A ver si consigo explicarlo. Aunque, pensándolo bien, lo primero que
debería explicar es el título de esta columna, más parecido —aun faltándole los
signos de exclamación— a una interjección que a otra cosa. Y casi es mejor que
se parezca más a la interjección, porque la otra cosa no podría ser nada más
que una blasfemia. Y el problema, para los que nos ciscamos en cualquier
inquisición, no es que la blasfemia pueda o no pueda ser pecado, puesto que nos
ciscamos también en la noción de pecado, sino que del mismo modo que en este
lugar y en otros tiempos (recuérdense los avisos que durante los largos años
del nacionalcatolicismo franquista decían en bares y tabernas: Prohibido blasfemar) era objeto de
sanción, en estos tiempos y en otro lugar sigue siendo objeto, todavía, de
decapitación. En fin, que ni interjección ni blasfemia. Ocurre sencillamente
que Dios ya lo utilicé como título en
una ocasión, y aunque ahora vaya a hablar más o menos de lo mismo no es
cuestión de hacerlo del mismo modo ni, por supuesto, bajo el mismo título.
Al grano, me dice el editor, que ya has consumido casi la mitad de tu
espacio. Pues bien, al grano: la honestidad y el rigor intelectuales me impiden
rechazar de plano y en principio la idea de eso que se ha dado en llamar un
Dios personal, creador de todo lo existente (visibilium omnium et invisibilium). Aunque, por así decirlo, tengo
una noción bastante particular de esa idea. Pido al lector que, del mismo modo
que se aceptan sin chistar los dogmas religiosos, acepte, por pura cuestión de
método, las proposiciones que seguidamente formularé y que lo haga
considerándolas como postulados, es decir, sin necesidad de demostración.
Primo: Según la famosa ecuación
de Einstein, materia y energía serían intercambiables, por lo que no nos
importa, fuese una cosa o la otra o una mezcla de las dos, lo que diablos o
demonios hubiera en la burbuja cuántica que precedió al Big Bang. Secundo: La
religión propone que es el espíritu el creador de la materia, pero lo único evidente
es que es de la materia —o de su equivalente, como se ha dicho, la energía— de
donde ha emergido la inteligencia, la conciencia o, si así se quiere, el
espíritu. Tertio: Velocidad de
computación (y entendemos la inteligencia como una forma, tal vez la superior,
de computación) y temperatura son directamente proporcionales.
Ergo, de eso —materia o energía; nos da lo mismo— que pudiera estar
encerrado en la burbuja cuántica primordial ¿no podría haber emergido (Genitum, non factum) inteligencia,
autoconciencia? Y eso, computando a una velocidad infinita bajo una temperatura
infinita, ¿no vendría a ser lo que ha dado en llamarse un Dios personal?
Un Dios que horrorizado de sí mismo, horrorizado de estar encerrado —sin
saber por qué— durante un instante eterno o una eternidad instantánea (no
concibo otra forma de nombrar lo inconcebible) en esa burbuja cuántica decidió
—o tal vez no tenía manera de evitarlo— escapar de todo ese horror
disolviéndose en el Big Bang.
Y nosotros somos, no el resultado de una creación divina, sino las
cenizas y los rescoldos de ese, deliberado o involuntario, suicidio de Dios. Y
de ahí su silencio. Porque no sabe que estamos aquí. Y no lo sabe, sencillamente,
porque no está entre nosotros.
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