El próximo pasado (cuando esto escribo) 24 de octubre de 2015, a los 95
años, vividos y apurados hasta la última gota, Maureen FitzSimmons ingresó en
la eternidad. Aunque hacía ya mucho tiempo que habitaba allí bajo el nombre
artístico por el que todos la conocíamos: Maureen O’Hara.
Decía Mario Benedetti (Los viudos
de Margaret Sullavan) que es inevitable que en la adolescencia uno se
enamore de una actriz y que ese enamoramiento suele ser definitorio y también
formativo. No le faltaba razón. Tal vez sólo le faltó añadir que ese
enamoramiento, cuando es el de verdad, es además definitivo.
Antes de enamorarme para siempre en mi adolescencia de Maureen
O’Hara (de su imagen de mujer, como
también dice Benedetti, más que de la mujer de carne y hueso) tuve dos fugaces
enamoramientos infantiles: Ava Gardner, contemplada y vuelta a contemplar a mis
seis o siete años de edad en el reportaje fotográfico de una revista; y Shirley
MacLaine, de quien quedé temporalmente prendado, ya cumplidos los diez, en su
papel de princesa india rescatada de una hoguera funeraria por David Niven en La vuelta al mundo en 80 días.
Pero pienso ahora que es muy curioso que de esos dos fugaces
enamoramientos infantiles fui plenamente consciente en su momento y que, en cambio,
del definitivo enamoramiento adolescente no me di cuenta sino hasta mucho más adelante.
Porque fue siendo ya un cinéfilo empedernido que se preguntaba por qué
junto a ese tópico único libro, ese tópico único disco y esa tópica única
película que uno se llevaría a la no menos tópica isla desierta se llevaría uno
también a la pareja favorita de pelea de John Wayne, a esos flamígeros ojos de
esmeralda, a esa ígnea cabellera pelirroja, fue entonces, decía, al revisar
nostálgicamente en un pase televisivo la meliflua Tú a Boston y yo a California, cuando caí en la cuenta de que había
sido mucho antes, en 1962, a mis trece años y algo más de medio, atravesado ya
el umbral de la adolescencia, cuando me atrapó para siempre la figura de
aquella dulce y encantadora madre cuyas testarudas hijas gemelas no cejaban,
hasta conseguirlo, en su propósito de volver a reunirla con Brian Keith.
Pienso también que no deja tampoco de ser curioso que el papel en el que
más me ha impresionado como actriz sea el de la amarga madre en la desoladora Compañeros mortales, la desencantada
compañera de viaje —más curioso todavía— del mismo (sí, otra vez; pero en un
papel bien distinto) Brian Keith.
Y pienso para terminar, y para hacerlo igualmente con las curiosidades, que
esas dos interpretaciones que he mencionado, las dos que más huella me han
dejado, son dos papeles de madre. Así que, además de viudo, a la manera en que
Benedetti decía serlo de Margaret Sullavan, con el definitivo ingreso en la
eternidad de Maureen O’Hara me he quedado —también, o quizá sobre todo—
huérfano.