Ante la Navidad sólo caben dos opciones: se la rechaza o se la acepta. Se
podrá pensar que hay una tercera: ignorarla. Pero eso vendría a ser nada más que
una versión atenuada de la primera.
Algo parecido, aunque tal vez con un surtido algo más amplio de
variantes, le ocurre al escritor que se enfrenta al dilema de escribir o no
escribir un maldito cuento de Navidad. Además de aceptar, rechazar o ignorar la
tentación, recurrente cada año, de meterse en ese berenjenal, puede hacer como
que escribe el maldito cuento, pero sin escribirlo, o como que no lo escribe,
pero escribiéndolo. Y ya puestos a fingir, a disimular, a amagar sin dar, a
tirar la piedra y esconder la mano, ya puestos, en fin y con perdón, a hacer el
indio, se puede teorizar sobre las diversas opciones que caben ante la Navidad
o sobre las no menos diversas variantes a las que se enfrenta el escritor al
que se le ocurre la peregrina idea de plantearse el dilema de escribir o no
escribir un maldito cuento de Navidad.
Pues es un verdadero dilema. Malo si se elige ignorar. Peor si se elige
rechazar. Y pésimo si se elige aceptar. A estas alturas de la Historia
Universal de la Literatura (casi digo de
la Infamia) ya está todo escrito y más que escrito en lo tocante a cuentos
de Navidad. Y además no hay manera de escapar del tópico del corazón duro que
al final se ablanda ante el chaparrón de buenos sentimientos que nos inunda en
tan señaladas fechas.
Podría tratar uno de ser original haciendo como que mantiene la dureza de
corazón, diciéndose que esos mendigos tullidos que nos tienden la mano o el
vaso de plástico son a menudo tan falsos como tullidos que como mendigos pues no
son otra cosa que miembros de una mafia de avispados pedigüeños, que esos
simpáticos jóvenes (suelen ser jóvenes y suelen ser simpáticos) que nos asaltan
saliéndonos al paso con la pretensión de hacernos colaborar pecuniariamente en
la ONG de turno en realidad no son altruistas voluntarios sino contratados
precarios, que esos músicos callejeros o de los pasillos del metro, que esos
malabaristas de semáforo, que esos gorrillas, que esos vendedores de pañuelos, que
esos limpiacristales, que esos y así sucesivamente, que esos y etcétera,
etcétera, etcétera...
Y es precisamente ahora, cuando uno ya estaba empezando a entrar en
calor, a desplegar el catálogo de las víctimas que ha ido sembrando esta
maldita crisis de nunca acabar, es ahora precisamente cuando hace su aparición
en escena la inevitable figura del editor, ese sujeto que como no me paga a
tanto la línea procura que las líneas sean las menos posibles y no le resulten así
demasiado caras.
Aunque debo confesar que en esta ocasión sus tijeras de recortar me han
hecho un inmenso favor, pues la verdad es que no sabía muy bien por dónde tirar
ni cómo salir del atolladero, del lío en que me había metido con mi peregrina
idea de escribir, pero sin escribirlo, o de no escribir, pero escribiéndolo, un
maldito cuento de Navidad.
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