“¡Qué tiempos éstos en que / hablar
sobre árboles es casi un crimen / porque supone callar sobre tantas alevosías!”
Pues sí, mi querido Brecht, la verdad es que hace ya bastante tiempo que uno
viene queriendo hablar de árboles, es decir, escribir ficción sin más,
narración pura, relato estricto, pero las alevosías, por decirlo de algún modo,
no le dejan a uno ver el bosque.
Y es que, mi no menos querido Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la
de España, / porque termina mal. Como si el hombre, / harto ya de luchar con
sus demonios, / decidiese encargarles el gobierno / y la administración de su
pobreza.”
Hartos, sí; hastiados de que nuestra triste Historia sea como un
recurrente día de la marmota, como una inmisericorde centrifugadora de
alevosías que arroja y no cesa de arrojar al exilio —y tan exilio es el
económico como el político— a tanto sufrido españolito que vienes al mundo te
guarde Dios.
Y no será porque no hayamos tratado de luchar con los demonios. Pero es
como si nunca hubiéramos sabido elegir el momento oportuno para hacerlo, como
si una secreta maldición nos hiciera ir siempre a contracorriente de la
Historia, nos hiciera siempre buscar la pleamar cuando el resto del mundo se movía
en reflujo.
Ya ocurrió con el trienio liberal durante el funesto reinado del infame
(pero, no se olvide, deseado: ¡Vivan las
caenas!) Fernando VII. La Europa postnapoleónica, inmersa en plena
contrarrevolución francesa, bien pronto nos envió a los Cien mil hijos de san
Luis para inaugurar la conocida como década
ominosa; es decir, para volver a poner las cosas en su sitio.
Aunque para contracorriente la de nuestra desdichada II República: Gran
Depresión. Descrédito de las democracias. Auge de los fascismos. Y el padrecito
Stalin congelando la revolución rusa en un interminable y gélido invierno, el
padrecito Stalin repitiendo —y no precisamente como farsa, sino en edición
corregida y aumentada— la tragedia de 1793.
Ya sabemos lo que vino después. Y después de después. Y después de
después de después. Y lo que ahí al lado y en otros lados fueron Trente Glorieuses aquí fueron más de
tres décadas nuevamente ominosas.
Muerto el perro, pareció que por una vez se acabaría la rabia; pareció
que por una vez, a pesar de las dificultades derivadas de la primera crisis del
petróleo, íbamos a ser capaces de nadar contracorriente. Y sí, eso pareció. Y siguió
pareciendo.
Hasta que llegó la crisis y con ella dejó de parecerlo.
Habéis vivido por encima de
vuestras posibilidades, nos dijeron los que siempre han vivido y nunca dejarán
de hacerlo por encima de las nuestras. Y vinieron tijeras y hachas y
motosierras y reformas laborales. Y de nuevo, como en los años 60 del pasado
siglo, más de dos millones de sufridos españolitos que venís al mundo os guarde
Dios, jóvenes en su mayoría y ahora mucho más que sobradamente preparados, a
buscarse la vida por ahí, aunque sea —como dijo un tal señor Feito— hasta en
Laponia.
¿Culpa de los demonios? Por supuesto. Pero culpa también de los diablos.
Porque si los demonios de la derecha han tenido la culpa de todo al menos desde
los tiempos de Indíbil y Mandonio, tampoco los diablos de la izquierda se
encuentran tan libres de pecado como para ir por ahí arrojando primeras
piedras.
Que la II República acabó como acabó por culpa de los demonios, sí; pero
los diablos hicieron bastante por ayudar. Y los lodos en que ahora nos
revolcamos provienen de los polvos que como tempestuosos vientos sembraron
aquellos demoníacos Gobiernos de los que un tal señor Rato fue el mejor
ministro de Economía que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan
ver los venideros. Sí, de allí provienen; pero también los diablos tuvieron
algo que ver, aunque sólo fuese como Bautistas que prepararon el camino del
Señor. Véase si no, y perdón por citar a un buen amigo, el siguiente enlace:
Llegados aquí me pregunto por lo que pueda haberme empujado a escribir
estas deslavazadas reflexiones. Me contesto que indudablemente el empujón me lo
ha dado la, por calificarla sin descalificar, surrealista situación política
que estamos viviendo desde las pasadas elecciones generales del 20 de diciembre
de 2015. Y seguidamente me pregunto si este mal hilvanado texto será de alguna
utilidad para algo y para alguien.
Dudando entre ponerle punto final y publicarlo o enviarlo sin más a la
papelera de reciclaje, me pregunto por la utilidad en general de la literatura
y el arte. Y entonces me contesto que quién diablos o demonios soy yo no ya
para contestar sino ni siquiera para hacer esa pregunta.
Porque tal vez sea necesario, y bien lejos estoy de ello, haberlo leído
todo y además —como hizo Tolstói— haberlo escrito todo para llegar —con
Tolstói— a la conclusión de que la literatura (¿tal vez como la vida?) no vale
nada. Nada de nada. Absolutamente nada. Ni para nadie ni para nada.
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