lunes, 8 de febrero de 2016

Sobre gustos no hay disputa

Y del mismo modo que sobre gustos, sobre premios —científicos, artísticos, deportivos...— también.
Es decir, que en cuanto un grupo de humanos, siempre e inevitablemente demasiado humanos, se reúne para deliberar sobre los posibles méritos de alguno o algunos de sus congéneres, las disputas no es que sean muchas, es que son infinitas; son (discúlpese la falta de concordancia) algo así como la disputa de nunca acabar.
Empecemos por la ciencia. Premio Nobel de Física. 1921. Albert Einstein. ¿Osaría alguien discutir los merecimientos de uno de los mayores genios no ya del siglo XX sino de la Historia Universal? Es dudoso que alguien lo hiciera. Pero es seguro que mucha gente se asombrará de que el premio no le fuese otorgado por su teoría de la relatividad sino por algo tan impreciso como “sus aportaciones a la física teórica” y tan nebuloso para los profanos —aunque preñado, al parecer, de futuras aplicaciones prácticas— como “su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico”.
¿Y qué decir del tal vez el más popular, incluso en esta tan poco letrada España, de los premios Nobel: el de Literatura? Aquí la discusión, si no múltiple, sería como mínimo doble. Si larga es la lista de quienes lo obtuvieron, con merecimientos o sin  ellos, casi interminable sería la de aquéllos a quienes, mereciéndolo tanto o más que muchos de los componentes de la lista de agraciados, nunca les fue concedido.
¿Alguien puede explicarse —por no salir de nuestra tan poco letrada España— el premio (1904) de don José Echegaray? ¿El de don Jacinto Benavente (1922)? ¿Incluso (1989) —sí, incluso— el de don Camilo José Cela?
¿Puede alguien explicárselo si, por ejemplo y siguiendo en el ámbito de nuestras letras, nunca obtuvo ese premio —se dice que mucho tuvo que ver en ello el por entonces rey de España, Alfonso XIII— don Benito Pérez Galdós?
Y si volvemos la vista hacia las letras universales, a la falta de explicación de la ceguera ante unos mucho más que indudables méritos puede añadirse, sin demasiado esfuerzo, una enorme cantidad de indignación. Véase, si no, este verdadero (y vergonzoso para la Academia Sueca) repóquer de ases: Lev Tolstói, Marcel Proust, James Joyce, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov.
En lo tocante a esos premios que con tan grande alboroto de pitos y timbales se reparten entre ellos mismos los miembros de una grandilocuente y rimbombantemente autodenominada Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, nadie que esté en sus cabales pondrá reparo alguno al récord de cuatro Óscar al mejor director que de manera tan indiscutible ostenta —en pie y sombreros fuera— John Ford. Pero, señoras y señores académicos, a ver cómo explican ustedes la ausencia en esa lista de premiados de cierto mindundi llamado Alfred Hitchcock.
Y no me vengan ahora con la excusa de los premios de consolación, al estilo del que nuestra no menos grandilocuente y rimbombante sucursal autóctona de la matriz hollywoodiense concede “como reconocimiento a toda una vida de dedicación a la industria del cine”, ese Goya de honor, cuyo receptor, en muchos casos, al igual que quien jamás recibiera un Óscar de los de verdad, debería considerar, más que como un tardío reconocimiento, como una verdadera ofensa. O, si la cercanía de la senectud todavía no ha llegado a opacarle el entendimiento, como algo que ni el mismo premiado es capaz de explicarse (salvo que piense en la tercera de las virtudes teologales). Tal es el caso del misterioso Goya de honor otorgado hace unos días a Mariano Ozores, cineasta prolífico donde los haya, cuyas películas, no vamos a negarlo, podrán ser en un futuro, para arqueólogos e historiadores, un inapreciable documento testimonial de la miseria moral e intelectual (al, al, al) de una de las más tristes (y ya es difícil no verse superada) épocas de nuestra historia, pero que por su valor artístico pueden ser consideradas tan prescindibles como las de, por ejemplo, un Jean-Luc Godard.
Empecemos a terminar (por allí resopla ya el editor con sus tijeras de recortar), y hagámoslo, last but not least, hablando de fútbol. Sí, but not least. ¿Pasa algo? Si plumas —o teclados— como Eduardo Galeano, Jorge Valdano, John Carlin, Julio César Iglesias (no se pierdan —algo bueno habría de tener Internet— sus magníficas columnas futbolísticas de los años 90 del pasado siglo en el periódico El País), Martín Girard (seudónimo del cineasta y escritor Gonzalo Suárez) o Enrique Vila-Matas han cometido ese pecado, ¿serían ustedes capaces de condenar por lo mismo a El abajo firmante?
A lo que íbamos. Un premio futbolístico como la Bota de Oro no puede ser objeto de discusión: lo gana quien mayor número de goles haya marcado a lo largo de una temporada. Pero el Balón de Oro es otra historia: lo decide un amplio jurado de jugadores, entrenadores y periodistas. Un amplio jurado, como se dijo al principio, siempre e inevitablemente demasiado humano. Y ya se sabe lo que suele ocurrir en estos casos: cosas de difícil explicación.
Como, por ejemplo, que el año (2001) en que el entonces jugador madridista Raúl González Blanco tal vez hiciera más meritos para ganarlo, el premio recayera en un jugadorcito inglés de cuyo nombre no logro acordarme; que un premio del que se dice que quien no sea delantero es muy difícil que lo gane, un premio que solamente un portero llegó a ganar (el legendario Lev Yashin, en 1963), y que muy pocos defensas han conseguido, fuese concedido de manera inaudita en 2006 a un tal Fabio Cannavaro; que ese premio haya consentido que alguien como el por siempre y para siempre barcelonista Xavi Hernández haya tenido que retirarse de la élite futbolística sin obtenerlo; que ese premio consentirá que ocurra lo mismo —y si no, désele tiempo al tiempo— con mi ilustre tocayo y también barcelonista, esperemos que igualmente por siempre y para siempre, Andrés Iniesta.
¿Qué disculpa tiene entonces ese premio? Salvo en los dos últimos casos mencionados, ninguna. Y en esos dos últimos casos, y los damnificados serán a buen seguro los primeros en proclamarlo, la disculpa tiene un nombre sobre el cual es muy posible que todo el mundo —toquemos madera— esté de acuerdo en que no hay disputa posible. Y ese nombre no es otro que el de Lionel Messi.


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