viernes, 25 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad

Ante la Navidad sólo caben dos opciones: se la rechaza o se la acepta. Se podrá pensar que hay una tercera: ignorarla. Pero eso vendría a ser nada más que una versión atenuada de la primera.
Algo parecido, aunque tal vez con un surtido algo más amplio de variantes, le ocurre al escritor que se enfrenta al dilema de escribir o no escribir un maldito cuento de Navidad. Además de aceptar, rechazar o ignorar la tentación, recurrente cada año, de meterse en ese berenjenal, puede hacer como que escribe el maldito cuento, pero sin escribirlo, o como que no lo escribe, pero escribiéndolo. Y ya puestos a fingir, a disimular, a amagar sin dar, a tirar la piedra y esconder la mano, ya puestos, en fin y con perdón, a hacer el indio, se puede teorizar sobre las diversas opciones que caben ante la Navidad o sobre las no menos diversas variantes a las que se enfrenta el escritor al que se le ocurre la peregrina idea de plantearse el dilema de escribir o no escribir un maldito cuento de Navidad.
Pues es un verdadero dilema. Malo si se elige ignorar. Peor si se elige rechazar. Y pésimo si se elige aceptar. A estas alturas de la Historia Universal de la Literatura (casi digo de la Infamia) ya está todo escrito y más que escrito en lo tocante a cuentos de Navidad. Y además no hay manera de escapar del tópico del corazón duro que al final se ablanda ante el chaparrón de buenos sentimientos que nos inunda en tan señaladas fechas.
Podría tratar uno de ser original haciendo como que mantiene la dureza de corazón, diciéndose que esos mendigos tullidos que nos tienden la mano o el vaso de plástico son a menudo tan falsos como tullidos que como mendigos pues no son otra cosa que miembros de una mafia de avispados pedigüeños, que esos simpáticos jóvenes (suelen ser jóvenes y suelen ser simpáticos) que nos asaltan saliéndonos al paso con la pretensión de hacernos colaborar pecuniariamente en la ONG de turno en realidad no son altruistas voluntarios sino contratados precarios, que esos músicos callejeros o de los pasillos del metro, que esos malabaristas de semáforo, que esos gorrillas, que esos vendedores de pañuelos, que esos limpiacristales, que esos y así sucesivamente, que esos y etcétera, etcétera, etcétera...
Y es precisamente ahora, cuando uno ya estaba empezando a entrar en calor, a desplegar el catálogo de las víctimas que ha ido sembrando esta maldita crisis de nunca acabar, es ahora precisamente cuando hace su aparición en escena la inevitable figura del editor, ese sujeto que como no me paga a tanto la línea procura que las líneas sean las menos posibles y no le resulten así demasiado caras.
Aunque debo confesar que en esta ocasión sus tijeras de recortar me han hecho un inmenso favor, pues la verdad es que no sabía muy bien por dónde tirar ni cómo salir del atolladero, del lío en que me había metido con mi peregrina idea de escribir, pero sin escribirlo, o de no escribir, pero escribiéndolo, un maldito cuento de Navidad.


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