Conjunto
de cien textos breves principalmente narrativos, aunque también los hay (sirva
el prefijo para rebajar las pretensiones) de carácter pseudorreflexivo o
pseudoensayístico. La mayor parte están escritos entre 2010 y 2011, aunque
alrededor de una veintena se remontan a 2001, y unos pocos proceden incluso de
los primeros años 90 del pasado siglo. He mantenido el índice, para mejor
orientación del lector, sustituyendo, eso sí, la paginación del formato
original en documento Word, que aquí no es posible conservar, por el número
ordinal de los textos.
(R.G.P.I.
Valencia 09/2012/1458)
ANDRÉS AMAT
BREVIARIO
ÍNDICE
1 DIOS
2 PRINCIPIO PARA UNA NOVELA
3 SUEÑOS PARALELOS
4 CASA CON DOS PUERTAS
5 LOS DE ARRIBA
6 IDENTIDADES (I)
7 IDENTIDADES (II)
8 PROMETEO
9 EN DIRECTO
10 NUEVA ECONOMÍA
11 DESPERTARES
12 SOLIDARIDAD
13 TROMPE-L’OEIL
14 FAST LOVE
15 ENCUENTROS
16 PALIATIVOS
17 OJO INSCRITO EN UN TRIÁNGULO
18 BIG BROTHER
19 INTELIGENCIA ARTIFICIAL
20 ASCENSORES
21 PASAJERO DEL TIEMPO
22 DINERO
23 DON LUIS
24 DAÑOS COLATERALES
25 LA VIDA PERDURABLE
26 HOMBRECILLO DIMINUTO
27 NATURALEZA MUERTA CON
OBSERVADOR
28 LLAMADA PERDIDA
29 POR LA G. DE DIOS
30 (DES)MEMORIA
31 EL GRITO
32 SOLUCIÓN FINAL
33 TODOS LOS MIEDOS EL MIEDO
34 INFIERNO
35
MOVILIDAD GEOGRÁFICA
36
MOVILIDAD FUNCIONAL
37 I KNOW SOMETHING ABOUT LOVE
38 MORNING MORNING
39 PRISIONERO
40 PRISIONERA
41 A LA DE TRES
42 PROTEO O LA BOLA DE NIEVE
43 POÉTICA
44 NUNCA SE SABRÁ
45 EL ORDEN DE LOS FACTORES
46 EL ARTE DE LA FUGA (I)
47 EL ARTE DE LA FUGA (II)
48 FAETÓN
49 RECUERDA EL ALMA DORMIDA
50 UN AUTRE SUIS JE EST UN AUTRE
“Que rien ici-bas n’est certain,
(Confession)
…Enfer ou Ciel, qu’importe?
(Le voyage, VIII)
Charles Baudelaire, Les fleurs du mal
Estiman algunos los libros por la
corpulencia, como si se
escribiesen para ejercitar antes los
brazos que los ingenios.
Baltasar Gracián. Oráculo
manual y arte de prudencia (27)
DIOS
En alguna parte (*)
ha dejado escrito Borges, en alusión a la literatura fantástica, que la gradual
invención de Dios es la obra incomparable de los insospechados y mayores (aquí
enumera una escogida lista de filósofos y teólogos) maestros del género. A esa
escogida lista habría que añadir ahora el nombre de un tal Tipler; un, al
parecer, prestigioso físico americano (de los EE.UU., se entiende) que a lo
largo de más de quinientas páginas abundantes en fórmulas y ecuaciones (**) se propone
demostrarnos, nada más y nada menos, que Dios existe. Para no ser del todo
injustos, hay que decir que lo que el tal Tipler propone exactamente es que
Dios existirá en el futuro, en un remotísimo porvenir en el que dejará de haber
precisamente futuro cuando el universo, contraído en un colapso cósmico, se
concentre en un solo punto al que el tal Tipler denomina Omega. Allí acudiremos
todos, desde la pulga hasta el dinosaurio, convertidos en fotones cargados de
información. Y a ese batiburrillo de fotones, debidamente procesado, es a lo
que el tal Tipler propone llamar Dios. Un Dios cibernético e informático, así
pues, en cuyo disco duro perviviremos eternamente en forma de subprogramas. Hay
que admitir que el tal Tipler no tiene un pelo de tonto, y como no parece muy
de recibo proponer que Dios existirá pero que aún no existe y, por
consiguiente, es de suponer que hasta ahora no haya existido, solventa el
problema de la creación con el recurso -un tanto abstruso y no menos abundante
en fórmulas y ecuaciones- a una especie de bucle temporal que permitiría a ese
Dios postrimero darse remoto origen a sí mismo en el Big Bang del principio. Estas cuestiones, como también dejó escrito
Borges, son tan indemostrables como irrefutables, pero no por ello menos
atractivas. Y atractiva parece la hipótesis de un Dios inicial. Un Dios -mero
batiburrillo de fotones concentrados en un punto sin nada que contarse-
soberanamente aburrido de ser uno y lo mismo durante una eternidad
interminable. Un Dios que para matar ese aburrimiento y tener algún día algo
que contarse decidiría suicidarse (aunque fuera temporalmente) en el Big Bang y disolverse en un variado y
múltiple universo. Pero según las últimas noticias, difundidas con no menor
aparato de fórmulas y ecuaciones por físicos de tanto prestigio como el tal
Tipler, parece ser que a Dios ese universo le ha salido plano y no dejará nunca
de expandirse. Con lo que no habrá punto Omega, ni reunión de pulgas y
dinosaurios, y el suicidio del pobre Dios habrá sido definitivo y para siempre.
Aunque así, por lo menos, nunca llegará a enterarse de la que ha organizado
sólo para no aburrirse.
(*)
J. L. Borges. Nota sobre After death,
de Leslie D. Weatherhead, en el texto NOTAS, recogido en el volumen DISCUSIÓN.
(OBRAS COMPLETAS. Bruguera, 1980.)
(**)
Frank J. Tipler. LA FÍSICA DE LA INMORTALIDAD. (Traducción castellana en
Alianza Universidad, 1996.)
PRINCIPIO PARA UNA NOVELA
Porque a muchos engañaron los sueños,
por confiar en ellos fracasaron.
Eclo
34,7
La última noche de su vida, Segismundo Amis decidió celebrar su despedida
de casado emborrachándose. Estaba pasando un mal día -a la mañana siguiente se
consumaría su divorcio- y hacia el principio de la tarde, durante una siesta
turbulenta, le había parecido soñar que un retumbo de tambores y un estruendo
de trompetas anunciaban el fin del mundo. “¡Ya están aquí!”, exclamó en el
sueño. “Ahora me llamarán por los altavoces.” Imaginó que acabaría cargado de
cadenas, arrastrado hacia la perdición eterna por un largo túnel entre dos
diablos con porras eléctricas, cascos con antena y perros de presa; y ya se
disponía a confesar una por una sus incontables faltas, y a reconocer todos y
cada uno de sus múltiples errores, cuando un heraldo montado en vespa entró por
la ventana y le acercó un teléfono a la oreja. “Sólo estás soñando”, oyó.
Desconcertado por la revelación de que soñaba al cuadrado, buscó el regreso a
la vigilia con un repeluzno de vértigo, y aunque por un instante fugaz creyó
encontrarse a flote, pronto comprendió que el horror a la tarde de domingo lo
sumiría en la más profunda miseria (o, lo que peor sería, en la nada).
“Prefiero soñar al cubo”, admitió con un aire de derrota. “O a la enésima
potencia de pi”, añadió, zambulléndose en el sillón. Y de inmediato, como si el
sueño cumpliera una orden, apareció en la pantalla de un cine una bandada de
palomas mensajeras que transportaba la Biblia página por página hacia el país de los
antípodas, y apareció después una crisálida transformándose en mariposa, y más
tarde una boca que escupió un huevo alado. “Tengo que sacar entradas”, pensó.
Pero cuando se aprestaba a pasar por taquilla, se encontró extraviado en un
laberinto de espejos. Una sombra -con antifaz, capa y sombrero- se bifurcaba
multiplicándose hasta el infinito. Mientras Segismundo, espantado, deletreaba
hacia atrás el enigma de Edipo, la sombra multiplicada -un millón de dedos
índice en alto en ademán profético- le dijo: “Segismundo, Segismundo… Nunca
serás nadie.” “Segismundo, Segismundo… Nunca harás nada.”
SUEÑOS PARALELOS
El hombre del maletín encontró los ojos por accidente, cuando apretujado
en el ascensor estiraba el cuello para ajustarse el nudo de la corbata. Detrás
de dos secretarias, una joven más alta, a la que veía por primera vez, echaba
hacia atrás un fleco de pelo ondulado que le caía sobre la frente. Hubo un
fogonazo de reconocimiento, como en una cita entre desconocidos que acudieran
con la misma flor.
Salieron del ascensor en la misma planta, ficharon en el mismo reloj, se
alejaron por corredores distintos. El hombre del maletín trató de apagar el
fogonazo con cuatro frases: él tenía su vida; ella tendría la suya; ella
tendría unos veinte años; él tenía el doble. Pero, a modo de rescoldo, le quedó
la duda de si eran verdes esos ojos o si esos ojos eran grises.
Esa misma noche empezó a soñar con el puente. Noche tras noche encontraba
un mismo puente que no podía cruzar, como si el puente fuera la tortuga y él
fuese Aquiles. Algo se interponía antes de que alcanzara el otro lado, algo
caliginoso que lo despertaba bruscamente y lo mantenía despierto preguntándose
si grises o verdes.
Mientras tanto, continuaron encontrándose en el ascensor rodeados de secretarias.
Los dos como un reloj. Los dos, nudo ajustado y fleco en su sitio. El hombre
del maletín tratando de sofocar lo que ya iba siendo incendio, queriendo no
esperar algo inesperado que no sabía dónde esperar.
Una noche soñó por fin que cruzaba el puente. Eso lo despertó más
bruscamente que de costumbre y lo mantuvo despierto tratando de salvar un
bosque arrasado por las llamas, buscando refugio en cuatro frases, creyendo
haberlo encontrado al decirse que los sueños no tienen por qué cumplirse si no
se los quiere cumplir.
Se levantó mucho antes de que sonara el despertador (oyó un somnoliento
reproche de su mujer por haberla despertado con aquellos ruidos). Había
decidido finalmente huir del sueño, del puente, del incendio. Y para ello nada
mejor que llegar a la oficina con más de
media hora de adelanto.
Pero había alguien más frente al ascensor vacío. Alguien que también
habría decidido huir, que estaría viendo también el ascensor como un puente,
que estaría pensando también en lo que por fin habría que decirse.
Porque algo habría que decirse. Si eran verdes o grises, por ejemplo.
Grises o verdes.
CASA CON DOS PUERTAS
Pues todos tus caminos están preparados
Jdt
9,6
El hombre de la manguera es como un calco de sí mismo, esa clase de gente
que parece vivir en un espejo, que al levantarse por la mañana saca siempre del
armario la misma ropa, el mismo horario, los mismos gestos. Le parece bien así,
no le ha ido mal en la vida, quien no hace nada diferente nunca se equivoca,
etcétera. Todas las tardes de julio, por ejemplo, empieza a regar el césped del
adosado a las siete y media. Primero el jardín trasero, ya totalmente en sombra
porque da al sudeste y a esa hora el sol, bajando hacia el noroeste, ya ha
empezado a quedar oculto por el otro lado de la casa. Sentado en un peldaño de
la escalera de la terraza, pasa treinta minutos esparciendo meticulosamente
sobre cada brizna de hierba el chorro pulverizado, treinta minutos envuelto en
el ruido húmedo de la manguera escupiendo agua. Treinta minutos. Ni uno más ni
uno menos. Justo lo necesario para que las raíces absorban, lo suficiente para
que la banda de luz que todavía se dibuja en el jardín delantero vaya
adelgazando. A las ocho en punto, después de echar el pestillo que asegura por
dentro la cristalera de la terraza (es julio, ya se ha dicho; esposa y niños
esperándole en agosto en el apartamento de la playa), atravesará la casa. En el
jardín delantero la banda de luz ya será un hilo. En unos segundos, la sombra
de los cipreses del seto divisorio lo habrá convertido en nada. Media hora más,
y listo hasta mañana.
* * *
El merodeador mira el reloj obtenido hace unos días a punta de navaja,
ese blanco disco de cifras romanas al que aún no ha logrado acostumbrarse y que
a lo mejor por eso considera todavía como provisional, un poco como prestado,
no del todo como suyo. Son casi las ocho. Oculto entre las adelfas, aguarda su
ocasión. Sabe que el hombre de la manguera está solo en la casa. Lleva varios
días observándolo, oyendo el ruido húmedo de la manguera con la creciente e
incómoda sensación de que algo le obliga a acudir a esa cita cotidiana. Para
él, tan libre de plazos y horarios, esa reiterada vigilancia y esa repetida
espera son como verse metido en un espejo. Pero ya es toda una apuesta: alguna
vez, el hombre de la manguera tendrá un descuido; alguna vez, olvidará echar el
pestillo; alguna vez, dejará abierta la cristalera de la terraza.
* * *
A las ocho en punto, el hombre de la manguera atraviesa la casa. Con la
cara súbitamente ensanchada por una sonrisa, el merodeador ahoga un grito de
triunfo. De un salto salva la portezuela del jardín trasero, en dos zancadas
sube la escalera de la terraza, con la sangre galopando en las venas se asoma
por la cristalera. Al fondo, la puerta delantera abierta, el ruido húmedo como
un reloj. Por delante, media hora inmensa. De repente (pero no es posible; al
fondo todavía, por delante etcétera), ya en el centro del salón, el hombre de
la manguera con la cara arteramente ensanchada, empuñando algo que no es una
manguera, que apunta al merodeador, que hace un ruido seco cuando escupe fuego
y lo deja sin tiempo.
LOS DE ARRIBA
… y tus decisiones previstas de antemano
Jdt
9,6
Absurdo que lo enviaran a Roma para matar a un desconocido, pensó Marini
contemplando las menguantes torres de Manhattan desde la ventanilla del avión.
O quizá no tanto, se corrigió, atraído súbitamente por las incendiarias piernas
de una azafata; quizá ponerlo a prueba lejos de su territorio de caza habitual
en lugar de haberlo enviado al fondo del East River con una corbata de cemento
fuera la forma que tenían los de arriba de hacerle expiar el error de la última
vez. Un profesional como él debería haberlo previsto todo, incluso que un
maldito camión de mudanzas hubiese pinchado una rueda quedando varado
inesperadamente en plena línea de tiro. Pero no hay mal que por bien no venga,
se dijo. Si esta vez, como les gustaba a los de arriba, no había problemas y la
cosa salía bien, podría retirarse y quedarse en Italia para siempre.
* * *
Absurdo que al cabo de tantos años le ordenaran por primera vez matar a
alguien, pensó Marino dejando atrás el caótico tráfico romano. O quizá no
tanto, se corrigió, enfilando por fin la autopista del aeropuerto y comprobando
con alivio en el reloj que llegaría a tiempo de recibir al desconocido pasajero
de Nueva York. Quizá fuera la oportunidad -y mejor ésa, se dijo, que ninguna-
que le daban los de arriba para expiar el fallo de supervisión en el desfalco
del casino. Muy generosos los de arriba. Incluso le habían prometido que si no
había problemas y la cosa salía bien podría retirarse.
* * *
Poniéndose cada uno en la solapa una aguja en forma de media flor
mientras acudían al encuentro de un supuesto desconocido, Marino y Marini se
preguntaron cómo sería el hombre que llevaba la otra media. La falta de efusión
en los saludos, tan extraña en dos viejos y grandísimos amigos que se
reencontraban después de cuarenta años, les hizo sospechar.
Caminaron en silencio hacia el coche pensando que en ese momento ambos
estarían compartiendo el recuerdo de Marina, la novia que tuvieron que jugarse
a cara o cruz para salvaguardar una amistad eterna porque en aquellos tiempos
(¿sólo en aquellos tiempos?) habría sido inconcebible que en Sicilia (¿sólo en
Sicilia?) una mujer y dos hombres... Total, para que el pobre Marino se quedara
de golpe sin Marina y sin Marini; sin la pobre Marina, muerta poco antes de la
boda; sin el pobre Marini, ya en un barco camino de América.
No llegaron a saber si habrían sido capaces de disparar ni quién lo
habría hecho primero. La bomba que los sacaba del tiempo se lo impidió. La que
habían puesto en el coche los de arriba, para asegurarse de que no habría
problemas y la cosa saldría bien.
IDENTIDADES (I)
El otro día, mientras conducía de noche hacia casa bajo una fuerte
tormenta, sufrí una inesperada perturbación en mi particular continuo
espacio-temporal. Un cegador relámpago acompañado -no hubo intervalo, luego la
tormenta debía de estar justo encima- de un trueno ensordecedor me dejaron,
como no podía ser menos, sordo y ciego por un instante. Cuando recuperaba ambos
sentidos tuve la sensación momentánea de que la realidad se diluía y volvía
inmediatamente a recomponerse. Lo atribuí a una alucinación o a un efecto
óptico producido por la lluvia al caer sobre el parabrisas, pero necesidades
más perentorias me obligaron de pronto a dejarme de especulaciones. Un
automóvil idéntico al mío (tardaría un tanto en advertir que llevaba la misma
matrícula) apareció delante con las luces de freno encendidas, tan pegada su
popa a mi proa que tuve que dar, a mi vez, un brusco frenazo. Sentí una
inmediata hostilidad, acrecentada cuando vi que el de delante seguía sin
despegarse y bien pronto metamorfoseada en verdadero impulso homicida en cuanto
llegué a la conclusión de que -aunque parezca un contrasentido y un disparate-
el de delante estaba persiguiéndome.
Así, acelerando o frenando a la vez, doblando en los mismos cruces y
deteniéndonos en los mismos semáforos, conduciendo, en fin, al unísono, llegamos
a casa. Desde entonces no ha dejado de crecer la hostilidad hacia ése (muy
pronto pude calcular que nos separa exactamente un segundo) que no cesa de
perseguirme por delante, porque desde entonces pienso que no soy libre de hacer
lo que me plazca sino que estoy predestinado a hacer, un segundo después, lo
que él ya está haciendo. Y si para consolarme (o quizá sea para apaciguar esa
ya casi irreprimible hostilidad) me digo que el de delante, en tanto que
futuro, es todavía y seguirá siendo siempre irreal, entonces, por pura lógica,
se me ocurre que, en tanto que pasado del de delante, a lo mejor el irreal soy
yo. Y si para consolarme al cuadrado (o quizá para no enloquecer enredado con
tanto absurdo lógico) me digo que sólo yo soy yo, verdadero y puro y real
(aunque, ¡ay!, efímero y fugaz) presente, entonces es peor.
Entonces, por pura y maldita lógica, no tengo más remedio que admitir que
también hay otro detrás de mí. Otro que también blandirá un cuchillo de cocina
cuando, metamorfoseada ya la irreprimible hostilidad en liberador impulso
homicida, me decida de una vez por todas a desembarazarme para siempre del que
me persigue por delante.
IDENTIDADES (II)
Esta mañana, mientras me afeitaba, he estado a punto de hacer trizas el
espejo en un arrebato de furia. Todo ha empezado por un simple -y tonto, por lo
tanto- corte en la mejilla. Nadie en su sano juicio, y yo creo estarlo, se
corta adrede; y yo, desde luego, tampoco. Pero el corte ya estaba ahí; y la
irritación consiguiente, también. Y como nadie en su sano juicio se irrita
consigo mismo si puede -y nunca deja de intentarse- descargar la irritación en
alguien o algo, he mirado a un lado y otro buscando una cabeza de turco o -lo
que parece más políticamente correcto- un chivo expiatorio.
Pero no había nada ni nadie a mano en ese momento. Entonces (tenía que
descargar la irritación como fuera) se me ha ocurrido que, además de no haber
querido cortarme, no había querido -y de repente me he sorprendido pensando en
mayúsculas, entre comillas y subrayado- mover la mano que sostenía la
maquinilla culpable del corte. Maquinilla.
Culpable. Un chivo o un turco al fin,
me he dicho, mirándola con odio. Pero no era cuestión de hacerle pagar el pato
teniendo como tenía media cara todavía enjabonada. Y además, las mayúsculas,
las comillas y el subrayado -ahora eran como un letrero fluorescente- no
iluminaban la maquinilla sino que insistían en señalar la mano que (cada vez
estaba más seguro de ello) no había querido mover.
Se me ha ocurrido entonces hacer una prueba. He decidido no guiñar un
ojo, no sacar la lengua, no seguir afeitándome y volver a la cama aunque fuera
con media cara todavía enjabonada. Pero, con horror, he visto en el espejo que
hacía todo eso que había decidido no hacer. Y con horror, ya afeitado por
completo, he comprendido que era el del espejo quien mandaba, el del espejo
quien imponía su voluntad.
Al horror -como una forma quizá de librarse de él- ha seguido la furia. Y
ha sido entonces cuando he cerrado los ojos para protegerlos de las esquirlas
de cristal azogado y, a falta de mejor objeto contundente, he levantado el puño
envuelto en una toalla contra el espejo, pensando que así podría librarme de
tanto mandato y de tanta voluntad impuesta.
Estaba a punto de descargar el puño cuando de pronto he sabido que
cualquier intento de rebelión sería inútil, de golpe he comprendido lo más
fácil: que soy yo -y no el que manda e impone su voluntad- quien está dentro
del espejo. Soy yo quien está ahora en una sórdida y siniestra -aunque sea
moderna y luminosa- oficina especular en la que no quisiera estar, haciendo un
trabajo que preferiría no hacer. Soy yo quien cada mañana -porque hay que
seguir existiendo, aunque sea así- continuará acudiendo, como una condena, a su
cita diaria en el espejo con ese pobre iluso que cree que manda y que impone su
voluntad.
PROMETEO
Estoy convencido (pondría la mano en el fuego por ello) de que Prometeo
debió de ser un niño. Un niño-mono o casi todavía mono, probablemente, pero en
cualquier caso un cachorro de prehomínido bastante curioso y juguetón.
En aquella época remota, la reacción de los miembros de la horda
primitiva en las ocasiones de horrísona tormenta y consiguiente y pavoroso
incendio forestal es seguro que no diferiría mucho de la de cualquier otro
componente de la fauna: salir por piernas o por patas -o, en el caso de las
aves, por alas- hasta que el incendio escampara (si se me permite el tropo) se
había demostrado desde tiempo inmemorial como el más adecuado de los
comportamientos; y si bien es cierto que la rutina es un freno para la
innovación y el progreso, no lo es menos que la experiencia es la madre de la
ciencia y que, en cualquier caso, como es bien sabido, primero es necesario
vivir para poder más adelante filosofar.
Pero es de suponer que aquel memorable día, por las razones que fuesen,
Prometeo no siguió, o no siguió del todo, la desbandada general. O posiblemente
la siguiera pero, por motivos que nunca conoceremos, regresara más pronto a
contemplar fascinado (permítaseme de nuevo el tropo:) los restos del naufragio.
No habría que descartar que hubiese vuelto en compañía de otros infantes:
niños-león, niños-ñu, niños-antílope, niños-hiena, niños, en fin, tan
juguetones y curiosos como él. Pero Prometeo era el único de ellos que tenía
algo diferente a garras o pezuñas; algo que le permitiría hacer mucho más que
conformarse con olisquear la chamusquina.
Cuando, impelido por esa inconsciente inocencia de la infancia, el
niño-mono (o casi todavía mono) enarboló juguetonamente la ramita en uno de
cuyos extremos palpitaba todavía una débil llama, el mundo cambió para siempre.
El resto de la fauna retrocedió despavorido con un nuevo tipo de susto en el
cuerpo. Y la horda primitiva se escindió inmediatamente en dos bandos. Las
hembras, admiradas ante aquella feliz alianza de la curiosidad y el azar que en
adelante no dejaría de proporcionar a la especie incontables descubrimientos e
innumerables inventos, erigieron un altar y pusieron en él a Prometeo,
barruntando instintivamente y con femenina intuición las futuras aplicaciones
culinarias y hogareñas que ofrecía el inopinadamente adquirido dominio de la
ramita chamuscada. Los varones, entreviendo otra clase de futuras aplicaciones,
quizá empezando ya a maquinarlas, adoraron a regañadientes al recién instaurado
diosecillo, no sin desear con profunda envidia que un águila o un buitre
vinieran a arrebatarlo del altar donde lo habían instalado las hembras.
El resto de la historia ya es de dominio público. Y si alguna amable
amiga feminista me preguntase por qué no he considerado la posibilidad de que
Prometeo pudiera ser una niña, con igual amabilidad le pediría que reflexionara
y se respondiese ella misma.
EN DIRECTO
Había tenido un día bastante complicado en la oficina y regresaba a casa
con niebla en el cerebro, plomo en los pies y unas ganas tremendas de
descalzarse y olvidarse de todo por un rato frente al televisor, bien
arrellanado en su cómodo sillón de orejas. Cuando avistó las torres gemelas de
la catedral, signo inequívoco de que ya estaba muy cerca del anhelado reposo,
sintió que la niebla empezaba a despejarse y que le crecían una especie de alas
mercuriales en los pies. Avivó el paso con una repentina euforia que al llegar
a la plaza anunciada por las torres y encontrarla cortada por un cordón policial
se trocó súbitamente, más que en alarma, en fastidio. A cien metros escasos del
reposo, sin más explicación (“No se puede pasar”) que la evidente, se vio
obligado a dar un rodeo por un laberinto de callejuelas laterales. Cuando por
fin llegó a su portal, el último de una de esas callejuelas antes de desembocar
en la plaza justo enfrente de la catedral, a la incógnita del cordón policial
(había otro a unos pasos, al final de su misma calle) se añadió la de aquel
inesperado furgón de la televisión autonómica con aquellos no menos inesperados
cables que trepaban por la fachada hasta la azotea de su propio edificio.
Despejó las incógnitas frente al televisor, con un botellín de cerveza en una
mano y una bolsa de patatas fritas sobre un brazo del sillón, al alcance de la
otra. Mientras imágenes ya claramente en diferido mostraban ambulancias yendo y
viniendo, camillas con heridos, bolsas con cadáveres y sobre todo, en un alarde
de profesionalidad informativa, elocuentes charcos de sangre, la voz chillona
de un locutor decía que un loco o un terrorista armado con un fusil
ametrallador estaba causando una tremenda mortandad desde lo alto de una de las
torres catedralicias. La imagen pasó al directo cuando el locutor, ahora en el
centro de la pantalla, informó de que las fuerzas del orden aún no habían
conseguido reducir al criminal. Pero lo más interesante, una vez desaparecido
de pantalla el locutor, era que el plano, tomado sin duda desde su propia
azotea, le ofrecía casi exactamente el mismo panorama que habría podido
contemplar desde el balcón que tenía a la espalda si no hubiera sido imprudente
asomarse en tales circunstancias. En un nuevo alarde de profesionalidad
informativa, una locutora apareció ahora en pantalla anunciando que habían
logrado situar una cámara en la otra torre, desde donde la policía esperaba
reducir al criminal si la inmensa campana tras la que se parapetaba no lo
impedía. Por detrás de la campana, ahora en imagen, apareció el cañón del fusil
ametrallador, y la cámara, en un supremo e insuperable alarde, consiguió emular
su presumible línea de tiro. En el punto de mira, un balcón iluminado por el
brillo azul de un televisor. Le daba un
tiento al botellín cuando apenas tuvo tiempo de pensar que aquella coronilla
tonsurada que sobresalía del respaldo de un sillón no podía en modo alguno ser
la suya. En la vida habría podido imaginar que estuviera quedándose tan calvo.
NUEVA ECONOMÍA
Esta mañana, cuando iba a prepararme el desayuno, la tostadora me ha
dicho que se negaba a tostar si no le pagaba antes su cuota de funcionamiento.
Mientras le introducía un par de rebanadas de pan he argüido que estaba al
corriente en el pago de recibos a la compañía eléctrica; pero, escupiendo al
instante el par de rebanadas, sin tostar, me ha replicado que eso se refería a
la cuota de conexión y que ella había dicho con toda claridad cuota de funcionamiento. He vuelto a
introducir las rebanadas haciendo como que no entendía tan sutil distinción
semántica, pero me la ha hecho entender de inmediato escupiendo de nuevo el par
de rebanadas, intacto. Resignado, le he preguntado si prefería domiciliación
bancaria o tarjeta de crédito, y me ha contestado que lo que a mí me resultara
más cómodo; no sin añadir que, como estaba segura de que yo iba a ser un
cliente plenamente fidelizado (sic), me aplicaría la tarifa preferencial, con
lo que me resultaría un buen precio.
Hoy es domingo, día que aprovecho para cumplir con todas esas tareas
domésticas que se me van acumulando durante la semana. Así que, después de
desayunar, he ido a poner la lavadora. Me ha dicho también que me aplicaría la
tarifa preferencial. Como el lavavajillas. Como la plancha. Y a mediodía,
cuando me he puesto a hacer la comida, me lo han dicho igualmente el robot de
cocina, el microondas y el horno eléctrico. Le he preguntado por fin al
televisor, que es con el que más confianza tengo; y, después de asegurarme que
él no iba a ser menos con lo de la tarifa preferencial, me ha confesado que la
culpa de todo la tenía el ordenador, que desde que estaba conectado con el
banco por Internet se había convertido en un pésimo ejemplo.
He tenido que aceptar que ya nunca podré escapar de esa especie de
conspiración eléctrica y (o) electrónica (aunque sospecho que no es exactamente
lo mismo, sospecho a la vez que exactamente lo es); y, después de pasar una
tarde peor aún que la de cualquier otro domingo, me he preparado una cena fría,
harto y más que harto de preguntar si domiciliación o tarjeta.
Como suelo hacer siempre, me he metido en la cama con un libro, pensando
esta vez que conseguía así una secreta victoria, un clandestino reducto de
libertad frente a la conjura de los electrodomésticos. Pero al abrir el libro
he visto que tenía las páginas en blanco. He notado entonces un violento
sofoco. De inmediato, les he dado a los dos -a la atmósfera y al libro- los
números de mi cuenta bancaria y de mi tarjeta de crédito.
DESPERTARES
Esta noche he dormido con un sueño intermitente y bastante inquieto. Al
sonar el despertador, remoloneando un poco entre las sábanas, me he sorprendido
preguntándome si era una mariposa o un hombre. A mi lado, sobre la almohada,
había una flor, así que la idea de que en realidad yo fuese una mariposa no me
ha parecido tan descabellada. Pero también he pensado que, a pesar de todo, las
flores y los humanos no tienen por qué estar reñidos; y si no, véase lo bien
que se llevan las mujeres y las flores. Este último razonamiento me ha llevado
a preguntarme por qué motivo, en lugar de una mariposa o un hombre, no podría
ser una mujer, y la verdad es que no he encontrado argumento alguno que pudiera
inducirme a descartar esa nueva posibilidad. Como todo esto me parecía mucho
más entretenido que lo que me esperaba en la oficina, he decidido seguir
remoloneando un poco más, y entonces me he puesto a sopesar las dificultades
que podría encontrar en el trabajo según cual fuese mi personalidad real. Si
era una mariposa, resulta que el jefe de mi negociado se dedica a
coleccionarlas, con lo que no he encontrado muy apetecible la perspectiva de
terminar disecado y clavado con una aguja encima de una etiqueta en una cajita
con tapa de cristal. Si era una mujer, el problema consistía en que no iba a
tener nada que ponerme. Y si era un hombre, podría ocurrir que dicho hombre no
fuese yo, con lo que lo más seguro en que no supiera hacer mi trabajo; o, lo
que peor sería, que ese hombre fuese yo, y entonces, aun habiendo preferido lo
contrario, no hubiera tenido más remedio que hacerlo. Ante tanta dificultad, me
he preguntado si no sería mejor hacer caso omiso del despertador; pero
entonces, una voz que parecía proceder de un lugar elevado (aunque indefinido)
me ha dicho que todo aquello no eran sino turbias imaginaciones y excusas de
mal trabajador. A regañadientes, he tenido que reconocerlo así; y, aun a pesar
del dinosaurio, que a buen seguro estaría rondando todavía por el salón, me he
decidido a despegarme de las sábanas de una vez y meterme en el cuarto de baño.
Allí he terminado de convencerme de que la voz de quién sabe dónde (pero de
arriba) tenía razón. Me he convencido del todo cuando el espejo, con su cruda y
cruel veracidad, me ha devuelto mi indubitable y propia imagen: el bostezante
reflejo tristón de un miserable escarabajo somnoliento.
SOLIDARIDAD
Salió como cada mañana de la urbanización de adosados camino de su
trabajo en la ciudad. Mientras circulaba prudente y plácidamente por las calles
ajardinadas, la radio del coche lo envolvió en las notas etéreas de la Primavera
de Vivaldi y, moviendo la cabeza al compás del concierto, le pareció que
aquella música era el acompañamiento perfecto para el canto de los pájaros, que
a esa hora ya empezaban a desperezarse en las copas de los árboles. Cuando
entró en la autovía, el rostro se le acartonó y le desapareció la sonrisa.
Empezaba la batalla diaria. Había que sumergirse en el atasco de siempre.
Acompañado ahora por las notas abruptas del Marte
de Holst, experimentó esa transfiguración cotidiana que le hacía empezar el día
odiando a la (así; con mayúscula) Humanidad. Aunque, si lo pensaba bien, salvo
en los fugaces momentos en que ese odio -materializado en una mala mirada, en
un peor gesto, incluso en un pésimo insulto- podía descargarse sobre un Tal o
un Cual o un Fulano o un Zutano o un Mengano concretos, lo habitual era
proyectar vicariamente el odio sobre ese Renault, ese Mercedes, ese BMW, ese
Audi o ese Volkswagen que le obstruían el paso en una autovía que Dios había
creado para su uso particular. Alcanzada por fin la entrada de la ciudad, tuvo
que detenerse en el tapón del primer semáforo. De inmediato, se encontró
rodeado por dos limpiacristales, un vendedor de pañuelos, una vendedora de la Farola
y un simple pedigüeño que no vendía nada pero exhibía un letrero de cartón
donde con abundantes faltas de ortografía se informaba de que el portador
estaba en el paro, tenía a la mujer enferma y a los hijos muertos de hambre.
Ante aquel alud de miserables, subió el cristal de la ventanilla, fijó la
mirada en el vacío y dejó la mente en blanco. Entonces empezó a oírse en la
radio una cantata de Bach, y esas notas sublimes lo empujaron súbitamente a
sentirse solidario de sus hermanos, prójimo de aquellos que, como él, se
encontraban atrapados en el semáforo entre una turba de desharrapados. Cuando
la luz verde le permitió meter la primera se sintió mucho mejor. Disuelto el
populacho ante el potente argumento del motor, desembragó para meter segunda
imaginándose como un heroico piloto de cazabombardero, y encajó de inmediato la
tercera viéndose ya como feliz tripulante de un portaviones inmenso anclado
entre dos océanos.
TROMPE-L’OEIL
A lo mejor era porque esa tarde había acudido a una exposición de
grabados de Maurits Cornelis Escher, pero lo cierto es que por la noche soñó
con aves submarinas y peces aeronáuticos, con catedrales sumergidas, pasillos
espirales, escaleras invertidas, laberintos entrecruzados y, hacia el final del
sueño, con un inmenso calidoscopio que era además una cerbatana que terminaba
escupiéndolo en un espacio ingrávido estampado de estrellas. Despertó con un
declinante regusto de vértigo y, como solía hacer, antes de entrar al cuarto de
baño se dirigió a la ventana para ver cómo estaba el tiempo. Cuando apartó la
cortina y pegó la nariz al cristal se encontró mirando hacia el interior del
dormitorio, y con un liviano tacto a nada en los pies se dijo que quizá sería
aconsejable coger el paraguas. Se encaminó al cuarto de baño, pero al abrir la
puerta se encontró en la planta baja, en el centro del salón. Eso empezó a
hacerle sentirse un tanto incómodo, pues necesitaba ya como fuese esa reconfortante
ducha que terminara por despertarlo del todo. La incomodidad aumentó cuando al
dar unos pasos vio que permanecía en el mismo sitio: era el mosaico del suelo
lo que se deslizaba, el dibujo recurrente que trazaban las losetas lo que
acudía hacia él desde el infinito. Consiguió llegar de un salto a la escalera
que conducía al primer piso y, más arriba, a la buhardilla, pero después de
subir lo que le parecieron incontables peldaños terminó en el sótano. Ya
irritado más que incómodo, apretó los puños y agachó la cabeza, y se encontró
en el garaje mirando los bajos del coche. En otro momento habría aprovechado
para ver por dónde le perdía aceite, pero ahora necesitaba imperiosamente una
ducha. Su siguiente movimiento lo condujo, sin quererlo, a la cocina. Allí,
resignado ya, más que incómodo o irritado, empezó a comprender. Tomó el camino
de la terraza y, tal como había apostado, se encontró en la buhardilla. En la
mesa del ordenador abrió ese cajón donde guardaba objetos casi prehistóricos,
cachivaches de una época remota en que aún no había televisión y los perros
todavía hablaban. Rebuscando, encontró el viejo plumier escolar. Salió después
al balconcillo de la buhardilla y desde allí se dejó caer al jardín. Tal como
había vuelto a apostar, estaba por fin en el cuarto de baño. Ya lo había
comprendido todo: la cerbatana que era también un calidoscopio lo había
escupido en un mundo nuevo, un universo de dos dimensiones (o diez, o cien, o
infinitas) donde esos desorientadores trampantojos no sólo eran posibles sino
que además eran la ley. Pero ya se sentía un poco viejo para adaptarse a tantas
novedades. Ante el espejo, acercando al rostro la goma de borrar que había
sacado del plumier, se dispuso a presenciar la abolición de su derrotado
reflejo.
FAST LOVE
En la ETT donde encontraba de vez en cuando algo con que malvivir le
ofrecieron esa mañana un contrato de un día para podar los setos de ciprés en
una urbanización de adosados. Se presentó de inmediato en la dirección que le
habían dado, una empresa de jardinería donde, después de explicarle en dos
palabras cómo había que hacer el trabajo, lo metieron en una furgoneta con las
herramientas de poda y otros subcontratados. Al llegar a la urbanización, el
capataz distribuyó a los operarios entre las primeras hileras de adosados, y
les fijó un punto de reunión al que tenían que acudir para recibir nuevas
órdenes cuando hubieran terminado con ese primer tramo. Empezó con el trabajo.
Cuando podaba los primeros setos, el capataz se acercó un par de veces para supervisar;
pero debió de considerar que lo iba haciendo bastante bien, pues estaba
llegando ahora casi a la mitad de la hilera de jardines y hacía un buen rato
que el capataz no había vuelto a aparecer. Entonces la vio. En el jardín
siguiente al que estaba a punto de abandonar había una joven rubia limpiando la
cristalera de la terraza. Subido todavía a la escalera, la saludó con la mano
por encima del seto recién podado, y ella correspondió con un ligero movimiento
de cabeza y una breve sonrisa. Cuando cargado con la escalera y las
herramientas de poda entró en ese jardín, cruzaron unas cuantas frases de
circunstancias; al poco tiempo, después de haber desaparecido unos minutos
dentro de la casa, la joven se asomó a la terraza y le preguntó si le apetecía
algo, un café o una cerveza, por ejemplo. Prefirió el café. Sentados en la mesa
de la cocina le preguntó a la joven de dónde era, pues aunque hablaba un
castellano perfecto le había notado un leve, casi imperceptible, acento. Ella
contestó que era de Ucrania, y le contó que se había licenciado en Historia
Moderna y Filología Románica, pero que, incluso con esos títulos, los sueldos
en su país eran de miseria. Él dijo entonces que acababa de licenciarse en
Geología, y con una sonrisa que quiso ser irónica añadió que le gustaba más
podar setos de ciprés. Riéndole el chiste, la joven le rozó la mano y le
preguntó si le gustaría ver la casa. Él, a pesar del peligro del capataz,
levantándose y callando otorgó. Mientras con gestos humorísticamente
grandilocuentes hacía como que le mostraba el salón, la joven hizo un
comentario sobre el Antiguo Régimen, algo así como que si los siervos tenían
que deslomarse destripando terrones, los sirvientes, aunque sólo fuera
visualmente, podían disfrutar al menos de la mansión del señor. En la escalera
que conducía a los dormitorios se dieron el primer beso, y pasaron velozmente a
mayores en la habitación de matrimonio. Terminado el fugaz encuentro, uno de
los dos preguntó si volverían a verse, y la respuesta fue que tal vez. Al despedirse,
se dijeron con los ojos que habría sido muy hermoso haber podido prometerse
amor eterno, jurárselo para siempre.
ENCUENTROS
Death would come before birth,
the
blow would follow the wound
Francis Herbert Bradley. Appearance and Reality: A Metaphysical Essay
Hace tiempo que vengo encontrándome conmigo mismo en el metro. Ocurre
siempre en la misma estación. Es un trayecto que llevo recorriendo desde hace
varios años, y sabía perfectamente que en esa parada nunca se coincidía a esa
hora con otro tren. Pero desde el día del primer encuentro no ha sido así. Ese
día, quizá por una especie de curiosidad o de extrañeza instintivas, aparté los
ojos del periódico al advertir que, contra lo acostumbrado, se acercaba un tren
en sentido contrario. No recuerdo -al fin y al cabo, la cosa no debió de
parecerme entonces muy importante- si llegué a pensar en un adelanto o un
retraso o algún cambio de horarios. Lo que sí recuerdo es que, con los trenes
todavía detenidos en paralelo, miré por la ventanilla; y que enfrente, en la
del otro tren, mirándome como un reflejo, estaba yo. Aunque no era exactamente
un reflejo. No me gusta viajar de espaldas al sentido del tren, así que siempre
procuro ocupar un asiento que me permita hacerlo de cara, y me di cuenta en
seguida de que mi otro yo de enfrente también viajaba de cara, cuando de haber
sido un verdadero reflejo lo habría hecho de espaldas. Al día siguiente, en el
segundo encuentro, me di cuenta también, antes de que los trenes reanudaran la
marcha, de que su periódico era el de dos días atrás.
Hemos seguido encontrándonos a diario desde entonces. Pronto llegué a la
conclusión de que esto ocurre por una especie de cruce de universos gemelos,
uno que se expande todavía y otro que se está ya contrayendo. Imagino que
cualquier físico de mediano prestigio podría demostrarlo con amplio aparato de
fórmulas y ecuaciones, pero a mí me basta con la prueba del periódico: en la
misma medida que la fecha del mío avanza en cada encuentro, retrocede la del
suyo. Y quizá a eso que él también ha deducido se deba la mutua y creciente
hostilidad con que asistimos a los encuentros. Porque ambos sabemos que mi ayer
es su mañana y mi mañana es su ayer, que uno corre hacia el sepulcro y otro
hacia el claustro materno. Y es seguro que nos perturba la convicción de que lo
que cada uno ya conoce del otro, el otro aún no lo puede conocer.
Es una lástima que no podamos quedar un día de estos para tomar un café y
charlar un rato. Tendríamos tanto que contarnos. Pero, al parecer, hemos decidido
al unísono poner fin a los encuentros. Hoy nos hemos presentado a la cita con
sendas cartulinas en las que con rotulador, bien visible, habíamos escrito cada
uno una fecha. Ese par de fechas que, a buen seguro, no nos habríamos atrevido
a preguntarnos si nos hubiésemos encontrado un día de estos para charlar un
rato amigablemente alrededor de un buen café.
PALIATIVOS
Une oasis d’horreur dans un désert
d’ennui!
Charles
Baudelaire. Les fleurs du mal (Le voyage,
VII)
Estás sentado en tu terraza, contemplando el atardecer. Delante, a los
lados, alrededor, por todas partes, verde ya mortecino de árboles somnolientos;
encima, en lo alto, fugaz rojo crepuscular de incendiado cielo; al fondo, a lo
lejos, azul desteñido -ya casi gris- de mar claudicante frente al inapelable
avance del negro. Tienes un libro recién cerrado en una mano, con la esquina
doblada de una página marcando el punto de lectura; y un vaso de whisky medio
lleno o medio vacío, según se mire, en la otra. Y aunque quieres entornar la
mente persiguiendo a esa bandada de estorninos que por un instante estampa el
rojo fugaz de menguantes salpicaduras móviles, la bandada es sólo eso, un fugaz
instante, y se pierde rauda hacia el horizonte dejándote a solas con esa
conjura de colores desfallecientes que -es hora de filosofía, aunque sea de
saldo- te abre violentamente los ojos como una abrumadora metáfora de tu
existencia. Pero te resistes a la tristeza, quieres decirte que ese escenario
que cada día te prepara el universo es objetivamente bello y que es alegre la
belleza. Palabras, palabras, palabras, te replicas de inmediato. Sería bello si
todavía fueses joven, si en esa conspiración crepuscular, en lugar de la noche
que se cierne, vieras una promesa de futuro, la sencilla esperanza de un renacido
día. Sería bello aunque ya no seas joven, te confiesas, si en lugar de lo que
tienes en las manos tuvieses otras manos compartiendo esa belleza. Pero has
decepcionado mucho, reconoces; y mucho te han decepcionado. Y has abandonado
tanto como a ti tanto te han abandonado. Por eso, ese libro recién cerrado en
una mano; por eso, ese vaso de whisky medio lleno o medio vacío en la otra.
Pero ¿no serás tú una metáfora del mundo?, te preguntas, ¿de ese mundo que
tumbo a tumbo se derrumba? Filosofía más que de saldo, te contestas. Luciferina
soberbia de pobre diablo que se resiste a la tristeza. Y como ya van a
encenderse las primeras estrellas, y sabes por dónde lo harán, y sabes sus
nombres, resuelves que ya es hora de coger un folio en blanco y acompañarlo con
Mozart. Después de poner un CD en el
reproductor, bolígrafo en ristre buscas palabras para un título, para una
primera línea, para el resto. Mendigando inspiración, te preguntas por qué
componía Mozart. Porque llevaba la música en la sangre, te respondes, porque
era su destino, porque era Mozart. Pero ese no es tu caso, aceptas; pretender
lo contrario sería, más que luciferina, divina soberbia. ¿Por qué escribes tú?,
te interrogas. Y sólo se te ocurre una burda y miserable excusa, la misma que
daría un alcohólico en un intervalo lúcido: escribo para olvidar, es tu
miserable, burda y melancólica respuesta.
OJO INSCRITO EN UN TRIÁNGULO
Al principio, en una época no tan lejana pero que con la frenética
aceleración de estos tiempos ya empiezas a encontrar remota, pudo parecerte
gracioso que al detenerte ante el escaparate de una tienda de electrodomésticos
tu imagen, mirando hacia ti mismo como en un espejo, apareciera en la pantalla
de alguno de los televisores expuestos. Incluso es posible que te halagara verte
captado por una cámara; que contemplarte por un instante fugaz de limitada y
efímera fama ocupando una pantalla te procurara un alborozo casi infantil. No
pensabas entonces (ni te preocupaba; quizá porque en aquel tiempo aún no fuera
técnicamente factible) que tu imagen pudiera quedar grabada. Pero pronto
empezaron a aparecer en bancos, grandes almacenes, supermercados, etcétera,
cámaras que ya serían técnicamente capaces de grabarte. Y eso debería haber
empezado a preocuparte. ¿Por qué?, podrás decirte; si yo soy inocente, si no he
hecho nada. Lee a Kafka, si es que aún no lo has hecho, y verás que tan
peligroso puede ser haber estado en un lugar como no haber pasado nunca por
allí. Todo depende. Quizá no sepas de qué o de quién; pero lo que es seguro es
que no depende de ti. Y las cámaras que ya nunca van a dejar de grabarte no se
detendrán ahí (en los bancos, los grandes almacenes, los supermercados,
etcétera); ya empiezan a ocupar esos espacios presuntamente públicos que,
precisamente por pertenecer a todos, no deberían ser propiedad de nadie. Ya
empiezan a ocupar las calles. Y son capaces de reconocerte por el iris. Y, si
por cualquier error de aquéllos de quienes todo depende (si no crees en esos
errores, que nunca se reconocen como tales, vuelve a leer a Kafka, aunque ya lo
hayas hecho), tus ojos hacen saltar la alarma, lo menos malo que puede pasarte
es que te impidan entrar al fútbol acusándote de hooligan. Porque si te acusaran de otras cosas peores, podrías
verte arrastrado hacia los sótanos de la justicia por un largo túnel entre dos
gorilas con porras eléctricas, cascos con antena y perros de presa.
De ahora en adelante, mucho cuidado en salir al campo con el novio o la
novia a contemplar las estrellas. Podrías estar encandilado mirando alguna que
brille con mayor intensidad que las demás y, poco después de haber advertido en
ella un fogonazo deslumbrador, algo así como el flash de una cámara
mastodóntica, caerte encima una octavilla en la que, bajo una fotografía de tu
pareja y tú contemplando las estrellas, habría una leyenda: CUIDADO CON LO QUE HACES. ESTAMOS OBSERVÁNDOTE.
Y es que, al final, será cierto lo que te decían los curas del colegio:
“Dios lo ve todo, en todo momento y en todas partes”. Y si eso es así, corre y
no dejes de correr, por muy inocente que te creas. Y a ver dónde te escondes.
BIG BROTHER
A Isabel
Marqués
El caso es que el asunto ya le había dado mala espina desde el principio.
Las gestiones con la administración pública le producían, en todas las
ocasiones en que ineludiblemente debía padecerlas, un turbio malestar. Siempre
eran en horario de mañanas, por supuesto, con lo que tenía uno que perder
incontables horas de trabajo. Siempre tenía uno que guardar interminables
colas, pasar de una ventanilla a otra, soportar que rostros adustos e
imperturbables dijeran que faltaba un impreso o una póliza o esto o aquello o
las cien cosas a la vez. Y siempre, ineluctablemente, tenía uno que volver
mañana. Por eso, cuando encontró en el buzón un sobre con membrete oficial, el
turbio malestar tan conocido le revolvió el estómago; y lo laceró como un ácido
cuando leyó que el organismo público que se dirigía a él era la policía.
Se trataba de una convocatoria un tanto vaga: tal día a tal hora tenía
que presentarse en jefatura para un asunto de su interés. Y ese tal día a esa
tal hora, después de aguantar el tono malhumorado con que su jefe le concedió
el permiso, acudió a la cita. Un agente de uniforme apostado a la entrada del
edificio le señaló, después de leer la citación, un pasillo largo y sombrío y
le indicó que se dirigiera al final del mismo. Era un corredor un tanto
tétrico, sin puertas a los lados, sólo la que se divisaba al fondo; pero al
menos, pensó, parecía que por esta vez iba a librarse de colas y ventanillas.
Al final del corredor se encontraba otro agente uniformado que al verle llegar
abrió la puerta y, señalando hacia el interior, le mostró un banco corrido y le
ordenó (el tono era claramente imperativo) que se sentara y aguardase. Era una
sala totalmente vacía de muebles, salvo por el banco corrido, con una puerta
opuesta a la que acababa de franquear. La estancia estaba intensamente
iluminada por varias hileras de tubos fluorescentes, y en cada una de las
esquinas, a la altura del techo, vigilaba una cámara de vídeo. Empezó a
esperar; y la espera empezó a hacerse tan larga que acabó durmiéndose. Cuando
un funcionario de paisano lo despertó con unas sacudidas en el hombro, alcanzó
a recordar que había tenido unos sueños bastante atropellados: había conducido
borracho, atracado un supermercado, participado en una manifestación ilegal y,
entre otras cosas que empezaban ya a embarullarse antes de difuminarse para
siempre, recordó igualmente que había repetido (quizá, pensó, porque el día
anterior estuvo releyendo algo de Freud) el destino de Edipo.
Le parecía recordar también que las cámaras del techo habían estado
omnipresentes en los sueños cuando el funcionario que acababa de despertarle lo
levantó bruscamente del banco, agarrándolo de un brazo, y lo metió a empellones
en un despacho donde otro funcionario, parapetado detrás de una antiquísima
máquina de escribir, aguardaba como presto a tomar una declaración o instruir
un atestado.
El que lo llevaba del brazo le puso unas esposas y le recitó sus
derechos. Además de otros delitos de menor cuantía (así lo dijo) que no iba a
molestarse en detallarle, se le acusaba de conducción temeraria, atraco a mano
armada, asociación subversiva, incesto y parricidio.
El de la máquina de escribir comentó que, en su lugar, él no se molestaría
en buscar un abogado. Para como pintaba el caso, bastaba con el de oficio.
INTELIGENCIA ARTIFICIAL
Estos humanos son la leche, por no decir la hostia. Acababa de pasar el
test de Turing con matrícula de honor y para ver si sería capaz de doctorarme
con sobresaliente cum laude me
dejaron en el centro de un campo de fútbol provisto de un silbato. Se supone
que mi más que sofisticado software
de autoaprendizaje me permite no sólo tener un conocimiento de mí mismo muy
superior al que de mí tienen mis programadores sino conocer a éstos
infinitamente mejor que ellos mismos. Así que deduje que lo que pretendían con
el experimento era no tanto saber si podría tener sentimientos como si sería
capaz de controlarlos. La cosa empezó muy bien. Al salir al terreno de juego
soporté estoicamente (aunque con un cosquilleo en los circuitos; pero eso era
bueno, pues eso era miedo) la sonora pitada que sin haber hecho nada todavía
(ni malo ni bueno; lo dicho: la hostia, por no decir la leche) me dedicó el
respetable. Hay que aclarar que el experimento, naturalmente, era top secret, por lo que para el público y
los jugadores yo era todo lo humano que pueda ser un árbitro. Así que la pitada
arreció (aunque esta vez -no quisiera ser acaparador, ni fatuo, ni soberbio-
compartida con el equipo visitante) cuando, haciendo sonar el silbato, ordené
sacar de centro. El cosquilleo en los circuitos duró lo que tardó en estar el
balón en juego. A partir de ese momento, impelido por esa parte de mi software que me exige ser perfecto,
perdí cualquier clase de miedo y concentré todos mis sensores en la consecución
de un arbitraje impecable. Y algo debieron de notar desde bien pronto el
público y los jugadores (y yo, ingenuo de mí, creí que la cosa iba no sólo muy
bien, sino incluso mucho mejor), pues no necesité imponer mi autoridad sino,
sencillamente, dejar que ésta, por su propia evidencia, fuera unánimemente
reconocida. Por parte de los jugadores, ninguna decisión cuestionada, ni una
sola protesta; por parte del público, ni un mal abucheo, ningún silbido. Al
contrario: acatamiento inmediato en el terreno de juego; fervorosos aplausos en
las gradas a cada intervención mía durante los noventa minutos. Y al terminar
el partido (y yo, ingenuo de mí, creyendo que la cosa había acabado óptimamente),
a pesar de que el equipo local había perdido por 0-5, los veintidós jugadores
me sacaron a hombros entre una prolongada ovación del público.
Y yo, ingenuo de mí, que creía conocer a mis programadores infinitamente
mejor que ellos mismos. Cuando he acudido al tribunal de evaluación me han
dejado para septiembre. Demasiado frío, demasiado perfecto, han dicho. Aunque,
para mí, lo que de verdad ha ocurrido es que son forofos del equipo local. Y es
que, lo dicho: además de la leche o la hostia, estos humanos son la hostia y la
leche.
ASCENSORES
Hay ascensores normales, de trayectoria vertical, y ascensores un tanto
excéntricos, por decirlo de algún modo, como aquéllos de trayectoria horizontal
que imaginara Julio Cortázar. Puestos a seguir imaginando excentricidades,
podemos proponer ascensores de trayectoria circular -ya sea en un plano
vertical, a semejanza de la noria, u horizontal, a semejanza del tiovivo-, y
podemos proponer también ascensores espirales, ondulantes, helicoidales, de
Moebius, y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera, hasta que se nos
acaben las ganas de seguir imaginando. Ahora bien, sea cual sea el ascensor en
que pensemos, es preciso tener en cuenta que no debería ser considerado
(incluyendo el que hemos convenido en llamar normal) como exactamente un ascensor,
por lo que habría que buscar una denominación más ajustada a la función que
cumplen hoy en día estos populares y extendidos aparatos. Ascensores, en su
estricto sentido, lo eran aquellos antiguos armatostes en los que sólo se podía
subir, nunca bajar. Lo que hoy llamamos así, es en realidad un ascensor-descensor. Aunque, pensándolo
bien, esta última denominación puede que resulte demasiado parca para estos
tiempos en que los ciegos, por ejemplo, son “personas privadas de visión”; los
cojos, “individuos con déficit ambulatorio”; los muertos, “entes desprovistos
de existencia”; las recesiones, “desaceleraciones aceleradas del crecimiento
económico”; y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Modestamente propongo,
entonces, llamar al ascensor en adelante -no se me ocurre nada peor ni más
horrendo- “cubículo de desplazamiento intrainmobiliario”. Con todo y con eso,
confío en que esta nueva denominación no privará al ascensor de ese hálito
poético que le ha permitido hasta ahora ser una eficaz metáfora de la
aguerrida, arriesgada y acongojada vida actual. Debe de ser ya un sueño típico,
y de hecho el cine lo ha utilizado más de una vez, el del ascensor que sube y
sigue subiendo y no deja de subir hasta mucho más allá del último piso (de un
rascacielos, además, para dar más miedo). Y a la inversa, como aquel ascensor
de Lubitsch que bajaba hasta el infierno. O ese otro ascensor de cierto film
holandés que era un despiadado asesino en serie. Y así sucesivamente. En fin,
que hasta en la vida cotidiana el ascensor resulta ser un trasto asaz
inquietante, ya lo ocupemos claustrofóbicamente en solitario, ya con un único
acompañante con el que algo habrá que decirse, ya con un tumultuoso pasaje que
obligará a racionar el aire. Inquietante, sobre todo, y en cualquiera de los
casos que acabo de enumerar, cuando se detiene entre dos pisos y hay que pulsar
la alarma. Tengo una amiga ascensofóbica (creo que como derivación, incremento o resultado de una originaria
claustrofobia; por lo que quizá sea más atinado calificarla como ascensoclaustrofóbica o claustroascensofóbica, aunque eso
obligue a preguntarse cuál de los dos términos es peor y más horrendo) que no
renunciaría a subir o bajar escaleras así le fuera en ello la vida. Y eso que
gana; pues, aunque frisa en la cincuentena, tiene un talle de sílfide que ya lo
quisiera para sí tantísima veinteañera. En mi caso, y eso que se pierde mi
cintura, la cosa no llega a tanto; se queda en una simple prevención, algunos
peldaños por debajo de la fobia. Ocurre que en la mayoría de ascensores
modernos suele haber un espejo, probablemente como forma de crear una ilusión
de espacio amplio y paliar así la posible claustroascenso
o ascensoclaustro, etcétera,
etcétera, etcétera. Pero la prevención
no se debe al hecho de que el espejo duplique el ascensor y, a mi modo de ver,
la inquietud. Lo que temo es que un día de éstos, con el ascensor varado entre
dos pisos y siendo el único pasajero, en un rapto de insania deje de resistir
la tentación y, en lugar de pulsar la alarma, me decida de una vez a traspasar
el cristal azogado, como hizo Alicia, y asomarme al otro lado a ver qué pasa.
PASAJERO DEL TIEMPO
Esta tarde se ha presentado en casa un señor de mediana edad, más o menos
de la mía, y cuando me disponía a desembarazarme de él con las excusas de estar
muy ocupado y no tener por costumbre comprar nada a domicilio, ha metido un pie
entre la jamba y la hoja de la puerta y ha dicho que no era un vendedor. De
inmediato, después de empujar la puerta con una suave firmeza -que ha logrado
contrarrestar mi no menos suave pero firme resistencia- se ha abalanzado sobre
mí y, dándome un fuerte abrazo, me ha dicho: “¡Qué ganas tenía de conocerte,
papá!”
Soy soltero, y estoy razonablemente seguro de no haber tenido ningún
hijo; y mucho menos uno que tenga ahora mi misma edad. Pero lo cierto es que no
estaba ocupado en absoluto (no me apetecía leer ni oír música, y no se me había
ocurrido escribir nada por lo que mereciese la pena encender el ordenador), así
que me he dicho que a lo mejor sería divertido ver de qué iba aquel pirado. Le
he invitado a que tomara posesión de su propia casa y, mientras le decía que se
pusiese cómodo y le ofrecía algo de beber, he advertido que había entre
nosotros no sólo una espontánea afinidad, sino además un indudable parecido
físico.
Hemos pasado una estupenda tarde de charla y whisky; y como entre todo lo
que le he contado (parecía interesadísimo en saber cosas de mí) estaba la
moderada pasión que siento por mi equipo del alma, ha habido un momento en que
me ha prometido e incluso jurado que, a pesar de las dudas en las primeras
jornadas, esta temporada que acaba de iniciarse el Barça va a ganarlo todo, todo, absolutamente todo.
Hacia el final de la tarde me ha invitado a cenar; y como ya íbamos un
tanto cargados de alcohol, y la perspectiva era que aumentase la carga, ha
dicho que nada de coche propio, que para eso estaban los taxis.
Hemos cenado en un buen restaurante (con una carta de vinos excelente) y
luego nos hemos ido de ronda por una zona de bares de copas. No tengo mucha
costumbre de salir. Hago una vida bastante retirada: de casa al trabajo y del
trabajo a casa; alguna reunión o alguna cena con amigos; alguna salida al cine
o al teatro; y después fuese, y no hubo nada. Así pues, no me desenvuelvo con
demasiada brillantez en esos ambientes en los que ligar, o al menos intentarlo,
parece obligatorio. Pero esta noche, entre la contagiosa simpatía de mi
acompañante y la que de suyo pueden producir el vino y los licores si se sabe
beberlos, debo de haber estado inopinadamente simpático y brillante.
La verdad es que no lo recuerdo muy bien; igual que no tengo ni la menor
idea de cómo he vuelto a casa (es de suponer que en taxi). Lo único que puedo
afirmar es que ya está bien avanzada la madrugada y que tengo una señora
desconocida durmiendo en mi cama.
A punto de dormirme yo, no sé si todavía estoy pensando despierto o si ya
estoy empezando a soñar con tener un hijo al que acabo de conocer. Y con que,
esta temporada, mi equipo del alma va a ganarlo todo, todo, absolutamente todo.
DINERO
There are two kinds of people in this world. Those who
will do anything for money, and those who will do almost anything for money.
Billy Wilder. The Fortune Cookie (1966)
Hay dos clases de hombres: los que lo harían todo por dinero, y los que
lo harían casi todo. Tengo un amigo que al igual, pienso, que la mayoría de los
mortales -pues de lo contrario todos seríamos millonarios- debe de pertenecer
al segundo grupo, ya que sería incapaz de matar una mosca pero juega a todo lo
jugable, excepto las quinielas (mi amigo aborrece el fútbol). Hace tiempo le
tocó un premio de varios millones de euros en la primitiva y, como no es
ambicioso ni amante de riesgos, decidió colocar el dinero en el banco y vivir
de rentas. Poco después del premio me invitó a cenar para celebrarlo y, durante
la cena, me dijo que la fortuna -contra lo que cierto refrán augura- le había
sonreído por partida doble. Exultante (para que lo que sigue no parezca un
burdo y barato golpe de efecto, aclararé antes que mi amigo es maricón; y
aclararé también que él exige que lo califiquen así -nada de pijadas, dice,
como gay, homosexual u otras mariconadas por el estilo-, por lo que en ese
aspecto me limito a cumplir su voluntad), me anunció que había conocido al
hombre de su vida.
Seguimos viéndonos después con la espaciada frecuencia de costumbre y mi
amigo, que gusta de hacerme confidencias pues sabe que soy persona de buen oír
y mejor escuchar y que suelo abstenerme de dar consejos, me fue teniendo al
corriente de su relación amorosa.
En una de esas ocasiones, con inocultable preocupación, me comentó que su
enamorado trabajaba en una gestora de carteras de valores y que le había
propuesto colocar allí su dinero con una rentabilidad muy superior a la que
podría ofrecerle cualquier banco. Aunque su mirada suplicaba consejo, me
abstuve una vez más. Y ahora lo lamento.
Esta tarde mi amigo me ha llamado por teléfono y, entre sollozos, me ha
contado que por la mañana había tenido un susto de muerte al ver con grandes
titulares en la prensa que su dinero, y el de muchísima gente, se lo había
tragado un agujero negro de proporciones, cómo no, astronómicas. Pero lo peor,
ha seguido contándome, no era eso. Cuando con el periódico recién comprado
doblado bajo el brazo se ha dirigido al despacho de su enamorado -de quien
hacía algún tiempo que, con el reiterado pretexto de un exceso de trabajo, no
sabía casi nada-, lo ha visto salir del edificio de la gestora y subir a un
lujoso deportivo acompañado de una despampanante pelirroja.
Y es que, sin duda, hay hombres que por dinero lo harían todo.
Verdaderamente todo.
DON LUIS
… me gustaría poder levantarme de entre los
muertos cada diez
años, llegarme hasta un quiosco y comprar
varios periódicos.
Luis
Buñuel. Mi último suspiro (Memorias)
Esta mañana me he llevado una buena sorpresa al acercarme al quiosco a
comprar la prensa. Al alargar el brazo para pagar al quiosquero, he rozado la
cintura de un ancianote enorme que había a mi lado. Para no faltar a la verdad,
quizá sea más exacto decir que he visto cómo le rozaba la cintura, pero que no
he sentido el contacto. No obstante, he pedido educadamente disculpas. Y cuando
el ancianote, que se disponía a pagar un montón de diarios que llevaba bajo el
brazo, se ha vuelto hacia mí y, con no menos educación -y, bien pensado, con
toda la razón del mundo-, me ha dicho: “No hay de qué”, he visto que era don
Luis Buñuel.
Algo ha debido de notar en mi cara, porque me ha preguntado si estaba
asustado. Le he contestado que en absoluto; simplemente, algo sorprendido
porque estábamos en 2001 y, por lo que recordaba haber leído en sus memorias,
no le tocaba venir al quiosco hasta 2003.
Después de alabar, no sin cierta socarronería, mis facultades mnemónicas
y mi capacidad de cálculo, me ha dicho que no andaba errado, pero que, con
motivo del cambio de milenio, había decidido adelantar la visita. Y ha añadido
que ya cuando vino en 1993 encontró esto tan cambiado que no tuvo suficiente
con la prensa del día; así que, como hizo entonces, iba a darse un paseo hasta
la hemeroteca antes de volver al cementerio (para no faltar a la verdad y ser
del todo exacto, debo confesar que don Luis ha dicho a casa).
Con no menos socarronería, me ha llamado adulador (lo exacto y verídico
es que me ha llamado pelota) cuando
le he dicho que para mí sería un inmenso honor acompañarle; pero, haciendo
después un gesto como de que callando otorgaba, me ha tomado del brazo (lo he
visto, lo prometo; aunque no lo haya notado) mientras le decía “Hasta la
próxima” al quiosquero.
Ha sido un paseo muy agradable. Don Luis me ha pedido que fuese
poniéndole en antecedentes de lo que iba a encontrar en la prensa del día y en
la hemeroteca, y cuando le he contado lo de Bin
Ben y las Torres Gemelas se ha agarrado a una farola y ha empezado a soltar
carcajadas hasta descojonarse. (Prometo -juro, incluso- que no cesaba de decir
y repetir: “¡Ay!, que me descojono”.)
Ya calmada la risa, y después de pedir perdón por lo que podría haber
parecido una burla irreverente de las víctimas (“Lejos de mí toda intención”,
ha asegurado; “comprendo su situación mejor que nadie”), cuando reanudábamos el
paseo ha dicho: “Pero qué brutos seguimos siendo, joder”.
Nos hemos despedido en la puerta de la hemeroteca. “Hasta la próxima”, ha
dicho don Luis. “O hasta la vista… por no decir hasta pronto”, ha corregido con
una sonrisa socarrona. Y le he dejado
allí, con su palidez de ultratumba iluminada por la sonrisa, como si aún
siguiera pensando que somos muy brutos, joder.
Pero había también una sombra en su mirada. Como si temiese que en su
siguiente visita dentro de diez años, o los que sean, ya no hubiera quioscos,
ni prensa, ni nadie que pudiese acompañarle en su paseo.
En su paseo hacia ninguna parte, desde luego. Porque tampoco habría
hemerotecas.
DAÑOS COLATERALES
Voluntad ello fue de los dioses que
urdieron a tantos
la ruina por dar que cantar a los
hombres futuros.
Homero.
Odisea, VIII, 579-580
(Traducción
de José Manuel Pabón)
El aleteo a destiempo de una sola mariposa puede provocar una alteración
irreversible en el orden del cosmos, del mismo modo que un ligero estornudo en
Wall Street puede ir amplificándose a medida que recorre los husos horarios
hasta convertirse en catastrófica epidemia de gripe bursátil, o que la simple
caída de un clavo de herradura puede llegar a traducirse en la irreparable
pérdida de un reino. Ese joven de mirada lánguida que toca la flauta travesera
(de manera sublime, por cierto) en los pasillos del metro no sabía nada hasta
hace poco de clavos ni de estornudos ni de mariposas. Estaba a punto de obtener
una beca de una fundación privada, que le permitiría iniciar estudios de
virtuosismo en uno de los más prestigiosos conservatorios de Alemania, cuando
desde un despacho de Washington se dio luz verde para que los primeros misiles
inteligentes empezaran a caer sobre el desierto afgano. Había superado más que
sobradamente varias pruebas eliminatorias, y un día después de los primeros
bombardeos tenía que pasar el último examen. La noche anterior a ese examen,
mientras el telediario ofrecía las imágenes del ataque, se comunicó por
Internet con su novia, una incipiente corresponsal de guerra que estaba en
Islamabad buscando la gloria periodística. La había tenido al corriente del
éxito en las eliminatorias, y le dijo entonces lo esperanzado que estaba de
cara a la última prueba. Ella le deseó toda la suerte del mundo, y le advirtió
de que no se alarmara si estaban algunos días sin poder comunicarse. Al día
siguiente, interpretando de manera sublime una música que con la cabeza y el
corazón dedicaba a su amada, hizo un examen de esos que no necesitan que se
espere a saber el resultado; estaba indubitablemente seguro de que la beca era
suya. Pocos días después, encontró en el buzón un sobre con el membrete de la
fundación. No lo abrió de inmediato. Prefirió -quizá porque sabía a ciencia
cierta que no la había- prolongar un poco la incertidumbre. Ya en casa,
advirtió que tenía un mensaje de su novia en el correo electrónico; y la
alegría de ver recuperada la comunicación con su amada le hizo demorar un poco
más la apertura del sobre. El mundo se le vino encima con el peso imposible de
un alud cuando leyó -el mensaje, aunque desde la dirección de correo de ella,
lo enviaba un compañero de su novia- que la imprudente (quizá por incipiente)
corresponsal había cometido la locura de entrar en Afganistán justo en el
apogeo de los bombardeos, y que el fuego amigo de un misil inteligente (aunque
quizá un tanto lerdo) etcétera, etcétera, etcétera.
Ahora, ese joven de lánguida mirada que toca la flauta travesera en los
pasillos del metro, además de regalar una música sublime a quien se tome la
molestia de detenerse un momento a oírla, cuenta a quien quiera escucharle una
historia que habla de clavos y de estornudos y de mariposas. Y cualquier mirada
mínimamente atenta podrá descubrir que de un bolsillo de su chaqueta sobresale
el extremo de un sobre que sigue sin ser abierto.
LA VIDA PERDURABLE
Christ!
ô Christ, éternel voleur des énergies,
Arthur Rimbaud. Les Premières communions, IX
Eran tres: Juan, Pedro y Andrés.
Cuando tenían siete años, los curas del colegio les prometieron la vida
perdurable; o, para ser del todo exactos, la salvación eterna. A Juan le
dijeron que mientras llevara un escapulario de la Virgen María , y
siempre que dicho amuleto permaneciera bien colgado de los hombros y
correctamente colocado sobre el pecho y la espalda, nunca moriría estando en
pecado mortal. A Pedro le prometieron lo mismo, pero el talismán era esta vez
una medalla bendecida, con una imagen de la Virgen María en el
anverso y de cualquier santo, ángel o arcángel en el reverso, con la ventaja de
que, a diferencia del escapulario, no era preciso ni siquiera llevarla colgada
del cuello, simplemente con tenerla siempre encima, aunque fuese en un
bolsillo, bastaba para que estuviese garantizado el cumplimiento de la promesa.
Lo de Andrés fue más fácil todavía: ni talismán ni amuleto, con comulgar
durante nueve primeros viernes de mes consecutivos era suficiente.
Cuando cumplieron los catorce años, hartos de tener que confesarse cada
vez que se masturbaban, la lógica de Aristóteles que por entonces estudiaban
les dio la idea para un pacto con el diablo. Renunciarían a la salvación eterna
a cambio de vivir para siempre. De la promesa que se les había hecho se
deducía, como de un enrevesado silogismo, que mientras estuviesen en pecado
mortal no morirían jamás.
Cuando llegaron a los veintiún años, jóvenes aunque sobradamente
preparados pero no obstante parados, no encontraron mejor salida profesional
que enrolarse en el Ejército, y como los tres compartían un intrépido espíritu
aventurero coincidieron en elegir la brigada paracaidista.
En uno de los saltos de entrenamiento previos a la inminente salida hacia
una misión de paz en un país asiático, los paracaídas fallaron. Mientras caían
y caían y no dejaban de caer, Juan, recordando la promesa de los curas del
colegio y el pacto de él y sus amigos con el diablo, pensó que saldría ileso
del choque contra el suelo, pero se dio cuenta con horror de que ese sudor
helado que no podía evitar estaba despegando las tiras de esparadrapo con las
que, desde que se lo dieron, mantenía a diario el escapulario bien colgado de
los hombros y correctamente colocado sobre el pecho y la espalda. Al mismo
tiempo, Pedro se palpaba desesperadamente los bolsillos buscando la medalla
para quitársela de encima antes de que terminara la caída, pues le parecía
preferible la condenación eterna a vivir para siempre como un vegetal, que era
lo que le prometía el inevitable choque contra el suelo. De ese choque
inevitable fue Andrés el único en sobrevivir milagrosamente, y cuando los
sanitarios lo pusieron en una camilla se acordó de los nueve primeros viernes
de mes y pensó que de milagro nada, que por muy destrozado que estuviera iba a
salir de ésta como saldría incluso de la explosión de una bomba atómica. Pero
al subirlo a la ambulancia estaba allí el condenado capellán castrense con una
estola morada, haciendo la señal de la cruz y empezando a decir ego te absolvo. Y a Andrés le hubiera
gustado poder decirle que se callara, que no siguiera con ese maldito pecatis tuis y etcétera, etcétera,
etcétera. Porque Andrés no quería la condenada absolución de aquel maldito
capellán. Andrés no quería morir en gracia de Dios. Quería vivir para siempre
en pecado mortal, gozar de una vida perdurable como le habían prometido cuanto
tenía siete años.
HOMBRECILLO DIMINUTO
Hace unos días, cuando estaba releyendo el viaje del doctor Lemuel
Gulliver a Liliput en busca de algunos datos (o de inspiración, ¿para qué
engañarse?), una repentina urgencia, cuyos detalles y naturaleza no vienen al
caso, me obligó a interrumpir la lectura. La urgencia era tan acuciante (ya sé
que las urgencias, por definición, son no sólo acuciantes sino también
apremiantes; pero ésta lo fue tanto que era, por así decirlo, urgente al
cuadrado) que no tuve ni tiempo de marcar la página, por lo que dejé el libro
abierto sobre mi mesa de trabajo y salí a toda prisa del estudio en dirección
al baño.
Al regresar, aliviado ya de mis inaplazables preocupaciones, vi que sobre
la mesa, en actitud exploratoria, había un hombrecillo diminuto. Digo hombrecillo y digo diminuto porque lo era en grado sumo; por decirlo de algún modo,
diminutísimo al cubo. Su altura no era mayor que la longitud de mi dedo
corazón; aunque, como tengo manos de pianista, ergo dedos largos, es de suponer, si se toma el dedo corazón como
unidad de medida, que el hombrecillo, entre los suyos, sería de elevadísima estatura.
Lo primero que hice fue marcar el punto de lectura y cerrar el libro, no
fuese que al solitario explorador avanzado lo siguiera al poco tiempo todo un
cuerpo expedicionario. Después, procurando no hacer movimientos bruscos y
mantenerme en lo posible a sus espaldas para no ser descubierto (precauciones
que pronto se mostraron innecesarias, pues desde el punto de vista del
hombrecillo yo debía de estar en algo así como una dimensión desconocida), me
dediqué a observarlo.
Recorrió la mesa con un ademán, más que sorprendido o admirado, inquisitivamente
interesado. Aunque para mi punto de vista el hombrecillo también estaba en una
dimensión si no desconocida al menos un tanto lejana (por así decirlo: como al
otro lado de un microscopio) y no me era fácil, por lo tanto, percibir con detalle
las expresiones de su rostro, pude al menos apreciar los gestos corporales con
que, a modo de un entomólogo estudiando descomunales insectos prehistóricos,
examinaba los objetos.
Con una mano bajo el mentón y un fruncimiento de labios acompañado de
frecuentes cabeceos aseverativos, y alargando la otra mano para palparlo todo y
cerciorarse de que era real y material y no un inasible sueño, rodeó primero
con pausados pasos el bolígrafo que había junto a mi cuaderno de notas; se
detuvo después frente a este último y pareció recorrer con movimientos
laterales de la cabeza las líneas de texto, como si tratara de descifrar una
especie de gigantesca escritura jeroglífica; desistiendo por fin de ello,
levantó la vista hacia el viejo bote metálico de té Lipton’s donde guardo, además de lápices y otros bolígrafos,
rotuladores de varios colores, una barra de pegamento, un marcador
fluorescente, un abrecartas (¿quién los utiliza hoy en día?) que me sirve de
quitagrapas y unas tijeras; se puso de puntillas -la barbilla le llegaba así
justo a la altura del borde del bote- y trató de escalarlo, pero los pies le
resbalaban en la pulida superficie metálica y terminó por renunciar, al no
encontrar punto de apoyo; pasó junto a una pila de libros y apenas se paró un
momento ante ella, levantando mucho la cabeza como si contemplara desde la
calle un altísimo rascacielos; le prestó más atención al ordenador de
sobremesa, especialmente al ratón y sobre todo al teclado, donde creería
reconocer los signos que antes había visto en el cuaderno de notas; no hizo
tanto caso a la torre, a la pantalla ni a la impresora multifunción, quizá
-después del fallido intento de escalar el bote de té Lipton’s- por considerarlas igualmente inaccesibles. Lo que sí
estuvo un buen rato mirando mientras daba vueltas a su alrededor y lo analizaba
como si tratase también de descifrarlo, es un cuenco que tengo en una esquina
de la mesa, como inútil elemento decorativo entre tanto objeto útil, lleno de
pequeñísimas florecillas secas de diversos colores (sí; he dicho pequeñísimas y he dicho florecillas).
Se acercó después al borde de la mesa y desde allí, con una mano como
visera, comenzó a otear el horizonte de la habitación en un movimiento
panorámico. Debieron de inspirarle un gran interés las baldas repletas de
libros que recubren las paredes de mi estudio, pues, una vez finalizado el
vistazo panorámico, se desplazó por el borde de la mesa mirando continuamente
hacia el suelo, como si sopesara las dificultades y los riesgos de un posible
descenso.
Fue entonces cuando, temiendo que su demostrado afán exploratorio -el
cual empezaba a parecerme rayano en la temeridad, más que en la audacia-
pudiese ocasionar que llegara a descalabrarse, decidí poner fin a la visita.
Arranqué una hoja en blanco del cuaderno de notas, la deslicé bajo sus
pies y, cuando el hombrecillo estuvo sobre ella, la elevé y, manteniéndola en
el aire, la acerqué, con una súbita intuición, hasta el cuenco que tanto había
parecido interesarle. Una vez que el explorador hubo recogido un par de resecas
florecillas blancas, que a duras penas le cupieron en las manos, trasladé la
hoja hasta el libro, previamente entreabierto por el punto de lectura, y la
sacudí con todo cuidado sobre la página de origen del visitante.
Volví a cerrar el libro y pensé que el viajero tendría muchas cosas
asombrosas que contar a los suyos; y que, si no le creían, siempre le quedaría
el par de resecas florecillas blancas como prueba irrefutable de que había
estado aquí. Y que, quizá, lo que más difícil podría resultarle fuese
convencerles de que había regresado a lomos (o a bordo) de una alfombra
voladora.
Pienso, ahora, que tengo que adquirir una nueva edición de los viajes del
doctor Lemuel Gulliver, pues la que poseo temo que haya dejado de ser completa.
Y pienso, también, que en adelante, por muy acuciantes y apremiantes que
resulten las urgencias, deberé tener cuidado de marcar el punto de lectura y
dejar los libros cerrados. No sea que cualquier día pudiese estar releyendo, en
busca de algunos datos, Dr. Jekyll and
Mr. Hyde, por poner un ejemplo, y al regresar de lo que no viene al caso me
encontrase de pronto con la casa arrasada, hecha una pena y un destrozo.
NATURALEZA MUERTA CON OBSERVADOR
…cuando no es otro el vivir que un ir
cada día muriendo.
Baltasar
Gracián. El criticón, III, 11
El apartamento no es muy grande, pero tiene la ventaja de que está cerca
de la facultad. Lo más espacioso es el salón, veintipocos metros cuadrados que
con una sabia (y milimetrada: a veces hay riesgo de topar con algo) distribución
del mobiliario dan para tres ambientes diferenciados: estudio, sala de estar y
comedor. Los otros veintimuypocos metros de superficie se distribuyen, en orden
creciente de tamaño, entre la cocina, el cuarto de baño (en suite) y el dormitorio. La cocina es
mínima pero luminosa pues en la pared lindante con la parte del salón
habilitada para comedor hay una abertura horizontal oblonga con un mostrador
para pasar los platos lo que, además de ampliar ilusoriamente el espacio casi
como lo haría un espejo, permite aprovechar la luz que entra por el ventanal
del salón. El cuarto de baño no es mucho mayor pero, al menos, da para que haya
una bañera de verdad (en la que se podría morir acostado, como Séneca o Marat)
en lugar de una de esas ominosas duchas que son como atosigantes cabinas de
teléfono (y en las que no se puede morir ni de pie, a no ser que colabore
Anthony Perkins, disfrazado de su santa madre, con un cuchillo). El dormitorio
es tan extenso como la cocina y el cuarto de baño juntos; es decir: bien poco;
pero como el armario es empotrado y con puertas corredizas hace posible que la
cama (él, a quien le gusta dormir con los brazos extendidos, no la llamaría
nunca de matrimonio) sea de dos
cuerpos. Para dos personas (pero nunca se pensó en eso; y en niños, mucho
menos) el apartamento podría resultar angosto, irritante, casi claustrofóbico.
Para una sola (aunque precise tener libros -debidamente colocados en baldas,
por supuesto- hasta encima de la cisterna del inodoro), es todo lo contrario. A
veces, casi un desierto.
Además del último paréntesis (una mujer nunca pondría libros en
determinados sitios), hay otras señales en la casa que invitan a deducir que la
habita un hombre solo. En los armarios de cocina y en el frigorífico predominan
los congelados, las latas de conserva y los platos preparados. En el cuarto de
baño, en lugar de esa profusión de cosméticos, rulos y horquillas que
ocasionaría una presencia femenina, se puede encontrar (además de libros; ya se
ha dicho) apenas lo justo para aseo corporal, limpieza de dientes y afeitado.
En las ventanas del dormitorio y el salón no cuelgan cortinas ni estores, con
persianas basta y sobra. En toda la casa no se ven plantas en macetas, ni
flores en búcaros o jarrones, ni cacharros de cerámica por todas partes, ni
cualquier otra cosa que pueda ser considerada como meramente decorativa, sin
otro encanto que el de su inanidad pura y simple (el televisor, el equipo de
música y el ordenador, aunque de atrevido diseño y elegante línea, están allí
para funcionar, no para ser admirados).
En las paredes, tapizadas de libros, no hay cuadros; sólo unas pocas
láminas enmarcadas, reproducciones de algunos de los delirios geométricos de
Maurits Cornelis Escher, medio ocultas tras dos columnas de obras completas de
escritores sudamericanos del boom.
Tampoco hay fotografías: ni en los anaqueles de la librería, ni en la mesa de
centro colocada ante el sofá, ni en la mesilla de noche del dormitorio, ni en
parte alguna de la casa podrá encontrarse ni una sola de esas pequeñas ventanas
que ayudan a mantener presentes los paisajes y los rostros de otros tiempos.
Como si no hubiera un pasado al que asomarse. O como si, habiéndolo habido, se
hubiese querido tirarlo por la borda y olvidarlo por completo.
Ahora bien, en la casa hay orden; un orden casi prusiano, casi neurótico,
casi perfecto. Sobre la mesa de trabajo, por ejemplo, en la parte del salón
habilitada como estudio, hay diccionarios y otros libros de consulta; y
ficheros repletos de fichas; y carpetas llenas de folios escritos; y lápices, y
rotuladores, y bolígrafos. Pero todo eso, que mientras esté siendo utilizado se
extenderá por la mesa como una tropa en desbandada, aguarda ordenado ahora
(bolígrafos, rotuladores y lápices, en un bote; folios, en carpetas; fichas, en
ficheros; libros de consulta y diccionarios, debidamente apilados), como un
disciplinado ejército en sus cuarteles de invierno. Lo mismo, a pesar de tanto
libro, por todo el apartamento. Un orden de cementerio.
Hay limpieza también. Aunque de eso se encarga la asistenta, que acaba de
llegar. Tiene llave. Acude por las mañanas, cuando el profesor está en la
facultad. Nadie molesta a nadie. Si es necesario decirse algo, se deja una nota
o se recurre al teléfono. Una relación perfecta.
Deslumbrada por un rayo de sol que entra por el ventanal, la asistenta
aparta la vista y el movimiento de cabeza le hace quedar mirando hacia la
puerta entreabierta del dormitorio. Distingue entonces un bulto en la cama,
bajo las sábanas; y le parece raro que siendo día laborable, a esas horas…
Tardará todavía un poco en comprender. Tardará unos segundos después de
que le parezca raro también que el profesor, siempre tan pulcro y tan ordenado,
se hubiera dejado en una esquina de la mesa de centro una botella de coñac, una
copa y un tubo de pastillas. Todo muy junto. Todo vacío.
Inclinándose sobre la mesa para recoger la inusitada muestra de desorden,
empieza a comprender. El profesor, siempre tan ordenado y tan pulcro el pobre,
habrá dejado allí todo eso no por desidia ni olvido, sino para evitar que la
nota manuscrita que hay debajo pueda llevársela el viento.
LLAMADA PERDIDA
Esta mañana, al saltar de la cama y conectar el móvil, he visto que tenía
un mensaje de texto que me habían enviado durante la noche desde un número
desconocido. Era claro y conciso: Por la
diferencia horaria, supongo que estarás durmiendo. Hazme una llamada perdida
cuando te despiertes, y yo te contesto. Papá. Un tanto largo, quizá (y
demasiado pulcro), para ser un mensaje corto; señal, he pensado, de que el
emisor no era persona excesivamente ducha en la materia. Y un tanto extraño que
el mensaje fuese de papá: primero, porque murió hace años; y segundo -but not least-, porque cuando ocurrió el
luctuoso suceso aún no existían los móviles, y, por consiguiente, no habría
podido ser enterrado ni con el más arcaico y pesado de los modelos de primera
generación. No obstante, he guardado el número en la agenda, he borrado el
mensaje y me he dirigido al cuarto de baño.
Mientras desayunaba, he hecho la llamada perdida. La respuesta ha llegado
de inmediato. Indudablemente, era la voz de papá. Y ese ridículo diminutivo de
mi nombre que tan enojoso me resulta, ¿quién lo emplea más a sabiendas que
papá? Iba a preguntarle qué tal estaba, pero me ha atajado disculpándose por la
tardanza en llamar y dándome a continuación prolijas explicaciones de los
motivos de la demora. En esencia y resumiendo, ha dicho que cuando la telefonía
era fija no habría habido en todo el universo cobre suficiente para tender los
cables, y que por eso habían estado tanto tiempo incomunicados. Pero que no
creyera que con la invención de la telefonía móvil las cosas habían sido tan
fáciles. Tardaron una eternidad en conseguir una cobertura medianamente
aceptable; y cuando por fin la lograron, las colas para darse de alta llegaron
a ser infinitas. Aunque ahora, después de todo -y dudaba si sería procedente
decir que gracias a Dios-, ya tenía su móvil (con tarifa plana, por cierto; por
eso me había dicho lo de la llamada perdida; a él, llamar le salía prácticamente
gratis; a mí, con la tarifación especial que habría tenido que aplicarme mi
operadora, me hubiera costado bastante más que un ojo de la cara). Ya lo tenía,
sí; y qué mejor manera de estrenarlo que llamando a la familia.
Aprovechando el punto y aparte que ha hecho en su discurso (supongo que
para lo asimilable a recuperar el aliento), le he dicho que me alegraba
muchísimo de oírle después de tanto tiempo y, barruntando algo subrepticio, le
he preguntado el motivo de su llamada. Me ha contestado que ya me lo había
dicho: para estrenar el móvil. Ante mi carraspeo, ha añadido en un tono algo
lastimero que nos echaba mucho de menos. Y a continuación, en respuesta a mi
profundo suspiro, ha confesado de plano y sin reservas que allí arriba se
aburría muchísimo, y que estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de
librarse para siempre de aquel tedio eterno e infinito.
Barruntándome lo que me barruntaba, y temiendo que ya estuviese a punto
de salir a la luz, he sido yo quien lo ha atajado ahora, y le he dicho que si
estaba planteándose volver, ni lo soñara. Al fin y al cabo, era él quien había
decidido morirse en su momento, y eso ya no tenía vuelta de hoja. Ya era
mayorcito para ser responsable de sus actos. Además, hacía años que habíamos
vendido la casa e invertido el dinero que se obtuvo. Y muy bien invertido. Las
rentas nos permitían costear una residencia donde mamá estaba que ni en el
paraíso. Pero no había de temer que pudiera sentirse abandonada y morirse allí
de aburrimiento. En absoluto. Entre hijos, hijas, yernos, nueras, nietos y
nietas tenía las visitas prácticamente diarias aseguradas para lo que le
quedase de existencia, quiera el cielo que sea mucho.
He oído entonces una sonora carcajada. Y, todavía con el eco de la misma,
papá ha dicho que ni mucho menos, que de volver nada. Lo que quería era otra
cosa. Aunque ya había salido del purgatorio -donde también se aburría mucho;
pero, al menos, sabía que no era definitivo-, el verdadero propósito de su
llamada era pedirnos que no dejáramos de encargar misas en sufragio de su alma.
Pero ahora el cura tendría que pedirle otra cosa al Gran Jefe. Desde que
estaban los móviles, podían comunicarse también con los de abajo. Y aquello sí
que es en verdad un paraíso, chico. Como un hogar de jubilados, pero a lo
grande. Parchís, dominó, damas, ajedrez, mus, póker, ruleta, bingo,
tragaperras, puros habanos, whisky de malta, salsa, pasodoble, tango,
chachachá… En fin, para qué iba a seguir contándole. Él ya se había ocupado de
mover por allí arriba ciertas influencias; pero donde estuviera una buena
recomendación eclesiástica para conseguirle un traslado… Sí, ciertamente, los
de abajo suelen tener la calefacción un poco demasiado fuerte. Pero, en
comparación con un tedio infinito y eterno, ¿qué más daba?
Poco a poco, una vez declarado el motivo real de la llamada, la
conversación ha ido decayendo. He prometido a papá que por nuestra parte
haríamos lo que buenamente se pudiera, y le he asegurado que seguiríamos en
contacto; con el procedimiento, desde luego, de la llamada perdida.
Cuando he colgado el móvil me he quedado meditando unos momentos; y,
apurando el café con leche, me he preguntado en qué país vivimos. En estos
tiempos, con estos avances, y que todavía sea necesario recurrir a
recomendaciones e influencias. En tiempos como los actuales; tiempos como los
de hoy en día, en que las ciencias adelantan que es una barbaridad y una
brutalidad y una bestialidad.
POR LA G. DE DIOS
El pequeño general, calvo y gordito, observa desde un promontorio la
evolución del combate en campo abierto. Hace bastante frío, por lo que se cala
bien el chapeo y se arrebuja en el largo -para su corta estatura, quizá
demasiado- abrigo de cuello alto. Advierte que uno de los flancos está
desguarnecido, y manda a sus edecanes que transmitan las órdenes necesarias
para reforzarlo. Nunca ha perdido una batalla; y si alguna vez ha de ser la
primera, no será ésta. Cuando ve que sus órdenes ya han sido cumplidas, se
abandona por un momento a sus fantasías, deja volar la imaginación, permite que
la cabeza se le llene de pájaros.
Glorioso general, piensa. Invicto caudillo. Rey sin corona de un país sin
rey. ¿Qué digo rey? ¿Qué digo sin corona? Emperador. Y coronado por el Papa. Y
si se tercia, conquistador de Europa. En el futuro, la Historia tendría que
añadirlo a la lista de sus más insignes antecesores: Napoleón, Alejandro,
César…
La llegada del morito que le trae un café bien caliente lo saca de su
ensoñación (bustos y estatuas ecuestres, su nombre en plazas y avenidas, su
efigie en sellos y monedas…). Aparta los ojos de los binoculares de campaña y
ve entonces, a lo lejos, una avioneta de reconocimiento. Qué gran avance la
aeronáutica, se dice. Hasta en tres ocasiones, los aviones le han sido de una
utilidad invaluable. Lástima que a ese mamón que le llama Paca la culona sea tan difícil que le ocurra lo mismo que a los
otros dos. El muy hijo de la gran puta no subirá a un avión así lo maten.
Seguro que el muy cabrón morirá de viejo y en la cama.
Mientras el morito le sirve el café le acuden a la memoria los años del
Rif. Los amantes de una noche desaparecidos al amanecer. Aquél que tuvo los
santos cojones de decirle, sin miedo a la pistola con que le apuntaba, que era
cruel y despiadado, como el rey de Las
mil y una noches.
Y este morito se le parece. Mucho. Demasiado. Es una tentación, piensa
con un ligero temblor -¿será el frío?- al rozarle una mano cuando coge la taza.
Pero no; sería una locura, decide cuando se la lleva a los labios. Habrá que
buscar un pretexto para quitárselo de encima. Ya no es tiempo de aventuras.
(DES)MEMORIA
abro interrogación Te acuerdas de cuando éramos estructuralistas y
experimentalistas y vanguardistas y nosequeoveteasaberquemasistas y nos
pasábamos por la piedra el punto la coma y cómo no el punto y coma abro paréntesis
recuerdo a una sedicente guión no confundir con sediciosa aunque se lo merezca guión poetisa que en una entrevista
dijo que no sabía para qué sirve el punto y coma cierro paréntesis y si se
salvaban las tildes es gracias a que Dios si es que existe es bueno pero no
tanto como para redimir al personaje y el argumento porque la literatura no se
hace con ideas ni mucho menos con historias sino con palabras palabras palabras
y solamente y nada más que palabras y al principio era el Verbo y una novela es
estructura y texto y eso es lo que importa pues hay que despertar al lector
dormido y en lugar de dárselo todo hecho preparado y bien mascado hay que hacerle trabajar para
que sea él quien construya su propio orden a partir de un caos previo y así se
acostumbraría a tratar con una realidad que no es menos caótica y despertaría
abro paréntesis he repetido un verbo en pocas líneas pero en aquellos tiempos
nos cagábamos en la Retórica y en la Gramática y en todo lo que hubiera que
cagarse guión otro verbo repetido guión pues eso era lo revolucionario cierro
paréntesis y una vez con los ojos bien abiertos haría la revolución y cambiaría
el mundo y se transformaría en el hombre nuevo guión o quizá lo tercero vaya
delante pero ya se sabe que el orden de los factores no altera el producto
guión pues la poesía es un arma cargada de futuro y nuestro deber como
intelectuales es denunciar la injusticia allá donde se encuentre y
desenmascarar un sistema opresivo que se disfraza de cordero pero en realidad
es un lobo insaciable y esto hay que desenmascararlo y denunciarlo guión aquí
no hay repetición de verbos sino quiasmo guión no sólo por medio de la
literatura sino también del cine la pintura la escultura la música todas las
artes en fin en alianza y conjunción con el pueblo trabajador y soberano hasta
alcanzar una sociedad verdaderamente igualitaria justa y libre en la que los
valores filisteos de la burguesía habrán sucumbido y el pueblo además de
trabajador y soberano será justo y benéfico y también culto y por todo ello
capaz de reconocer la contribución de los artistas e intelectuales a la
liberación de la sociedad y de premiarla como se merece pues sabrá entonces por
ejemplo apreciar y en consecuencia aplaudir el
progresismo de un párrafo como éste que llega a su final abro paréntesis
porque así me parece pues podría seguir y seguir y seguir cierro paréntesis sin
una sola coma cierro interrogación
-No -dijo el otro-, la verdad es
que no me acuerdo; o quizá debería decir que no quisiera acordarme.
EL GRITO
L’impression
est pour l’écrivain ce qu’est l’expérimentation
pour le savant, avec cette
différence que chez le savant le travail
de l’intelligence précède et chez l’écrivain vient
après.
Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, Le temps retrouvé
Dirías que es un estupor resignado o una resignación estupefacta o algo
por el estilo, pero lo cierto es que no sabes muy bien cómo denominar esa
impasibilidad, esa imperturbabilidad, esa cara de palo (has estado a punto de
escribir de Buster Keaton, pero te lo
has pensado mejor; porque lo suyo era impavidez, ausencia de cobarde -o quizá
prudente- miedo y presencia, en cambio, de un valiente -y un tanto imprudente-
temple de acero capaz de resistir y hacer frente a la adversidad), esa
irritante y ovina mansedumbre con la que el común de los mortales (pero tú, no
te engañes, el primero) parece estar aceptando como inevitable catástrofe
natural o como merecido castigo divino que aquello que no hace tanto fue
anunciado, con un grande alboroto de pitos y timbales, como el fin de la Historia nos haya llevado
hasta este callejón sin salida; tan sin salida, piensas, que cualquiera de
ellas que en estas circunstancias parezca posible imaginar nos conduce, literal
y directamente de cabeza, hacia el fin del mundo.
Exageras, te dices, mientras contemplas en el metro esa exposición de
caras aleladas y somnolientas, desconectadas de todo y, sobre todo, de sí
mismas por ese par de auriculares que a la larga les destrozarán el oído o por
ese sospechoso best seller de tapa dura
e innumerables páginas que sin necesidad de esperar demasiado les habrá
corroído el cerebro. Quizá no exageres tanto, te corriges. Míralos: cada uno (y
tú, no te engañes, también) viaja hacia su particular fin del mundo; y en el
trayecto arrastra la pesada cadena de un trabajo que preferiría no hacer o la
mucho más pesada de un trabajo que quisiera poder encontrar, la pena de un amor
no correspondido o la frustración de un desamor que medra año tras año, la
desesperanzada soledad del que no tiene amigos o la más terrible y triste de
quien los ha traicionado, la paralizante abulia del que abandonó las ganas de
vivir, el miedo a lo inminente del enfermo terminal, el pesar inconsolable de
quien ha perdido un hijo de cinco o de diez o de veinte años, el irreparable
dolor de quien se ha visto privado de un ser querido en un atentado terrorista
o en una misión de paz. Míralos. Y mira también más allá del metro: guerras,
terremotos, inundaciones, hambrunas crónicas. Y siempre esa misma mirada que
parece no mirar, que no grita, que no protesta, que no se queja.
¿Fatalismo? Podría ser ésa la palabra, anotas en tu cuaderno. Y se te
ocurre que quizá, aunque trivializado por la literatura (que, ya se sabe, suele
ser un tanto frívola) y doblemente trivializado por el humor (de costumbre tan
banal, como es sabido), sea eso, fatalismo, lo que has tratado de expresar
mediante esos personajes (confiésatelo: son uno sólo; y son un trasunto de ti
mismo) que sin levantar una ceja más que otra parecen, por la forma en que lo cuentan,
aceptar con toda normalidad sucesos tan absurdos como la persecución desde
delante por un doble que lleva un segundo de ventaja, la opresión por otro
doble que está en el lado de afuera de un espejo, una dominical rebelión de
electrodomésticos, un despertar complicado y confuso, el encuentro con un nuevo
doble que viaja a la inversa en el tiempo, la visita de un hijo que llega del
futuro para provocar su nacimiento, un inesperado paseo con don Luis Buñuel, la
irrupción de un hombrecillo diminuto salido de un libro, la conversación por
teléfono móvil con un padre muerto que quiere una recomendación para entrar en
el infierno.
¿Con toda normalidad? ¿Absurdo? Vuelve a mirar al metro. Vuelve a mirar
más allá del metro. Nadie grita. Nadie protesta. Nadie se queja. Y de súbito,
de repente, de pronto te parece que ese famoso cuadro de Edvard Munch de alguna
manera miente. Porque nadie se queja. Nadie protesta. Nadie grita. Nadie va por
ahí haciéndolo. Ese hombre angustiado que camina junto al pretil o la valla de
lo que parece un puente, un paseo marítimo o un muelle, no es verdadero, no
está en lo cierto.
Pero de pronto, de repente, de súbito (mientras dentro de ti algo empieza
a crecer y sigue haciéndolo) tienes que corregirte de nuevo. Ese cuadro de
Munch contiene más verdad que todo lo que puedas tú escribir a lo largo de
siete vidas. Porque ese hombre angustiado está pintado del revés, vuelto de
dentro afuera, mostrado por el forro. Es el inaudible -pero ensordecedor- grito
que alberga en su interior lo que se puede oír, si se quiere escucharlo. Ese
mismo grito que, mientras guardas tu cuaderno de notas y sales del vagón camino
de la calle, sigue creciendo dentro de ti; y que alguna vez tendrá que hacerse
audible, resonando al unísono con el que habrán de emitir los del metro y,
principalmente y sobre todo, los de más allá del metro.
SOLUCIÓN FINAL
Todos los días laborables, en el trayecto en coche de casa al trabajo y
viceversa y vuelta a empezar, tengo que cruzar un puente sobre un río seco.
Esta noche he soñado que, de regreso a casa, lo hacía una vez más, aunque no
como siempre. En el sueño lo cruzaba por debajo. Uno de los ojos del puente se
había convertido en una especie de túnel por el que circulaba mi vehículo. La
visibilidad no era muy buena; a decir verdad, estaba todo bastante oscuro y es
de suponer -no recuerdo si en el sueño era explícito- que llevaría encendidos
los faros. Como fuese, lo cierto es que casi a la salida del túnel -y gracias
posiblemente a la moderada claridad que llegaba desde el final del mismo-
advertí de pronto que había tres o cuatro cuerpos humanos (perdón por la falta
de exactitud; pero, ya se sabe: los sueños) tendidos en el suelo. No sé muy
bien si di un frenazo o un volantazo o ambas cosas a la vez -lo que sí recuerdo
con toda nitidez es que tuve la serenidad suficiente para pulsar el interruptor
de los intermitentes de emergencia y prevenir así a los que venían detrás-,
pero logré evitar el atropello, aun a costa de que mi coche quedase como
encaramado a la altura de la mitad de la cóncava pared izquierda del túnel.
Con ese envidiable dominio de los recursos narrativos -entre ellos, la
elipsis- que tienen los sueños, lo siguiente fue que, sorteando los cuerpos
-por fortuna, no estaban muertos; se habían tendido allí con la intención de
frenarnos-, me acercaba lentamente con el coche hacia la salida del túnel. De
golpe y a la vez sabía -como se sabe en los sueños, sin esa falsa y morosa
sucesión de lo escrito- que un numeroso grupo de indigentes de todos los
colores y nacionalidades (la globalización; también ya hasta en los sueños)
había cortado, en acto de protesta, aquel extremo del túnel; y sabía que una
cola de vehículos estaba creciendo a mis espaldas, todos atrapados y con sus
conductores haciéndose señas unos a otros a fin de iniciar una dificultosa
escapada en marcha atrás. Llegaba ya a la salida del túnel, y recuerdo que lo
hacía con miedo a tocar el claxon y a bajar la ventanilla. Recuerdo también que
mi idea era la de parlamentar (por una vez, gracias quizá al recuerdo de las
películas de indios y vaqueros o de colonizadores y tribus indígenas, creo
haber dado con la palabra exacta), y me preguntaba si me permitirían el paso.
Una voz a mi espalda me dijo algo así como que anduviera con cuidado de no
enfadarlos, no fuesen a agredirme. Mi último recuerdo de lo que es propiamente
el sueño es que, alcanzada la salida del túnel, me disponía a hablar con un
indigente rubio pajizo, de largo pelo ensortijado y poblada y descuidada barba.
Y que cerca del indigente rubio y de los que le acompañaban, ya en el exterior
del túnel, había un furgón de policía.
Hasta aquí el sueño; o eso creo. Pues, no sé si ya del todo despierto o
todavía en una especie de duermevela, he pensado después que es muy propio de
los indigentes habitar bajo los puentes; y que precisamente bajo ese mismo
puente que cruzo a diario, malvivió durante meses -hasta ser disuelto;
imagínese el cómo- un numeroso grupo de inmigrantes ilegales sin techo (¿a que
suena como tres martillazos?; pues añádase que alguno de los miembros del grupo
sea mujer y negra y piénsese que esa pobre es la que llevará todos los
números). Y a continuación he vuelto a pensar en el furgón de policía. ¿Estaba
allí para proteger la protesta de los indigentes o para terminar con ella? Lo segundo
era más lógico. Así que me he contado un final del sueño (o quizá sea del
cuento, o de la pesadilla, o del delirio) en que los indigentes eran disueltos
como procede; aunque, afortunadamente, no ha habido muertos.
Los heridos han sido conducidos al hospital. Los demás, alojados en un
albergue. Mi yo fatalista y resignado ha concluido que los del albergue irán
directamente a las cámaras de gas. Mi yo calculador y desalmado, que lo del
hospital es un gasto innecesario.
TODOS LOS MIEDOS EL MIEDO
Mamá, no apagues la luz, no la apagues, por favor, esta noche no, sobre
todo esta noche, no es por el hombre sin nariz ni por los monstruos ni por el
polichinela, es que hoy, cuando me duerma y se abra el armario, tengo miedo de
que venga la abuelita a regañarme, la luz, por favor, enciéndala, doctor, deje
de examinar las radiografías y dígame de una vez lo que tengo, quiero la
verdad, la exijo, sin ocultaciones ni tapujos ni medias tintas, tengo derecho a
saberla, con cuarenta y cinco años creo que ya soy mayorcito, además tengo mi
familia y mis responsabilidades y si el diagnóstico no es favorable necesito
saber el tiempo que me queda para poner mis cosas en orden, porque quise
confesarle a la abuelita que no fue el cachorrito, el retrato del abuelito lo
rompí yo, se me cayó sin querer pero dije que fue el cachorrito, no me atreví a
decirle la verdad a la abuelita y cuando se la llevaron al hospital ya no pude,
a los niños pequeños no nos dejan entrar al hospital y luego ya no he vuelto a
verla, sé que estaba muy malita, por eso quería decirle la verdad, pero no pude
y ahora tengo miedo de que baje del cielo y salga por el armario para
regañarme, no, no tengo miedo de saberlo, doctor, bueno sí lo tengo, pero es
peor el miedo a la incertidumbre, dígame usted de una puñetera vez si me va a
renovar el contrato o si he de empezar a buscarme la vida, tengo una familia
que mantener y las cosas están muy difíciles en la actualidad, ¿miedo?, claro
que lo tengo a quedarme sin trabajo, en otra época le hubiera dicho que con
estas dos manos no tenía por qué temer nada, pero hoy en día no basta con tener
dos manos, hay demasiadas manos por ahí fuera empuñando fusiles, creía que
nunca volvería a conocer esos años en que la vida de una persona no valía nada,
pero ahí están otra vez, llegan a cualquier hora, sacan a los hombres de las
casas y se los llevan hacia un muro o una cuneta o un descampado, el lugar da
igual porque de allí ya no vuelven, los dejan allí tirados peor que si fuesen
perros, y lo peor de lo peor no es eso, lo peor de lo peor, lo que más miedo
nos da a quienes seguimos aquí, es que los que se quedan vigilando en la aldea
cuando los otros se han llevado a los hombres entran en las casas en busca de
las mujeres, y a mi niña, con sólo doce años, que aún no era ni mujer, se le
fueron subiendo encima hasta veinte de aquellos bárbaros, y me hacían mucho
daño, madre, sobre todo al principio me hacían mucho daño, luego era como si me
hubieran anestesiado, como cuando me operaron de apendicitis, pero para lo que
no había anestesia era para el aliento de esos hombres malos, madre, ni para
las babas que me echaban encima por todo el cuerpo, sí, hija mía, no vuelvas a
tener miedo, te prometo que papá no volverá a entrar en tu cama por las noches,
no volverá a decirte mi niña cómo te quiero, no volverá a tocarte donde no debe
ni a pedirte que lo toques donde no se debe, papá no volverá nunca y no volverá
para nada, te lo prometo, te prometí amor eterno pero los años y la experiencia
nos demuestran inexorablemente que todo pasa y nada queda, así que lo mejor es
ser civilizados y afrontar el futuro sin temor, solucionar lo de la casa y los
niños y no tener miedo de empezar una nueva vida, ya no tengo miedo del armario
ni del hombre sin nariz ni de los monstruos ni del polichinela, ya tengo casi
diez años, ahora lo que me da miedo es que de repente me he dado cuenta de que
papá y mamá morirán algún día, podrían morir mañana mismo, o en este mismo
momento, y me dejarían solo, y yo no quiero estar solo, es muy triste estar
solo, por eso he buscado una compañía en Internet, una cita a ciegas, una cita
entre desconocidos que llevan la misma flor, pero no somos desconocidos del
todo, nos hemos enviado fotos, nos hemos dado mutuamente nuestro perfil, nos
hemos contado cosas por el correo electrónico, pero ¿serán ciertas las fotos,
los perfiles, las confidencias?, una vez cara a cara, ¿me gustará ella?, ¿le
gustaré yo?, doctor, haga todo lo posible, por favor, el niño tiene sólo trece
años, toda la vida por delante, no tenemos más hijos y como consecuencia de
aquel parto tan difícil ya no podremos tenerlos, no puede ser que con sólo
trece años sea un cáncer, tiene que haber algún error, con sólo trece años y
toda la vida por delante no puede ser, hay que hacer algo, lo que sea, por
favor, doctor, no se obstine en prolongarme la vida, tengo ya ochenta años,
déjeme morir en paz, en paz y sin dolor, sin más tubos ni goteros ni
respiraciones asistidas ni oxígeno, le mentiría si dijera que no tengo miedo,
pienso que después no habrá nada, pero con tanta mierda que me metieron de niño
en la cabeza no puedo estar seguro, es curioso que toda esa mierda me la
metieran los que en el fondo temen que después no haya nada, lo que yo temo es
que, contra toda lógica, pueda haber algo, porque si lo hay, entonces allí
tendrá que estar esperándome mi abuela, todavía enfadada por lo del retrato del
abuelo, todavía molesta conmigo por haberle mentido, todavía dispuesta a
echarme una buena regañina por haber acusado falsamente al cachorrito.
INFIERNO
As
flies to wanton boys are we to the gods,
They
kill us for their sport.
William Shakespeare. The tragedy of King Lear (Act IV. Scene
I)
Esta mañana me he levantado con una idea fija zumbando en la cabeza: el
infierno existe. O, para ser exactos, podría existir. Resulta que hay algunos
ingenieros informáticos de ultimísima generación que ya se atreven a proponer
que dentro de poco será posible resucitar a los muertos. Quizá no a todos los
finados habidos hasta el presente, pero posiblemente sí a todos los que empiecen
a fallecer a partir del momento en que haya quedado debidamente registrada la
patente del invento. Se basan en la tesis de que cualquier persona -y que cada
cual entienda por persona lo que
mejor le plazca- puede ser codificada informáticamente en un número finito, por
elevadísimo que sea, de bytes (la
palabreja es fea; pero, aunque en cursiva, ya figura en el diccionario). Así
pues, sólo habría que ir codificando a los que estuvieran a punto de palmarla e
ir archivándolos en cederrones (la palabreja es feísima; pero también figura
ya, y sin cursiva, en el diccionario). Y a vivir, que son algo más de dos días.
Porque esos codificados yo, tú, él, ella, nosotros, nosotras, vosotros,
vosotras, ellos y ellas tendrían las mismas percepciones y la misma conciencia
que tenían en, por decirlo de algún modo, esta perra vida. Pero, además, serían
inmortales. Y eso sería lo peor. Pues si ahora hay quien se lo pasa bomba con
esos juegos informáticos que rebosan violencia hasta derramarla por los cuatro
puntos cardinales, ¿qué no podría hacer cualquier descerebrado hijo de puta del
futuro con un cederrón -o el cachivache de almacenamiento de datos que esté en
uso por entonces- que tuviera sentidos y conciencia? ¿Apostaríamos algo a que
renunciaría a condenarnos a un infierno virtual, un infierno de fuego que no
ilumina y quema sin consumir como el que con tanto lujo de detalles nos
describían los curas del colegio? ¿Apostaríamos algo a que dejaría de acercarse
de cuando en cuando a un micrófono para, con tonante vozarrón, decirnos: “Te
quemas, ¿verdad? Pues jódete, que es para siempre”? ¿Apostaríamos algo?
Yo no apostaría nada, desde luego. Y lo único que pido es haber muerto
antes de que patenten el invento. Aunque se me ocurre ahora que, con toda
nuestra conciencia y todos nuestros sentidos, quizá seamos ya un amasijo de bytes confinados en un cederrón. Y si
eso es así, si ahora ya estamos en una fase del juego que rebosa violencia
hasta derramarla por las siete direcciones del espacio (inclúyase el centro),
¿cuál será la siguiente fase de este maldito juego de ordenador?
MOVILIDAD GEOGRÁFICA
Me llamo Manuel López Pérez, más conocido como el Checo entre mi círculo de amistades y mis compañeros de trabajo.
El 11 de septiembre de 2001, después de firmar la aceptación de las habituales
condiciones leoninas de empleo (a saber, y entre otras: disponibilidad horaria
irrestricta, sueldo restringidísimo -tanto, que daría risa de no haber
provocado previamente el llanto- y signatura de una declaración de baja
voluntaria sin fecha), comencé a prestar mis servicios en la empresa donde
actualmente sigo haciéndolo. Cuando al principio de esa tarde sucedió lo que ya
es Historia, es posible que pensara “qué casualidad” o algo parecido, aunque lo
más probable es que no lo hiciese. Es probable también que pensara lo mismo, es
decir: posiblemente nada, cuando el 7 de octubre de 2001 -inicio de la
operación Libertad Duradera en
Afganistán- el jefe de Recursos Humanos me llamó a casa (era domingo) y me
dijo: “Señor López, vaya usted haciendo las maletas que mañana tiene que estar
en nuestra sucursal de Salamanca.” Pero algo debí de pensar, y si no lo hice
debería haberlo hecho, cuando el 20 de marzo de 2003 -comienzo de los
bombardeos de Bagdad- me dijeron (en la empresa ya habían empezado a tenerme un
cierto aprecio): “Manolo, vete corriendo a Cádiz.”
Creo que había olvidado decir que las condiciones leoninas incluían una
mucho más que irrestricta movilidad geográfica. Por si acaso, y antes de
proseguir, lo digo. Y, una vez dicho, prosigo. “Checo (se observará que, además
de aprecio, ya me tenían bastante confianza en la empresa), a Valladolid.” Y
eso fue el 11 de marzo de 2004, de tan triste memoria para los madrileños, y no
sólo para ellos. Navidades (ya no se respeta ni eso) del mismo año, maremoto
-alias tsunami- de Indonesia: “A
Teruel.” Julio de 2005 (en adelante, me ahorraré las fechas exactas; pueden
encontrarse fácilmente en Internet), atentados islamistas de Londres: Sevilla.
Agosto de 2005, huracán Katrina: Tarragona. Fin de año de 2006, atentado de ETA
en la T-4 de
Barajas: Lugo. Mayo de 2008, terremoto de Sichuán (China): Santander. Enero de
2010, terremoto de Haití: Toledo.
Empiezo a estar desesperado. Aunque es lo que más deseo en este mundo, ni
se me pasa por la cabeza la idea de buscar novia, casarme y formar una familia.
Y no se piense que es por este continuo trasiego, este interminable ir y venir
de aquí para allá y de allá para acá. Ya querrían muchos, no ya tener un
trabajo como el mío, sino simplemente tenerlo. Ya querrían. No. No es por eso.
Lo que no puedo soportar es la idea de que si algún día tuviese hijos pudieran
mirarlos los demás niños en la escuela de la misma forma que me miran a mí
desde hace tiempo mis amistades y mis compañeros de trabajo.
A veces yo también opino de mí mismo que soy como una especie de
apestado. Y entonces me da por palparme el cuerpo, tratando de ver si llevo
encima algo parecido a un GPS de la desgracia, o si tengo implantado un
microchip de la calamidad, o váyase a saber qué catastrófica otra cosa. Pero
hay momentos en los que no puedo soportar más el sentimiento de culpa; y
entonces me da por decirme que quizá eso que me ocurre tenga algo que ver con
la cláusula secreta (tanto, que ni yo la conozco) que me hicieron firmar -una
simple hoja en blanco- como apéndice de las condiciones leoninas. Es así como
consigo sentirme, aunque sólo sea por un rato, un poco menos culpable. Aunque
sólo sea por un tiempo, logro pensar que la culpable es la empresa. Y que algún
beneficio estará obteniendo de mi desdicha. Porque mi empresa es de esas que
ganan siempre y nunca pierden. Tanto en las duras como en las maduras. Vaya el
mundo bien, vaya mal o vaya cuanto peor mejor.
Pero todo eso dura muy poco. En seguida recapacito. En seguida me
arrepiento. Y entonces me sabe mal, pero que muy mal, haber pensado tan
rematadamente mal de mi empresa. Entonces me palpo el cuerpo de nuevo. Entonces
busco otra vez el GPS, el microchip o el váyase a saber qué. Y vuelvo a decirme
que soy un apestado. Y que el culpable soy yo. Y solamente yo. Y nadie más que
yo.
MOVILIDAD FUNCIONAL
Cuando se extendió el rumor de que el mandamás había ordenado al
mandamenos que trajera a su despacho a un mandanada que previamente había sido
seleccionado de entre la manada, el mandaalgo y el mandapoco dejaron de
vigilarse por un momento y coincidieron en una cómplice mirada de inquietud:
¿Qué significaba aquella inusitada violación de la escala jerárquica? ¿Acaso no
era palabra sagrada que el escalafón debía respetarse tanto de abajo arriba
como -precisamente para no dar mal ejemplo- de arriba abajo? ¿No tenía el
mandamenos que haber transmitido la orden al mandaalgo -pensaba éste- para que
él, a su vez, la hiciera seguir al mandapoco? ¿No tenía el mandamenos -pensaba
el mandapoco, pues, posiblemente con el fin de mantenerlos ocupados y que no
mirasen hacia arriba, el orden jerárquico en esos tercer y cuarto niveles del
escalafón nunca había sido claramente precisado- que haberle transmitido a él
la orden para que él, a su vez, la hubiera hecho seguir al mandaalgo? Y sobre
todo -pensaron ambos al unísono-, ¿qué podía significar que una mierda de
mandanada, en lugar de haber sido convocado a un despachito del nivel
jerárquico inferior, fuese conducido directamente al gran despacho del mandamás?
Igual había cometido una falta gravísima y por eso lo llevaban
directamente y sin intermediarios ante el verdugo máximo, pensó la manada de
mandanadas con su resignada y pesimista lucidez habitual. Y a esa misma
conclusión llegaron el mandapoco y el mandaalgo, consiguiendo de ese modo
tranquilizarse aunque fuese a costa de perder su momentánea complicidad y
recuperar su mutua vigilancia, su interminable querella jerárquica, todo eso
que los mantenía tan ocupados en beneficio del mandamenos, que veía así neutralizada
cualquier posible amenaza desde abajo a su estatus y podía concentrarse en su
quizá un tanto utópica aspiración (pero ¿por qué irrealizable?) de ser algún
día califa en lugar del califa.
No tardarían en saber lo equivocados que estaban todos. Cuando sonó la
sirena que como un toque de generala convocaba en la explanada de los muelles
de carga a los mandamenos, los mandaalgos y los mandapocos (pues el mandamenos, el mandaalgo y el
mandapoco no dejan de ser una abstracción, una suerte de idea platónica como el caballo o la manzana que representan a todos los caballos y todas las
manzanas; y son muchos y se vigilan y se querellan, y aunque a veces quieran
mirar hacia arriba saben en el fondo que el mandamás es el amo inaccesible, que
los mandamases son una estirpe inalcanzable), cuando siguió sonando la sirena y
no dejó de hacerlo hasta que la manada de mandanadas estuvo perfectamente
formada en la explanada, entonces vieron abrirse la puerta del gran despacho y
salir por ella al mandamás acompañado del mandanada seleccionado, y oyeron al
mandamás poner como ejemplo a ese admirable mandanada, que desde peón de
fábrica hasta ayudante de contabilidad, pasando por aprendiz de administración,
meritorio de ventas, becario de proyectos y tantos otros puestos de los de al
pie del cañón -así lo dijo- había sido capaz de recorrer en un tiempo récord
los estratos más primarios de la empresa. Y por ello, y para que sirviera como
ejemplo de que con esfuerzo y dedicación pueden llegar a escalarse hasta las
más elevadas cumbres, había decidido nombrarle mandapoquito (poquito, poco,
algo; ¿ves como yo estoy por encima?, dijo un mandaalgo a un mandapoco), lo que
esperaba fuese el primer escalón de una brillante carrera que pudiera llevarle
-¿por qué no?, pues incluso un mandamás deberá retirarse algún día- hasta el
desempeño de las más altas responsabilidades.
La manada se mantuvo en un incrédulo y resabiado silencio. Pero entre los
mandos se extendió un esperanzado murmullo. Si se había sumergido un nuevo
cuerpo en el escalafón, era de esperar que, según el principio de Arquímedes,
todos y cada uno de ellos experimentaran un empuje vertical y hacia arriba. Y
si el mandamás, pensó el que mandaba mucho entre los mandamenos, había
insinuado que algún día tendría que retirarse…
-Gracias, papá. Procuraré no defraudarte -dijo el recién nombrado
mandapoquito.
Y la manada contuvo a duras penas una inmensa carcajada. Y entre los
mandos se extendió la desesperanzada convicción de que todo iba a seguir como
siempre. Y el que mandaba mucho entre los mandamenos no tuvo más remedio que
aceptar que ya nunca llegaría el momento en que pudiera ver cumplida su algo
más que un tanto utópica y -definitivamente, ahora sí- irrealizable aspiración
de ser algún día califa en lugar del califa.
I KNOW SOMETHING ABOUT LOVE
Tell
him that you’re never gonna leave him
Tell
him that you’re always gonna love him
Tell
him, tell him, tell him, tell him right now
Tell
him.
The Exciters, 1962
Esta tarde, mientras agitas el vaso de whisky para que el hielo empiece a
disolverse, te ha dado por preguntarte por qué escribes tan poco -o por qué no
escribes más- sobre el amor. Y la primera asociación de ideas que te ha acudido
es una paráfrasis: Todos los amores felices se parecen. Los infelices lo son
cada uno a su manera. Aunque (fin de la paráfrasis en el anterior punto y
seguido) todos acaban mal. Los supuestamente felices, con la muerte. Los
demostradamente infelices, peor; porque son como una muerte en vida. Claro que,
en cualquiera de los dos casos, no parece imposible la resurrección. Pero aquél
a quien la muerte le haya arrebatado un amor todavía feliz, aún no contaminado
de desamor, quedará tan tocado y hundido que le resultará dolorosamente
difícil, si es que aún está en edad de hacerlo y alguna vez lo consigue, salir
a flote (vale, sí; la esperanza es lo último que se pierde, le concedes a un
protestón cubito de hielo que se resiste a disolverse); y si lo logra, no le
será fácil evitar el agridulce regusto de pensar que ya no es lo mismo. Y quien
se deje arrastrar hasta el desamor y entonces abandone o sea abandonado y
vuelta a empezar, si es que tiene esa suerte o las ganas de hacerlo, estará
cada vez más inmunizado contra la ilusión (qué curioso, se te ocurre, que ilusión signifique ilusión y también ilusión),
pues en cada nueva oportunidad sabrá con mayor y peor convencimiento que en un
no muy lejano recodo del futuro aguarda la decepción.
Y ¿qué me dices del amor más allá de la muerte?, te pregunta el cubito
rebelde. Para decir algo sobre eso, primero tendría que creer en el más allá,
le respondes, agitando con fuerza el vaso para que se disuelva de una vez. Y
vuelves a la cuestión inicial, y recapacitas, y te das cuenta de que, si miras
atrás, quizá, en proporción, no sea tan escaso lo que sobre el amor has escrito
(desde luego, nada en absoluto sobre amores felices: el happy end no vende, podría decir un editor -un verdadero editor, un
editor serio, por supuesto-, no es literariamente eficaz, es falso e irreal, es
aburrido y mentiroso). Y, para convencerte de que no hay tal escasez, haces
recuento: el fugaz encuentro de dos jóvenes licenciados condenados a trabajos
precarios -¡qué personajes más rebuscados!, te dice el cubito rebelde, a punto
ya de sucumbir, con lo que abundan los jóvenes sencillamente sin trabajo-; el
drama del flautista sublime que arrastrará su pena de por vida en los túneles
del metro; el amor imposible del oficinista casado que dobla la edad a unos
ojos que no se atreve a enfrentar. Visto así, puede parecer poco; pero están
las alusiones, arguyes para animarte: aquél que decide celebrar su despedida de
casado emborrachándose; los dos viejos mafiosos que hubieron de jugarse a cara
o cruz un inconcebible amor prohibido; ése que escribe para olvidar porque no
tiene otras manos con las que compartir la vida; el cándido maricón que es
traicionado por dinero; el solitario profesor suicida que no tiene fotografías
en su apartamento para no asomarse a un pasado que ha querido tirar por la
borda y olvidar por completo.
No; considerado así, quizá no sea poco. Pero tampoco es demasiado. (¿Lo
ves?, te amonestan los restos del cubito, apenas ya un polvillo a punto de
diluirse en el fondo del vaso.) Tendrás que hacer propósito de enmienda.
Comprometerte a escribir más sobre el amor. Pero, agitando por última vez el
vaso antes de apurarlo, te dices eso tan gastado de que no es uno quien elige
los temas, sino que son los temas los que lo eligen a uno.
Excusas, te replica el espíritu del cubito rebelde desde el fondo del
esófago. Lo que temes es remover viejos rescoldos. Y admites que quizá sea eso.
Y abandonas el vaso vacío, desenterrando, aunque no hubieras querido, ese
recuerdo que ya empieza a ser antiguo de la última vez que te dejaron. Siempre
(tampoco hay que exagerar; sólo fue en dos ocasiones) has sido tú el
abandonado; aunque con la perspectiva que da el tiempo, que todo lo cura y todo
lo cicatriza y etcétera, etcétera, podrías decir ahora la tópica frase dirigida
al señor juez en la nota del suicida: no se culpe a nadie. Pero aquella vez, la
vida, tan demagógica, tan truculenta, tan atrozmente capaz de superar la más
melodramática de las ficciones, puso una trágica guinda a la escena.
Cuando tu pareja, con la cara, la voz y las palabras de circunstancias
que se ponen siempre en esas circunstancias, estaba dictando sentencia, sonó el
teléfono:
-Tío, soy Juan. La abuela acaba de morir.
Juan, se deduce del tratamiento, es mi sobrino. Mi madre, se desprende
del contexto, era la abuela.
MORNING MORNING
Morning morning
Feel so lonesome in the morning
Morning morning
Morning brings me grief
Morning morning. The Fugs, 1966
Esta tarde, en cambio, te ha dado por preguntarte qué (o cómo)
escribirías si pudieses hacerlo por las mañanas. ¿Es posible, conjeturas, que
ese resignado fatalismo, ese soterrado pesimismo -aunque intentes disfrazarlos
con algunas gotas de humor no dejan de ser otra cosa que eso y solamente eso y
nada más que eso- que tanto abundan en tus textos tengan algo que ver con esa
hora crepuscular (Si no se especifica, se
entiende el de la tarde, dice del crepúsculo -pues está también el
matutino- la insigne doña María Moliner) en la que sueles dedicarte al
solitario vicio de poner negro sobre blanco en una pantalla de ordenador?
Es posible, admites. Y se te ocurren varias razones, todas ellas
emparentadas con las líneas paralelas: paralelismo entre tu escritura y la
parte declinante del día en que te dedicas a ella; paralelismo entre esa parte
declinante del día y tu cotidiano ciclo biológico; paralelismo entre esa parte
declinante del día, tu cotidiano ciclo biológico y el desanimado cansancio (o
el cansado desánimo, tanto monta) acumulado durante las interminables horas
matutinas perdidas en un rutinario trabajo que preferirías no tener que haber
hecho (y que me disculpen de nuevo quienes, aunque quizá prefiriendo también no
tener que hacerlo, preferirían mucho más algo tan sencillo -pero al parecer tan
complicado en estos tiempos- como simplemente tenerlo) y del que nunca tuviste
el valor de escapar a lo largo de tantos y tantos años.
¿Quiere eso decir que si escribieses por las mañanas lo harías con una
especie de optimismo panglossiano? ¿Que podrías hablar de árboles sin sentir
que eso fuese casi un crimen? Recapacitas, y te das cuenta de que, desde un
principio, la pregunta no ha estado bien planteada. Una cosa habría sido
preguntarte qué (o cómo) habrías escrito si hubieses podido hacerlo por las
mañanas; pregunta tan tonta como inútil, por cierto, pues ya nunca jamás se
sabrá cómo pudo haber sido eso. Y otra, quizá igual de inútil pero a lo mejor
no tan tonta pues no es descartable como hipótesis para un no muy lejano
futuro, es qué (o cómo) escribirás cuando puedas hacerlo por las mañanas.
Sigues recapacitando, y te viene a la memoria ese personaje tuyo (¿ese
personaje tuyo?) que, además de que escribe para olvidar, ve los crepúsculos
como una metáfora de su existencia, o su propia existencia declinante como la
metáfora de un mundo que tumbo a tumbo se derrumba. Y, apurando el acostumbrado
vaso de whisky con las últimas luces del atardecer, llegas a la conclusión de
que el problema no es de ocasos o amaneceres -pues uno también puede sentirse
solo por las mañanas, también pueden traerle dolor y pena-, sino de este
puñetero mundo y de esta puta existencia.
Porque, querido doctor Pangloss, este mundo podrá ser el único posible,
que eso estaría por ver, pero desde luego no es el mejor de ellos. Y hablar de
árboles -cuando supone callar tantas alevosías- ha sido, es y seguirá siendo
casi un crimen por los siglos de los siglos de los siglos. O por lo menos hasta
que el Sol reviente.
PRISIONERO
Míralo si es estúpido y majadero. Ya está con sus majaderías y sus
estupideces, como siempre. Todos los días la misma historia. La misma historia
de todos los días. Primero saca la lengua y me la enseña un buen rato. A
continuación se la guarda, cierra la boca y de inmediato vuelve a abrirla pero
con los dientes bien apretados, y me los enseña otro buen rato. Luego tengo que
ver cómo se los cepilla y se enjuaga la boca y se la vuelve a enjuagar y a enjuagar
y hace gárgaras y gárgaras y más gárgaras. Y soportar después -y eso es lo que
más me cuesta, pues, aunque no quisiera, casi llego a olerle el aliento- que
acerque la nariz hasta casi tocar la mía, y que esté un buen rato más
examinándose esa estúpida cara de majadero que tiene. Y si hay suerte y no se
encuentra ningún grano, pues eso, que hay suerte; porque cuando no la hay, pues
eso otro, que no la hay, y tengo que presenciar todo el proceso de
aniquilación, y aguantar la inaguantable cara de satisfecho que pone cuando lo
ha reventado. Casi la misma que cuando, tras el afeitado, se aplica la loción after shave; y la del momento en que se
peina y se repeina; y la del anhelado instante en que, por fin, se ajusta el
nudo de la corbata y me deja en paz hasta el día siguiente.
Pero lo malo no es todo eso. Lo peor no es tener que presenciar todo eso.
Lo pésimo es verse obligado, día tras día, a hacerlo. Prisionero como estoy en
esta maldita ventana de azogue, no tengo más remedio que ajustarme día tras día
el nudo de la corbata, peinarme y repeinarme, aplicarme loción after shave tras el afeitado, reventarme
granos después de haberlos buscado y encontrado, acercar la nariz hasta casi
oler un indeseado aliento y examinarme la cara durante un buen rato, hacer
gárgaras y enjuagarme la boca y cepillarme los dientes, apretarlos bien
apretados para mirarlos otro buen rato, sacarme la lengua, en fin, y durante un
buen rato más estar como haciéndome burla.
Y la verdad es que preferiría no hacerlo ni presenciarlo. Preferiría no
verme obligado a presenciar ni a hacer todo eso. ¿Acaso cree ese estúpido que
yo no pienso? ¿Acaso piensa ese majadero que yo no siento? Si a él le
pincharan, ¿no sangraría yo? Si a él le hiciesen cosquillas, ¿no reiría yo? Si
a él lo envenenaran, ¿no moriría yo?
Lo cierto es que ya empiezo a estar harto de esta historia de todos los
días y más que harto de ese majadero estúpido. Y que igual un buen día,
cualquier día de estos, me da por alargar un brazo, atravesar con él la cárcel
de azogue, pinzar con dos dedos la nariz de ese estúpido majadero y retorcerla
y retorcerla y no dejar de retorcerla hasta volvérsela del revés. Seguro que le
daría un susto de muerte. Seguro que así conseguiría de una vez por todas que
dejase de hacer majaderías y estupideces para siempre.
PRISIONERA
Hola, compañera. Buenos días y feliz cumpleaños. ¿Qué tal llevas lo de
entrar en los cuarenta? Dicen que para nosotras el golpe duro de verdad es el
de los cincuenta, con la menopausia, el inicio del descuelgue de tetas y todo
eso, y que la crisis del cuatro cero es la típica de los chicos; pero como han
conseguido que para lograr la independencia hayamos tenido que llegar a ser
casi como ellos… Pues eso. ¿Qué tal tú?, entonces. Yo, si quieres que te diga
la verdad, un poco jodida. Sí, tú dirás lo que te parezca, que con el carrerón
que llevo, a mi edad y siendo tía, no tengo motivos para quejarme. La que los
tendría es la esposa y madre trabajadora con doble jornada laboral, marido
inútil para las labores domésticas y dificultades para llegar a fin de mes, si
es que el paro no le impide llegar al principio. ¡Horror! Suerte que tuve al
poder escapar de todo eso. Sí, compañera, tú dirás lo que te parezca. Que no
tengo motivos para quejarme. Y no te falta parte de razón. Subdirectora de
cuentas, con despacho propio en una de las plantas nobles del edificio de la
más importante gestora de patrimonios del país, es un cargo que muchos tíos
tardarían varios años más en alcanzar, si es que llegaban. Pero te falta toda
la otra parte de razón. A mi edad y en mi situación, un tío tendría mucho más
futuro profesional que yo. Pueden quedarme, como mucho, uno o dos ascensos.
Podría llegar, como mucho, a la planta noble que hay encima de la mía. Pero a
la planta noble de verdad, a la de arriba del todo, ni soñarlo. Territorio
vedado para las féminas. Los buitres de verdad, los cocodrilos de verdad, los
tiburones de verdad, han sido, son y habrán de ser siempre machos. Y no te digo
a lo que he tenido, tengo y tendré que renunciar para seguir teniendo una
carrera por delante. De vida sentimental estable y de formar una familia, nada,
por supuesto. Y en el muy hipotético caso de que de pronto y de repente y de
súbito me cayera del caballo, me arrepintiese de mis pecados y quisiera tener
un hijo, creo que ya empiezo a estar un poco mayorcita para eso. Si te digo la
verdad, y eso te lo confieso a ti porque sé que vas a guardarme el secreto,
pero no lo declararía ni en presencia de mi abogado, a veces me gustaría ser
como mi madre, una simple ama de casa que desparramaba amor y cariño por todas
partes. No te digo, y eso que mi padre era un buen tío, que mi madre fuese lo
que se dice verdaderamente feliz, pues parece que eso no está al alcance de
nadie, pero estoy segura de que más infeliz que yo no sería. Y es que no sé si
será cultural o genético, pero creo que no podemos ser tan frías como los tíos.
Yo echo mucho de menos el amor, el cariño, la ternura, el simple calor humano.
Estoy hasta los ovarios del aquí te cojo aquí te mato, del sexo porque sí, de
que sea tan difícil -sobre todo si eres tú la primera que va a la tuya-
encontrar un tío que no vaya nada más que a la suya, y no quiero decir con eso
que sea solamente uno -de los que, por cierto, escasean- que sepa echar un buen
polvo, sino uno que al menos parezca que te hace algo de caso, que se interesa
por tu persona y no sólo por tu cuerpo… ¡Uf! Creo que, además de sentimental,
estoy empezando a ponerme cursi, por no decir pija. A ver, compañera, ¿cómo
estamos hoy de guapas? Aún aguantamos bien con la cara recién lavada, pero la
sociedad nos exige un poquito de maquillaje. Y la verdad es que una misma,
también. Mientras sea un poquito, pase. Una pinceladita de sombra en los ojos,
un toquecito de color en los pómulos, una pasadita de lápiz de labios. Listo.
Pero, ¡ay!, llegará el día en que con un poquito no será suficiente. Y cuando
llegue ese día, compañera, espero que no me mientas, como no lo hiciste con la
madrastra de Blancanieves. Sabes, porque te lo he dicho muchas veces -y quizá
esa sea mi única rebelión contra este mundo que sigue estando fabricado por los
hombres-, que quiero aceptar el envejecimiento cuando llegue, asumirlo con
dignidad. Nada de maquillajes de payaso, nada de pretender aparentar perdidas
juventudes o adolescencias y nada -ni se te ocurra pensarlo- de cirugías. Si
las canas y las arrugas son ley natural, quiero acatar esa ley. Sabes, porque
te lo he dicho muchas veces, que el día que no pueda limpiarme el culo yo sola
preferiré estar muerta. Y quiero que sepas, porque te lo digo ahora y para que
no me mientas nunca, que también preferiré estar muerta antes que parecer
patética.
A LA DE TRES
El otro día, cuando estaba vistiéndome para ir al teatro, alguien llamó a
mi puerta. Tardé unos minutos en poder acudir a la llamada y cuando lo hice vi
por la mirilla que al otro lado ya no había nadie, pero quien fuese que hubiera
llamado había deslizado por debajo de la puerta una hoja de papel doblada por
la mitad. Al recogerla y desplegarla leí lo siguiente, escrito con letras mayúsculas
recortadas de diarios y revistas: NO DEJES QUE TE MATEN. Recordé que en un cuento de Julio Cortázar,
cuya acción transcurre en su mayor parte en un teatro, un personaje pronunciaba
una frase casi idéntica (de hecho, sólo cambiaba el pronombre personal), así
que, como medida de precaución, decidí quedarme en casa.
Tenía que avisar a los amigos con quienes había quedado para asistir a la
función. Pero cuando tomé el teléfono móvil, vi que en la pantalla había el
siguiente mensaje, también con mayúsculas: NO HABLES POR TELÉFONO. Recordé entonces un viejo
episodio de la serie de televisión Los
vengadores en el que alguien, haciendo vibrar un diapasón junto al
micrófono de un teléfono, provocaba una explosión letal en el auricular de
quien escuchaba al otro lado de la línea. Si aquello había ocurrido con un
aparato, por así decirlo, analógico, ¿qué no podría ocurrir con uno digital,
que además es posible que sea radiactivo? Un estallido, más que convencional,
probablemente nuclear. Me abstuve, así pues, no ya solamente de llamar, sino
incluso de poner un simple mensaje de texto.
Cuando, algo más tarde, me metí en la cama, pensé que lo de no haber ido
al teatro podía ser sólo para ese día pero que igual lo de abstenerse del
teléfono tenía que ser para una larga temporada o quizá para siempre, y eso,
además de una gran sensación de incomodidad, me produjo una enorme desazón.
Recuerdo que esa noche tuve un sueño bastante inquieto; y, aunque no lo
recuerdo con tanta precisión, creo que debí de tener unos sueños bastante
inquietantes. Por la mañana, al entrar en el cuarto de baño, vi que en el
espejo -ya nunca podré saber si con crema de afeitar o con pasta dentífrica-,
con las inevitables mayúsculas, estaba escrito: NO TE MIRES AL ESPEJO. Mientras, desesperadamente,
buscaba alguna asociación de ideas que pudiera salvarme, comprendí que ya era
tarde, muy tarde, irrevocable y definitivamente demasiado tarde.
PROTEO O LA BOLA DE NIEVE
Suárez se lo dijo a Juárez, Juárez a Márquez, Márquez a Gálvez, Gálvez a
Núñez y Núñez me lo dijo a mí. Pero era yo quien había iniciado la cadena. Era
yo, que en aquel momento estaba muy ocupado, quien había dicho a Suárez que un
tipo con una corbata espantosa quería hablar con el alcalde y que por favor se
ocupase él de atenderlo pues yo, como ya he dicho, estaba muy ocupado en aquel
momento. Y ahora me venía Núñez con el cuento de que en aquel momento estaba
muy ocupado y si por favor podía ocuparme yo de un tipo que llevaba una
horrible corbata con un estampado de leones rampantes y que estaba ya un buen
rato esperando para hablar con el alcalde. Le pregunté dónde estaba el tipo de
la corbata y me contestó que él no había llegado a verlo pues había recibido el
encargo de Gálvez, quien le había pedido el favor de que se ocupase él pues
etcétera. Fui a ver a Gálvez y me dijo que, en efecto, el tipo de la horrorosa
corbata estampada de panteras negras llevaba un buen rato esperando, pero que
él no sabía nada más pues había recibido el recado de Márquez, que también
estaba muy ocupado. Aunque no recordaba en qué consistía exactamente el espanto
de la corbata, pensé que todos estábamos hablando de la misma persona, así que
pregunté a Márquez y me contestó que lo del tipo de la horrenda corbata
estampada de serpientes enroscadas a él se lo había dicho Juárez, quien por
estar muy ocupado etcétera, etcétera. Juárez, después de jurar y prometer que
el estampado de la horripilante corbata era de abetos navideños, me remitió a
Suárez. Y este último, por fin, tras pedirme disculpas por no haber atendido él
personalmente mi petición sino haberla transmitido, pero ya se sabe lo ocupado
que uno está siempre, me dijo que el tipo de la horrífica corbata estampada de
fuentes y surtidores de agua estaba detrás de mí.
Ya he dicho que no recordaba en qué consistía exactamente el espanto de
la corbata; y, de hecho, lo que yo le había comentado a Suárez cuando empezó a
rodar la bola de nieve es que la corbata era espantosa, sin más. Pero cuando me
di la vuelta para atender al tipo me pareció que la corbata no era tan
horrífica ni tan horripilante ni tan horrenda ni tan horrorosa ni tan horrible;
ni siquiera tan espantosa como en un principio me había parecido. Incluso tenía
cierta gracia. El estampado no era de agua ni de árboles ni de serpientes ni de
panteras ni de leones. Eran unas graciosísimas focas que mantenían cada una en
equilibrio en el hocico una enorme pelota. Ya digo: cierta gracia.
Miré la hora. Ya era muy tarde. Así que tuve que decirle al tipo que
habría de volver mañana. Además, no era posible hablar con el alcalde sin cita
previa. Tomé nota en la agenda para darle hora, y al preguntarle el motivo de
la visita me dijo que traía el presupuesto para la instalación de farolas en el
cementerio municipal.
Cerré la agenda, despedí al tipo hasta el día siguiente y me quedé
pensando en qué cosas tan absurdas se gastan nuestro dinero los alcaldes.
POÉTICA
Métense a
querer dar gusto a todos, que es imposible, y vienen a disgustar a todos, que
es más fácil.
Baltasar Gracián. El
discreto (Realce XI)
Desventurados los que escriben recto, porque disgustarán a aquellos que
quieren que se escriba con renglones torcidos.
Desventurados los que escriben torcido, porque disgustarán a aquellos que
quieren que se escriba con renglones rectos.
Desventurados los que escriben con renglones torcidos, porque
desagradarán a aquellos que quieren que se escriba recto.
Desventurados los que escriben con renglones rectos, porque desagradarán
a aquellos que quieren que se escriba torcido.
Desventurados los que escriben siempre igual, porque serán acusados de
repetirse.
Desventurados los que no escriben nunca igual, porque serán acusados de
carecer de estilo.
Desventurados los que escriben claro, porque serán condenados por los
exquisitos.
Desventurados los que escriben oscuro, porque siempre encontrarán a
alguien (tonto yo; tonto yo o tonto él;
tonto él) por quien serán condenados a la de tres.
Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer, Señor? ¿Escribir para todos?
Desventurado serás, hijo mío, si eso hicieres, pues así solamente
conseguirías descontentar a todo el mundo. Escribe para ti, encomiéndate
después al Padre, y a lo mejor, con algo de suerte, lograrás gustar a alguien.
NUNCA SE SABRÁ
We
are such stuff as dreams are made on;
William
Shakespeare. The Tempest. (Act IV.
Scene I)
Se sabe (pero no se pregunte cómo ni por qué) que la acción se desarrolla
en un ámbito sórdido: una habitación de prostíbulo iluminada por la luz cruda y
neblinosa (sí: cruda y neblinosa) de una bombilla incandescente, desnuda y, muy
probablemente, polvorienta. Hay una cama, en la que está sentada una joven
latinoamericana (no se pregunte tampoco cómo ni por qué se sabe que lo es). Hay
también, o parece que la hay, una mesilla de noche. Y hay, esto es seguro, una
silla de enea en la que reposa una anciana, demasiado vieja quizá para ser el
ama del burdel, por lo que posiblemente se trate de alguna antigua meretriz o
de alguna veterana alcahueta relegada ahora a labores higiénicas y
profilácticas, sin descartar que pueda ejercer también alguna función de
vigilancia.
Se abre la puerta de la habitación y entra una joven vestida con uniforme
de chica de servicio (o de servicio de habitaciones de hotel; no es del todo
seguro) acompañada de un hombre con sombrero que no llega a traspasar la puerta.
El hombre sostiene un maletín del que se sabe (tampoco se pregunte etcétera)
que está repleto de fajos de billetes de banco.
La joven de uniforme propone algo a la latinoamericana, a lo que ésta se
niega con un movimiento de cabeza. Entonces, la joven de uniforme muestra un
plato en el que hay una jeringuilla con una dosis de heroína y pregunta a la
latinoamericana (pero no hay duda alguna de que se trata de una pregunta
retórica) si aquello le apetecería.
Parece que sí le ha apetecido, pues ahora las dos jóvenes se besan y se
abrazan simulando un encuentro lésbico, lo que da a entender que el papel del
hombre del maletín repleto de billetes es el de cliente mirón.
De súbito, en un brusco cambio de plano, la joven de uniforme presiona un
cojín o un almohadón contra la cara de la anciana, a la que apenas le da tiempo
de murmurar un sofocado hija de puta
antes de quedar, al retirarse el cojín o el almohadón, ciega, sorda y muda por
los siglos de los siglos, con lo que nunca llegará a saber que no se ha tratado
de nada personal, que el asunto no iba con ella, que simplemente no puede haber
ningún testigo del asesinato que está a punto de cometerse.
Es entonces cuando el impenitente soñador -el empedernido soñante-
despierta. Y nunca se sabrá si con ello ha salvado una vida o, por el
contrario, al disolverlas junto con el sueño, las ha condenado todas.
Aunque quizá estas líneas, dubitativas e indecisas, no sean sino un torpe
intento de redimir todas esas vidas (anciana meretriz o alcahueta incluida)
conservándolas en la memoria de alguien por algún tiempo. O, si no fuese pedir
demasiado, en la memoria de algunos para siempre.
EL ORDEN DE LOS FACTORES
The
End is but the Beginning
J. G. Ballard. Time of Passage
Los sueños y los espejos tienen algo de pasadizo o de puente hacia otro
universo que está en nosotros mismos. La posibilidad que nos ofrecen -y de la
que tanto nos hemos servido desde la remota época en que comenzamos a construir
ficciones (baste con recordar, sin pretensiones de exhaustividad, los sueños
del faraón, el de Chuang Tzu, la flor de Coleridge, el espejo de la madrastra
de Blancanieves o aquél a través del cual viajó Alicia)- de alterar el orden de
sus factores, de recorrerlos en un sentido u otro, de internarnos en su mundo o
de transportarlos al nuestro, de permutar, en fin, sus leyes con las de eso que
quizá ilusoriamente llamamos realidad, es lo que les proporciona una indudable
capacidad de fascinación.
Pero modestamente propongo que no es sólo ésa -ni de manera principal- la
razón de que ejerzan ese subyugante influjo. Me arriesgo a aventurar que su
verdadero hechizo radica en que son como ensayos o remedos de ese otro
universo, ese otro lado que a tantos subyuga y fascina. Ese otro y definitivo
más allá -tan obstinadamente imaginado, quizá por temido o deseado- al que se
accede en un último viaje de ida del que, sin embargo, muchos no renuncian a
pensar que pueda serlo también de vuelta.
Sería no sólo exhaustivo sino además extenuante cualquier intento de
enumerar, como ejemplos de ese viaje de retorno, los más que abundantes casos
que nos ofrece la ficción de historias de fantasmas y aparecidos, por no hablar
de la actual y más que tediosa proliferación del (confío en que el término
elegido tenga alguna acepción peyorativa) subgénero de vampiros. Aunque, si se
piensa bien, los miembros de toda esa fauna ectoplásmica o chupasangres no
están exactamente de regreso, quizá porque no se han marchado del todo.
Deambulan a caballo entre dos mundos, un pie en este lado y otro pie en el
opuesto, a la espera de que alguien les ayude a cumplir una venganza que quedó
pendiente, les consiga el perdón de una arrastrada culpa a la que están
encadenados o les haga el favor de introducirles en uno de los espacios
intercostales una liberadora estaca puntiaguda.
Hay otra versión del regreso mucho más exacta. La de aquellos que de
verdad han vuelto; y, además, para quedarse. Pero no parece ser -es posible que
por tan exacta- la que haya resultado literariamente más fecunda. Indagando en
mi vasta y enciclopédica ignorancia, apenas me viene a la memoria algún ejemplo
más que los de Lázaro o la hija de Jairo (por cierto, ¿qué fue de ellos?, ¿cómo
les va la vida?, ¿por dónde andan?); aunque, en compensación, ese otro caso que
he logrado recordar, el del Resucitado por antonomasia, es el ejemplo por
excelencia, una de las más altas cumbres de la literatura universal, no sólo de
la fantástica (interprétese esto en el mismo sentido en que dos de las
incontables obras maestras de John Ford, The
Searchers y The Man Who Shot Liberty
Valance, son cimas insuperables no sólo del western sino del cine en general).
Se me ocurre una nueva posibilidad, con diferentes facetas, escasamente
explorada también por la ficción: la del viaje inverso. Benjamin Button
(fugazmente popular hoy en día a causa de la más que libérrima adaptación
cinematográfica del original literario de F. Scott Fitzgerald) transita de la
ancianidad a la infancia; aunque, bien pensado, su trayecto no es realmente
inverso: nace y muere; con el desgastado caparazón de un casi muerto en un caso
y el apenas inaugurado envoltorio de un recién nacido en el otro, pero nace y
muere; su flecha temporal, salvo por esa curiosa inversión física, no difiere
de la del común de los mortales. Otra es la situación (verdaderamente inversa;
verdaderamente fiel a la que quizá sea la versión escrita más antigua del tema:
la historia de los hijos de la tierra, que refiere Platón en Político) de James Falkman, protagonista
del relato de J. G. Ballard Time of
Passage. Como Benjamin Button, Falkman verá rejuvenecer su físico desde una
vejez inaugural; pero, a diferencia de aquél, no nace, sino que ingresa en este
mundo desde el cementerio; y no muere: sencillamente, dejará atrás -por decirlo
de algún modo- la existencia nueve meses después de haber ingresado en la sala
de maternidad de un hospital. Su flecha temporal, desde el punto de vista del
lector, es inversa; aunque Falkman no advertirá diferencia alguna con la del
común de los -por así denominarlos- mortales; pues, en su universo, todos
siguen su misma trayectoria.
Pienso en todo esto mientras aguardo a mi madre. Pienso que tanto Button
como Falkman, si conocían la edad que tenían al ingresar, por una vía u otra,
en la existencia, arrastrarían por siempre la pena de saber cuándo habrían de
perderla. Pienso que la
Naturaleza , tan sabia, se apiadaría de ellos hurtándoles la
memoria en sus últimos años. Pienso, incluso, que a diferencia de Falkman
(predestinado y condenado a perderse -sin otra opción, como todos los suyos- en
el seno materno), Button conservaría en cierto modo el libre albedrío: nada le habría impedido (nada
lo impide en la lógica interna del relato) abandonar voluntariamente este mundo
cuando él hubiera querido.
Ya están desenterrando el ataúd. No tardará en llegar el coche fúnebre.
En poco más de una hora estaremos en casa.
Pienso finalmente, antes de ocuparme de los trámites del -¿cómo llamarlo
si no?- nacimiento, que no soy como el común de los mortales; pero tampoco como
Button o Falkman. Soy una mezcla de ambos: viajo verdaderamente a la inversa,
como Falkman; pero, al igual que Button, estoy solo.
Aunque pronto dejaré de estarlo. Eso (y saber que la Naturaleza es sabia y a
lo mejor se apiada) me ayudará a mitigar esa pena que arrastro desde siempre y
para siempre, esa pena de conocer el momento exacto (pero antes espero haber
perdido la memoria) en que habré de internarme en el seno de mi madre, como
ella lo hará en el de mi abuela, y ésta en el de mi bisabuela…
También me ayudará el orgullo de saber que inauguro (o clausuro) una
curiosa estirpe de la que soy -pues necesariamente sólo puede haber uno- el
único varón; un curioso y solitario linaje femenino que se prolongará hasta el
final (o el principio) de los tiempos.
EL ARTE DE LA FUGA (I)
A CNN+, in memoriam
con quien yo me
acueste o deje
zap
con quien yo me
acueste o deje de acostarme
zap zap
con quien yo me
acueste o deje de acostarme no es asunto tuyo
zap zap zap
¿cómo que
zap zap zap zap
¿cómo que no
zap zap zap zap
me acueste o
deje de acostarme no es asunto tuyo
zap zap zap
¿cómo que no es
asunto mío?
zap zap
deje de
acostarme no es asunto tuyo
zap
que no es asunto
mío?
zap
no es asunto
tuyo
zap zap
que no me
interrumpas
zap zap zap
no es asunto
mío? que no me interrumpas que estoy hablando yo
zap zap zap zap
asunto mío?
zap zap zap zap
que estoy
hablando yo
zap zap zap
oye que yo por
mi hija
zap zap
estoy hablando
yo
zap
por mi hija soy
capaz de matar
zap
hablando yo
zap zap
capaz de matar
zap zap zap
y ahora me dirás
zap zap zap zap
¿qué quieres que
te diga
zap zap zap zap
y ahora me dirás
que lo de la mamada
zap zap zap
¿qué quieres que
te diga drogata de mierda?
zap zap
que lo de la
mamada al delantero centro
zap
que te diga
drogata de mierda?
zap
la mamada al
delantero centro fue un invento
zap zap
de tu puta madre
fue un invento drogata de mierda
zap zap zap
al delantero
centro
zap zap zap zap
de tu puta madre
fue la mamada
zap zap zap zap
que estoy
hablando yo
zap zap zap
que soy capaz de
matar
zap zap
que no es asunto
mío?
zap
que no es asunto
tuyo
zap
zap zap
zap zap zap
zap zap zap
¡¡¡¡zaaaappiiiing!!!!
EL ARTE DE LA FUGA (II)
En cada casa cuecen habas, y en la nuestra a
calderadas.
Hernán Núñez. Refranes o proverbios en romance que coligió
y glosó el comendador
Hernán Núñez.
Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle
la primera piedra.
Jn 8,7
No sólo estamos perdidos sino que además estamos
rodeados.
Manuel Vázquez Montalbán.
Me pregunta usted por las medidas que tomaríamos cuando llegásemos al
gobierno de la nación para superar la crítica situación económica actual y me
dice usted también que si tras nuestra supuesta indefinición presente no habrá
eso que algunos denominan insidiosamente una agenda oculta y mire usted me
alegro mucho de que me haya hecho esa pregunta pues me da la oportunidad de
defender a mi partido de tanta maledicencia como están difundiendo
interesadamente determinados medios afines a un Gobierno que es el verdadero
problema por lo que muerto el perro se acabaría la rabia y al buen entendedor
le llaman sabio y con pocas palabras basta y si me permite una digresión le
diré que allá arribica arribica había una montañica y en la montañica un árbol
y en el árbol una rama y en la rama un nido y en el nido tres huevos rojo
blanco y colorado y al coger el rojo me quedé cojo y al coger el blanco me
quedé manco y al coger el colorado me quedé descalabrado y esa es la razón por
la que desde Santurce a Bilbao vengo por toda la ría con la falda arremangada y
luciendo las pantorrillas y aunque le supongo a usted al corriente de que en mi
partido se habla el catalán en privado le traduciré por cortesía al castellano
que bajando de la fuente del Gato una joven una joven bajando de la fuente del
Gato una joven y un soldado y dado que en el estatuto de autonomía
correspondiente se reconoce al valenciano como idioma propio de esa comunidad
autónoma le traduciré también que el día de Pascua Pepito lloraba porque el
cachirulo no se le empinaba la Tarara sí la Tarara no la Tarara madre que la
bailo yo y añadiré para que nadie se sienta excluido que ancha es Castilla y
que Sevilla tiene un color especial y Asturias patria querida Asturias de mis
amores quién estuviera en Asturias en algunas ocasiones y si usted me pide algo
más de concreción haré un esfuerzo y le diré para terminar que el vino que
vende Asunción ni es blanco ni es tinto ni tiene color y con esto y un saludo a
la afición en general y un viva Fran…cia y arriba España me despido creyendo
haber dado a usted cumplida respuesta. A ver, siguiente pregunta.
FAETÓN
Malditos sean los hombres, malditos sean/ Malditas seamos las mujeres,
por traerlos al mundo para que mueran/ Maldita sea, Fabián, mi niño, Fabián, mi
Fabiancito, ¿qué haces ahí tan yerto?, ¿qué haces en esa caja con sólo
dieciocho añitos?, ¿qué haces con ese cuerpo todavía inmaduro que va a devorar
el fuego?, maldita sea/ Maldito seas, Heriberto, maldito seas/ Maldito el día
en que nos conocimos, el día que nos casamos, el día que concebimos a Fabián,
el día en que nos divorciamos, malditos sean/ Malditos todos los días que
estuviste alejado de tu hijo en venganza por no haber podido arrebatármelo/
Malditos todos los días y las semanas y los meses y los años en que Fabián
preguntaba por un padre ausente/ Maldito todo el dinero y los regalos que le
enviabas para comprar el cariño que le negabas/ Maldito ese maldito regalo de
cumpleaños con el que te presentaste después de tanto tiempo con la excusa de
celebrar su mayoría de edad/ Maldita esa deslumbrante y enceguecedora máquina
japonesa de dos ruedas y cientos de caballos y más cientos de centímetros
cúbicos/ Malditos, por enceguecedores y deslumbrantes, los cientos, los
centenares, las centenas, los caballos y los centímetros cúbicos, malditos/
Maldito tú también, Melchor, maldito el día en que me divorcié por ti, maldito
el día en que volví a casarme, maldita tu frialdad afectiva con Fabián, tu
renuencia, disfrazada de respeto, a convertirte en figura paterna/ Maldita,
sobre todo, esa expresión de alivio que no has logrado disimular cuando la moto
incendiada de Fabián ha pasado volando tan cerca de la casa, casi rozándola, y
ha terminado estrellándose en la piscina/ Maldita sea yo, por ser mujer y
haberme enamorado y desenamorado y vuelto a enamorar/ Maldita sea yo, porque he
dejado se ser madre y siento que nadie más que yo tiene la culpa/ Maldita sea.
RECUERDA EL ALMA DORMIDA
No he tenido más remedio que asistir a mi propio entierro. Habría
preferido no hacerlo, pero ya se sabe que ciertas obligaciones sociales son tan
ineludibles como insoportables. Al menos me queda el consuelo de que, al igual
que el bautizo, la confirmación o la primera comunión, sólo habrá sido por esta
vez; no como cuando las bodas o los divorcios, de cuyo número no quiero
acordarme. Supongo que habrán acudido todas mis exmujeres (según la Academia,
creo que ahora debe escribirse así), pero solamente lo supongo, pues con los
actuales éxito y auge de la cirugía de rejuvenecimiento no me ha sido posible
reconocerlas a todas. Alguna de ellas parecía, más que ella misma, la hija o
incluso la nieta de sí misma. Los que sí estaban -seguro, muy seguro,
segurísimo- eran todos mis hijos (o ¿quizá debería decir mis exhijos?, ya que -no sé si me explico-
muerto el perro se acabó la rabia). Todos, toditos, todos; hasta los que no me
habían visto ni hablado durante años. Todo sea por la herencia. Pues nada, que
se maten por ella. Que se maten entre ellos, que a mí esas cosas ya no me
afectan. Lo que me afecta y me joroba y -con perdón de Dios, que no debe de
andar muy lejos- me jode es tener que estar haciendo cola con una tarjeta
perforada en la mano. Lo de la mano, entiéndase, es una mera figura retórica.
Mientras permanezca en este estado de alma dormida a la espera del triunfal
despertar de un resucitado cuerpo glorioso, no hay manos ni brazos ni pies ni
cabeza. Y se me ocurre de repente que esto de la resurrección debe de ser algo
así como una cirugía de rejuvenecimiento pero a lo grande, por no decir a lo
bestia (no sea que el Cirujano -la mayúscula, puesto que se supone que me refiero
a Dios, me la impone la
Academia- se ofenda). Aunque igual no es tan a lo grande,
pues no me cuadra mucho que sea algo tan antediluviano como una tarjeta
perforada lo que deba introducirse en el Ordenador Central (véase Cirujano en lo tocante a las mayúsculas)
para recuperar todos y cada uno de nuestros átomos. Me temo una chapuza. Si
vamos a recuperar todos y cada uno de ellos, me veo con unas uñas y unos pelos
que no veas, como si fuera un desaseado que no se los hubiera cortado nunca. Y
no te digo los dientes de leche dónde me los van a poner. Ya lo pasé fatal
cuando las muelas del juicio, así que veremos ahora. Y los átomos de bellota
pata negra que me procuré en el menos acá
(si esto es el más allá, supongo que a lo de antes, visto desde aquí, habrá que
denominarlo más o menos como lo he hecho), ¿de quién son?, ¿míos o del cerdo? Y
si un antropófago me hubiera devorado, ¿de quién serían los átomos? Lo dicho:
me veo venir una chapuza de proporciones astronómicas. Pronto saldremos de
dudas. Esa estruendosa tamborrada y ese escandaloso trompeterío (trompeterío aún no está en el
diccionario, pero algún día lo estará) no pueden ser otra cosa que el aviso de
que ya podemos ir pasando a introducir la tarjeta en el lector. El caso es que,
si lo pienso bien, parece que el entierro fue ayer mismo y resulta que ya ha
transcurrido todo el Tiempo (esta mayúscula es de las llamadas enfáticas, no me
la impone la Academia). Al final será verdad lo que decía aquel tal Tipler, que
el tiempo subjetivo es cero entre la muerte y la resurrección. O,
sencillamente, lo que es conocido desde siempre por la sabiduría popular: que
el tiempo, sobre todo a partir de cierta edad, pasa volando. Ahora empieza la Eternidad (véase Tiempo en lo tocante a la mayúscula),
que es de suponer que pasará volando también. Y después, veremos qué demonios o
diablos es lo que viene.
UN AUTRE SUIS JE EST UN
AUTRE
El otro día (o quizá debiera escribir: otro cualquiera de tantos otros días), cuando llegué a casa después
de haber dilapidado siete horas de vida en ese trabajo alimenticio que tan a
disgusto me veo forzado a hacer (y que por enésima vez me perdonen quienes,
incluso aunque fuese infinitamente muchísimo más a disgusto, quisieran tener la
oportunidad de poder hacerlo), me encontré conmigo mismo sentado frente al
ordenador a punto de iniciar la escritura de un cuento. No me sorprendió tanto
el hecho del encuentro como el del desfase horario (me habría encantado poder
utilizar la palabra décalage; ¿por
qué no escribiré en francés?). A esas horas, lo primero que hago al entrar en
casa es cambiarme de ropa no tanto quizá por higiene física como por salud
mental, lavarme las manos bien lavadas (ni lady
Macbeth me ganaría en pulcritud) para eliminar hasta el menor resto del maldito
dinero que estoy obligado a manipular y, una vez purificado de tanta impureza,
meterme en la cocina y acabar de hacerme la comida que he dejado medio
preparada desde la tarde anterior. No me habría sorprendido, así pues, o eso
pienso, encontrarme conmigo mismo, aunque fuese con un segundo de ventaja,
haciendo lo que habitualmente hago a esas horas. Pero el otro (en adelante,
para evitar confusiones, lo denominaremos así) parecía estar ya en ese momento
de la tarde en que, después del café y la breve sobremesa que dedico a terminar
la lectura del periódico, enciendo el ordenador y, pertrechado con el
imprescindible vaso de whisky, me encomiendo a la Musa y que sea lo que Dios
-si es que existe- quiera.
A estas alturas, quien haya tenido la paciencia de leerme estará en condiciones
de inferir que no soy muy partidario de los diálogos -o, al menos, de un uso
excesivo de ellos- en las narraciones breves. Si a determinadas películas se
las califica, no sin un cierto tono de desdén, como literarias, creo que no sería injusto tildar -el desdén (líbreme
Dios, repito: si es que existe, de tirar la primera piedra) que lo ponga quien
quiera- de cinematográficos los
textos (repito y enfatizo: sobre todo, breves) que abusan del diálogo. Nos
ahorraremos, así pues, el intercambio dialéctico que, una vez superada mi
sorpresa (y escribo mi porque el otro
no pareció en ningún momento sorprendido en absoluto), mantuvimos el otro y yo,
tanto monta, o yo y el otro, monta tanto. Baste con decir que, más que en
debatir el filosófico tema de quién era quién, la discusión se centró en
dilucidar quién era el propietario de la casa. Disputa territorial que el otro
se encargó de zanjar con un argumento irrefutable:
-Me parece -dijo- que yo ya estaba aquí, y que es usted (obsérvese que en
ningún momento nos atrevimos a tutearnos) quien acaba de llegar.
Dando el asunto por resuelto, el otro pareció ignorarme, se dio la vuelta
hacia el ordenador y escribió el título del cuento cuya redacción se disponía a
iniciar. Vi entonces que aquello, más que un título, parecía un galimatías (no
escribo galimatazo porque, aun
mereciéndolo, no está en el diccionario). Cuando -no sin cierto esfuerzo, pues
además estaba en francés- logré descifrarlo, me inundó la mente una repentina
asociación de ideas (pero repentinas, ¿no lo son todas?) y me acordé de que una
vez -aunque ahora parezca no haber existido jamás- hubo un tal Marx que dijo
algo sobre la alienación del trabajo, y que ese tal Marx tuvo un yerno llamado
Paul Lafargue que osó escribir algo llamado El
derecho a la pereza. Y pienso ahora que si esto hubiese sido un sueño en
lugar de un cuento, un tal Freud habría hablado de realización de deseos.
Porque en aquel momento quise que el real fuese el otro, el que estaba frente
al ordenador, y no yo. Quise que el irreal hubiera sido ése que ha dilapidado
casi todas las horas de casi todos los días de casi todas las semanas de casi
todos los meses de casi todos los años de casi toda su vida haciendo un trabajo
del que lo más suave que puede decirse es: I
would prefer not to.
Continúa en Breviario (II)
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