O dicho de manera tan arcaica como superada: sobre el fondo y la forma.
El hecho de que lo verdaderamente importante es cómo se cuenta una historia no
debería hacernos olvidar que para poder ser contada es necesario que haya una
historia que contar. Y al revés, que para el caso es lo mismo.
Podrá parecer mentira desde la perspectiva actual, alcanzado ya un
consenso según el cual la separación entre fondo y forma no es válida ni siquiera
como distinción metodológica, pero hubo una época en que los partidarios del qué-fondo-historia y los del cómo-forma-ynadamás llegaron a estar
ferozmente enfrentados.
Nada grave si la pelea se hubiera librado solamente en el terreno de lo académico,
lo teórico y lo crítico. Lo malo fue que trascendió al terreno de lo práctico,
y los sufridos lectores tuvimos que padecer tanto las miserias del peor
realismo social como las nadas del más infame formalismo estructuralista.
Afortunadamente, los verdaderos escritores, los verdaderamente grandes de
cualquier época son los verdaderos (sí, y tres; ¿pasa algo?) antídotos contra
los venenos de esas querellas de bufones académico-teórico-críticos que se dan
igualmente en (sí, también) cualquier época.
Léanse, por ejemplo —si aún no se ha hecho, y si ya se hizo no estaría de
más releerlas—, maravillas como la endiablada elaboración intelectual de Pálido fuego, por nombrar una sola de
las intelectualmente endiabladas obras de Nabokov, los atrevimientos
estructurales de algunas de las novelas de Faulkner, la compleja arquitectura de
la Recherche proustiana (no se deje
nunca de volver, por supuesto, al Quijote)
y tal vez se comprenda lo que trato de decir.
Precisamente Proust, en El tiempo
recobrado, escribe (traduzco como puedo): “La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el
científico, con la diferencia de que en el caso del científico el trabajo de la
inteligencia precede y en el del escritor viene después”.
El término impresión en esta
frase puede entenderse también como sensación, como emoción, como idea. Y eso
sería lo fundamental en toda obra literaria: la idea, o las ideas, que surgiendo
del corazón acaban tomando forma con la ayuda de la cabeza.
Llegado aquí, sin tiempo ni espacio para mucho más, consciente de que ya se
acerca el editor armado con sus tijeras de recortar, releo lo escrito hasta
ahora (¿es posible no ya releer sino ni siquiera leer lo todavía no escrito?) y
no me parece otra cosa que una deslavazada sucesión de triviales generalidades
(discúlpese el pleonasmo). Y atribuyo esa falta de estructura, esa ausencia de
pies y de cabeza, a la ausencia y a la falta, precisamente, de ideas.
Aunque quizá sea eso lo que se trataba de demostrar.
(O tal vez el objetivo de esta columna no haya sido otro que el de
sostener el pretendidamente ingenioso y posiblemente estúpido título que la
encabeza.)
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