Decir nunca (y mucho menos nunca jamás) a un reloj, ya que podría
enfadarse, pararse —hasta ahí hemos llegado, diría— y no dejar nunca (o, peor
aún, nunca jamás) de darnos la hora exacta dos veces al día.
Dejar que a una escalera se le suban los humos y que como consecuencia de
ello tanto la escalera como los humos se nos suban a la cabeza.
Apresurar a un conejo apresurado, sobre todo cuando se esté vistiendo,
porque podría apresurarse todavía más y hacernos llegar tarde a donde fuese que
fuéramos.
Tener un pájaro en mano, pues eso nos impediría emprender el vuelo para unirnos
a la bandada de los ciento volando.
Darle la espalda a un espejo, que no es cuestión de ser traidoramente
apuñalados por nuestro propio reflejo.
Perseguir a nuestra propia sombra, condenados como lo estamos para
siempre y condenados como por siempre lo estaremos a ser para siempre Aquiles y
a que nuestra sombra sea por siempre la tortuga.
Huir de nuestra propia sombra. (Véase el párrafo precedente y recuérdese
la propiedad conmutativa de la suma y de la multiplicación, más popularmente
conocida como: y viceversa, y también
como: o al revés, que para el caso es lo
mismo.)
Tratar de confundir al lector. (Que es precisamente lo que acabamos de
hacer en el párrafo anterior.)
Alimentar la mano que muerde la mano que la alimenta.
Arrojar la primera piedra si no nos va a ser posible esconder
inmediatamente la mano.
Confesarse por haber pecado contra el sexto mandamiento, no sea que quien
nos está dando la absolución nos proponga seguidamente pecar de nuevo.
(¡Qué diablos o demonios!: Confesarse.)
Escribir recto con renglones torcidos ni torcido con renglones rectos.
(Que es precisamente lo que hemos estado haciendo todo el rato.)
Renunciar, como nunca renunció ese enormísimo cronopio al que tanto
queremos y al que nunca jamás dejaremos de seguir queriendo tanto, a que la
literatura no deje nunca (ni mucho menos nunca jamás) de ser ante todo y sobre
todo un juego.
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