Todo empezó a causa de una de las últimas tonterías de mi amigo Tonto el
que lo escribe. Estábamos los cuatro de siempre (la peña de los viernes, recuérdese:
Segismundo Amis, Tonto el que lo escribe, El que escribe para olvidar y —la
buena educación me obliga a nombrarme en último lugar— El abajo firmante)
echando unas manitas de póquer para celebrar, o tal vez para olvidar, el cambio
de año cuando el antes citado, tratando quizá de disimular un farol, deslizó con
su apuesta el comentario de que había decidido irrevocablemente —año nuevo,
vida nueva— poner fin a sus tonterías con el último suspiro de 2015, y que en
la penúltima de ellas había escrito que a estas alturas de la Historia
Universal (no había añadido —dijo— de la
Infamia para no fusilar a Borges al cuadrado, pues —prosiguió
acusadoramente, señalándome con el dedo— ya me había encargado yo de hacerlo en
primera instancia, aunque amortiguando el impacto de la bala con un hipócrita casi, en mi reciente Cuento de Navidad), a estas alturas,
decía, nos hemos ganado, sobradamente y con creces, el derecho al pesimismo.
Cumplimos años —los mismos— el mismo día de enero (y barrunto que a la
misma hora). Somos, por decirlo de algún modo, una especie de amigos gemelos.
Nos conocemos de toda la vida. Como si nos hubiésemos parido, según recuerdo
haber dicho ya en cierta ocasión. Así que adivinamos de inmediato la intención
encubridora de nuestro compañero de timba. Pero el intercambio de miradas entre
los demás jugadores nos hizo comprender que todos íbamos de farol y que ninguno
de nosotros se atrevería a arrojar la primera piedra.
Dejamos de lado la baraja, nos servimos unas copas (la Nochevieja, máxime
a nuestra edad, es mejor pasarla en casa, entre gente de confianza) y nos
pusimos a hablar de nuestras cosas. En este caso, de lo que había sacado a
colación Tonto el que lo escribe: el pesimismo.
Segismundo Amis —el impenitente soñador, el empedernido soñante— adujo
que estando como estábamos los cuatro divisando ya, más que vislumbrando, la
brumosa frontera de la setentena, la década verdaderamente peligrosa, era
lógico ser pesimistas, sobre todo si, como era su caso, uno se pasaba la mayor
parte del día (y todas esas noches que —como escribió el poeta— las carga el
diablo) preguntándose qué había hecho con él la vida, o él con la vida, para
que prefiriese estar solo a bien acompañado.
Tonto el que lo escribe, sin disentir por completo —eso dijo— de la
opinión de Segismundo, arguyó que ese pesimismo era individual, fruto de la
cercanía del fin del mundo particular al que cada uno habremos de enfrentarnos,
pero que él apuntaba más alto, a un pesimismo universal, a un presentimiento
del fin del mundo en general o, al menos, del principio de ese fin (espero
—dijo— que nuestra ya avanzada edad nos salve de asistir a la catástrofe), y si
alguien cree que exagero que piense en el revolcón que para tantos y tantas ha
representado esta crisis de nunca acabar (y de la que jamás se volverá a salir
por donde se entró), en el oscurísimo futuro de precariedad (si no ya negrísimo
presente) que espera a las generaciones más jóvenes, en esa reedición de las
Cruzadas que entre unos y otros estamos preparando (aliñada ahora, cuidado, con
armas nucleares, que esas sí que las carga el diablo), en ese planeta que
estamos devorando a bocados uniformemente acelerados (permítaseme dudar y reírme,
por no llorar, del simulacro de golpes de pecho representado hace poco en
París), en ese verdadero y mayor problema de la Humanidad (y no es que los
otros sean falsos y menores) del que nadie se atreve a hablar y que consiste,
sencilla y llanamente, en que somos demasiados.
La historia de todos los países —dijo El que escribe para olvidar, como
saliendo de un estado de somnolencia— atestigua que la clase obrera, exclusivamente
con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia
tradeunionista. Donde se decía clase
obrera —prosiguió— léase hoy en día el
pueblo o la gente o lo que
diablos o demonios quiera leerse, y añádase que si encima nunca han dejado de
ponérsele palos en las ruedas, pues más a mi favor. El pueblo unido jamás será
vencido, de acuerdo. Pero ¿alguna vez ha estado unido? Pronto hará cien años de
la más alta ocasión —ésa sí— que vieron los siglos. Y ¿en qué ha quedado ese
sueño de la razón? ¿Qué se hizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué
se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trujeron?
A ver si resulta que la derecha, que nunca ha tenido ni jamás tendrá razón, no
deja sin embargo de estar en lo cierto, y como individuos que somos no podemos
dejar de ser unos feroces individualistas sin remedio. Tanto el uno como el
otro —dijo, dirigiéndose a Tonto el que lo escribe y a Segismundo Amis— tenéis
vuestra parte de razón. Nuestro pesimismo vital y nuestra decadencia biológica
no son quizá sino una metáfora de este maldito mundo que tumbo a tumbo se
derrumba...
Y en esas estábamos cuando empezaron a sonar las doce campanadas y
levantamos las copas y brindamos y nos felicitamos el nuevo año y nos dijimos
que carpe diem y que a mal tiempo
buena cara, tan buena como la que sabía poner el atribulado —y evanescente— señor
Kaplan incluso en las peores situaciones, como cuando era perseguido en un
maizal por una avioneta fumigadora. Tan buena cara, que era como si en todo
momento estuviera diciéndose a sí mismo: Con
la risa en los talones.