lunes, 7 de diciembre de 2015

Afortunadamente, todos los muertos viajaban en tercera




Es posible que la frase que da título a estas líneas sea eso que hoy, época de tal vez —hélas!— irreversible perversión del idioma, denominamos leyenda urbana, aunque en otros tiempos la habríamos calificado simplemente, sin necesidad de cursivas, como apócrifa.
Cierta o no, quien conozca la frase o guarde memoria de ella sabrá que se atribuye a un cronista que dio cuenta de un accidente ferroviario sucedido en España en los primeros años cuarenta del siglo XX. Eran los años más duros (¿acaso los hubo blandos?) de la dictadura franquista, y es muy probable que el, desde nuestra perspectiva actual, desafortunado cronista alojara en su subconsciente (aunque no sería de descartar que el prefijo estuviera de más) la idea de que quienes viajaban en tercera o bien —por su ubicación en el estrato más bajo de la escala social— eran rojos o bien eran familiares de rojos o bien lo habrían sido de haber tenido ocasión de serlo.
Eran tiempos en los que aún no estaba de moda eso que hoy, volvamos a las cursivas, llamamos corrección política: los mancos eran mancos, los cojos eran cojos, los sordos eran sordos, los mudos eran mudos, los ciegos eran ciegos. Y los rojos eran rojos. Así que nadie iba a escandalizarse (y ¡ay! de aquél que diera muestras de hacerlo) por la muestra de alivio con la que el cronista del accidente ferroviario remataba su crónica.
Ahora son otros tiempos. No parece políticamente correcto hablar de estratos inferiores en la escala social. Todos, o la inmensa mayoría, somos, o éramos, hasta que nos echaron encima la crisis, clase media. Así pues, o ya no hay viajeros de tercera o todos, o casi todos, lo somos. Salvo, por supuesto, los que nunca han dejado ni dejarán jamás de viajar en primera.
Esos sempiternos viajeros de primera, por las mismas razones de corrección política, aunque tal vez lo piensen no pueden decir afortunadamente ante el hecho de que todos los muertos en esa guerra global que desde al menos el 11 de septiembre de 2001 dicen haber declarado al terrorismo siguen siendo viajeros de tercera. (Para ser exactos, y en vista de la clamorosa diferencia de trato mediático, víctimas de tercera serían las de Nueva York, Madrid, Londres, París..., porque las de Beirut, Bagdad, Kabul... y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera es como si no fuesen víctimas, como si no existieran.)
No pueden decir afortunadamente, desde luego. De ahí (tenemos muy recientes los desgraciados acontecimientos de París) esos sonoros golpes de pecho, esos homenajes grandilocuentes, esa exhibición de banderas, esa profusión de Marsellesas, esas promesas de venganza, esas amenazas bélicas.
No pueden decirlo. Pero ¿estamos seguros de que en el fondo no lo piensan? ¿No piensan que Nueva York, Madrid, Londres, París y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera —por no hablar de Beirut, Bagdad, Kabul...—  son consecuencia de sus siempre oscuros, turbios e inconfesables intereses, y que mientras ésos a quienes ellos llaman terroristas no dispongan de armas lo bastante inteligentes para apuntar, no a los inocentes viajeros de tercera, sino a los habitantes de los despachos —políticos y económicos— tan confortablemente blindados y enmoquetados de París, Londres, Madrid, Nueva York, en el fondo, mientras no dispongan de esas armas —y no vamos a ser tan estúpidos como para vendérselas—, en el fondo, decíamos, no pasa nada, absolutamente nada de nada?
Al principio de estas líneas se dan tres enlaces a textos relacionados con este mismo asunto. El primero de ellos, de John Carlin, viene a decirnos, más o menos, que de nada sirve lamentarse de que quienes ahora nos hablan de tempestades fueron en su momento los sembradores de los vientos que nos las han traído, pues, fueran quienes fuesen los culpables, los rayos y truenos ya están aquí y lo que importa es protegerse de ellos. El segundo texto, de Juan José Millás, mucho más lúcido e incisivo, nos dice, en cambio, que los vientos portadores de tempestades no son sólo cosa del pasado, y nos incita a preguntarnos por qué continúan sembrándose. Y el tercero, una simple tontería obra de un amigo mío que es muy amigo de escribirlas, remonta la siembra a épocas anteriores a ese Tratado de Versalles al que de forma un tanto torticera hace alusión John Carlin en su texto.
Es muy probable, como suele ocurrir con todo, que en cada uno de esos tres textos haya parte de razón y que ninguno de ellos la tenga por completo. El lector decidirá. En todo caso, si hay algo de lo que pueda acusarse sin ningún género de duda a los sembradores de vientos y portadores de tempestades es de incompetencia, de ineptitud. Porque en todos estos ya largos años de guerra global contra el terrorismo, en lugar de haber conseguido cortar las cabezas de la hidra no han hecho otra cosa que multiplicarlas.

¿Ineptitud? ¿Incompetencia? De pronto empiezo a dudarlo. Quizás lo único cierto —y los que nunca han dejado ni dejarán jamás de viajar en primera lo saben— es que las víctimas de esta guerra —de imborrable y triste recuerdo es el ejemplo de nuestro trágico 11 de marzo de 2004— van a seguir siendo siempre los viajeros de tercera. 

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