viernes, 11 de diciembre de 2015

Por decir algo

El verdadero escritor, el escritor verdaderamente literario, ha de ser, fundamentalmente y ante todo, un inventor.
Desconfiemos, en principio, del exceso de documentación, de descripción, de detalles. A veces ese exceso no es sino una forma de disimular que el escritor no conoce realmente, no ha experimentado, no ha vivido aquello de lo que nos está hablando. Una novela no ha de ser, por ejemplo, una guía turística. Un conocedor de París o Londres o Nueva York no necesitará fingir que lo es abrumándonos con el recuento de cada farola y de cada árbol y de cada banco de un parque. Escogerá solamente lo que sea significativo y pertinente para la narración. Recuérdense el clavo o la pistola de Chéjov: si aparecen al principio de un relato habrán de ser los mismos con los que al final, bien colgándose de uno, bien disparándose con la otra, acabe suicidándose el protagonista.
Un grandioso ejemplo de invención es el que nos da Herman Melville en el capítulo IX de Moby Dick, dedicado al sermón del padre Mapple. Este capítulo, de unas diez páginas, forma una unidad con los dos que le preceden, mucho más breves. Una unidad (la capilla con sus lápidas dedicadas a quienes murieron en el mar; el capellán que antes fue marinero y arponero; el púlpito que es como la proa de un barco y al que se accede por una escala de gato; el sermón, en fin, basado en el episodio bíblico de Jonás y la ballena) que es como un microcosmos donde ya se contiene simbólicamente toda la novela. Pero ésa es otra historia.
Lo que nos interesa ahora es la maravilla que por boca del padre Mapple hace Melville con el personaje de Jonás. En un proceso similar, pero inverso, al que acabamos de señalar, del microcosmos de unas pocas líneas de la Biblia y de un personaje poco más que simbólico consigue extraer Melville y ofrecernos, a lo largo de las diez páginas de ese capítulo IX, un Jonás humano, atormentado, contradictorio, de carne y hueso. Un Jonás en el que todos y cada uno de nosotros podemos reconocernos.
Llegados aquí (cuando las tijeras del editor veas asomar pon tu texto a recortar) podrá pensar el lector que no le parece nada lógico que haya empezado con una crítica al exceso de documentación, de descripción, de detalles, y que después escoja como ejemplo precisamente a Melville. De acuerdo, pero no se olvide que he dicho en principio y a veces, y sobre todo no se olvide que Melville no es un escritor de copia y pega sino que vivió, experimentó y conoció realmente aquello de lo que nos habla.
¿Y a santo de qué —podrá también pensar el lector— este sermón sobre un sermón? Y ahí sí que me ha pillado. Porque llevo una buena temporada queriendo ser un inventor, tratando de inventar un relato para esta columna, algo verdaderamente inventivo. Pero no se me ocurre nada. Y cuando me ocurre eso, sigo un viejo consejo (igual acabo de inventármelo): si no sabes lo que escribir, escribe sobre literatura.


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