viernes, 29 de enero de 2016

Cosas que conviene no hacer nunca (o que nunca conviene hacer)

Decir nunca (y mucho menos nunca jamás) a un reloj, ya que podría enfadarse, pararse —hasta ahí hemos llegado, diría— y no dejar nunca (o, peor aún, nunca jamás) de darnos la hora exacta dos veces al día.
Dejar que a una escalera se le suban los humos y que como consecuencia de ello tanto la escalera como los humos se nos suban a la cabeza.
Apresurar a un conejo apresurado, sobre todo cuando se esté vistiendo, porque podría apresurarse todavía más y hacernos llegar tarde a donde fuese que fuéramos.
Tener un pájaro en mano, pues eso nos impediría emprender el vuelo para unirnos a la bandada de los ciento volando.
Darle la espalda a un espejo, que no es cuestión de ser traidoramente apuñalados por nuestro propio reflejo.
Perseguir a nuestra propia sombra, condenados como lo estamos para siempre y condenados como por siempre lo estaremos a ser para siempre Aquiles y a que nuestra sombra sea por siempre la tortuga.
Huir de nuestra propia sombra. (Véase el párrafo precedente y recuérdese la propiedad conmutativa de la suma y de la multiplicación, más popularmente conocida como: y viceversa, y también como: o al revés, que para el caso es lo mismo.)
Tratar de confundir al lector. (Que es precisamente lo que acabamos de hacer en el párrafo anterior.)
Alimentar la mano que muerde la mano que la alimenta.
Arrojar la primera piedra si no nos va a ser posible esconder inmediatamente la mano.
Confesarse por haber pecado contra el sexto mandamiento, no sea que quien nos está dando la absolución nos proponga seguidamente pecar de nuevo.
(¡Qué diablos o demonios!: Confesarse.)
Escribir recto con renglones torcidos ni torcido con renglones rectos. (Que es precisamente lo que hemos estado haciendo todo el rato.)
Renunciar, como nunca renunció ese enormísimo cronopio al que tanto queremos y al que nunca jamás dejaremos de seguir queriendo tanto, a que la literatura no deje nunca (ni mucho menos nunca jamás) de ser ante todo y sobre todo un juego.


viernes, 22 de enero de 2016

Gestos

Echar el flequillo hacia atrás con un movimiento de cabeza acompañado de un soplido que brota de la comisura derecha, seguido todo ello por una arrogante mirada panorámica. Enfrentar con indiferencia una mirada arrogante mientras se agita una coctelera. Apoyar un bolso en la barra, abrir con un pellizco de la mano derecha el cierre de boquilla, sacar un pintalabios y una polvera. Dirigirse hacia la barra con balanceante paso de marinero, permitiendo que el flequillo rebelde regrese sobre la frente. Mirarse en el espejo de la polvera, fruncir los labios antes de retocarlos. Servir con cara de póquer un cóctel en copa cónica. Empolvarse las mejillas con la borla de la polvera. Retirar la coctelera y empezar a limpiarla. Empolvarse la nariz. Sentarse en un taburete, apoyar el codo derecho en la barra y pedir lo mismo que la señorita sin dejar de mirar fijamente a la vecina de taburete. Asentir, alargando el brazo derecho hacia la coctelera, con media sonrisa y una inclinación de cabeza. Cerrar el bolso, colgarlo del hombro derecho, esponjar la melena —primero con una mano y luego con la otra—, coger la copa por el tallo, todo ello sin dejar de mirar de medio lado al vecino de taburete. Echar otra vez el flequillo hacia atrás —ahora con la mano derecha—, haciendo seguir al movimiento de la mano una sonrisa pretendidamente seductora. Devolver la sonrisa mientras la copa se acerca a los labios repintados. Servir el nuevo cóctel, con los ojos concentrados en la copa. Levantar la copa recién servida, proponiendo un brindis. Responder al brindis levantando la propia copa. Intercambiar sonrisas de nuevo. Volver a retirar y limpiar la coctelera. Añadir palabras al intercambio de sonrisas. Permanecer impasible en la barra, esperando órdenes. Entrelazar las copas y dar un sorbo cada uno de la suya. Continuar impasible en la barra, como una estatua de cera. Ir hacia la pista de baile cogidos de la mano. Bailar cada vez más apretados. Regresar a la barra. Pagar (invita él). Agradecer la propina con una inclinación de cabeza y media sonrisa. Salir juntos del local. Meter la mano en el bolsillo derecho del pantalón y palpar las cachas de la navaja de resorte. (Pensar en la hoja plegada, fría, anhelante. Imaginarla desplegada, caliente, saciada. Desearla muy pronto teñida de rojo.)

viernes, 15 de enero de 2016

Amistades peligrosas

Me parece que ya les he hablado en una ocasión, aunque muy de pasada, de otro de mis grandes amigos, el porquero de Agamenón.
Al principio, muy al principio, casi diría que en una época muy remota, fue el quinto malo (para que luego digan) en las partidas de póquer de los viernes, ya sobradamente conocidas por ustedes. Pero como es congénita y genéticamente incapaz de mentir, ni aun con el gesto, terminaba siempre desplumado. Así que a las pocas semanas dejó de jugar. Y desde entonces se limita a mirarnos.
A decir verdad, eso de que se limita a mirarnos es más bien retórica, o literatura, lo que ustedes prefieran. Porque igual que es incapaz de mentir lo es también de estar callado. Y como cuando habla solamente puede decir la verdad —no tiene modo alguno de evitarlo—, pues eso, que no cesa nunca de escupirnos a la cara esas verdades que, la verdad sea dicha, a nadie le gusta oír.
Según él, Segismundo Amis (alias Antoñita la fantástica) es un impenitente soñador, un empedernido soñante, un fantasioso que nunca será nadie ni jamás hará nada, pues nunca jamás terminará lo que empiece si es que lo empieza alguna vez. Tonto el que lo escribe es un Sócrates de pacotilla, siempre tonteando —y menos mal que parece que al fin se ha decidido a dejarlo— con sus tontas breverías o sus breves tonterías. Y lo mejor que podría hacer El que escribe para olvidar es consagrarse directamente al whisky y olvidarse de una vez de escribir todo eso de lo que al final nunca se acuerda.
Pensarán ustedes que falto yo; es decir, El abajo firmante. Pues no. Pero en lugar de contarles lo que dice de mí les contaré lo que me ha hecho: enemistarme con un grupo sedicentemente literario del que (sí, padre; lo confieso) he formado parte durante unos pocos meses. Enemistarme con ese grupo y hacer que me expulsaran de él. No se le ocurrió nada mejor, metiéndose donde nadie le llamaba, que calificar de cursi y de mal escrito —sobraban comas y además estaban mal puestas— un presunto relato de uno de aquellos supuestos escritores. Cuando me preguntaron si estaba de acuerdo con la opinión de mi amigo no tuve más remedio —soy también congénita y genéticamente incapaz de mentir— que decir que lo estaba.
Debo reconocer que me ha hecho un favor, pues lo cierto es que, literariamente hablando, la mayor parte de los miembros de ese grupo son verdaderos indigentes. Vamos, que leer sus deposiciones, además de pena, da verdadera vergüenza ajena (ena, ena). Y las malas compañías literarias pueden ser tan peligrosas, por contagiosas, como las peores enfermedades infecciosas (osas, osas, osas).
Lo malo es que ahora quiere cobrarse el favor ocupando el hueco que ha dejado Tonto el que lo escribe con su pase a la reserva.

Tendré que pensarlo. Tendré que pensarlo mucho. Tendré que pensarlo mucho y muy detenidamente y muy bien durante mucho tiempo. Pues, como habrán podido ver, El porquero de Agamenón (acaba de ganarse la mayúscula de nombre propio) no es precisamente una amistad muy recomendable. Yo diría que es más bien una amistad un tanto peligrosa.

lunes, 11 de enero de 2016

Principio del fin del mundo

Todo empezó a causa de una de las últimas tonterías de mi amigo Tonto el que lo escribe. Estábamos los cuatro de siempre (la peña de los viernes, recuérdese: Segismundo Amis, Tonto el que lo escribe, El que escribe para olvidar y —la buena educación me obliga a nombrarme en último lugar— El abajo firmante) echando unas manitas de póquer para celebrar, o tal vez para olvidar, el cambio de año cuando el antes citado, tratando quizá de disimular un farol, deslizó con su apuesta el comentario de que había decidido irrevocablemente —año nuevo, vida nueva— poner fin a sus tonterías con el último suspiro de 2015, y que en la penúltima de ellas había escrito que a estas alturas de la Historia Universal (no había añadido —dijo— de la Infamia para no fusilar a Borges al cuadrado, pues —prosiguió acusadoramente, señalándome con el dedo— ya me había encargado yo de hacerlo en primera instancia, aunque amortiguando el impacto de la bala con un hipócrita casi, en mi reciente Cuento de Navidad), a estas alturas, decía, nos hemos ganado, sobradamente y con creces, el derecho al pesimismo.
Cumplimos años —los mismos— el mismo día de enero (y barrunto que a la misma hora). Somos, por decirlo de algún modo, una especie de amigos gemelos. Nos conocemos de toda la vida. Como si nos hubiésemos parido, según recuerdo haber dicho ya en cierta ocasión. Así que adivinamos de inmediato la intención encubridora de nuestro compañero de timba. Pero el intercambio de miradas entre los demás jugadores nos hizo comprender que todos íbamos de farol y que ninguno de nosotros se atrevería a arrojar la primera piedra.
Dejamos de lado la baraja, nos servimos unas copas (la Nochevieja, máxime a nuestra edad, es mejor pasarla en casa, entre gente de confianza) y nos pusimos a hablar de nuestras cosas. En este caso, de lo que había sacado a colación Tonto el que lo escribe: el pesimismo.
Segismundo Amis —el impenitente soñador, el empedernido soñante— adujo que estando como estábamos los cuatro divisando ya, más que vislumbrando, la brumosa frontera de la setentena, la década verdaderamente peligrosa, era lógico ser pesimistas, sobre todo si, como era su caso, uno se pasaba la mayor parte del día (y todas esas noches que —como escribió el poeta— las carga el diablo) preguntándose qué había hecho con él la vida, o él con la vida, para que prefiriese estar solo a bien acompañado.
Tonto el que lo escribe, sin disentir por completo —eso dijo— de la opinión de Segismundo, arguyó que ese pesimismo era individual, fruto de la cercanía del fin del mundo particular al que cada uno habremos de enfrentarnos, pero que él apuntaba más alto, a un pesimismo universal, a un presentimiento del fin del mundo en general o, al menos, del principio de ese fin (espero —dijo— que nuestra ya avanzada edad nos salve de asistir a la catástrofe), y si alguien cree que exagero que piense en el revolcón que para tantos y tantas ha representado esta crisis de nunca acabar (y de la que jamás se volverá a salir por donde se entró), en el oscurísimo futuro de precariedad (si no ya negrísimo presente) que espera a las generaciones más jóvenes, en esa reedición de las Cruzadas que entre unos y otros estamos preparando (aliñada ahora, cuidado, con armas nucleares, que esas sí que las carga el diablo), en ese planeta que estamos devorando a bocados uniformemente acelerados (permítaseme dudar y reírme, por no llorar, del simulacro de golpes de pecho representado hace poco en París), en ese verdadero y mayor problema de la Humanidad (y no es que los otros sean falsos y menores) del que nadie se atreve a hablar y que consiste, sencilla y llanamente, en que somos demasiados.
La historia de todos los países —dijo El que escribe para olvidar, como saliendo de un estado de somnolencia— atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista. Donde se decía clase obrera —prosiguió— léase hoy en día el pueblo o la gente o lo que diablos o demonios quiera leerse, y añádase que si encima nunca han dejado de ponérsele palos en las ruedas, pues más a mi favor. El pueblo unido jamás será vencido, de acuerdo. Pero ¿alguna vez ha estado unido? Pronto hará cien años de la más alta ocasión —ésa sí— que vieron los siglos. Y ¿en qué ha quedado ese sueño de la razón? ¿Qué se hizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trujeron? A ver si resulta que la derecha, que nunca ha tenido ni jamás tendrá razón, no deja sin embargo de estar en lo cierto, y como individuos que somos no podemos dejar de ser unos feroces individualistas sin remedio. Tanto el uno como el otro —dijo, dirigiéndose a Tonto el que lo escribe y a Segismundo Amis— tenéis vuestra parte de razón. Nuestro pesimismo vital y nuestra decadencia biológica no son quizá sino una metáfora de este maldito mundo que tumbo a tumbo se derrumba...

Y en esas estábamos cuando empezaron a sonar las doce campanadas y levantamos las copas y brindamos y nos felicitamos el nuevo año y nos dijimos que carpe diem y que a mal tiempo buena cara, tan buena como la que sabía poner el atribulado —y evanescente— señor Kaplan incluso en las peores situaciones, como cuando era perseguido en un maizal por una avioneta fumigadora. Tan buena cara, que era como si en todo momento estuviera diciéndose a sí mismo: Con la risa en los talones.

viernes, 8 de enero de 2016

Rediós

A ver si consigo explicarlo. Aunque, pensándolo bien, lo primero que debería explicar es el título de esta columna, más parecido —aun faltándole los signos de exclamación— a una interjección que a otra cosa. Y casi es mejor que se parezca más a la interjección, porque la otra cosa no podría ser nada más que una blasfemia. Y el problema, para los que nos ciscamos en cualquier inquisición, no es que la blasfemia pueda o no pueda ser pecado, puesto que nos ciscamos también en la noción de pecado, sino que del mismo modo que en este lugar y en otros tiempos (recuérdense los avisos que durante los largos años del nacionalcatolicismo franquista decían en bares y tabernas: Prohibido blasfemar) era objeto de sanción, en estos tiempos y en otro lugar sigue siendo objeto, todavía, de decapitación. En fin, que ni interjección ni blasfemia. Ocurre sencillamente que Dios ya lo utilicé como título en una ocasión, y aunque ahora vaya a hablar más o menos de lo mismo no es cuestión de hacerlo del mismo modo ni, por supuesto, bajo el mismo título.
Al grano, me dice el editor, que ya has consumido casi la mitad de tu espacio. Pues bien, al grano: la honestidad y el rigor intelectuales me impiden rechazar de plano y en principio la idea de eso que se ha dado en llamar un Dios personal, creador de todo lo existente (visibilium omnium et invisibilium). Aunque, por así decirlo, tengo una noción bastante particular de esa idea. Pido al lector que, del mismo modo que se aceptan sin chistar los dogmas religiosos, acepte, por pura cuestión de método, las proposiciones que seguidamente formularé y que lo haga considerándolas como postulados, es decir, sin necesidad de demostración.
Primo: Según la famosa ecuación de Einstein, materia y energía serían intercambiables, por lo que no nos importa, fuese una cosa o la otra o una mezcla de las dos, lo que diablos o demonios hubiera en la burbuja cuántica que precedió al Big Bang. Secundo: La religión propone que es el espíritu el creador de la materia, pero lo único evidente es que es de la materia —o de su equivalente, como se ha dicho, la energía— de donde ha emergido la inteligencia, la conciencia o, si así se quiere, el espíritu. Tertio: Velocidad de computación (y entendemos la inteligencia como una forma, tal vez la superior, de computación) y temperatura son directamente proporcionales.
Ergo, de eso —materia o energía; nos da lo mismo— que pudiera estar encerrado en la burbuja cuántica primordial ¿no podría haber emergido (Genitum, non factum) inteligencia, autoconciencia? Y eso, computando a una velocidad infinita bajo una temperatura infinita, ¿no vendría a ser lo que ha dado en llamarse un Dios personal?
Un Dios que horrorizado de sí mismo, horrorizado de estar encerrado —sin saber por qué— durante un instante eterno o una eternidad instantánea (no concibo otra forma de nombrar lo inconcebible) en esa burbuja cuántica decidió —o tal vez no tenía manera de evitarlo— escapar de todo ese horror disolviéndose en el Big Bang.
Y nosotros somos, no el resultado de una creación divina, sino las cenizas y los rescoldos de ese, deliberado o involuntario, suicidio de Dios. Y de ahí su silencio. Porque no sabe que estamos aquí. Y no lo sabe, sencillamente, porque no está entre nosotros.

viernes, 1 de enero de 2016

Feliz año nuevo

Shakespeare se lo hubiera pasado en grande: los ciegos votando a los locos. Esto, parafraseando su Rey Lear (acto IV, escena I: La plaga de estos tiempos es que los locos guíen a los ciegos), es lo mejor que puede decirse, visto el resultado, de las elecciones generales del pasado 20 de diciembre de 2015. Pero el teatro aún no ha terminado (y la ópera bufa —o, mejor dicho, dramma giocoso— de Cataluña, tampoco). Pues es ahora cuando empieza la verdadera representación.
Para empezar tenemos a Ciudadanos, que, muy a su pesar, ha de conformarse con el papel de una Cordelia empeñada en socorrer —y, si se tercia, en sucumbir con él— a su padre putativo, el atribulado Partido Popular, encabezado, mientras siga sosteniendo la testa sobre los hombros, por un perpetuamente dubitativo Hamlet que en lo más profundo de su corazón tal vez habría querido ser Macbeth. (Pero siempre ha tenido demasiadas brujas y demasiados fantasmas paternos en su partido impidiéndole cumplir su sueño.) Todo un espectáculo. Vaya que sí.
Aunque el espectáculo de verdad, el mayor espectáculo del mundo, nos lo está dando el Partido Socialista Obrero Español, empeñado en ofrecernos la representación de una de las obras mayores del bardo: Julio César (¿con el añadido tal vez de Antonio y Cleopatra?). Hagan juego, señores, y repartan papeles. Para el de César ya hay quien lleva todos los números. Pero ¿se atreverá alguien a hacer de Marco Antonio? ¿Quién será el honrado Bruto? ¿Quién Cicerón? ¿Quién Casio? ¿Habrá una Cleopatra? La que podría representar este último papel tiene muy poco de Cleopatra, si acaso el áspid; y por sus aspiraciones parece más bien una lady Macbeth dispuesta, sin necesidad alguna de consorte, a llegar a ser califa en lugar del califa; es decir, a llegar a ser Octavio.
¿Y qué decir de Podemos? ¡Ay!, el que esto escribe confiesa, siguiendo al Arcipreste (Sienpre quis muger chica más que grande nin mayor: / non es desaguisado del grand mal ser foídor, / del mal tomar lo menos, dízelo el sabidor, / por ende de las mugeres la mejor es la menor), que Podemos ha sido —qué remedio— su dueña chica. Pero no por ello deja de parecerle la actitud de estos chicos, que tal vez ellos justifiquen por conveniencias tácticas, muy cercana a la sinuosa doblez de un Yago.
¡Pobre público! Sacada la entrada, depositada en la urna, sólo nos queda presenciar la función. Aunque, más que en el teatro, es posible que estemos en el circo romano, asistiendo a la lucha de los gladiadores en la arena. Pero cuidado, no acabemos cayendo todos del graderío y quedemos en la arena como mártires a merced de los leones. Cuidado, no termine todo esto —metafóricamente, por supuesto; o así lo espero— como en Hamlet, donde al final muere hasta el apuntador. O, peor todavía, como en Tito Andrónico, donde ni siquiera el acomodador consigue salvar el cuello.
Lo dicho: feliz —y próspero— año nuevo.