que acababa de franquear. La estancia estaba intensamente iluminada por varias hileras de tubos fluorescentes, y en cada una de las esquinas, a la altura del techo, vigilaba una cámara de vídeo. Empezó a esperar; y la espera empezó a hacerse tan larga que acabó durmiéndose. Cuando un funcionario de paisano lo despertó con unas sacudidas en el hombro, alcanzó a recordar que había tenido unos sueños bastante atropellados: había conducido borracho, atracado un supermercado, participado en una manifestación ilegal y, entre otras cosas que empezaban ya a embarullarse antes de difuminarse para siempre, recordó igualmente que había repetido (quizá, pensó, porque el día anterior estuvo releyendo algo de Freud) el destino de Edipo.
Le parecía recordar también que las cámaras del techo habían estado omnipresentes en los sueños cuando el funcionario que acababa de despertarle lo levantó bruscamente del banco, agarrándolo de un brazo, y lo metió a empellones en un despacho donde otro funcionario, parapetado detrás de una antiquísima máquina de escribir, aguardaba como presto a tomar una declaración o instruir un atestado.
El que lo llevaba del brazo le puso unas esposas y le recitó sus derechos. Además de otros delitos de menor cuantía (así lo dijo) que no iba a molestarse en detallarle, se le acusaba de conducción temeraria, atraco a mano armada, asociación subversiva, incesto y parricidio.
El de la máquina de escribir comentó que, en su lugar, él no se molestaría en buscar un abogado. Para como pintaba el caso, bastaba con el de oficio.





INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Estos humanos son la leche, por no decir la hostia. Acababa de pasar el test de Turing con matrícula de honor y para ver si sería capaz de doctorarme con sobresaliente cum laude me dejaron en el centro de un campo de fútbol provisto de un silbato. Se supone que mi más que sofisticado software de autoaprendizaje me permite no sólo tener un conocimiento de mí mismo muy superior al que de mí tienen mis programadores sino conocer a éstos infinitamente mejor que ellos mismos. Así que deduje que lo que pretendían con el experimento era no tanto saber si podría tener sentimientos como si sería capaz de controlarlos. La cosa empezó muy bien. Al salir al terreno de juego soporté estoicamente (aunque con un cosquilleo en los circuitos; pero eso era bueno, pues eso era miedo) la sonora pitada que sin haber hecho nada todavía (ni malo ni bueno; lo dicho: la hostia, por no decir la leche) me dedicó el respetable. Hay que aclarar que el experimento, naturalmente, era top secret, por lo que para el público y los jugadores yo era todo lo humano que pueda ser un árbitro. Así que la pitada arreció (aunque esta vez -no quisiera ser acaparador, ni fatuo, ni soberbio- compartida con el equipo visitante) cuando, haciendo sonar el silbato, ordené sacar de centro. El cosquilleo en los circuitos duró lo que tardó en estar el balón en juego. A partir de ese momento, impelido por esa parte de mi software que me exige ser perfecto, perdí cualquier clase de miedo y concentré todos mis sensores en la consecución de un arbitraje impecable. Y algo debieron de notar desde bien pronto el público y los jugadores (y yo, ingenuo de mí, creí que la cosa iba no sólo muy bien, sino incluso mucho mejor), pues no necesité imponer mi autoridad sino, sencillamente, dejar que ésta, por su propia evidencia, fuera unánimemente reconocida. Por parte de los jugadores, ninguna decisión cuestionada, ni una sola protesta; por parte del público, ni un mal abucheo, ningún silbido. Al contrario: acatamiento inmediato en el terreno de juego; fervorosos aplausos en las gradas a cada intervención mía durante los noventa minutos. Y al terminar el partido (y yo, ingenuo de mí, creyendo que la cosa había acabado óptimamente), a pesar de que el equipo local había perdido por 0-5, los veintidós jugadores me sacaron a hombros entre una prolongada ovación del público.
Y yo, ingenuo de mí, que creía conocer a mis programadores infinitamente mejor que ellos mismos. Cuando he acudido al tribunal de evaluación me han dejado para septiembre. Demasiado frío, demasiado perfecto, han dicho. Aunque, para mí, lo que de verdad ha ocurrido es que son forofos del equipo local. Y es que, lo dicho: además de la leche o la hostia, estos humanos son la hostia y la leche.





ASCENSORES

Hay ascensores normales, de trayectoria vertical, y ascensores un tanto excéntricos, por decirlo de algún modo, como aquéllos de trayectoria horizontal que imaginara Julio Cortázar. Puestos a seguir imaginando excentricidades, podemos proponer ascensores de trayectoria circular -ya sea en un plano vertical, a semejanza de la noria, u horizontal, a semejanza del tiovivo-, y podemos proponer también ascensores espirales, ondulantes, helicoidales, de Moebius, y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera, hasta que se nos acaben las ganas de seguir imaginando. Ahora bien, sea cual sea el ascensor en que pensemos, es preciso tener en cuenta que no debería ser considerado (incluyendo el que hemos convenido en llamar normal) como exactamente un ascensor, por lo que habría que buscar una denominación más ajustada a la función que cumplen hoy en día estos populares y extendidos aparatos. Ascensores, en su estricto sentido, lo eran aquellos antiguos armatostes en los que sólo se podía subir, nunca bajar. Lo que hoy llamamos así, es en realidad un ascensor-descensor. Aunque, pensándolo bien, esta última denominación puede que resulte demasiado parca para estos tiempos en que los ciegos, por ejemplo, son “personas privadas de visión”; los cojos, “individuos con déficit ambulatorio”; los muertos, “entes desprovistos de existencia”; las recesiones, “desaceleraciones aceleradas del crecimiento económico”; y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Modestamente propongo, entonces, llamar al ascensor en adelante -no se me ocurre nada peor ni más horrendo- “cubículo de desplazamiento intrainmobiliario”. Con todo y con eso, confío en que esta nueva denominación no privará al ascensor de ese hálito poético que le ha permitido hasta ahora ser una eficaz metáfora de la aguerrida, arriesgada y acongojada vida actual. Debe de ser ya un sueño típico, y de hecho el cine lo ha utilizado más de una vez, el del ascensor que sube y sigue subiendo y no deja de subir hasta mucho más allá del último piso (de un rascacielos, además, para dar más miedo). Y a la inversa, como aquel ascensor de Lubitsch que bajaba hasta el infierno. O ese otro ascensor de cierto film holandés que era un despiadado asesino en serie. Y así sucesivamente. En fin, que hasta en la vida cotidiana el ascensor resulta ser un trasto asaz inquietante, ya lo ocupemos claustrofóbicamente en solitario, ya con un único acompañante con el que algo habrá que decirse, ya con un tumultuoso pasaje que obligará a racionar el aire. Inquietante, sobre todo, y en cualquiera de los casos que acabo de enumerar, cuando se detiene entre dos pisos y hay que pulsar la alarma. Tengo una amiga ascensofóbica (creo que como derivación,  incremento o resultado de una originaria claustrofobia; por lo que quizá sea más atinado calificarla como ascensoclaustrofóbica o claustroascensofóbica, aunque eso obligue a preguntarse cuál de los dos términos es peor y más horrendo) que no renunciaría a subir o bajar escaleras así le fuera en ello la vida. Y eso que gana; pues, aunque frisa en la cincuentena, tiene un talle de sílfide que ya lo quisiera para sí tantísima veinteañera. En mi caso, y eso que se pierde mi cintura, la cosa no llega a tanto; se queda en una simple prevención, algunos peldaños por debajo de la fobia. Ocurre que en la mayoría de ascensores modernos suele haber un espejo, probablemente como forma de crear una ilusión de espacio amplio y paliar así la posible claustroascenso o ascensoclaustro, etcétera, etcétera, etcétera.  Pero la prevención no se debe al hecho de que el espejo duplique el ascensor y, a mi modo de ver, la inquietud. Lo que temo es que un día de éstos, con el ascensor varado entre dos pisos y siendo el único pasajero, en un rapto de insania deje de resistir la tentación y, en lugar de pulsar la alarma, me decida de una vez a traspasar el cristal azogado, como hizo Alicia, y asomarme al otro lado a ver qué pasa.





PASAJERO DEL TIEMPO

Esta tarde se ha presentado en casa un señor de mediana edad, más o menos de la mía, y cuando me disponía a desembarazarme de él con las excusas de estar muy ocupado y no tener por costumbre comprar nada a domicilio, ha metido un pie entre la jamba y la hoja de la puerta y ha dicho que no era un vendedor. De inmediato, después de empujar la puerta con una suave firmeza -que ha logrado contrarrestar mi no menos suave pero firme resistencia- se ha abalanzado sobre mí y, dándome un fuerte abrazo, me ha dicho: “¡Qué ganas tenía de conocerte, papá!”
Soy soltero, y estoy razonablemente seguro de no haber tenido ningún hijo; y mucho menos uno que tenga ahora mi misma edad. Pero lo cierto es que no estaba ocupado en absoluto (no me apetecía leer ni oír música, y no se me había ocurrido escribir nada por lo que mereciese la pena encender el ordenador), así que me he dicho que a lo mejor sería divertido ver de qué iba aquel pirado. Le he invitado a que tomara posesión de su propia casa y, mientras le decía que se pusiese cómodo y le ofrecía algo de beber, he advertido que había entre nosotros no sólo una espontánea afinidad, sino además un indudable parecido físico.
Hemos pasado una estupenda tarde de charla y whisky; y como entre todo lo que le he contado (parecía interesadísimo en saber cosas de mí) estaba la moderada pasión que siento por mi equipo del alma, ha habido un momento en que me ha prometido e incluso jurado que, a pesar de las dudas en las primeras jornadas, esta temporada que acaba de iniciarse el Barça va a ganarlo todo, todo, absolutamente todo.
Hacia el final de la tarde me ha invitado a cenar; y como ya íbamos un tanto cargados de alcohol, y la perspectiva era que aumentase la carga, ha dicho que nada de coche propio, que para eso estaban los taxis.
Hemos cenado en un buen restaurante (con una carta de vinos excelente) y luego nos hemos ido de ronda por una zona de bares de copas. No tengo mucha costumbre de salir. Hago una vida bastante retirada: de casa al trabajo y del trabajo a casa; alguna reunión o alguna cena con amigos; alguna salida al cine o al teatro; y después fuese, y no hubo nada. Así pues, no me desenvuelvo con demasiada brillantez en esos ambientes en los que ligar, o al menos intentarlo, parece obligatorio. Pero esta noche, entre la contagiosa simpatía de mi acompañante y la que de suyo pueden producir el vino y los licores si se sabe beberlos, debo de haber estado inopinadamente simpático y brillante.
La verdad es que no lo recuerdo muy bien; igual que no tengo ni la menor idea de cómo he vuelto a casa (es de suponer que en taxi). Lo único que puedo afirmar es que ya está bien avanzada la madrugada y que tengo una señora desconocida durmiendo en mi cama.
A punto de dormirme yo, no sé si todavía estoy pensando despierto o si ya estoy empezando a soñar con tener un hijo al que acabo de conocer. Y con que, esta temporada, mi equipo del alma va a ganarlo todo, todo, absolutamente todo.





DINERO


There are two kinds of people in this world. Those who will do anything for money, and those who will do almost anything for money.

Billy Wilder. The Fortune Cookie (1966)


Hay dos clases de hombres: los que lo harían todo por dinero, y los que lo harían casi todo. Tengo un amigo que al igual, pienso, que la mayoría de los mortales -pues de lo contrario todos seríamos millonarios- debe de pertenecer al segundo grupo, ya que sería incapaz de matar una mosca pero juega a todo lo jugable, excepto las quinielas (mi amigo aborrece el fútbol). Hace tiempo le tocó un premio de varios millones de euros en la primitiva y, como no es ambicioso ni amante de riesgos, decidió colocar el dinero en el banco y vivir de rentas. Poco después del premio me invitó a cenar para celebrarlo y, durante la cena, me dijo que la fortuna -contra lo que cierto refrán augura- le había sonreído por partida doble. Exultante (para que lo que sigue no parezca un burdo y barato golpe de efecto, aclararé antes que mi amigo es maricón; y aclararé también que él exige que lo califiquen así -nada de pijadas, dice, como gay, homosexual u otras mariconadas por el estilo-, por lo que en ese aspecto me limito a cumplir su voluntad), me anunció que había conocido al hombre de su vida.
Seguimos viéndonos después con la espaciada frecuencia de costumbre y mi amigo, que gusta de hacerme confidencias pues sabe que soy persona de buen oír y mejor escuchar y que suelo abstenerme de dar consejos, me fue teniendo al corriente de su relación amorosa.
En una de esas ocasiones, con inocultable preocupación, me comentó que su enamorado trabajaba en una gestora de carteras de valores y que le había propuesto colocar allí su dinero con una rentabilidad muy superior a la que podría ofrecerle cualquier banco. Aunque su mirada suplicaba consejo, me abstuve una vez más. Y ahora lo lamento.
Esta tarde mi amigo me ha llamado por teléfono y, entre sollozos, me ha contado que por la mañana había tenido un susto de muerte al ver con grandes titulares en la prensa que su dinero, y el de muchísima gente, se lo había tragado un agujero negro de proporciones, cómo no, astronómicas. Pero lo peor, ha seguido contándome, no era eso. Cuando con el periódico recién comprado doblado bajo el brazo se ha dirigido al despacho de su enamorado -de quien hacía algún tiempo que, con el reiterado pretexto de un exceso de trabajo, no sabía casi nada-, lo ha visto salir del edificio de la gestora y subir a un lujoso deportivo acompañado de una despampanante pelirroja.
Y es que, sin duda, hay hombres que por dinero lo harían todo. Verdaderamente todo.





DON LUIS


me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez
 años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos.

Luis Buñuel. Mi último suspiro (Memorias)


Esta mañana me he llevado una buena sorpresa al acercarme al quiosco a comprar la prensa. Al alargar el brazo para pagar al quiosquero, he rozado la cintura de un ancianote enorme que había a mi lado. Para no faltar a la verdad, quizá sea más exacto decir que he visto cómo le rozaba la cintura, pero que no he sentido el contacto. No obstante, he pedido educadamente disculpas. Y cuando el ancianote, que se disponía a pagar un montón de diarios que llevaba bajo el brazo, se ha vuelto hacia mí y, con no menos educación -y, bien pensado, con toda la razón del mundo-, me ha dicho: “No hay de qué”, he visto que era don Luis Buñuel.
Algo ha debido de notar en mi cara, porque me ha preguntado si estaba asustado. Le he contestado que en absoluto; simplemente, algo sorprendido porque estábamos en 2001 y, por lo que recordaba haber leído en sus memorias, no le tocaba venir al quiosco hasta 2003.
Después de alabar, no sin cierta socarronería, mis facultades mnemónicas y mi capacidad de cálculo, me ha dicho que no andaba errado, pero que, con motivo del cambio de milenio, había decidido adelantar la visita. Y ha añadido que ya cuando vino en 1993 encontró esto tan cambiado que no tuvo suficiente con la prensa del día; así que, como hizo entonces, iba a darse un paseo hasta la hemeroteca antes de volver al cementerio (para no faltar a la verdad y ser del todo exacto, debo confesar que don Luis ha dicho a casa).
Con no menos socarronería, me ha llamado adulador (lo exacto y verídico es que me ha llamado pelota) cuando le he dicho que para mí sería un inmenso honor acompañarle; pero, haciendo después un gesto como de que callando otorgaba, me ha tomado del brazo (lo he visto, lo prometo; aunque no lo haya notado) mientras le decía “Hasta la próxima” al quiosquero.
Ha sido un paseo muy agradable. Don Luis me ha pedido que fuese poniéndole en antecedentes de lo que iba a encontrar en la prensa del día y en la hemeroteca, y cuando le he contado lo de Bin Ben y las Torres Gemelas se ha agarrado a una farola y ha empezado a soltar carcajadas hasta descojonarse. (Prometo -juro, incluso- que no cesaba de decir y repetir: “¡Ay!, que me descojono”.)
Ya calmada la risa, y después de pedir perdón por lo que podría haber parecido una burla irreverente de las víctimas (“Lejos de mí toda intención”, ha asegurado; “comprendo su situación mejor que nadie”), cuando reanudábamos el paseo ha dicho: “Pero qué brutos seguimos siendo, joder”.
Nos hemos despedido en la puerta de la hemeroteca. “Hasta la próxima”, ha dicho don Luis. “O hasta la vista… por no decir hasta pronto”, ha corregido con una sonrisa socarrona.  Y le he dejado allí, con su palidez de ultratumba iluminada por la sonrisa, como si aún siguiera pensando que somos muy brutos, joder.
Pero había también una sombra en su mirada. Como si temiese que en su siguiente visita dentro de diez años, o los que sean, ya no hubiera quioscos, ni prensa, ni nadie que pudiese acompañarle en su paseo.
En su paseo hacia ninguna parte, desde luego. Porque tampoco habría hemerotecas.





DAÑOS COLATERALES


Voluntad ello fue de los dioses que urdieron a tantos
la ruina por dar que cantar a los hombres futuros.

Homero. Odisea, VIII, 579-580
(Traducción de José Manuel Pabón)


El aleteo a destiempo de una sola mariposa puede provocar una alteración irreversible en el orden del cosmos, del mismo modo que un ligero estornudo en Wall Street puede ir amplificándose a medida que recorre los husos horarios hasta convertirse en catastrófica epidemia de gripe bursátil, o que la simple caída de un clavo de herradura puede llegar a traducirse en la irreparable pérdida de un reino. Ese joven de mirada lánguida que toca la flauta travesera (de manera sublime, por cierto) en los pasillos del metro no sabía nada hasta hace poco de clavos ni de estornudos ni de mariposas. Estaba a punto de obtener una beca de una fundación privada, que le permitiría iniciar estudios de virtuosismo en uno de los más prestigiosos conservatorios de Alemania, cuando desde un despacho de Washington se dio luz verde para que los primeros misiles inteligentes empezaran a caer sobre el desierto afgano. Había superado más que sobradamente varias pruebas eliminatorias, y un día después de los primeros bombardeos tenía que pasar el último examen. La noche anterior a ese examen, mientras el telediario ofrecía las imágenes del ataque, se comunicó por Internet con su novia, una incipiente corresponsal de guerra que estaba en Islamabad buscando la gloria periodística. La había tenido al corriente del éxito en las eliminatorias, y le dijo entonces lo esperanzado que estaba de cara a la última prueba. Ella le deseó toda la suerte del mundo, y le advirtió de que no se alarmara si estaban algunos días sin poder comunicarse. Al día siguiente, interpretando de manera sublime una música que con la cabeza y el corazón dedicaba a su amada, hizo un examen de esos que no necesitan que se espere a saber el resultado; estaba indubitablemente seguro de que la beca era suya. Pocos días después, encontró en el buzón un sobre con el membrete de la fundación. No lo abrió de inmediato. Prefirió -quizá porque sabía a ciencia cierta que no la había- prolongar un poco la incertidumbre. Ya en casa, advirtió que tenía un mensaje de su novia en el correo electrónico; y la alegría de ver recuperada la comunicación con su amada le hizo demorar un poco más la apertura del sobre. El mundo se le vino encima con el peso imposible de un alud cuando leyó -el mensaje, aunque desde la dirección de correo de ella, lo enviaba un compañero de su novia- que la imprudente (quizá por incipiente) corresponsal había cometido la locura de entrar en Afganistán justo en el apogeo de los bombardeos, y que el fuego amigo de un misil inteligente (aunque quizá un tanto lerdo) etcétera, etcétera, etcétera.
Ahora, ese joven de lánguida mirada que toca la flauta travesera en los pasillos del metro, además de regalar una música sublime a quien se tome la molestia de detenerse un momento a oírla, cuenta a quien quiera escucharle una historia que habla de clavos y de estornudos y de mariposas. Y cualquier mirada mínimamente atenta podrá descubrir que de un bolsillo de su chaqueta sobresale el extremo de un sobre que sigue sin ser abierto.





LA VIDA PERDURABLE


Christ! ô Christ, éternel voleur des énergies,

Arthur Rimbaud. Les Premières communions, IX


Eran tres: Juan, Pedro y Andrés.
Cuando tenían siete años, los curas del colegio les prometieron la vida perdurable; o, para ser del todo exactos, la salvación eterna. A Juan le dijeron que mientras llevara un escapulario de la Virgen María, y siempre que dicho amuleto permaneciera bien colgado de los hombros y correctamente colocado sobre el pecho y la espalda, nunca moriría estando en pecado mortal. A Pedro le prometieron lo mismo, pero el talismán era esta vez una medalla bendecida, con una imagen de la Virgen María en el anverso y de cualquier santo, ángel o arcángel en el reverso, con la ventaja de que, a diferencia del escapulario, no era preciso ni siquiera llevarla colgada del cuello, simplemente con tenerla siempre encima, aunque fuese en un bolsillo, bastaba para que estuviese garantizado el cumplimiento de la promesa. Lo de Andrés fue más fácil todavía: ni talismán ni amuleto, con comulgar durante nueve primeros viernes de mes consecutivos era suficiente.
Cuando cumplieron los catorce años, hartos de tener que confesarse cada vez que se masturbaban, la lógica de Aristóteles que por entonces estudiaban les dio la idea para un pacto con el diablo. Renunciarían a la salvación eterna a cambio de vivir para siempre. De la promesa que se les había hecho se deducía, como de un enrevesado silogismo, que mientras estuviesen en pecado mortal no morirían jamás.
Cuando llegaron a los veintiún años, jóvenes aunque sobradamente preparados pero no obstante parados, no encontraron mejor salida profesional que enrolarse en el Ejército, y como los tres compartían un intrépido espíritu aventurero coincidieron en elegir la brigada paracaidista.
En uno de los saltos de entrenamiento previos a la inminente salida hacia una misión de paz en un país asiático, los paracaídas fallaron. Mientras caían y caían y no dejaban de caer, Juan, recordando la promesa de los curas del colegio y el pacto de él y sus amigos con el diablo, pensó que saldría ileso del choque contra el suelo, pero se dio cuenta con horror de que ese sudor helado que no podía evitar estaba despegando las tiras de esparadrapo con las que, desde que se lo dieron, mantenía a diario el escapulario bien colgado de los hombros y correctamente colocado sobre el pecho y la espalda. Al mismo tiempo, Pedro se palpaba desesperadamente los bolsillos buscando la medalla para quitársela de encima antes de que terminara la caída, pues le parecía preferible la condenación eterna a vivir para siempre como un vegetal, que era lo que le prometía el inevitable choque contra el suelo. De ese choque inevitable fue Andrés el único en sobrevivir milagrosamente, y cuando los sanitarios lo pusieron en una camilla se acordó de los nueve primeros viernes de mes y pensó que de milagro nada, que por muy destrozado que estuviera iba a salir de ésta como saldría incluso de la explosión de una bomba atómica. Pero al subirlo a la ambulancia estaba allí el condenado capellán castrense con una estola morada, haciendo la señal de la cruz y empezando a decir ego te absolvo. Y a Andrés le hubiera gustado poder decirle que se callara, que no siguiera con ese maldito pecatis tuis y etcétera, etcétera, etcétera. Porque Andrés no quería la condenada absolución de aquel maldito capellán. Andrés no quería morir en gracia de Dios. Quería vivir para siempre en pecado mortal, gozar de una vida perdurable como le habían prometido cuanto tenía siete años.





HOMBRECILLO DIMINUTO

Hace unos días, cuando estaba releyendo el viaje del doctor Lemuel Gulliver a Liliput en busca de algunos datos (o de inspiración, ¿para qué engañarse?), una repentina urgencia, cuyos detalles y naturaleza no vienen al caso, me obligó a interrumpir la lectura. La urgencia era tan acuciante (ya sé que las urgencias, por definición, son no sólo acuciantes sino también apremiantes; pero ésta lo fue tanto que era, por así decirlo, urgente al cuadrado) que no tuve ni tiempo de marcar la página, por lo que dejé el libro abierto sobre mi mesa de trabajo y salí a toda prisa del estudio en dirección al baño.
Al regresar, aliviado ya de mis inaplazables preocupaciones, vi que sobre la mesa, en actitud exploratoria, había un hombrecillo diminuto. Digo hombrecillo y digo diminuto porque lo era en grado sumo; por decirlo de algún modo, diminutísimo al cubo. Su altura no era mayor que la longitud de mi dedo corazón; aunque, como tengo manos de pianista, ergo dedos largos, es de suponer, si se toma el dedo corazón como unidad de medida, que el hombrecillo, entre los suyos,  sería de elevadísima estatura.
Lo primero que hice fue marcar el punto de lectura y cerrar el libro, no fuese que al solitario explorador avanzado lo siguiera al poco tiempo todo un cuerpo expedicionario. Después, procurando no hacer movimientos bruscos y mantenerme en lo posible a sus espaldas para no ser descubierto (precauciones que pronto se mostraron innecesarias, pues desde el punto de vista del hombrecillo yo debía de estar en algo así como una dimensión desconocida), me dediqué a observarlo.
Recorrió la mesa con un ademán, más que sorprendido o admirado, inquisitivamente interesado. Aunque para mi punto de vista el hombrecillo también estaba en una dimensión si no desconocida al menos un tanto lejana (por así decirlo: como al otro lado de un microscopio) y no me era fácil, por lo tanto, percibir con detalle las expresiones de su rostro, pude al menos apreciar los gestos corporales con que, a modo de un entomólogo estudiando descomunales insectos prehistóricos, examinaba los objetos.
Con una mano bajo el mentón y un fruncimiento de labios acompañado de frecuentes cabeceos aseverativos, y alargando la otra mano para palparlo todo y cerciorarse de que era real y material y no un inasible sueño, rodeó primero con pausados pasos el bolígrafo que había junto a mi cuaderno de notas; se detuvo después frente a este último y pareció recorrer con movimientos laterales de la cabeza las líneas de texto, como si tratara de descifrar una especie de gigantesca escritura jeroglífica; desistiendo por fin de ello, levantó la vista hacia el viejo bote metálico de té Lipton’s donde guardo, además de lápices y otros bolígrafos, rotuladores de varios colores, una barra de pegamento, un marcador fluorescente, un abrecartas (¿quién los utiliza hoy en día?) que me sirve de quitagrapas y unas tijeras; se puso de puntillas -la barbilla le llegaba así justo a la altura del borde del bote- y trató de escalarlo, pero los pies le resbalaban en la pulida superficie metálica y terminó por renunciar, al no encontrar punto de apoyo; pasó junto a una pila de libros y apenas se paró un momento ante ella, levantando mucho la cabeza como si contemplara desde la calle un altísimo rascacielos; le prestó más atención al ordenador de sobremesa, especialmente al ratón y sobre todo al teclado, donde creería reconocer los signos que antes había visto en el cuaderno de notas; no hizo tanto caso a la torre, a la pantalla ni a la impresora multifunción, quizá -después del fallido intento de escalar el bote de té Lipton’s- por considerarlas igualmente inaccesibles. Lo que sí estuvo un buen rato mirando mientras daba vueltas a su alrededor y lo analizaba como si tratase también de descifrarlo, es un cuenco que tengo en una esquina de la mesa, como inútil elemento decorativo entre tanto objeto útil, lleno de pequeñísimas florecillas secas de diversos colores (sí; he dicho pequeñísimas y he dicho florecillas).
Se acercó después al borde de la mesa y desde allí, con una mano como visera, comenzó a otear el horizonte de la habitación en un movimiento panorámico. Debieron de inspirarle un gran interés las baldas repletas de libros que recubren las paredes de mi estudio, pues, una vez finalizado el vistazo panorámico, se desplazó por el borde de la mesa mirando continuamente hacia el suelo, como si sopesara las dificultades y los riesgos de un posible descenso.
Fue entonces cuando, temiendo que su demostrado afán exploratorio -el cual empezaba a parecerme rayano en la temeridad, más que en la audacia- pudiese ocasionar que llegara a descalabrarse, decidí poner fin a la visita.
Arranqué una hoja en blanco del cuaderno de notas, la deslicé bajo sus pies y, cuando el hombrecillo estuvo sobre ella, la elevé y, manteniéndola en el aire, la acerqué, con una súbita intuición, hasta el cuenco que tanto había parecido interesarle. Una vez que el explorador hubo recogido un par de resecas florecillas blancas, que a duras penas le cupieron en las manos, trasladé la hoja hasta el libro, previamente entreabierto por el punto de lectura, y la sacudí con todo cuidado sobre la página de origen del visitante.
Volví a cerrar el libro y pensé que el viajero tendría muchas cosas asombrosas que contar a los suyos; y que, si no le creían, siempre le quedaría el par de resecas florecillas blancas como prueba irrefutable de que había estado aquí. Y que, quizá, lo que más difícil podría resultarle fuese convencerles de que había regresado a lomos (o a bordo) de una alfombra voladora.
Pienso, ahora, que tengo que adquirir una nueva edición de los viajes del doctor Lemuel Gulliver, pues la que poseo temo que haya dejado de ser completa. Y pienso, también, que en adelante, por muy acuciantes y apremiantes que resulten las urgencias, deberé tener cuidado de marcar el punto de lectura y dejar los libros cerrados. No sea que cualquier día pudiese estar releyendo, en busca de algunos datos, Dr. Jekyll and Mr. Hyde, por poner un ejemplo, y al regresar de lo que no viene al caso me encontrase de pronto con la casa arrasada, hecha una pena y un destrozo.





NATURALEZA MUERTA CON OBSERVADOR


…cuando no es otro el vivir que un ir cada día muriendo.

Baltasar Gracián. El criticón, III, 11


El apartamento no es muy grande, pero tiene la ventaja de que está cerca de la facultad. Lo más espacioso es el salón, veintipocos metros cuadrados que con una sabia (y milimetrada: a veces hay riesgo de topar con algo) distribución del mobiliario dan para tres ambientes diferenciados: estudio, sala de estar y comedor. Los otros veintimuypocos metros de superficie se distribuyen, en orden creciente de tamaño, entre la cocina, el cuarto de baño (en suite) y el dormitorio. La cocina es mínima pero luminosa pues en la pared lindante con la parte del salón habilitada para comedor hay una abertura horizontal oblonga con un mostrador para pasar los platos lo que, además de ampliar ilusoriamente el espacio casi como lo haría un espejo, permite aprovechar la luz que entra por el ventanal del salón. El cuarto de baño no es mucho mayor pero, al menos, da para que haya una bañera de verdad (en la que se podría morir acostado, como Séneca o Marat) en lugar de una de esas ominosas duchas que son como atosigantes cabinas de teléfono (y en las que no se puede morir ni de pie, a no ser que colabore Anthony Perkins, disfrazado de su santa madre, con un cuchillo). El dormitorio es tan extenso como la cocina y el cuarto de baño juntos; es decir: bien poco; pero como el armario es empotrado y con puertas corredizas hace posible que la cama (él, a quien le gusta dormir con los brazos extendidos, no la llamaría nunca de matrimonio) sea de dos cuerpos. Para dos personas (pero nunca se pensó en eso; y en niños, mucho menos) el apartamento podría resultar angosto, irritante, casi claustrofóbico. Para una sola (aunque precise tener libros -debidamente colocados en baldas, por supuesto- hasta encima de la cisterna del inodoro), es todo lo contrario. A veces, casi un desierto.
Además del último paréntesis (una mujer nunca pondría libros en determinados sitios), hay otras señales en la casa que invitan a deducir que la habita un hombre solo. En los armarios de cocina y en el frigorífico predominan los congelados, las latas de conserva y los platos preparados. En el cuarto de baño, en lugar de esa profusión de cosméticos, rulos y horquillas que ocasionaría una presencia femenina, se puede encontrar (además de libros; ya se ha dicho) apenas lo justo para aseo corporal, limpieza de dientes y afeitado. En las ventanas del dormitorio y el salón no cuelgan cortinas ni estores, con persianas basta y sobra. En toda la casa no se ven plantas en macetas, ni flores en búcaros o jarrones, ni cacharros de cerámica por todas partes, ni cualquier otra cosa que pueda ser considerada como meramente decorativa, sin otro encanto que el de su inanidad pura y simple (el televisor, el equipo de música y el ordenador, aunque de atrevido diseño y elegante línea, están allí para funcionar, no para ser admirados).
En las paredes, tapizadas de libros, no hay cuadros; sólo unas pocas láminas enmarcadas, reproducciones de algunos de los delirios geométricos de Maurits Cornelis Escher, medio ocultas tras dos columnas de obras completas de escritores sudamericanos del boom. Tampoco hay fotografías: ni en los anaqueles de la librería, ni en la mesa de centro colocada ante el sofá, ni en la mesilla de noche del dormitorio, ni en parte alguna de la casa podrá encontrarse ni una sola de esas pequeñas ventanas que ayudan a mantener presentes los paisajes y los rostros de otros tiempos. Como si no hubiera un pasado al que asomarse. O como si, habiéndolo habido, se hubiese querido tirarlo por la borda y olvidarlo por completo.
Ahora bien, en la casa hay orden; un orden casi prusiano, casi neurótico, casi perfecto. Sobre la mesa de trabajo, por ejemplo, en la parte del salón habilitada como estudio, hay diccionarios y otros libros de consulta; y ficheros repletos de fichas; y carpetas llenas de folios escritos; y lápices, y rotuladores, y bolígrafos. Pero todo eso, que mientras esté siendo utilizado se extenderá por la mesa como una tropa en desbandada, aguarda ordenado ahora (bolígrafos, rotuladores y lápices, en un bote; folios, en carpetas; fichas, en ficheros; libros de consulta y diccionarios, debidamente apilados), como un disciplinado ejército en sus cuarteles de invierno. Lo mismo, a pesar de tanto libro, por todo el apartamento. Un orden de cementerio.
Hay limpieza también. Aunque de eso se encarga la asistenta, que acaba de llegar. Tiene llave. Acude por las mañanas, cuando el profesor está en la facultad. Nadie molesta a nadie. Si es necesario decirse algo, se deja una nota o se recurre al teléfono. Una relación perfecta.
Deslumbrada por un rayo de sol que entra por el ventanal, la asistenta aparta la vista y el movimiento de cabeza le hace quedar mirando hacia la puerta entreabierta del dormitorio. Distingue entonces un bulto en la cama, bajo las sábanas; y le parece raro que siendo día laborable, a esas horas…
Tardará todavía un poco en comprender. Tardará unos segundos después de que le parezca raro también que el profesor, siempre tan pulcro y tan ordenado, se hubiera dejado en una esquina de la mesa de centro una botella de coñac, una copa y un tubo de pastillas. Todo muy junto. Todo vacío.
Inclinándose sobre la mesa para recoger la inusitada muestra de desorden, empieza a comprender. El profesor, siempre tan ordenado y tan pulcro el pobre, habrá dejado allí todo eso no por desidia ni olvido, sino para evitar que la nota manuscrita que hay debajo pueda llevársela el viento.





LLAMADA PERDIDA

Esta mañana, al saltar de la cama y conectar el móvil, he visto que tenía un mensaje de texto que me habían enviado durante la noche desde un número desconocido. Era claro y conciso: Por la diferencia horaria, supongo que estarás durmiendo. Hazme una llamada perdida cuando te despiertes, y yo te contesto. Papá. Un tanto largo, quizá (y demasiado pulcro), para ser un mensaje corto; señal, he pensado, de que el emisor no era persona excesivamente ducha en la materia. Y un tanto extraño que el mensaje fuese de papá: primero, porque murió hace años; y segundo -but not least-, porque cuando ocurrió el luctuoso suceso aún no existían los móviles, y, por consiguiente, no habría podido ser enterrado ni con el más arcaico y pesado de los modelos de primera generación. No obstante, he guardado el número en la agenda, he borrado el mensaje y me he dirigido al cuarto de baño.
Mientras desayunaba, he hecho la llamada perdida. La respuesta ha llegado de inmediato. Indudablemente, era la voz de papá. Y ese ridículo diminutivo de mi nombre que tan enojoso me resulta, ¿quién lo emplea más a sabiendas que papá? Iba a preguntarle qué tal estaba, pero me ha atajado disculpándose por la tardanza en llamar y dándome a continuación prolijas explicaciones de los motivos de la demora. En esencia y resumiendo, ha dicho que cuando la telefonía era fija no habría habido en todo el universo cobre suficiente para tender los cables, y que por eso habían estado tanto tiempo incomunicados. Pero que no creyera que con la invención de la telefonía móvil las cosas habían sido tan fáciles. Tardaron una eternidad en conseguir una cobertura medianamente aceptable; y cuando por fin la lograron, las colas para darse de alta llegaron a ser infinitas. Aunque ahora, después de todo -y dudaba si sería procedente decir que gracias a Dios-, ya tenía su móvil (con tarifa plana, por cierto; por eso me había dicho lo de la llamada perdida; a él, llamar le salía prácticamente gratis; a mí, con la tarifación especial que habría tenido que aplicarme mi operadora, me hubiera costado bastante más que un ojo de la cara). Ya lo tenía, sí; y qué mejor manera de estrenarlo que llamando a la familia.
Aprovechando el punto y aparte que ha hecho en su discurso (supongo que para lo asimilable a recuperar el aliento), le he dicho que me alegraba muchísimo de oírle después de tanto tiempo y, barruntando algo subrepticio, le he preguntado el motivo de su llamada. Me ha contestado que ya me lo había dicho: para estrenar el móvil. Ante mi carraspeo, ha añadido en un tono algo lastimero que nos echaba mucho de menos. Y a continuación, en respuesta a mi profundo suspiro, ha confesado de plano y sin reservas que allí arriba se aburría muchísimo, y que estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de librarse para siempre de aquel tedio eterno e infinito.
Barruntándome lo que me barruntaba, y temiendo que ya estuviese a punto de salir a la luz, he sido yo quien lo ha atajado ahora, y le he dicho que si estaba planteándose volver, ni lo soñara. Al fin y al cabo, era él quien había decidido morirse en su momento, y eso ya no tenía vuelta de hoja. Ya era mayorcito para ser responsable de sus actos. Además, hacía años que habíamos vendido la casa e invertido el dinero que se obtuvo. Y muy bien invertido. Las rentas nos permitían costear una residencia donde mamá estaba que ni en el paraíso. Pero no había de temer que pudiera sentirse abandonada y morirse allí de aburrimiento. En absoluto. Entre hijos, hijas, yernos, nueras, nietos y nietas tenía las visitas prácticamente diarias aseguradas para lo que le quedase de existencia, quiera el cielo que sea mucho.
He oído entonces una sonora carcajada. Y, todavía con el eco de la misma, papá ha dicho que ni mucho menos, que de volver nada. Lo que quería era otra cosa. Aunque ya había salido del purgatorio -donde también se aburría mucho; pero, al menos, sabía que no era definitivo-, el verdadero propósito de su llamada era pedirnos que no dejáramos de encargar misas en sufragio de su alma. Pero ahora el cura tendría que pedirle otra cosa al Gran Jefe. Desde que estaban los móviles, podían comunicarse también con los de abajo. Y aquello sí que es en verdad un paraíso, chico. Como un hogar de jubilados, pero a lo grande. Parchís, dominó, damas, ajedrez, mus, póker, ruleta, bingo, tragaperras, puros habanos, whisky de malta, salsa, pasodoble, tango, chachachá… En fin, para qué iba a seguir contándole. Él ya se había ocupado de mover por allí arriba ciertas influencias; pero donde estuviera una buena recomendación eclesiástica para conseguirle un traslado… Sí, ciertamente, los de abajo suelen tener la calefacción un poco demasiado fuerte. Pero, en comparación con un tedio infinito y eterno, ¿qué más daba?
Poco a poco, una vez declarado el motivo real de la llamada, la conversación ha ido decayendo. He prometido a papá que por nuestra parte haríamos lo que buenamente se pudiera, y le he asegurado que seguiríamos en contacto; con el procedimiento, desde luego, de la llamada perdida.
Cuando he colgado el móvil me he quedado meditando unos momentos; y, apurando el café con leche, me he preguntado en qué país vivimos. En estos tiempos, con estos avances, y que todavía sea necesario recurrir a recomendaciones e influencias. En tiempos como los actuales; tiempos como los de hoy en día, en que las ciencias adelantan que es una barbaridad y una brutalidad y una bestialidad.





POR LA G. DE DIOS

El pequeño general, calvo y gordito, observa desde un promontorio la evolución del combate en campo abierto. Hace bastante frío, por lo que se cala bien el chapeo y se arrebuja en el largo -para su corta estatura, quizá demasiado- abrigo de cuello alto. Advierte que uno de los flancos está desguarnecido, y manda a sus edecanes que transmitan las órdenes necesarias para reforzarlo. Nunca ha perdido una batalla; y si alguna vez ha de ser la primera, no será ésta. Cuando ve que sus órdenes ya han sido cumplidas, se abandona por un momento a sus fantasías, deja volar la imaginación, permite que la cabeza se le llene de pájaros.
Glorioso general, piensa. Invicto caudillo. Rey sin corona de un país sin rey. ¿Qué digo rey? ¿Qué digo sin corona? Emperador. Y coronado por el Papa. Y si se tercia, conquistador de Europa. En el futuro, la Historia tendría que añadirlo a la lista de sus más insignes antecesores: Napoleón, Alejandro, César…
La llegada del morito que le trae un café bien caliente lo saca de su ensoñación (bustos y estatuas ecuestres, su nombre en plazas y avenidas, su efigie en sellos y monedas…). Aparta los ojos de los binoculares de campaña y ve entonces, a lo lejos, una avioneta de reconocimiento. Qué gran avance la aeronáutica, se dice. Hasta en tres ocasiones, los aviones le han sido de una utilidad invaluable. Lástima que a ese mamón que le llama Paca la culona sea tan difícil que le ocurra lo mismo que a los otros dos. El muy hijo de la gran puta no subirá a un avión así lo maten. Seguro que el muy cabrón morirá de viejo y en la cama.
Mientras el morito le sirve el café le acuden a la memoria los años del Rif. Los amantes de una noche desaparecidos al amanecer. Aquél que tuvo los santos cojones de decirle, sin miedo a la pistola con que le apuntaba, que era cruel y despiadado, como el rey de Las mil y una noches.
Y este morito se le parece. Mucho. Demasiado. Es una tentación, piensa con un ligero temblor -¿será el frío?- al rozarle una mano cuando coge la taza. Pero no; sería una locura, decide cuando se la lleva a los labios. Habrá que buscar un pretexto para quitárselo de encima. Ya no es tiempo de aventuras.





(DES)MEMORIA

abro interrogación Te acuerdas de cuando éramos estructuralistas y experimentalistas y vanguardistas y nosequeoveteasaberquemasistas y nos pasábamos por la piedra el punto la coma y cómo no el punto y coma abro paréntesis recuerdo a una sedicente guión no confundir con sediciosa aunque se lo merezca guión poetisa que en una entrevista dijo que no sabía para qué sirve el punto y coma cierro paréntesis y si se salvaban las tildes es gracias a que Dios si es que existe es bueno pero no tanto como para redimir al personaje y el argumento porque la literatura no se hace con ideas ni mucho menos con historias sino con palabras palabras palabras y solamente y nada más que palabras y al principio era el Verbo y una novela es estructura y texto y eso es lo que importa pues hay que despertar al lector dormido y en lugar de dárselo todo hecho preparado y  bien mascado hay que hacerle trabajar para que sea él quien construya su propio orden a partir de un caos previo y así se acostumbraría a tratar con una realidad que no es menos caótica y despertaría abro paréntesis he repetido un verbo en pocas líneas pero en aquellos tiempos nos cagábamos en la Retórica y en la Gramática y en todo lo que hubiera que cagarse guión otro verbo repetido guión pues eso era lo revolucionario cierro paréntesis y una vez con los ojos bien abiertos haría la revolución y cambiaría el mundo y se transformaría en el hombre nuevo guión o quizá lo tercero vaya delante pero ya se sabe que el orden de los factores no altera el producto guión pues la poesía es un arma cargada de futuro y nuestro deber como intelectuales es denunciar la injusticia allá donde se encuentre y desenmascarar un sistema opresivo que se disfraza de cordero pero en realidad es un lobo insaciable y esto hay que desenmascararlo y denunciarlo guión aquí no hay repetición de verbos sino quiasmo guión no sólo por medio de la literatura sino también del cine la pintura la escultura la música todas las artes en fin en alianza y conjunción con el pueblo trabajador y soberano hasta alcanzar una sociedad verdaderamente igualitaria justa y libre en la que los valores filisteos de la burguesía habrán sucumbido y el pueblo además de trabajador y soberano será justo y benéfico y también culto y por todo ello capaz de reconocer la contribución de los artistas e intelectuales a la liberación de la sociedad y de premiarla como se merece pues sabrá entonces por ejemplo apreciar y en consecuencia aplaudir el  progresismo de un párrafo como éste que llega a su final abro paréntesis porque así me parece pues podría seguir y seguir y seguir cierro paréntesis sin una sola coma cierro interrogación
 -No -dijo el otro-, la verdad es que no me acuerdo; o quizá debería decir que no quisiera acordarme.





EL GRITO


       L’impression est pour l’écrivain ce qu’est l’expérimentation
pour le savant, avec cette différence que chez le savant le travail
de l’intelligence précède et chez l’écrivain vient après.

Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, Le temps retrouvé


Dirías que es un estupor resignado o una resignación estupefacta o algo por el estilo, pero lo cierto es que no sabes muy bien cómo denominar esa impasibilidad, esa imperturbabilidad, esa cara de palo (has estado a punto de escribir de Buster Keaton, pero te lo has pensado mejor; porque lo suyo era impavidez, ausencia de cobarde -o quizá prudente- miedo y presencia, en cambio, de un valiente -y un tanto imprudente- temple de acero capaz de resistir y hacer frente a la adversidad), esa irritante y ovina mansedumbre con la que el común de los mortales (pero tú, no te engañes, el primero) parece estar aceptando como inevitable catástrofe natural o como merecido castigo divino que aquello que no hace tanto fue anunciado, con un grande alboroto de pitos y timbales, como el fin de la Historia nos haya llevado hasta este callejón sin salida; tan sin salida, piensas, que cualquiera de ellas que en estas circunstancias parezca posible imaginar nos conduce, literal y directamente de cabeza, hacia el fin del mundo.
Exageras, te dices, mientras contemplas en el metro esa exposición de caras aleladas y somnolientas, desconectadas de todo y, sobre todo, de sí mismas por ese par de auriculares que a la larga les destrozarán el oído o por ese sospechoso best seller de tapa dura e innumerables páginas que sin necesidad de esperar demasiado les habrá corroído el cerebro. Quizá no exageres tanto, te corriges. Míralos: cada uno (y tú, no te engañes, también) viaja hacia su particular fin del mundo; y en el trayecto arrastra la pesada cadena de un trabajo que preferiría no hacer o la mucho más pesada de un trabajo que quisiera poder encontrar, la pena de un amor no correspondido o la frustración de un desamor que medra año tras año, la desesperanzada soledad del que no tiene amigos o la más terrible y triste de quien los ha traicionado, la paralizante abulia del que abandonó las ganas de vivir, el miedo a lo inminente del enfermo terminal, el pesar inconsolable de quien ha perdido un hijo de cinco o de diez o de veinte años, el irreparable dolor de quien se ha visto privado de un ser querido en un atentado terrorista o en una misión de paz. Míralos. Y mira también más allá del metro: guerras, terremotos, inundaciones, hambrunas crónicas. Y siempre esa misma mirada que parece no mirar, que no grita, que no protesta, que no se queja.
¿Fatalismo? Podría ser ésa la palabra, anotas en tu cuaderno. Y se te ocurre que quizá, aunque trivializado por la literatura (que, ya se sabe, suele ser un tanto frívola) y doblemente trivializado por el humor (de costumbre tan banal, como es sabido), sea eso, fatalismo, lo que has tratado de expresar mediante esos personajes (confiésatelo: son uno sólo; y son un trasunto de ti mismo) que sin levantar una ceja más que otra parecen, por la forma en que lo cuentan, aceptar con toda normalidad sucesos tan absurdos como la persecución desde delante por un doble que lleva un segundo de ventaja, la opresión por otro doble que está en el lado de afuera de un espejo, una dominical rebelión de electrodomésticos, un despertar complicado y confuso, el encuentro con un nuevo doble que viaja a la inversa en el tiempo, la visita de un hijo que llega del futuro para provocar su nacimiento, un inesperado paseo con don Luis Buñuel, la irrupción de un hombrecillo diminuto salido de un libro, la conversación por teléfono móvil con un padre muerto que quiere una recomendación para entrar en el infierno.
¿Con toda normalidad? ¿Absurdo? Vuelve a mirar al metro. Vuelve a mirar más allá del metro. Nadie grita. Nadie protesta. Nadie se queja. Y de súbito, de repente, de pronto te parece que ese famoso cuadro de Edvard Munch de alguna manera miente. Porque nadie se queja. Nadie protesta. Nadie grita. Nadie va por ahí haciéndolo. Ese hombre angustiado que camina junto al pretil o la valla de lo que parece un puente, un paseo marítimo o un muelle, no es verdadero, no está en lo cierto.
Pero de pronto, de repente, de súbito (mientras dentro de ti algo empieza a crecer y sigue haciéndolo) tienes que corregirte de nuevo. Ese cuadro de Munch contiene más verdad que todo lo que puedas tú escribir a lo largo de siete vidas. Porque ese hombre angustiado está pintado del revés, vuelto de dentro afuera, mostrado por el forro. Es el inaudible -pero ensordecedor- grito que alberga en su interior lo que se puede oír, si se quiere escucharlo. Ese mismo grito que, mientras guardas tu cuaderno de notas y sales del vagón camino de la calle, sigue creciendo dentro de ti; y que alguna vez tendrá que hacerse audible, resonando al unísono con el que habrán de emitir los del metro y, principalmente y sobre todo, los de más allá del metro.





SOLUCIÓN FINAL

Todos los días laborables, en el trayecto en coche de casa al trabajo y viceversa y vuelta a empezar, tengo que cruzar un puente sobre un río seco. Esta noche he soñado que, de regreso a casa, lo hacía una vez más, aunque no como siempre. En el sueño lo cruzaba por debajo. Uno de los ojos del puente se había convertido en una especie de túnel por el que circulaba mi vehículo. La visibilidad no era muy buena; a decir verdad, estaba todo bastante oscuro y es de suponer -no recuerdo si en el sueño era explícito- que llevaría encendidos los faros. Como fuese, lo cierto es que casi a la salida del túnel -y gracias posiblemente a la moderada claridad que llegaba desde el final del mismo- advertí de pronto que había tres o cuatro cuerpos humanos (perdón por la falta de exactitud; pero, ya se sabe: los sueños) tendidos en el suelo. No sé muy bien si di un frenazo o un volantazo o ambas cosas a la vez -lo que sí recuerdo con toda nitidez es que tuve la serenidad suficiente para pulsar el interruptor de los intermitentes de emergencia y prevenir así a los que venían detrás-, pero logré evitar el atropello, aun a costa de que mi coche quedase como encaramado a la altura de la mitad de la cóncava pared izquierda del túnel.
Con ese envidiable dominio de los recursos narrativos -entre ellos, la elipsis- que tienen los sueños, lo siguiente fue que, sorteando los cuerpos -por fortuna, no estaban muertos; se habían tendido allí con la intención de frenarnos-, me acercaba lentamente con el coche hacia la salida del túnel. De golpe y a la vez sabía -como se sabe en los sueños, sin esa falsa y morosa sucesión de lo escrito- que un numeroso grupo de indigentes de todos los colores y nacionalidades (la globalización; también ya hasta en los sueños) había cortado, en acto de protesta, aquel extremo del túnel; y sabía que una cola de vehículos estaba creciendo a mis espaldas, todos atrapados y con sus conductores haciéndose señas unos a otros a fin de iniciar una dificultosa escapada en marcha atrás. Llegaba ya a la salida del túnel, y recuerdo que lo hacía con miedo a tocar el claxon y a bajar la ventanilla. Recuerdo también que mi idea era la de parlamentar (por una vez, gracias quizá al recuerdo de las películas de indios y vaqueros o de colonizadores y tribus indígenas, creo haber dado con la palabra exacta), y me preguntaba si me permitirían el paso. Una voz a mi espalda me dijo algo así como que anduviera con cuidado de no enfadarlos, no fuesen a agredirme. Mi último recuerdo de lo que es propiamente el sueño es que, alcanzada la salida del túnel, me disponía a hablar con un indigente rubio pajizo, de largo pelo ensortijado y poblada y descuidada barba. Y que cerca del indigente rubio y de los que le acompañaban, ya en el exterior del túnel, había un furgón de policía.
Hasta aquí el sueño; o eso creo. Pues, no sé si ya del todo despierto o todavía en una especie de duermevela, he pensado después que es muy propio de los indigentes habitar bajo los puentes; y que precisamente bajo ese mismo puente que cruzo a diario, malvivió durante meses -hasta ser disuelto; imagínese el cómo- un numeroso grupo de inmigrantes ilegales sin techo (¿a que suena como tres martillazos?; pues añádase que alguno de los miembros del grupo sea mujer y negra y piénsese que esa pobre es la que llevará todos los números). Y a continuación he vuelto a pensar en el furgón de policía. ¿Estaba allí para proteger la protesta de los indigentes o para terminar con ella? Lo segundo era más lógico. Así que me he contado un final del sueño (o quizá sea del cuento, o de la pesadilla, o del delirio) en que los indigentes eran disueltos como procede; aunque, afortunadamente, no ha habido muertos.
Los heridos han sido conducidos al hospital. Los demás, alojados en un albergue. Mi yo fatalista y resignado ha concluido que los del albergue irán directamente a las cámaras de gas. Mi yo calculador y desalmado, que lo del hospital es un gasto innecesario.





TODOS LOS MIEDOS EL MIEDO

Mamá, no apagues la luz, no la apagues, por favor, esta noche no, sobre todo esta noche, no es por el hombre sin nariz ni por los monstruos ni por el polichinela, es que hoy, cuando me duerma y se abra el armario, tengo miedo de que venga la abuelita a regañarme, la luz, por favor, enciéndala, doctor, deje de examinar las radiografías y dígame de una vez lo que tengo, quiero la verdad, la exijo, sin ocultaciones ni tapujos ni medias tintas, tengo derecho a saberla, con cuarenta y cinco años creo que ya soy mayorcito, además tengo mi familia y mis responsabilidades y si el diagnóstico no es favorable necesito saber el tiempo que me queda para poner mis cosas en orden, porque quise confesarle a la abuelita que no fue el cachorrito, el retrato del abuelito lo rompí yo, se me cayó sin querer pero dije que fue el cachorrito, no me atreví a decirle la verdad a la abuelita y cuando se la llevaron al hospital ya no pude, a los niños pequeños no nos dejan entrar al hospital y luego ya no he vuelto a verla, sé que estaba muy malita, por eso quería decirle la verdad, pero no pude y ahora tengo miedo de que baje del cielo y salga por el armario para regañarme, no, no tengo miedo de saberlo, doctor, bueno sí lo tengo, pero es peor el miedo a la incertidumbre, dígame usted de una puñetera vez si me va a renovar el contrato o si he de empezar a buscarme la vida, tengo una familia que mantener y las cosas están muy difíciles en la actualidad, ¿miedo?, claro que lo tengo a quedarme sin trabajo, en otra época le hubiera dicho que con estas dos manos no tenía por qué temer nada, pero hoy en día no basta con tener dos manos, hay demasiadas manos por ahí fuera empuñando fusiles, creía que nunca volvería a conocer esos años en que la vida de una persona no valía nada, pero ahí están otra vez, llegan a cualquier hora, sacan a los hombres de las casas y se los llevan hacia un muro o una cuneta o un descampado, el lugar da igual porque de allí ya no vuelven, los dejan allí tirados peor que si fuesen perros, y lo peor de lo peor no es eso, lo peor de lo peor, lo que más miedo nos da a quienes seguimos aquí, es que los que se quedan vigilando en la aldea cuando los otros se han llevado a los hombres entran en las casas en busca de las mujeres, y a mi niña, con sólo doce años, que aún no era ni mujer, se le fueron subiendo encima hasta veinte de aquellos bárbaros, y me hacían mucho daño, madre, sobre todo al principio me hacían mucho daño, luego era como si me hubieran anestesiado, como cuando me operaron de apendicitis, pero para lo que no había anestesia era para el aliento de esos hombres malos, madre, ni para las babas que me echaban encima por todo el cuerpo, sí, hija mía, no vuelvas a tener miedo, te prometo que papá no volverá a entrar en tu cama por las noches, no volverá a decirte mi niña cómo te quiero, no volverá a tocarte donde no debe ni a pedirte que lo toques donde no se debe, papá no volverá nunca y no volverá para nada, te lo prometo, te prometí amor eterno pero los años y la experiencia nos demuestran inexorablemente que todo pasa y nada queda, así que lo mejor es ser civilizados y afrontar el futuro sin temor, solucionar lo de la casa y los niños y no tener miedo de empezar una nueva vida, ya no tengo miedo del armario ni del hombre sin nariz ni de los monstruos ni del polichinela, ya tengo casi diez años, ahora lo que me da miedo es que de repente me he dado cuenta de que papá y mamá morirán algún día, podrían morir mañana mismo, o en este mismo momento, y me dejarían solo, y yo no quiero estar solo, es muy triste estar solo, por eso he buscado una compañía en Internet, una cita a ciegas, una cita entre desconocidos que llevan la misma flor, pero no somos desconocidos del todo, nos hemos enviado fotos, nos hemos dado mutuamente nuestro perfil, nos hemos contado cosas por el correo electrónico, pero ¿serán ciertas las fotos, los perfiles, las confidencias?, una vez cara a cara, ¿me gustará ella?, ¿le gustaré yo?, doctor, haga todo lo posible, por favor, el niño tiene sólo trece años, toda la vida por delante, no tenemos más hijos y como consecuencia de aquel parto tan difícil ya no podremos tenerlos, no puede ser que con sólo trece años sea un cáncer, tiene que haber algún error, con sólo trece años y toda la vida por delante no puede ser, hay que hacer algo, lo que sea, por favor, doctor, no se obstine en prolongarme la vida, tengo ya ochenta años, déjeme morir en paz, en paz y sin dolor, sin más tubos ni goteros ni respiraciones asistidas ni oxígeno, le mentiría si dijera que no tengo miedo, pienso que después no habrá nada, pero con tanta mierda que me metieron de niño en la cabeza no puedo estar seguro, es curioso que toda esa mierda me la metieran los que en el fondo temen que después no haya nada, lo que yo temo es que, contra toda lógica, pueda haber algo, porque si lo hay, entonces allí tendrá que estar esperándome mi abuela, todavía enfadada por lo del retrato del abuelo, todavía molesta conmigo por haberle mentido, todavía dispuesta a echarme una buena regañina por haber acusado falsamente al cachorrito.





INFIERNO


As flies to wanton boys are we to the gods,
They kill us for their sport.

William Shakespeare. The tragedy of King Lear (Act IV. Scene I)


Esta mañana me he levantado con una idea fija zumbando en la cabeza: el infierno existe. O, para ser exactos, podría existir. Resulta que hay algunos ingenieros informáticos de ultimísima generación que ya se atreven a proponer que dentro de poco será posible resucitar a los muertos. Quizá no a todos los finados habidos hasta el presente, pero posiblemente sí a todos los que empiecen a fallecer a partir del momento en que haya quedado debidamente registrada la patente del invento. Se basan en la tesis de que cualquier persona -y que cada cual entienda por persona lo que mejor le plazca- puede ser codificada informáticamente en un número finito, por elevadísimo que sea, de bytes (la palabreja es fea; pero, aunque en cursiva, ya figura en el diccionario). Así pues, sólo habría que ir codificando a los que estuvieran a punto de palmarla e ir archivándolos en cederrones (la palabreja es feísima; pero también figura ya, y sin cursiva, en el diccionario). Y a vivir, que son algo más de dos días.
Porque esos codificados yo, tú, él, ella, nosotros, nosotras, vosotros, vosotras, ellos y ellas tendrían las mismas percepciones y la misma conciencia que tenían en, por decirlo de algún modo, esta perra vida. Pero, además, serían inmortales. Y eso sería lo peor. Pues si ahora hay quien se lo pasa bomba con esos juegos informáticos que rebosan violencia hasta derramarla por los cuatro puntos cardinales, ¿qué no podría hacer cualquier descerebrado hijo de puta del futuro con un cederrón -o el cachivache de almacenamiento de datos que esté en uso por entonces- que tuviera sentidos y conciencia? ¿Apostaríamos algo a que renunciaría a condenarnos a un infierno virtual, un infierno de fuego que no ilumina y quema sin consumir como el que con tanto lujo de detalles nos describían los curas del colegio? ¿Apostaríamos algo a que dejaría de acercarse de cuando en cuando a un micrófono para, con tonante vozarrón, decirnos: “Te quemas, ¿verdad? Pues jódete, que es para siempre”? ¿Apostaríamos algo?
Yo no apostaría nada, desde luego. Y lo único que pido es haber muerto antes de que patenten el invento. Aunque se me ocurre ahora que, con toda nuestra conciencia y todos nuestros sentidos, quizá seamos ya un amasijo de bytes confinados en un cederrón. Y si eso es así, si ahora ya estamos en una fase del juego que rebosa violencia hasta derramarla por las siete direcciones del espacio (inclúyase el centro), ¿cuál será la siguiente fase de este maldito juego de ordenador?





MOVILIDAD GEOGRÁFICA

Me llamo Manuel López Pérez, más conocido como el Checo entre mi círculo de amistades y mis compañeros de trabajo. El 11 de septiembre de 2001, después de firmar la aceptación de las habituales condiciones leoninas de empleo (a saber, y entre otras: disponibilidad horaria irrestricta, sueldo restringidísimo -tanto, que daría risa de no haber provocado previamente el llanto- y signatura de una declaración de baja voluntaria sin fecha), comencé a prestar mis servicios en la empresa donde actualmente sigo haciéndolo. Cuando al principio de esa tarde sucedió lo que ya es Historia, es posible que pensara “qué casualidad” o algo parecido, aunque lo más probable es que no lo hiciese. Es probable también que pensara lo mismo, es decir: posiblemente nada, cuando el 7 de octubre de 2001 -inicio de la operación Libertad Duradera en Afganistán- el jefe de Recursos Humanos me llamó a casa (era domingo) y me dijo: “Señor López, vaya usted haciendo las maletas que mañana tiene que estar en nuestra sucursal de Salamanca.” Pero algo debí de pensar, y si no lo hice debería haberlo hecho, cuando el 20 de marzo de 2003 -comienzo de los bombardeos de Bagdad- me dijeron (en la empresa ya habían empezado a tenerme un cierto aprecio): “Manolo, vete corriendo a Cádiz.”
Creo que había olvidado decir que las condiciones leoninas incluían una mucho más que irrestricta movilidad geográfica. Por si acaso, y antes de proseguir, lo digo. Y, una vez dicho, prosigo. “Checo (se observará que, además de aprecio, ya me tenían bastante confianza en la empresa), a Valladolid.” Y eso fue el 11 de marzo de 2004, de tan triste memoria para los madrileños, y no sólo para ellos. Navidades (ya no se respeta ni eso) del mismo año, maremoto -alias tsunami- de Indonesia: “A Teruel.” Julio de 2005 (en adelante, me ahorraré las fechas exactas; pueden encontrarse fácilmente en Internet), atentados islamistas de Londres: Sevilla. Agosto de 2005, huracán Katrina: Tarragona. Fin de año de 2006, atentado de ETA en la T-4 de Barajas: Lugo. Mayo de 2008, terremoto de Sichuán (China): Santander. Enero de 2010, terremoto de Haití: Toledo.
Empiezo a estar desesperado. Aunque es lo que más deseo en este mundo, ni se me pasa por la cabeza la idea de buscar novia, casarme y formar una familia. Y no se piense que es por este continuo trasiego, este interminable ir y venir de aquí para allá y de allá para acá. Ya querrían muchos, no ya tener un trabajo como el mío, sino simplemente tenerlo. Ya querrían. No. No es por eso. Lo que no puedo soportar es la idea de que si algún día tuviese hijos pudieran mirarlos los demás niños en la escuela de la misma forma que me miran a mí desde hace tiempo mis amistades y mis compañeros de trabajo.
A veces yo también opino de mí mismo que soy como una especie de apestado. Y entonces me da por palparme el cuerpo, tratando de ver si llevo encima algo parecido a un GPS de la desgracia, o si tengo implantado un microchip de la calamidad, o váyase a saber qué catastrófica otra cosa. Pero hay momentos en los que no puedo soportar más el sentimiento de culpa; y entonces me da por decirme que quizá eso que me ocurre tenga algo que ver con la cláusula secreta (tanto, que ni yo la conozco) que me hicieron firmar -una simple hoja en blanco- como apéndice de las condiciones leoninas. Es así como consigo sentirme, aunque sólo sea por un rato, un poco menos culpable. Aunque sólo sea por un tiempo, logro pensar que la culpable es la empresa. Y que algún beneficio estará obteniendo de mi desdicha. Porque mi empresa es de esas que ganan siempre y nunca pierden. Tanto en las duras como en las maduras. Vaya el mundo bien, vaya mal o vaya cuanto peor mejor.
Pero todo eso dura muy poco. En seguida recapacito. En seguida me arrepiento. Y entonces me sabe mal, pero que muy mal, haber pensado tan rematadamente mal de mi empresa. Entonces me palpo el cuerpo de nuevo. Entonces busco otra vez el GPS, el microchip o el váyase a saber qué. Y vuelvo a decirme que soy un apestado. Y que el culpable soy yo. Y solamente yo. Y nadie más que yo.





MOVILIDAD FUNCIONAL

Cuando se extendió el rumor de que el mandamás había ordenado al mandamenos que trajera a su despacho a un mandanada que previamente había sido seleccionado de entre la manada, el mandaalgo y el mandapoco dejaron de vigilarse por un momento y coincidieron en una cómplice mirada de inquietud: ¿Qué significaba aquella inusitada violación de la escala jerárquica? ¿Acaso no era palabra sagrada que el escalafón debía respetarse tanto de abajo arriba como -precisamente para no dar mal ejemplo- de arriba abajo? ¿No tenía el mandamenos que haber transmitido la orden al mandaalgo -pensaba éste- para que él, a su vez, la hiciera seguir al mandapoco? ¿No tenía el mandamenos -pensaba el mandapoco, pues, posiblemente con el fin de mantenerlos ocupados y que no mirasen hacia arriba, el orden jerárquico en esos tercer y cuarto niveles del escalafón nunca había sido claramente precisado- que haberle transmitido a él la orden para que él, a su vez, la hubiera hecho seguir al mandaalgo? Y sobre todo -pensaron ambos al unísono-, ¿qué podía significar que una mierda de mandanada, en lugar de haber sido convocado a un despachito del nivel jerárquico inferior, fuese conducido directamente al gran despacho del mandamás?
Igual había cometido una falta gravísima y por eso lo llevaban directamente y sin intermediarios ante el verdugo máximo, pensó la manada de mandanadas con su resignada y pesimista lucidez habitual. Y a esa misma conclusión llegaron el mandapoco y el mandaalgo, consiguiendo de ese modo tranquilizarse aunque fuese a costa de perder su momentánea complicidad y recuperar su mutua vigilancia, su interminable querella jerárquica, todo eso que los mantenía tan ocupados en beneficio del mandamenos, que veía así neutralizada cualquier posible amenaza desde abajo a su estatus y podía concentrarse en su quizá un tanto utópica aspiración (pero ¿por qué irrealizable?) de ser algún día califa en lugar del califa.
No tardarían en saber lo equivocados que estaban todos. Cuando sonó la sirena que como un toque de generala convocaba en la explanada de los muelles de carga a los mandamenos, los mandaalgos y los mandapocos (pues el mandamenos, el mandaalgo y el mandapoco no dejan de ser una abstracción, una suerte de idea platónica como el caballo o la manzana que representan a todos los caballos y todas las manzanas; y son muchos y se vigilan y se querellan, y aunque a veces quieran mirar hacia arriba saben en el fondo que el mandamás es el amo inaccesible, que los mandamases son una estirpe inalcanzable), cuando siguió sonando la sirena y no dejó de hacerlo hasta que la manada de mandanadas estuvo perfectamente formada en la explanada, entonces vieron abrirse la puerta del gran despacho y salir por ella al mandamás acompañado del mandanada seleccionado, y oyeron al mandamás poner como ejemplo a ese admirable mandanada, que desde peón de fábrica hasta ayudante de contabilidad, pasando por aprendiz de administración, meritorio de ventas, becario de proyectos y tantos otros puestos de los de al pie del cañón -así lo dijo- había sido capaz de recorrer en un tiempo récord los estratos más primarios de la empresa. Y por ello, y para que sirviera como ejemplo de que con esfuerzo y dedicación pueden llegar a escalarse hasta las más elevadas cumbres, había decidido nombrarle mandapoquito (poquito, poco, algo; ¿ves como yo estoy por encima?, dijo un mandaalgo a un mandapoco), lo que esperaba fuese el primer escalón de una brillante carrera que pudiera llevarle -¿por qué no?, pues incluso un mandamás deberá retirarse algún día- hasta el desempeño de las más altas responsabilidades.
La manada se mantuvo en un incrédulo y resabiado silencio. Pero entre los mandos se extendió un esperanzado murmullo. Si se había sumergido un nuevo cuerpo en el escalafón, era de esperar que, según el principio de Arquímedes, todos y cada uno de ellos experimentaran un empuje vertical y hacia arriba. Y si el mandamás, pensó el que mandaba mucho entre los mandamenos, había insinuado que algún día tendría que retirarse…
-Gracias, papá. Procuraré no defraudarte -dijo el recién nombrado mandapoquito.
Y la manada contuvo a duras penas una inmensa carcajada. Y entre los mandos se extendió la desesperanzada convicción de que todo iba a seguir como siempre. Y el que mandaba mucho entre los mandamenos no tuvo más remedio que aceptar que ya nunca llegaría el momento en que pudiera ver cumplida su algo más que un tanto utópica y -definitivamente, ahora sí- irrealizable aspiración de ser algún día califa en lugar del califa.





I KNOW SOMETHING ABOUT LOVE

Tell him that you’re never gonna leave him
Tell him that you’re always gonna love him
Tell him, tell him, tell him, tell him right now

Tell him. The Exciters, 1962

Esta tarde, mientras agitas el vaso de whisky para que el hielo empiece a disolverse, te ha dado por preguntarte por qué escribes tan poco -o por qué no escribes más- sobre el amor. Y la primera asociación de ideas que te ha acudido es una paráfrasis: Todos los amores felices se parecen. Los infelices lo son cada uno a su manera. Aunque (fin de la paráfrasis en el anterior punto y seguido) todos acaban mal. Los supuestamente felices, con la muerte. Los demostradamente infelices, peor; porque son como una muerte en vida. Claro que, en cualquiera de los dos casos, no parece imposible la resurrección. Pero aquél a quien la muerte le haya arrebatado un amor todavía feliz, aún no contaminado de desamor, quedará tan tocado y hundido que le resultará dolorosamente difícil, si es que aún está en edad de hacerlo y alguna vez lo consigue, salir a flote (vale, sí; la esperanza es lo último que se pierde, le concedes a un protestón cubito de hielo que se resiste a disolverse); y si lo logra, no le será fácil evitar el agridulce regusto de pensar que ya no es lo mismo. Y quien se deje arrastrar hasta el desamor y entonces abandone o sea abandonado y vuelta a empezar, si es que tiene esa suerte o las ganas de hacerlo, estará cada vez más inmunizado contra la ilusión (qué curioso, se te ocurre, que ilusión signifique ilusión y también ilusión), pues en cada nueva oportunidad sabrá con mayor y peor convencimiento que en un no muy lejano recodo del futuro aguarda la decepción.
Y ¿qué me dices del amor más allá de la muerte?, te pregunta el cubito rebelde. Para decir algo sobre eso, primero tendría que creer en el más allá, le respondes, agitando con fuerza el vaso para que se disuelva de una vez. Y vuelves a la cuestión inicial, y recapacitas, y te das cuenta de que, si miras atrás, quizá, en proporción, no sea tan escaso lo que sobre el amor has escrito (desde luego, nada en absoluto sobre amores felices: el happy end no vende, podría decir un editor -un verdadero editor, un editor serio, por supuesto-, no es literariamente eficaz, es falso e irreal, es aburrido y mentiroso). Y, para convencerte de que no hay tal escasez, haces recuento: el fugaz encuentro de dos jóvenes licenciados condenados a trabajos precarios -¡qué personajes más rebuscados!, te dice el cubito rebelde, a punto ya de sucumbir, con lo que abundan los jóvenes sencillamente sin trabajo-; el drama del flautista sublime que arrastrará su pena de por vida en los túneles del metro; el amor imposible del oficinista casado que dobla la edad a unos ojos que no se atreve a enfrentar. Visto así, puede parecer poco; pero están las alusiones, arguyes para animarte: aquél que decide celebrar su despedida de casado emborrachándose; los dos viejos mafiosos que hubieron de jugarse a cara o cruz un inconcebible amor prohibido; ése que escribe para olvidar porque no tiene otras manos con las que compartir la vida; el cándido maricón que es traicionado por dinero; el solitario profesor suicida que no tiene fotografías en su apartamento para no asomarse a un pasado que ha querido tirar por la borda y olvidar por completo.
No; considerado así, quizá no sea poco. Pero tampoco es demasiado. (¿Lo ves?, te amonestan los restos del cubito, apenas ya un polvillo a punto de diluirse en el fondo del vaso.) Tendrás que hacer propósito de enmienda. Comprometerte a escribir más sobre el amor. Pero, agitando por última vez el vaso antes de apurarlo, te dices eso tan gastado de que no es uno quien elige los temas, sino que son los temas los que lo eligen a uno.
Excusas, te replica el espíritu del cubito rebelde desde el fondo del esófago. Lo que temes es remover viejos rescoldos. Y admites que quizá sea eso. Y abandonas el vaso vacío, desenterrando, aunque no hubieras querido, ese recuerdo que ya empieza a ser antiguo de la última vez que te dejaron. Siempre (tampoco hay que exagerar; sólo fue en dos ocasiones) has sido tú el abandonado; aunque con la perspectiva que da el tiempo, que todo lo cura y todo lo cicatriza y etcétera, etcétera, podrías decir ahora la tópica frase dirigida al señor juez en la nota del suicida: no se culpe a nadie. Pero aquella vez, la vida, tan demagógica, tan truculenta, tan atrozmente capaz de superar la más melodramática de las ficciones, puso una trágica guinda a la escena.
Cuando tu pareja, con la cara, la voz y las palabras de circunstancias que se ponen siempre en esas circunstancias, estaba dictando sentencia, sonó el teléfono:
-Tío, soy Juan. La abuela acaba de morir.
Juan, se deduce del tratamiento, es mi sobrino. Mi madre, se desprende del contexto, era la abuela.





MORNING MORNING

Morning morning
Feel so lonesome in the morning
Morning morning
Morning brings me grief

Morning morning. The Fugs, 1966

Esta tarde, en cambio, te ha dado por preguntarte qué (o cómo) escribirías si pudieses hacerlo por las mañanas. ¿Es posible, conjeturas, que ese resignado fatalismo, ese soterrado pesimismo -aunque intentes disfrazarlos con algunas gotas de humor no dejan de ser otra cosa que eso y solamente eso y nada más que eso- que tanto abundan en tus textos tengan algo que ver con esa hora crepuscular (Si no se especifica, se entiende el de la tarde, dice del crepúsculo -pues está también el matutino- la insigne doña María Moliner) en la que sueles dedicarte al solitario vicio de poner negro sobre blanco en una pantalla de ordenador?
Es posible, admites. Y se te ocurren varias razones, todas ellas emparentadas con las líneas paralelas: paralelismo entre tu escritura y la parte declinante del día en que te dedicas a ella; paralelismo entre esa parte declinante del día y tu cotidiano ciclo biológico; paralelismo entre esa parte declinante del día, tu cotidiano ciclo biológico y el desanimado cansancio (o el cansado desánimo, tanto monta) acumulado durante las interminables horas matutinas perdidas en un rutinario trabajo que preferirías no tener que haber hecho (y que me disculpen de nuevo quienes, aunque quizá prefiriendo también no tener que hacerlo, preferirían mucho más algo tan sencillo -pero al parecer tan complicado en estos tiempos- como simplemente tenerlo) y del que nunca tuviste el valor de escapar a lo largo de tantos y tantos años.
¿Quiere eso decir que si escribieses por las mañanas lo harías con una especie de optimismo panglossiano? ¿Que podrías hablar de árboles sin sentir que eso fuese casi un crimen? Recapacitas, y te das cuenta de que, desde un principio, la pregunta no ha estado bien planteada. Una cosa habría sido preguntarte qué (o cómo) habrías escrito si hubieses podido hacerlo por las mañanas; pregunta tan tonta como inútil, por cierto, pues ya nunca jamás se sabrá cómo pudo haber sido eso. Y otra, quizá igual de inútil pero a lo mejor no tan tonta pues no es descartable como hipótesis para un no muy lejano futuro, es qué (o cómo) escribirás cuando puedas hacerlo por las mañanas.
Sigues recapacitando, y te viene a la memoria ese personaje tuyo (¿ese personaje tuyo?) que, además de que escribe para olvidar, ve los crepúsculos como una metáfora de su existencia, o su propia existencia declinante como la metáfora de un mundo que tumbo a tumbo se derrumba. Y, apurando el acostumbrado vaso de whisky con las últimas luces del atardecer, llegas a la conclusión de que el problema no es de ocasos o amaneceres -pues uno también puede sentirse solo por las mañanas, también pueden traerle dolor y pena-, sino de este puñetero mundo y de esta puta existencia.
Porque, querido doctor Pangloss, este mundo podrá ser el único posible, que eso estaría por ver, pero desde luego no es el mejor de ellos. Y hablar de árboles -cuando supone callar tantas alevosías- ha sido, es y seguirá siendo casi un crimen por los siglos de los siglos de los siglos. O por lo menos hasta que el Sol reviente.





PRISIONERO

Míralo si es estúpido y majadero. Ya está con sus majaderías y sus estupideces, como siempre. Todos los días la misma historia. La misma historia de todos los días. Primero saca la lengua y me la enseña un buen rato. A continuación se la guarda, cierra la boca y de inmediato vuelve a abrirla pero con los dientes bien apretados, y me los enseña otro buen rato. Luego tengo que ver cómo se los cepilla y se enjuaga la boca y se la vuelve a enjuagar y a enjuagar y hace gárgaras y gárgaras y más gárgaras. Y soportar después -y eso es lo que más me cuesta, pues, aunque no quisiera, casi llego a olerle el aliento- que acerque la nariz hasta casi tocar la mía, y que esté un buen rato más examinándose esa estúpida cara de majadero que tiene. Y si hay suerte y no se encuentra ningún grano, pues eso, que hay suerte; porque cuando no la hay, pues eso otro, que no la hay, y tengo que presenciar todo el proceso de aniquilación, y aguantar la inaguantable cara de satisfecho que pone cuando lo ha reventado. Casi la misma que cuando, tras el afeitado, se aplica la loción after shave; y la del momento en que se peina y se repeina; y la del anhelado instante en que, por fin, se ajusta el nudo de la corbata y me deja en paz hasta el día siguiente.
Pero lo malo no es todo eso. Lo peor no es tener que presenciar todo eso. Lo pésimo es verse obligado, día tras día, a hacerlo. Prisionero como estoy en esta maldita ventana de azogue, no tengo más remedio que ajustarme día tras día el nudo de la corbata, peinarme y repeinarme, aplicarme loción after shave tras el afeitado, reventarme granos después de haberlos buscado y encontrado, acercar la nariz hasta casi oler un indeseado aliento y examinarme la cara durante un buen rato, hacer gárgaras y enjuagarme la boca y cepillarme los dientes, apretarlos bien apretados para mirarlos otro buen rato, sacarme la lengua, en fin, y durante un buen rato más estar como haciéndome burla.
Y la verdad es que preferiría no hacerlo ni presenciarlo. Preferiría no verme obligado a presenciar ni a hacer todo eso. ¿Acaso cree ese estúpido que yo no pienso? ¿Acaso piensa ese majadero que yo no siento? Si a él le pincharan, ¿no sangraría yo? Si a él le hiciesen cosquillas, ¿no reiría yo? Si a él lo envenenaran, ¿no moriría yo?
Lo cierto es que ya empiezo a estar harto de esta historia de todos los días y más que harto de ese majadero estúpido. Y que igual un buen día, cualquier día de estos, me da por alargar un brazo, atravesar con él la cárcel de azogue, pinzar con dos dedos la nariz de ese estúpido majadero y retorcerla y retorcerla y no dejar de retorcerla hasta volvérsela del revés. Seguro que le daría un susto de muerte. Seguro que así conseguiría de una vez por todas que dejase de hacer majaderías y estupideces para siempre.





PRISIONERA

Hola, compañera. Buenos días y feliz cumpleaños. ¿Qué tal llevas lo de entrar en los cuarenta? Dicen que para nosotras el golpe duro de verdad es el de los cincuenta, con la menopausia, el inicio del descuelgue de tetas y todo eso, y que la crisis del cuatro cero es la típica de los chicos; pero como han conseguido que para lograr la independencia hayamos tenido que llegar a ser casi como ellos… Pues eso. ¿Qué tal tú?, entonces. Yo, si quieres que te diga la verdad, un poco jodida. Sí, tú dirás lo que te parezca, que con el carrerón que llevo, a mi edad y siendo tía, no tengo motivos para quejarme. La que los tendría es la esposa y madre trabajadora con doble jornada laboral, marido inútil para las labores domésticas y dificultades para llegar a fin de mes, si es que el paro no le impide llegar al principio. ¡Horror! Suerte que tuve al poder escapar de todo eso. Sí, compañera, tú dirás lo que te parezca. Que no tengo motivos para quejarme. Y no te falta parte de razón. Subdirectora de cuentas, con despacho propio en una de las plantas nobles del edificio de la más importante gestora de patrimonios del país, es un cargo que muchos tíos tardarían varios años más en alcanzar, si es que llegaban. Pero te falta toda la otra parte de razón. A mi edad y en mi situación, un tío tendría mucho más futuro profesional que yo. Pueden quedarme, como mucho, uno o dos ascensos. Podría llegar, como mucho, a la planta noble que hay encima de la mía. Pero a la planta noble de verdad, a la de arriba del todo, ni soñarlo. Territorio vedado para las féminas. Los buitres de verdad, los cocodrilos de verdad, los tiburones de verdad, han sido, son y habrán de ser siempre machos. Y no te digo a lo que he tenido, tengo y tendré que renunciar para seguir teniendo una carrera por delante. De vida sentimental estable y de formar una familia, nada, por supuesto. Y en el muy hipotético caso de que de pronto y de repente y de súbito me cayera del caballo, me arrepintiese de mis pecados y quisiera tener un hijo, creo que ya empiezo a estar un poco mayorcita para eso. Si te digo la verdad, y eso te lo confieso a ti porque sé que vas a guardarme el secreto, pero no lo declararía ni en presencia de mi abogado, a veces me gustaría ser como mi madre, una simple ama de casa que desparramaba amor y cariño por todas partes. No te digo, y eso que mi padre era un buen tío, que mi madre fuese lo que se dice verdaderamente feliz, pues parece que eso no está al alcance de nadie, pero estoy segura de que más infeliz que yo no sería. Y es que no sé si será cultural o genético, pero creo que no podemos ser tan frías como los tíos. Yo echo mucho de menos el amor, el cariño, la ternura, el simple calor humano. Estoy hasta los ovarios del aquí te cojo aquí te mato, del sexo porque sí, de que sea tan difícil -sobre todo si eres tú la primera que va a la tuya- encontrar un tío que no vaya nada más que a la suya, y no quiero decir con eso que sea solamente uno -de los que, por cierto, escasean- que sepa echar un buen polvo, sino uno que al menos parezca que te hace algo de caso, que se interesa por tu persona y no sólo por tu cuerpo… ¡Uf! Creo que, además de sentimental, estoy empezando a ponerme cursi, por no decir pija. A ver, compañera, ¿cómo estamos hoy de guapas? Aún aguantamos bien con la cara recién lavada, pero la sociedad nos exige un poquito de maquillaje. Y la verdad es que una misma, también. Mientras sea un poquito, pase. Una pinceladita de sombra en los ojos, un toquecito de color en los pómulos, una pasadita de lápiz de labios. Listo. Pero, ¡ay!, llegará el día en que con un poquito no será suficiente. Y cuando llegue ese día, compañera, espero que no me mientas, como no lo hiciste con la madrastra de Blancanieves. Sabes, porque te lo he dicho muchas veces -y quizá esa sea mi única rebelión contra este mundo que sigue estando fabricado por los hombres-, que quiero aceptar el envejecimiento cuando llegue, asumirlo con dignidad. Nada de maquillajes de payaso, nada de pretender aparentar perdidas juventudes o adolescencias y nada -ni se te ocurra pensarlo- de cirugías. Si las canas y las arrugas son ley natural, quiero acatar esa ley. Sabes, porque te lo he dicho muchas veces, que el día que no pueda limpiarme el culo yo sola preferiré estar muerta. Y quiero que sepas, porque te lo digo ahora y para que no me mientas nunca, que también preferiré estar muerta antes que parecer patética.





A LA DE TRES

El otro día, cuando estaba vistiéndome para ir al teatro, alguien llamó a mi puerta. Tardé unos minutos en poder acudir a la llamada y cuando lo hice vi por la mirilla que al otro lado ya no había nadie, pero quien fuese que hubiera llamado había deslizado por debajo de la puerta una hoja de papel doblada por la mitad. Al recogerla y desplegarla leí lo siguiente, escrito con letras mayúsculas recortadas de diarios y revistas: NO DEJES QUE TE MATEN. Recordé que en un cuento de Julio Cortázar, cuya acción transcurre en su mayor parte en un teatro, un personaje pronunciaba una frase casi idéntica (de hecho, sólo cambiaba el pronombre personal), así que, como medida de precaución, decidí quedarme en casa.
Tenía que avisar a los amigos con quienes había quedado para asistir a la función. Pero cuando tomé el teléfono móvil, vi que en la pantalla había el siguiente mensaje, también con mayúsculas: NO HABLES POR TELÉFONO. Recordé entonces un viejo episodio de la serie de televisión Los vengadores en el que alguien, haciendo vibrar un diapasón junto al micrófono de un teléfono, provocaba una explosión letal en el auricular de quien escuchaba al otro lado de la línea. Si aquello había ocurrido con un aparato, por así decirlo, analógico, ¿qué no podría ocurrir con uno digital, que además es posible que sea radiactivo? Un estallido, más que convencional, probablemente nuclear. Me abstuve, así pues, no ya solamente de llamar, sino incluso de poner un simple mensaje de texto.
Cuando, algo más tarde, me metí en la cama, pensé que lo de no haber ido al teatro podía ser sólo para ese día pero que igual lo de abstenerse del teléfono tenía que ser para una larga temporada o quizá para siempre, y eso, además de una gran sensación de incomodidad, me produjo una enorme desazón. Recuerdo que esa noche tuve un sueño bastante inquieto; y, aunque no lo recuerdo con tanta precisión, creo que debí de tener unos sueños bastante inquietantes. Por la mañana, al entrar en el cuarto de baño, vi que en el espejo -ya nunca podré saber si con crema de afeitar o con pasta dentífrica-, con las inevitables mayúsculas, estaba escrito: NO TE MIRES AL ESPEJO. Mientras, desesperadamente, buscaba alguna asociación de ideas que pudiera salvarme, comprendí que ya era tarde, muy tarde, irrevocable y definitivamente demasiado tarde.





PROTEO O LA BOLA DE NIEVE

Suárez se lo dijo a Juárez, Juárez a Márquez, Márquez a Gálvez, Gálvez a Núñez y Núñez me lo dijo a mí. Pero era yo quien había iniciado la cadena. Era yo, que en aquel momento estaba muy ocupado, quien había dicho a Suárez que un tipo con una corbata espantosa quería hablar con el alcalde y que por favor se ocupase él de atenderlo pues yo, como ya he dicho, estaba muy ocupado en aquel momento. Y ahora me venía Núñez con el cuento de que en aquel momento estaba muy ocupado y si por favor podía ocuparme yo de un tipo que llevaba una horrible corbata con un estampado de leones rampantes y que estaba ya un buen rato esperando para hablar con el alcalde. Le pregunté dónde estaba el tipo de la corbata y me contestó que él no había llegado a verlo pues había recibido el encargo de Gálvez, quien le había pedido el favor de que se ocupase él pues etcétera. Fui a ver a Gálvez y me dijo que, en efecto, el tipo de la horrorosa corbata estampada de panteras negras llevaba un buen rato esperando, pero que él no sabía nada más pues había recibido el recado de Márquez, que también estaba muy ocupado. Aunque no recordaba en qué consistía exactamente el espanto de la corbata, pensé que todos estábamos hablando de la misma persona, así que pregunté a Márquez y me contestó que lo del tipo de la horrenda corbata estampada de serpientes enroscadas a él se lo había dicho Juárez, quien por estar muy ocupado etcétera, etcétera. Juárez, después de jurar y prometer que el estampado de la horripilante corbata era de abetos navideños, me remitió a Suárez. Y este último, por fin, tras pedirme disculpas por no haber atendido él personalmente mi petición sino haberla transmitido, pero ya se sabe lo ocupado que uno está siempre, me dijo que el tipo de la horrífica corbata estampada de fuentes y surtidores de agua estaba detrás de mí.
Ya he dicho que no recordaba en qué consistía exactamente el espanto de la corbata; y, de hecho, lo que yo le había comentado a Suárez cuando empezó a rodar la bola de nieve es que la corbata era espantosa, sin más. Pero cuando me di la vuelta para atender al tipo me pareció que la corbata no era tan horrífica ni tan horripilante ni tan horrenda ni tan horrorosa ni tan horrible; ni siquiera tan espantosa como en un principio me había parecido. Incluso tenía cierta gracia. El estampado no era de agua ni de árboles ni de serpientes ni de panteras ni de leones. Eran unas graciosísimas focas que mantenían cada una en equilibrio en el hocico una enorme pelota. Ya digo: cierta gracia.
Miré la hora. Ya era muy tarde. Así que tuve que decirle al tipo que habría de volver mañana. Además, no era posible hablar con el alcalde sin cita previa. Tomé nota en la agenda para darle hora, y al preguntarle el motivo de la visita me dijo que traía el presupuesto para la instalación de farolas en el cementerio municipal.
Cerré la agenda, despedí al tipo hasta el día siguiente y me quedé pensando en qué cosas tan absurdas se gastan nuestro dinero los alcaldes.





POÉTICA


Métense a querer dar gusto a todos, que es imposible, y vienen a disgustar a todos, que es más fácil.

Baltasar Gracián. El discreto (Realce XI)


Desventurados los que escriben recto, porque disgustarán a aquellos que quieren que se escriba con renglones torcidos.
Desventurados los que escriben torcido, porque disgustarán a aquellos que quieren que se escriba con renglones rectos.
Desventurados los que escriben con renglones torcidos, porque desagradarán a aquellos que quieren que se escriba recto.
Desventurados los que escriben con renglones rectos, porque desagradarán a aquellos que quieren que se escriba torcido.
Desventurados los que escriben siempre igual, porque serán acusados de repetirse.
Desventurados los que no escriben nunca igual, porque serán acusados de carecer de estilo.
Desventurados los que escriben claro, porque serán condenados por los exquisitos.
Desventurados los que escriben oscuro, porque siempre encontrarán a alguien (tonto yo; tonto yo o tonto él; tonto él) por quien serán condenados a la de tres.

Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer, Señor? ¿Escribir para todos?

Desventurado serás, hijo mío, si eso hicieres, pues así solamente conseguirías descontentar a todo el mundo. Escribe para ti, encomiéndate después al Padre, y a lo mejor, con algo de suerte, lograrás gustar a alguien.





NUNCA SE SABRÁ


We are such stuff as dreams are made on;

William Shakespeare. The Tempest. (Act IV. Scene I)


Se sabe (pero no se pregunte cómo ni por qué) que la acción se desarrolla en un ámbito sórdido: una habitación de prostíbulo iluminada por la luz cruda y neblinosa (sí: cruda y neblinosa) de una bombilla incandescente, desnuda y, muy probablemente, polvorienta. Hay una cama, en la que está sentada una joven latinoamericana (no se pregunte tampoco cómo ni por qué se sabe que lo es). Hay también, o parece que la hay, una mesilla de noche. Y hay, esto es seguro, una silla de enea en la que reposa una anciana, demasiado vieja quizá para ser el ama del burdel, por lo que posiblemente se trate de alguna antigua meretriz o de alguna veterana alcahueta relegada ahora a labores higiénicas y profilácticas, sin descartar que pueda ejercer también alguna función de vigilancia.
Se abre la puerta de la habitación y entra una joven vestida con uniforme de chica de servicio (o de servicio de habitaciones de hotel; no es del todo seguro) acompañada de un hombre con sombrero que no llega a traspasar la puerta. El hombre sostiene un maletín del que se sabe (tampoco se pregunte etcétera) que está repleto de fajos de billetes de banco.
La joven de uniforme propone algo a la latinoamericana, a lo que ésta se niega con un movimiento de cabeza. Entonces, la joven de uniforme muestra un plato en el que hay una jeringuilla con una dosis de heroína y pregunta a la latinoamericana (pero no hay duda alguna de que se trata de una pregunta retórica) si aquello le apetecería.
Parece que sí le ha apetecido, pues ahora las dos jóvenes se besan y se abrazan simulando un encuentro lésbico, lo que da a entender que el papel del hombre del maletín repleto de billetes es el de cliente mirón.
De súbito, en un brusco cambio de plano, la joven de uniforme presiona un cojín o un almohadón contra la cara de la anciana, a la que apenas le da tiempo de murmurar un sofocado hija de puta antes de quedar, al retirarse el cojín o el almohadón, ciega, sorda y muda por los siglos de los siglos, con lo que nunca llegará a saber que no se ha tratado de nada personal, que el asunto no iba con ella, que simplemente no puede haber ningún testigo del asesinato que está a punto de cometerse.
Es entonces cuando el impenitente soñador -el empedernido soñante- despierta. Y nunca se sabrá si con ello ha salvado una vida o, por el contrario, al disolverlas junto con el sueño, las ha condenado todas.
Aunque quizá estas líneas, dubitativas e indecisas, no sean sino un torpe intento de redimir todas esas vidas (anciana meretriz o alcahueta incluida) conservándolas en la memoria de alguien por algún tiempo. O, si no fuese pedir demasiado, en la memoria de algunos para siempre.





EL ORDEN DE LOS FACTORES


The End is but the Beginning

J. G. Ballard. Time of Passage


Los sueños y los espejos tienen algo de pasadizo o de puente hacia otro universo que está en nosotros mismos. La posibilidad que nos ofrecen -y de la que tanto nos hemos servido desde la remota época en que comenzamos a construir ficciones (baste con recordar, sin pretensiones de exhaustividad, los sueños del faraón, el de Chuang Tzu, la flor de Coleridge, el espejo de la madrastra de Blancanieves o aquél a través del cual viajó Alicia)- de alterar el orden de sus factores, de recorrerlos en un sentido u otro, de internarnos en su mundo o de transportarlos al nuestro, de permutar, en fin, sus leyes con las de eso que quizá ilusoriamente llamamos realidad, es lo que les proporciona una indudable capacidad de fascinación.
Pero modestamente propongo que no es sólo ésa -ni de manera principal- la razón de que ejerzan ese subyugante influjo. Me arriesgo a aventurar que su verdadero hechizo radica en que son como ensayos o remedos de ese otro universo, ese otro lado que a tantos subyuga y fascina. Ese otro y definitivo más allá -tan obstinadamente imaginado, quizá por temido o deseado- al que se accede en un último viaje de ida del que, sin embargo, muchos no renuncian a pensar que pueda serlo también de vuelta.
Sería no sólo exhaustivo sino además extenuante cualquier intento de enumerar, como ejemplos de ese viaje de retorno, los más que abundantes casos que nos ofrece la ficción de historias de fantasmas y aparecidos, por no hablar de la actual y más que tediosa proliferación del (confío en que el término elegido tenga alguna acepción peyorativa) subgénero de vampiros. Aunque, si se piensa bien, los miembros de toda esa fauna ectoplásmica o chupasangres no están exactamente de regreso, quizá porque no se han marchado del todo. Deambulan a caballo entre dos mundos, un pie en este lado y otro pie en el opuesto, a la espera de que alguien les ayude a cumplir una venganza que quedó pendiente, les consiga el perdón de una arrastrada culpa a la que están encadenados o les haga el favor de introducirles en uno de los espacios intercostales una liberadora estaca puntiaguda.
Hay otra versión del regreso mucho más exacta. La de aquellos que de verdad han vuelto; y, además, para quedarse. Pero no parece ser -es posible que por tan exacta- la que haya resultado literariamente más fecunda. Indagando en mi vasta y enciclopédica ignorancia, apenas me viene a la memoria algún ejemplo más que los de Lázaro o la hija de Jairo (por cierto, ¿qué fue de ellos?, ¿cómo les va la vida?, ¿por dónde andan?); aunque, en compensación, ese otro caso que he logrado recordar, el del Resucitado por antonomasia, es el ejemplo por excelencia, una de las más altas cumbres de la literatura universal, no sólo de la fantástica (interprétese esto en el mismo sentido en que dos de las incontables obras maestras de John Ford, The Searchers y The Man Who Shot Liberty Valance, son cimas insuperables no sólo del western sino del cine en general).
Se me ocurre una nueva posibilidad, con diferentes facetas, escasamente explorada también por la ficción: la del viaje inverso. Benjamin Button (fugazmente popular hoy en día a causa de la más que libérrima adaptación cinematográfica del original literario de F. Scott Fitzgerald) transita de la ancianidad a la infancia; aunque, bien pensado, su trayecto no es realmente inverso: nace y muere; con el desgastado caparazón de un casi muerto en un caso y el apenas inaugurado envoltorio de un recién nacido en el otro, pero nace y muere; su flecha temporal, salvo por esa curiosa inversión física, no difiere de la del común de los mortales. Otra es la situación (verdaderamente inversa; verdaderamente fiel a la que quizá sea la versión escrita más antigua del tema: la historia de los hijos de la tierra, que refiere Platón en Político) de James Falkman, protagonista del relato de J. G. Ballard Time of Passage. Como Benjamin Button, Falkman verá rejuvenecer su físico desde una vejez inaugural; pero, a diferencia de aquél, no nace, sino que ingresa en este mundo desde el cementerio; y no muere: sencillamente, dejará atrás -por decirlo de algún modo- la existencia nueve meses después de haber ingresado en la sala de maternidad de un hospital. Su flecha temporal, desde el punto de vista del lector, es inversa; aunque Falkman no advertirá diferencia alguna con la del común de los -por así denominarlos- mortales; pues, en su universo, todos siguen su misma trayectoria.
Pienso en todo esto mientras aguardo a mi madre. Pienso que tanto Button como Falkman, si conocían la edad que tenían al ingresar, por una vía u otra, en la existencia, arrastrarían por siempre la pena de saber cuándo habrían de perderla. Pienso que la Naturaleza, tan sabia, se apiadaría de ellos hurtándoles la memoria en sus últimos años. Pienso, incluso, que a diferencia de Falkman (predestinado y condenado a perderse -sin otra opción, como todos los suyos- en el seno materno), Button conservaría en cierto modo el  libre albedrío: nada le habría impedido (nada lo impide en la lógica interna del relato) abandonar voluntariamente este mundo cuando él hubiera querido.
Ya están desenterrando el ataúd. No tardará en llegar el coche fúnebre. En poco más de una hora estaremos en casa.  Pienso finalmente, antes de ocuparme de los trámites del -¿cómo llamarlo si no?- nacimiento, que no soy como el común de los mortales; pero tampoco como Button o Falkman. Soy una mezcla de ambos: viajo verdaderamente a la inversa, como Falkman; pero, al igual que Button, estoy solo.
Aunque pronto dejaré de estarlo. Eso (y saber que la Naturaleza es sabia y a lo mejor se apiada) me ayudará a mitigar esa pena que arrastro desde siempre y para siempre, esa pena de conocer el momento exacto (pero antes espero haber perdido la memoria) en que habré de internarme en el seno de mi madre, como ella lo hará en el de mi abuela, y ésta en el de mi bisabuela…
También me ayudará el orgullo de saber que inauguro (o clausuro) una curiosa estirpe de la que soy -pues necesariamente sólo puede haber uno- el único varón; un curioso y solitario linaje femenino que se prolongará hasta el final (o el principio) de los tiempos.





EL ARTE DE LA FUGA (I)

A CNN+, in memoriam

con quien yo me acueste o deje
zap
con quien yo me acueste o deje de acostarme
zap zap
con quien yo me acueste o deje de acostarme no es asunto tuyo
zap zap zap
¿cómo que
zap zap zap zap
¿cómo que no
zap zap zap zap
me acueste o deje de acostarme no es asunto tuyo
zap zap zap
¿cómo que no es asunto mío?
zap zap
deje de acostarme no es asunto tuyo
zap
que no es asunto mío?
zap
no es asunto tuyo
zap zap
que no me interrumpas
zap zap zap
no es asunto mío? que no me interrumpas que estoy hablando yo
zap zap zap zap
asunto mío?
zap zap zap zap
que estoy hablando yo
zap zap zap
oye que yo por mi hija
zap zap
estoy hablando yo
zap
por mi hija soy capaz de matar
zap
hablando yo
zap zap
capaz de matar
zap zap zap
y ahora me dirás
zap zap zap zap
¿qué quieres que te diga
zap zap zap zap
y ahora me dirás que lo de la mamada
zap zap zap
¿qué quieres que te diga drogata de mierda?
zap zap
que lo de la mamada al delantero centro
zap
que te diga drogata de mierda?
zap
la mamada al delantero centro fue un invento
zap zap
de tu puta madre fue un invento drogata de mierda
zap zap zap
al delantero centro
zap zap zap zap
de tu puta madre fue la mamada
zap zap zap zap
que estoy hablando yo
zap zap zap
que soy capaz de matar
zap zap
que no es asunto mío?
zap
que no es asunto tuyo
zap
zap zap
zap zap zap
zap zap zap ¡¡¡¡zaaaappiiiing!!!!





EL ARTE DE LA FUGA (II)


En cada casa cuecen habas, y en la nuestra a calderadas.

Hernán Núñez. Refranes o proverbios en romance que coligió
                          y glosó el comendador Hernán Núñez.


Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra.

Jn 8,7


No sólo estamos perdidos sino que además estamos rodeados.

Manuel Vázquez Montalbán.


Me pregunta usted por las medidas que tomaríamos cuando llegásemos al gobierno de la nación para superar la crítica situación económica actual y me dice usted también que si tras nuestra supuesta indefinición presente no habrá eso que algunos denominan insidiosamente una agenda oculta y mire usted me alegro mucho de que me haya hecho esa pregunta pues me da la oportunidad de defender a mi partido de tanta maledicencia como están difundiendo interesadamente determinados medios afines a un Gobierno que es el verdadero problema por lo que muerto el perro se acabaría la rabia y al buen entendedor le llaman sabio y con pocas palabras basta y si me permite una digresión le diré que allá arribica arribica había una montañica y en la montañica un árbol y en el árbol una rama y en la rama un nido y en el nido tres huevos rojo blanco y colorado y al coger el rojo me quedé cojo y al coger el blanco me quedé manco y al coger el colorado me quedé descalabrado y esa es la razón por la que desde Santurce a Bilbao vengo por toda la ría con la falda arremangada y luciendo las pantorrillas y aunque le supongo a usted al corriente de que en mi partido se habla el catalán en privado le traduciré por cortesía al castellano que bajando de la fuente del Gato una joven una joven bajando de la fuente del Gato una joven y un soldado y dado que en el estatuto de autonomía correspondiente se reconoce al valenciano como idioma propio de esa comunidad autónoma le traduciré también que el día de Pascua Pepito lloraba porque el cachirulo no se le empinaba la Tarara sí la Tarara no la Tarara madre que la bailo yo y añadiré para que nadie se sienta excluido que ancha es Castilla y que Sevilla tiene un color especial y Asturias patria querida Asturias de mis amores quién estuviera en Asturias en algunas ocasiones y si usted me pide algo más de concreción haré un esfuerzo y le diré para terminar que el vino que vende Asunción ni es blanco ni es tinto ni tiene color y con esto y un saludo a la afición en general y un viva Fran…cia y arriba España me despido creyendo haber dado a usted cumplida respuesta. A ver, siguiente pregunta.





FAETÓN

Malditos sean los hombres, malditos sean/ Malditas seamos las mujeres, por traerlos al mundo para que mueran/ Maldita sea, Fabián, mi niño, Fabián, mi Fabiancito, ¿qué haces ahí tan yerto?, ¿qué haces en esa caja con sólo dieciocho añitos?, ¿qué haces con ese cuerpo todavía inmaduro que va a devorar el fuego?, maldita sea/ Maldito seas, Heriberto, maldito seas/ Maldito el día en que nos conocimos, el día que nos casamos, el día que concebimos a Fabián, el día en que nos divorciamos, malditos sean/ Malditos todos los días que estuviste alejado de tu hijo en venganza por no haber podido arrebatármelo/ Malditos todos los días y las semanas y los meses y los años en que Fabián preguntaba por un padre ausente/ Maldito todo el dinero y los regalos que le enviabas para comprar el cariño que le negabas/ Maldito ese maldito regalo de cumpleaños con el que te presentaste después de tanto tiempo con la excusa de celebrar su mayoría de edad/ Maldita esa deslumbrante y enceguecedora máquina japonesa de dos ruedas y cientos de caballos y más cientos de centímetros cúbicos/ Malditos, por enceguecedores y deslumbrantes, los cientos, los centenares, las centenas, los caballos y los centímetros cúbicos, malditos/ Maldito tú también, Melchor, maldito el día en que me divorcié por ti, maldito el día en que volví a casarme, maldita tu frialdad afectiva con Fabián, tu renuencia, disfrazada de respeto, a convertirte en figura paterna/ Maldita, sobre todo, esa expresión de alivio que no has logrado disimular cuando la moto incendiada de Fabián ha pasado volando tan cerca de la casa, casi rozándola, y ha terminado estrellándose en la piscina/ Maldita sea yo, por ser mujer y haberme enamorado y desenamorado y vuelto a enamorar/ Maldita sea yo, porque he dejado se ser madre y siento que nadie más que yo tiene la culpa/ Maldita sea.





RECUERDA EL ALMA DORMIDA

No he tenido más remedio que asistir a mi propio entierro. Habría preferido no hacerlo, pero ya se sabe que ciertas obligaciones sociales son tan ineludibles como insoportables. Al menos me queda el consuelo de que, al igual que el bautizo, la confirmación o la primera comunión, sólo habrá sido por esta vez; no como cuando las bodas o los divorcios, de cuyo número no quiero acordarme. Supongo que habrán acudido todas mis exmujeres (según la Academia, creo que ahora debe escribirse así), pero solamente lo supongo, pues con los actuales éxito y auge de la cirugía de rejuvenecimiento no me ha sido posible reconocerlas a todas. Alguna de ellas parecía, más que ella misma, la hija o incluso la nieta de sí misma. Los que sí estaban -seguro, muy seguro, segurísimo- eran todos mis hijos (o ¿quizá debería decir mis exhijos?, ya que -no sé si me explico- muerto el perro se acabó la rabia). Todos, toditos, todos; hasta los que no me habían visto ni hablado durante años. Todo sea por la herencia. Pues nada, que se maten por ella. Que se maten entre ellos, que a mí esas cosas ya no me afectan. Lo que me afecta y me joroba y -con perdón de Dios, que no debe de andar muy lejos- me jode es tener que estar haciendo cola con una tarjeta perforada en la mano. Lo de la mano, entiéndase, es una mera figura retórica. Mientras permanezca en este estado de alma dormida a la espera del triunfal despertar de un resucitado cuerpo glorioso, no hay manos ni brazos ni pies ni cabeza. Y se me ocurre de repente que esto de la resurrección debe de ser algo así como una cirugía de rejuvenecimiento pero a lo grande, por no decir a lo bestia (no sea que el Cirujano -la mayúscula, puesto que se supone que me refiero a Dios, me la impone la Academia- se ofenda). Aunque igual no es tan a lo grande, pues no me cuadra mucho que sea algo tan antediluviano como una tarjeta perforada lo que deba introducirse en el Ordenador Central (véase Cirujano en lo tocante a las mayúsculas) para recuperar todos y cada uno de nuestros átomos. Me temo una chapuza. Si vamos a recuperar todos y cada uno de ellos, me veo con unas uñas y unos pelos que no veas, como si fuera un desaseado que no se los hubiera cortado nunca. Y no te digo los dientes de leche dónde me los van a poner. Ya lo pasé fatal cuando las muelas del juicio, así que veremos ahora. Y los átomos de bellota pata negra que me procuré en el menos acá (si esto es el más allá, supongo que a lo de antes, visto desde aquí, habrá que denominarlo más o menos como lo he hecho), ¿de quién son?, ¿míos o del cerdo? Y si un antropófago me hubiera devorado, ¿de quién serían los átomos? Lo dicho: me veo venir una chapuza de proporciones astronómicas. Pronto saldremos de dudas. Esa estruendosa tamborrada y ese escandaloso trompeterío (trompeterío aún no está en el diccionario, pero algún día lo estará) no pueden ser otra cosa que el aviso de que ya podemos ir pasando a introducir la tarjeta en el lector. El caso es que, si lo pienso bien, parece que el entierro fue ayer mismo y resulta que ya ha transcurrido todo el Tiempo (esta mayúscula es de las llamadas enfáticas, no me la impone la Academia). Al final será verdad lo que decía aquel tal Tipler, que el tiempo subjetivo es cero entre la muerte y la resurrección. O, sencillamente, lo que es conocido desde siempre por la sabiduría popular: que el tiempo, sobre todo a partir de cierta edad, pasa volando. Ahora empieza la Eternidad (véase Tiempo en lo tocante a la mayúscula), que es de suponer que pasará volando también. Y después, veremos qué demonios o diablos es lo que viene.





UN AUTRE SUIS JE EST UN AUTRE

El otro día (o quizá debiera escribir: otro cualquiera de tantos otros días), cuando llegué a casa después de haber dilapidado siete horas de vida en ese trabajo alimenticio que tan a disgusto me veo forzado a hacer (y que por enésima vez me perdonen quienes, incluso aunque fuese infinitamente muchísimo más a disgusto, quisieran tener la oportunidad de poder hacerlo), me encontré conmigo mismo sentado frente al ordenador a punto de iniciar la escritura de un cuento. No me sorprendió tanto el hecho del encuentro como el del desfase horario (me habría encantado poder utilizar la palabra décalage; ¿por qué no escribiré en francés?). A esas horas, lo primero que hago al entrar en casa es cambiarme de ropa no tanto quizá por higiene física como por salud mental, lavarme las manos bien lavadas (ni lady Macbeth me ganaría en pulcritud) para eliminar hasta el menor resto del maldito dinero que estoy obligado a manipular y, una vez purificado de tanta impureza, meterme en la cocina y acabar de hacerme la comida que he dejado medio preparada desde la tarde anterior. No me habría sorprendido, así pues, o eso pienso, encontrarme conmigo mismo, aunque fuese con un segundo de ventaja, haciendo lo que habitualmente hago a esas horas. Pero el otro (en adelante, para evitar confusiones, lo denominaremos así) parecía estar ya en ese momento de la tarde en que, después del café y la breve sobremesa que dedico a terminar la lectura del periódico, enciendo el ordenador y, pertrechado con el imprescindible vaso de whisky, me encomiendo a la Musa y que sea lo que Dios -si es que existe- quiera.
A estas alturas, quien haya tenido la paciencia de leerme estará en condiciones de inferir que no soy muy partidario de los diálogos -o, al menos, de un uso excesivo de ellos- en las narraciones breves. Si a determinadas películas se las califica, no sin un cierto tono de desdén, como literarias, creo que no sería injusto tildar -el desdén (líbreme Dios, repito: si es que existe, de tirar la primera piedra) que lo ponga quien quiera- de cinematográficos los textos (repito y enfatizo: sobre todo, breves) que abusan del diálogo. Nos ahorraremos, así pues, el intercambio dialéctico que, una vez superada mi sorpresa (y escribo mi porque el otro no pareció en ningún momento sorprendido en absoluto), mantuvimos el otro y yo, tanto monta, o yo y el otro, monta tanto. Baste con decir que, más que en debatir el filosófico tema de quién era quién, la discusión se centró en dilucidar quién era el propietario de la casa. Disputa territorial que el otro se encargó de zanjar con un argumento irrefutable:
-Me parece -dijo- que yo ya estaba aquí, y que es usted (obsérvese que en ningún momento nos atrevimos a tutearnos) quien acaba de llegar.
Dando el asunto por resuelto, el otro pareció ignorarme, se dio la vuelta hacia el ordenador y escribió el título del cuento cuya redacción se disponía a iniciar. Vi entonces que aquello, más que un título, parecía un galimatías (no escribo galimatazo porque, aun mereciéndolo, no está en el diccionario). Cuando -no sin cierto esfuerzo, pues además estaba en francés- logré descifrarlo, me inundó la mente una repentina asociación de ideas (pero repentinas, ¿no lo son todas?) y me acordé de que una vez -aunque ahora parezca no haber existido jamás- hubo un tal Marx que dijo algo sobre la alienación del trabajo, y que ese tal Marx tuvo un yerno llamado Paul Lafargue que osó escribir algo llamado El derecho a la pereza. Y pienso ahora que si esto hubiese sido un sueño en lugar de un cuento, un tal Freud habría hablado de realización de deseos. Porque en aquel momento quise que el real fuese el otro, el que estaba frente al ordenador, y no yo. Quise que el irreal hubiera sido ése que ha dilapidado casi todas las horas de casi todos los días de casi todas las semanas de casi todos los meses de casi todos los años de casi toda su vida haciendo un trabajo del que lo más suave que puede decirse es: I would prefer not to.


Continúa en Breviario (II)

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