Es posible que la frase que da título a estas líneas sea eso que hoy, época
de tal vez —hélas!— irreversible
perversión del idioma, denominamos leyenda
urbana, aunque en otros tiempos la habríamos calificado simplemente, sin
necesidad de cursivas, como apócrifa.
Cierta o no, quien conozca la frase o guarde memoria de ella sabrá que se
atribuye a un cronista que dio cuenta de un accidente ferroviario sucedido en
España en los primeros años cuarenta del siglo XX. Eran los años más duros
(¿acaso los hubo blandos?) de la dictadura franquista, y es muy probable que
el, desde nuestra perspectiva actual, desafortunado cronista alojara en su
subconsciente (aunque no sería de descartar que el prefijo estuviera de más) la
idea de que quienes viajaban en tercera o bien —por su ubicación en el estrato
más bajo de la escala social— eran rojos o bien eran familiares de rojos o bien
lo habrían sido de haber tenido ocasión de serlo.
Eran tiempos en los que aún no estaba de moda eso que hoy, volvamos a las
cursivas, llamamos corrección política:
los mancos eran mancos, los cojos eran cojos, los sordos eran sordos, los mudos
eran mudos, los ciegos eran ciegos. Y los rojos eran rojos. Así que nadie iba a
escandalizarse (y ¡ay! de aquél que diera muestras de hacerlo) por la muestra
de alivio con la que el cronista del accidente ferroviario remataba su crónica.
Ahora son otros tiempos. No parece políticamente correcto hablar de
estratos inferiores en la escala social. Todos, o la inmensa mayoría, somos, o
éramos, hasta que nos echaron encima la crisis, clase media. Así pues, o ya no
hay viajeros de tercera o todos, o casi todos, lo somos. Salvo, por supuesto,
los que nunca han dejado ni dejarán jamás de viajar en primera.
Esos sempiternos viajeros de primera, por las mismas razones de
corrección política, aunque tal vez lo piensen no pueden decir afortunadamente ante el hecho de que
todos los muertos en esa guerra global que desde al menos el 11 de septiembre
de 2001 dicen haber declarado al terrorismo siguen siendo viajeros de tercera.
(Para ser exactos, y en vista de la clamorosa diferencia de trato mediático,
víctimas de tercera serían las de Nueva York, Madrid, Londres, París..., porque
las de Beirut, Bagdad, Kabul... y así sucesivamente y etcétera, etcétera,
etcétera es como si no fuesen víctimas, como si no existieran.)
No pueden decir afortunadamente,
desde luego. De ahí (tenemos muy recientes los desgraciados acontecimientos de
París) esos sonoros golpes de pecho, esos homenajes grandilocuentes, esa
exhibición de banderas, esa profusión de Marsellesas,
esas promesas de venganza, esas amenazas bélicas.
No pueden decirlo. Pero ¿estamos seguros de que en el fondo no lo
piensan? ¿No piensan que Nueva York, Madrid, Londres, París y así sucesivamente
y etcétera, etcétera, etcétera —por no hablar de Beirut, Bagdad, Kabul...— son consecuencia de sus siempre oscuros,
turbios e inconfesables intereses, y que mientras ésos a quienes ellos llaman
terroristas no dispongan de armas lo bastante inteligentes para apuntar, no a
los inocentes viajeros de tercera, sino a los habitantes de los despachos —políticos
y económicos— tan confortablemente blindados y enmoquetados de París, Londres,
Madrid, Nueva York, en el fondo, mientras no dispongan de esas armas —y no
vamos a ser tan estúpidos como para vendérselas—, en el fondo, decíamos, no
pasa nada, absolutamente nada de nada?
Al principio de estas líneas se dan tres enlaces a textos relacionados
con este mismo asunto. El primero de ellos, de John Carlin, viene a decirnos,
más o menos, que de nada sirve lamentarse de que quienes ahora nos hablan de
tempestades fueron en su momento los sembradores de los vientos que nos las han
traído, pues, fueran quienes fuesen los culpables, los rayos y truenos ya están
aquí y lo que importa es protegerse de ellos. El segundo texto, de Juan José
Millás, mucho más lúcido e incisivo, nos dice, en cambio, que los vientos
portadores de tempestades no son sólo cosa del pasado, y nos incita a
preguntarnos por qué continúan sembrándose. Y el tercero, una simple tontería
obra de un amigo mío que es muy amigo de escribirlas, remonta la siembra a
épocas anteriores a ese Tratado de Versalles al que de forma un tanto torticera
hace alusión John Carlin en su texto.
Es muy probable, como suele ocurrir con todo, que en cada uno de esos
tres textos haya parte de razón y que ninguno de ellos la tenga por completo. El
lector decidirá. En todo caso, si hay algo de lo que pueda acusarse sin ningún
género de duda a los sembradores de vientos y portadores de tempestades es de
incompetencia, de ineptitud. Porque en todos estos ya largos años de guerra
global contra el terrorismo, en lugar de haber conseguido cortar las cabezas de
la hidra no han hecho otra cosa que multiplicarlas.
¿Ineptitud? ¿Incompetencia? De pronto empiezo a dudarlo. Quizás lo único
cierto —y los que nunca han dejado ni dejarán jamás de viajar en primera lo
saben— es que las víctimas de esta guerra —de imborrable y triste recuerdo es
el ejemplo de nuestro trágico 11 de marzo de 2004— van a seguir siendo siempre los
viajeros de tercera.