viernes, 26 de febrero de 2016

Crematorio

Acabo de leer la impresionante novela de Rafael Chirbes. No conozco la serie de televisión que se hizo a partir de esa obra, por lo que no voy a establecer comparaciones al respecto. Tan sólo diré que, sabiendo de la existencia de la serie, me esperaba otro tipo de novela; más televisiva que literaria, por así decirlo. Pero, no ya desde las primeras páginas, sino desde las primeras frases he podido intuir que iba a zambullirme, como así ha sido, en una obra literaria de las de verdad, una obra literaria de las verdaderamente grandes.
Más allá de la magistral utilización del punto de vista y del tiempo narrativo (las pocas horas que preceden a un funeral se expanden desde el pensamiento de cada uno de los personajes hasta abarcar más de medio siglo de nuestra Historia reciente, a la vez que, a modo de calidoscopio o de rompecabezas, cada uno de los personajes nos proporciona datos para ir construyendo, desde una visión poliédrica, el retrato vital de todos ellos), lo que verdaderamente me ha impresionado —lo que de verdad me ha llegado al alma, podría decir— es el contundente valor simbólico de la novela.
El muerto a cuya incineración van a asistir los demás personajes es un antiguo comunista ortodoxo —lo que no le impidió encargarse de la administración de la fortuna familiar— reciclado (nunca mejor dicho) en no menos ortodoxo agricultor ecologista. Su hermano mayor es un arquitecto que se hizo rico construyendo, aunque con un oscuro y delictivo origen —tráfico de drogas— de su, por decirlo de algún modo, acumulación primitiva de capital. Un amigo común de los dos hermanos es un escritor desengañado de su arte y condenado por un cáncer a una muerte cercana. Los tres, de un modo u otro, renunciaron a sus más o menos sinceros sueños de juventud. La hija (restauradora de arte) y el yerno (catedrático y crítico literario) del constructor ni siquiera han tenido sueños a los que renunciar pues, por lo que éste piensa de ellos, renunciaron desde primera hora a tenerlos. Todo es desolación, como el paisaje arrasado por las promociones inmobiliarias. El único atisbo de futuro es el hijo varón que, por fin, a sus setenta años, va a tener el constructor como fruto de su segundo matrimonio, contraído con una antigua camarera o chica de alterne mucho más joven que él.
Novela, pues, sobre el fin del mundo o, tal vez de manera más exacta, sobre lo que Francis Fukuyama denominó el fin de la Historia. Y eso es lo que le ha llegado al alma, más que a mí, a mi amigo Tonto el que lo escribe, que no hace mucho dijo:
“El mejor botón de muestra (perdón por el tópico) de la calaña, la catadura y el pelaje del ser humano es que el único (¡ay!) y quizás (¡ay!, ¡ay!) verdadero instrumento de progreso (?) que ha sido capaz de inventar es el capitalismo.”
¿Pesimismo o realismo? Es muy posible que los dos términos sean sinónimos. Me lo hace pensar esa expresión mezcla de lucidez y de amargura que he creído encontrar en muchas de las últimas fotografías de Rafael Chirbes, fallecido hace pocos meses. Y me lo vuelve a hacer pensar mi amigo Tonto el que lo escribe, que en su despedida el pasado 31 de diciembre de 2015 dijo esto:
“Antes de retirarse a sus cuarteles de invierno, antes de hacer mutis por el foro, antes, en fin, de pasar a mejor vida, el tonto que esto escribe querría —como esa última cena, ese último cigarrillo, esa última voluntad que se concede al condenado a la pena capital— dejar constancia de su opinión de que a estas alturas de la Historia Universal nos hemos ganado, sobradamente y con creces, el derecho al pesimismo.”


viernes, 19 de febrero de 2016

Don Miguel

“Igual que hay un solo Dios, mi buen Sancho, verdadero don Miguel no hay más que uno. Y no es don Miguel Delibes. Ni don Miguel de Unamuno”. Esto escribió mi buen amigo Tonto el que lo escribe el pasado 31 de diciembre de 2015 —día de su despedida de todo un año de destilación de tonterías—, imaginando por un momento a don Quijote —el imperecedero personaje, la milagrosa criatura— no a lomos de Rocinante sino de una máquina del tiempo —¿transfiguración tal vez de Clavileño?— y cabalgando en ella hacia el futuro para, desde esa perspectiva, contemplar en toda su grandeza —y hacer a Sancho partícipe de ella— la gloriosa, que no triste, figura de su insigne autor, su inmarcesible creador.
Pero triste fue, en su tiempo, la figura del inventor de la novela moderna (léase, y con mayúsculas: de la novela; sin más). Triste; y no reconocida por sus contemporáneos. Recuérdese el menosprecio por parte de Lope de Vega. Y no se olvide que un erudito como Baltasar Gracián, en toda la intrincada selva de citas y menciones que constituye su obra, no se molestó nunca, nunca jamás —sólo encontraremos un par de alusiones de pasada, no precisamente elogiosas— en nombrar a Cervantes.
No se culpe a nadie, no obstante: “Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo.”  Si en obra ya tan tardía (1614) como Viaje del Parnaso el inmortal don Miguel, frustrado y fracasado autor teatral, pensaba eso de sí mismo, ¿cómo acusar de ceguera a sus contemporáneos?
Es muy posible que el verdadero valor de la obra que ha llevado a Cervantes a lo más alto del Olimpo, el Quijote, no fuera reconocido en su momento ni siquiera por su mismo autor. Parece ser que él mismo valoraba el Persiles por encima del Quijote; o tal vez confiaba en que aquella su última obra, por ajustarse a los cánones tradicionales, le proporcionaría un verdadero reconocimiento. Juzgue el lector actual. Si es que todavía queda alguno, aparte de quienes tengan que hacerlo por obligación académica —o por prurito moral de escritor, como mi no menos buen amigo El abajo firmante—, capaz de leerla.
Encuentro cierto paralelismo no exento de contraste con el caso de Mozart, que murió sin verse reconocido como lo que más apreciaba: autor de óperas. Hoy en día a Mozart se le reconoce todo: las óperas —al menos las mayores: las tres con Lorenzo da Ponte así como El rapto en el serrallo y La flauta mágica se encuentran a la cabeza de la producción operística de todos los tiempos— y el resto de su música.
A Cervantes le basta y le sobra con el Quijote. Su obra teatral, la poética, e incluso el resto de su obra novelística —Novelas ejemplares también— se encuentra, hay que reconocerlo, a una distancia de años luz de su obra suprema. Pero el Quijote está tan por encima del cielo...
Este tacaño país, que por recientes noticias de prensa está improvisando deprisa y corriendo la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de don Miguel (uno piensa en Inglaterra y en Shakespeare y le brota una lágrima), ¿llegará a tiempo al menos de otorgarle de una puñetera vez el Premio Cervantes?


viernes, 12 de febrero de 2016

Luz azul

Habla la luz azul al alba: “¡Alba, habla!”, dice. “¡Habla, alba!”, insiste. Y entonces el alba habla: “Otro orto”, te dice. Y su voz azulada te expulsa de esa frágil duermevela durante la que todavía sueñas o crees estar soñando todavía, esa huidiza duermevela en la que por un momento te parece incluso estar soñando que sueñas. Antes de rendir los ojos a la ascendente luz azul te aferras por un momento a la menguante penumbra de la alcoba, buscas refugio en ese agonizante rescoldo de un sueño donde todavía Adán nada plácidamente allí donde el río del Edén se parte en cuatro brazos mientras la serpiente se descuelga del árbol y tras saludar a Eva (“Ave, Eva”) le ofrece el fruto prohibido. “Allá va la valla”, exclamas por fin, apartando colcha y sábana de un manotazo. Te incorporas, te sientas en la cama, pones los pies en el suelo y cuando finalmente te haces el ánimo y te levantas te sientes pesado, muy pesado, como una especie de oso soso. “Acata o ataca”, “Ataca o acata”, te dices, pensando con toda la desolación de un Hamlet derrotado de antemano (“¿Qué es más noble para el espíritu?”) en el día que te espera; un día, y eso no es solamente lo malo sino también lo peor, tan pésimo como tantos otros. Empezando por el desayuno: “Sapos y sopas”, piensas; o “Sopas y sapos”, que para el caso es lo mismo. Siguiendo por todas esas largas horas repletas de minutos repletos de segundos todos y cada uno de ellos vacíos de sorpresas, todas esas interminables horas tan idénticas a las de ayer y, no te cabe duda, tan iguales a las de mañana y a las de pasado mañana y a las de la semana próxima y a las del mes siguiente y a las del año que viene y a las de así sucesivamente y a las de etcétera, etcétera, etcétera, hasta que las tijeras de Átropo corten el hilo de una puta vez y el reloj se pare para siempre. Y terminando, tampoco te cabe duda, por esa crepuscular happy hour en la que ahogarás tus penas bebiendo como un cosaco mirando hacia el ocaso. “Ocaso cosaco”, murmuras. Y una absurda asociación de ideas te hace pensar: “Ruso sur”. Y proseguir con una sarta de disparates: “Amor a Roma”, “Odio ese oído”, “Así se sisa”, “Luto o tul”.
¿De qué va esto? No entiendo nada.
Recuerda a Borges: “En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?

Habla la luz azul al alba: “¡Habla, alba!”, dice. “¡Alba, habla!”, insiste. Y entonces el alba habla. Y te dice: “Luz azul”.

lunes, 8 de febrero de 2016

Sobre gustos no hay disputa

Y del mismo modo que sobre gustos, sobre premios —científicos, artísticos, deportivos...— también.
Es decir, que en cuanto un grupo de humanos, siempre e inevitablemente demasiado humanos, se reúne para deliberar sobre los posibles méritos de alguno o algunos de sus congéneres, las disputas no es que sean muchas, es que son infinitas; son (discúlpese la falta de concordancia) algo así como la disputa de nunca acabar.
Empecemos por la ciencia. Premio Nobel de Física. 1921. Albert Einstein. ¿Osaría alguien discutir los merecimientos de uno de los mayores genios no ya del siglo XX sino de la Historia Universal? Es dudoso que alguien lo hiciera. Pero es seguro que mucha gente se asombrará de que el premio no le fuese otorgado por su teoría de la relatividad sino por algo tan impreciso como “sus aportaciones a la física teórica” y tan nebuloso para los profanos —aunque preñado, al parecer, de futuras aplicaciones prácticas— como “su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico”.
¿Y qué decir del tal vez el más popular, incluso en esta tan poco letrada España, de los premios Nobel: el de Literatura? Aquí la discusión, si no múltiple, sería como mínimo doble. Si larga es la lista de quienes lo obtuvieron, con merecimientos o sin  ellos, casi interminable sería la de aquéllos a quienes, mereciéndolo tanto o más que muchos de los componentes de la lista de agraciados, nunca les fue concedido.
¿Alguien puede explicarse —por no salir de nuestra tan poco letrada España— el premio (1904) de don José Echegaray? ¿El de don Jacinto Benavente (1922)? ¿Incluso (1989) —sí, incluso— el de don Camilo José Cela?
¿Puede alguien explicárselo si, por ejemplo y siguiendo en el ámbito de nuestras letras, nunca obtuvo ese premio —se dice que mucho tuvo que ver en ello el por entonces rey de España, Alfonso XIII— don Benito Pérez Galdós?
Y si volvemos la vista hacia las letras universales, a la falta de explicación de la ceguera ante unos mucho más que indudables méritos puede añadirse, sin demasiado esfuerzo, una enorme cantidad de indignación. Véase, si no, este verdadero (y vergonzoso para la Academia Sueca) repóquer de ases: Lev Tolstói, Marcel Proust, James Joyce, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov.
En lo tocante a esos premios que con tan grande alboroto de pitos y timbales se reparten entre ellos mismos los miembros de una grandilocuente y rimbombantemente autodenominada Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, nadie que esté en sus cabales pondrá reparo alguno al récord de cuatro Óscar al mejor director que de manera tan indiscutible ostenta —en pie y sombreros fuera— John Ford. Pero, señoras y señores académicos, a ver cómo explican ustedes la ausencia en esa lista de premiados de cierto mindundi llamado Alfred Hitchcock.
Y no me vengan ahora con la excusa de los premios de consolación, al estilo del que nuestra no menos grandilocuente y rimbombante sucursal autóctona de la matriz hollywoodiense concede “como reconocimiento a toda una vida de dedicación a la industria del cine”, ese Goya de honor, cuyo receptor, en muchos casos, al igual que quien jamás recibiera un Óscar de los de verdad, debería considerar, más que como un tardío reconocimiento, como una verdadera ofensa. O, si la cercanía de la senectud todavía no ha llegado a opacarle el entendimiento, como algo que ni el mismo premiado es capaz de explicarse (salvo que piense en la tercera de las virtudes teologales). Tal es el caso del misterioso Goya de honor otorgado hace unos días a Mariano Ozores, cineasta prolífico donde los haya, cuyas películas, no vamos a negarlo, podrán ser en un futuro, para arqueólogos e historiadores, un inapreciable documento testimonial de la miseria moral e intelectual (al, al, al) de una de las más tristes (y ya es difícil no verse superada) épocas de nuestra historia, pero que por su valor artístico pueden ser consideradas tan prescindibles como las de, por ejemplo, un Jean-Luc Godard.
Empecemos a terminar (por allí resopla ya el editor con sus tijeras de recortar), y hagámoslo, last but not least, hablando de fútbol. Sí, but not least. ¿Pasa algo? Si plumas —o teclados— como Eduardo Galeano, Jorge Valdano, John Carlin, Julio César Iglesias (no se pierdan —algo bueno habría de tener Internet— sus magníficas columnas futbolísticas de los años 90 del pasado siglo en el periódico El País), Martín Girard (seudónimo del cineasta y escritor Gonzalo Suárez) o Enrique Vila-Matas han cometido ese pecado, ¿serían ustedes capaces de condenar por lo mismo a El abajo firmante?
A lo que íbamos. Un premio futbolístico como la Bota de Oro no puede ser objeto de discusión: lo gana quien mayor número de goles haya marcado a lo largo de una temporada. Pero el Balón de Oro es otra historia: lo decide un amplio jurado de jugadores, entrenadores y periodistas. Un amplio jurado, como se dijo al principio, siempre e inevitablemente demasiado humano. Y ya se sabe lo que suele ocurrir en estos casos: cosas de difícil explicación.
Como, por ejemplo, que el año (2001) en que el entonces jugador madridista Raúl González Blanco tal vez hiciera más meritos para ganarlo, el premio recayera en un jugadorcito inglés de cuyo nombre no logro acordarme; que un premio del que se dice que quien no sea delantero es muy difícil que lo gane, un premio que solamente un portero llegó a ganar (el legendario Lev Yashin, en 1963), y que muy pocos defensas han conseguido, fuese concedido de manera inaudita en 2006 a un tal Fabio Cannavaro; que ese premio haya consentido que alguien como el por siempre y para siempre barcelonista Xavi Hernández haya tenido que retirarse de la élite futbolística sin obtenerlo; que ese premio consentirá que ocurra lo mismo —y si no, désele tiempo al tiempo— con mi ilustre tocayo y también barcelonista, esperemos que igualmente por siempre y para siempre, Andrés Iniesta.
¿Qué disculpa tiene entonces ese premio? Salvo en los dos últimos casos mencionados, ninguna. Y en esos dos últimos casos, y los damnificados serán a buen seguro los primeros en proclamarlo, la disculpa tiene un nombre sobre el cual es muy posible que todo el mundo —toquemos madera— esté de acuerdo en que no hay disputa posible. Y ese nombre no es otro que el de Lionel Messi.


viernes, 5 de febrero de 2016

Sólo sé que no sé nada

Si un excelso (pero, reconózcase, un tanto arrogante) autor como Vladimir Nabokov califica de detestables mediocridades a Stendhal, Balzac y Zola, no se priva en cuanto tiene ocasión de bautizar a Sigmund Freud como el Curandero Vienés y tampoco parece que sienta mucho aprecio por William Faulkner (aunque sí que parece sentirlo en cambio, pues no en vano —y no inmerecidamente, todo sea dicho— le dedica el primer capítulo de su Curso de literatura europea, por una Jane Austen de la que por el contrario todo un Mark Twain abomina), si un mucho más que apreciable narrador como Eduardo Mendoza opina que Kafka es un mal escritor porque no tiene sentido de la narración y sustenta esa opinión poniendo como ejemplo (citándolo de manera incorrecta, por cierto) el principio de El proceso para decir seguidamente: “Hombre, así no se empieza un libro; así se acaba”, si uno de los grandes clásicos de nuestro Siglo de Oro como lo es Baltasar Gracián no se molesta, en toda su intrincada selva de citas y menciones, en nombrar, pues apenas le concede un par de subrepticias alusiones de pasada no precisamente elogiosas, a Dios Padre, es decir, don Miguel de Cervantes, si una novelista de segunda fila de cuyo nombre no quiero acordarme se atreve a proclamar que Borges no es santo de su devoción, si uno de los músicos más importantes del siglo XX, Igor Stravinsky, acusa a Vivaldi de componer quinientas veces el mismo concierto y en respuesta a una pregunta de Marcel Proust asegura detestar a Beethoven, si además de la crítica de unos contra otros pensamos en la crítica de uno contra sí mismo (también conocida como autocrítica) y recordamos los ejemplos de Rossini y Sibelius, por seguir hablando de músicos, quienes dejaron de componer varias décadas antes de su muerte, si volvemos al ámbito literario y desplegamos el amplio catálogo que en Bartleby y compañía el gran Enrique Vila-Matas nos ofrece de tantos creadores que, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no llegan a escribir nunca, o bien escriben uno o dos libros y luego renuncian a la escritura, o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, quedan, un día, literalmente paralizados para siempre (adjudíquese todo el mérito de las cuatro últimas líneas a Enrique Vila-Matas), sí y así sucesivamente, si y etcétera, etcétera, etcétera, entonces ¿qué nos queda?, ¿decirnos, como nos enseñan Gödel y Heisenberg, esos Sócrates modernos, que si hay algo verdadera y realmente cierto es la incertidumbre, que si hay algo que ni siquiera podemos saber es que no sabemos nada?