viernes, 30 de octubre de 2015

Viudo y huérfano


El próximo pasado (cuando esto escribo) 24 de octubre de 2015, a los 95 años, vividos y apurados hasta la última gota, Maureen FitzSimmons ingresó en la eternidad. Aunque hacía ya mucho tiempo que habitaba allí bajo el nombre artístico por el que todos la conocíamos: Maureen O’Hara.
Decía Mario Benedetti (Los viudos de Margaret Sullavan) que es inevitable que en la adolescencia uno se enamore de una actriz y que ese enamoramiento suele ser definitorio y también formativo. No le faltaba razón. Tal vez sólo le faltó añadir que ese enamoramiento, cuando es el de verdad, es además definitivo.
Antes de enamorarme para siempre en mi adolescencia de Maureen O’Hara  (de su imagen de mujer, como también dice Benedetti, más que de la mujer de carne y hueso) tuve dos fugaces enamoramientos infantiles: Ava Gardner, contemplada y vuelta a contemplar a mis seis o siete años de edad en el reportaje fotográfico de una revista; y Shirley MacLaine, de quien quedé temporalmente prendado, ya cumplidos los diez, en su papel de princesa india rescatada de una hoguera funeraria por David Niven en La vuelta al mundo en 80 días.
Pero pienso ahora que es muy curioso que de esos dos fugaces enamoramientos infantiles fui plenamente consciente en su momento y que, en cambio, del definitivo enamoramiento adolescente no me di cuenta sino hasta mucho más adelante.
Porque fue siendo ya un cinéfilo empedernido que se preguntaba por qué junto a ese tópico único libro, ese tópico único disco y esa tópica única película que uno se llevaría a la no menos tópica isla desierta se llevaría uno también a la pareja favorita de pelea de John Wayne, a esos flamígeros ojos de esmeralda, a esa ígnea cabellera pelirroja, fue entonces, decía, al revisar nostálgicamente en un pase televisivo la meliflua Tú a Boston y yo a California, cuando caí en la cuenta de que había sido mucho antes, en 1962, a mis trece años y algo más de medio, atravesado ya el umbral de la adolescencia, cuando me atrapó para siempre la figura de aquella dulce y encantadora madre cuyas testarudas hijas gemelas no cejaban, hasta conseguirlo, en su propósito de volver a reunirla con Brian Keith.
Pienso también que no deja tampoco de ser curioso que el papel en el que más me ha impresionado como actriz sea el de la amarga madre en la desoladora Compañeros mortales, la desencantada compañera de viaje —más curioso todavía— del mismo (sí, otra vez; pero en un papel bien distinto) Brian Keith.
Y pienso para terminar, y para hacerlo igualmente con las curiosidades, que esas dos interpretaciones que he mencionado, las dos que más huella me han dejado, son dos papeles de madre. Así que, además de viudo, a la manera en que Benedetti decía serlo de Margaret Sullavan, con el definitivo ingreso en la eternidad de Maureen O’Hara me he quedado —también, o quizá sobre todo— huérfano.

jueves, 29 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Si la cara es el espejo del alma, el gobierno es el espejo del pueblo al que gobierna.

§ Del mismo modo que a partir de los cuarenta años cada hombre es responsable de su cara, cada pueblo es responsable del gobierno que elige o que soporta.


§ La Universidad Zaplaznar ofrece un curso de postgrado —muy adecuado para corruptos imputados por incautos— titulado Cómo irse de rositas.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Tengo un burro neólogo (o tal vez es que no sabe hablar muy bien). Dice que lo que él hace no es rebuznar sino rebuaznar.


lunes, 26 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ De todas las historias de la Historia —mi querido Jaime Gil de Biedma— sin duda la más triste sigue siendo la de España, porque sigue terminando mal. ¿Y así habrá de seguir? ¿Y así hasta cuando?

sábado, 24 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Emblemático, referente, entrañable... Utilícese papel higiénico para limpiarse estas palabras y otras de la misma calaña.


viernes, 23 de octubre de 2015

Hombre sin rostro

Yo, que tantos hombres he sido...
 Jorge Luis Borges. El hacedor (Le regret d’Heraclite)


No sé quién soy. No sé de dónde vengo. No sé adónde voy. Tengo tantas memorias que no tengo memoria. Estoy condenado a ser inmortal. A condición de que nunca jamás pueda ser yo mismo.
Recuerdo un mamut abatido al pie de un glaciar, un campo de cereales en una llanura entre dos ríos, un faraón conducido hacia el más allá por las entrañas de una pirámide, un grupo de guerreros arracimados en el vientre de un caballo de madera, un hombre arrastrando una cruz hasta la cima de un monte, un combate entre hombres y leones en un circo de piedra, una espada incrustada en una roca, una doncella ardiendo en una hoguera, un trío de carabelas surcando un mar tenebroso, un loco descabalgado por las aspas de un molino de viento... Recuerdo también una trinchera enfangada, sobrevolada por una nube de gas mostaza. Y recuerdo una ciudad arrasada por una bola de fuego. Todo eso, y mucho más, recuerdo. Pero nada de todo eso pertenece a mi memoria. Porque nada de todo eso he podido verlo con mis propios ojos.
Cuando la víctima que llevo en mi interior deja de respirar, cuando su corazón deja de latir, cuando yo, por así decirlo, soy yo, mi rostro se desdibuja hasta convertirse en un óvalo plano, sin rasgos. No tengo nariz, no tengo boca, no tengo orejas, no tengo ojos. Eso es lo que veo (tal vez debería decir lo que intuyo) cuando me miro al espejo. Es entonces cuando tengo que apoderarme de alguien más para seguir viendo, para seguir respirando, para seguir viviendo. Pero no se piense que necesito ser como un ogro o una fiera al acecho en un bosque encantado. Siempre hay un buen samaritano, un alma compasiva que ayuda a cruzar la calle a un ciego. En ese momento, al notar el contacto de su mano en mi brazo, es cuando asimilo a mi víctima (posiblemente eso sea más exacto que decir que la abduzco o que la vampirizo o que la devoro). Siento su respiración en mis pulmones, los latidos de su corazón en mi pecho. Adopto sus rasgos. Empiezo a ver con sus ojos. (Aunque pueda parecer cruel, prefiero a los niños. Sé que con ellos el plazo hasta la siguiente asimilación, hasta la siguiente víctima, será mucho más largo.)

A veces tengo un sueño. Siempre el mismo. No es una pesadilla, aunque sea recurrente. Todo lo contrario. Es un sueño hermoso e inalcanzable. En ese sueño yo soy yo, con mi rostro ovalado, plano y sin rasgos. En ese sueño yo soy verdaderamente yo, sin nariz, sin boca, sin orejas, sin ojos. En ese sueño yo soy yo por fin, yo por fin en el centro de un laberinto, yo por fin perdido en lo más recóndito de un desierto.

lunes, 19 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Cuando en el Paraíso nos encontremos con nuestros seres queridos ¿tendremos que perder la memoria para seguir queriéndolos?


domingo, 18 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Un nihilista, piensas, es alguien incapaz de sentir ilusión. Aunque es muy curioso, sigues pensando, que ilusión signifique ilusión pero también ilusión.

sábado, 17 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Si alguna vez hubieran de cumplirse mis deseos preferiría que lo hiciesen el próximo 22 de diciembre, pues estoy bien seguro de que el día 20 de ese mismo mes no habrán de cumplirse en absoluto.

viernes, 16 de octubre de 2015

Noche del alma oscura

Estrellas fugaces en una noche nublada. Esa es la imagen que tienes de tus escritos. Y piensas que acabarán perdiéndose no —pues quizá no eres tan fatuo— como lágrimas en la lluvia, sino de manera mucho más modesta: como escupitajos en un charco.
“Yo, entre tanto, me acordaba de aquella hermosa foto de los primeros años de la revolución rusa, en la que se ve a Sergio Eisenstein cuerpo a tierra, tirando con una ametralladora, y esa ametralladora es... una máquina de escribir.” Recuerdas ahora esas palabras de Cortázar (Viaje alrededor de una mesa) y te preguntas de qué sirve y para qué sirve y a quién sirve no ya lo que escribes, sino el puro hecho de escribir. Y te llamas ingenuo, ingenuo, ingenuo. Y se lo llamas a todos los que alguna vez han contribuido a edificar ese mito del artista comprometido. (Y, ahora, por haber osado incluirte entre los ingenuos, te llamas fatuo, fatuo, fatuo.)
Admites que te encuentras bajo los efectos del desánimo. Pero es que hoy es martes y trece. (No eres supersticioso, pero es martes y trece.) Y el día está gris. Y llueve.
Aceptas también que tal vez estás escribiendo esto con desgana. (Aunque hagas lo posible para que no se note. Al menos, para que no se note demasiado. Que las comas, por lo menos, no estén mal puestas.)
Asumes todo eso. Y aprietas los dientes para no rendirte ante ti mismo (sabes que serías implacable con el vencido), para no rendirte ante tu compromiso semanal (contraído contigo mismo) de salvar el obstáculo (tantas veces, parece mentira, tan inmenso, tan casi insalvable) que representan para ti alrededor de treinta líneas de Word.
Estás a punto de lograrlo una vez más. Aunque sea a base de pura pirotecnia verbal (pura pirotecnia mojada). Nunca te habían costado tanto estas líneas. Nunca las habías disfrutado tan poco.
Pero vamos, como dijo en cierta ocasión (el 1 de septiembre de 2015, para ser exactos) ese amigo tuyo que tiene tantos pelos de tonto: Con la risa en los talones.

Sí. Así. Con esa misma filosofía vital. Aunque no consigas que la imagen de las estrellas fugaces te abandone. Aunque además pienses que el que dirige los ojos al cielo, el que pierde su mirada vacía en la noche nublada no es otro que un ciego.

lunes, 12 de octubre de 2015

Fin de trayecto

Yo, señor, soy tan cristiano como el que más; pues, aunque fui bautizado con vino, y esto por haber sido mi nacimiento en época de grandísima sequía y mayor padecimiento, habréis de saber que el cura ante el que me llevaron a cristianar probó el tal vino antes de derramármelo en la cabeza, e hízolo probar a mis padrinos, y encontráronlo todos tan aguado que convinieron sin discusión que el sacramento era válido.
No sé qué nombre me pusieron, ni cómo me llaman, ni si lo hacen de algún modo, siendo que llegué al mundo en hora menguada y con aire corrupto, y, pues eran años de mucha carestía y en los que a mucha gente faltaba de todo, faltome a mí el oído y, en consecuencia, el habla desde el principio.
Para mi desdicha, no me faltaron los dientes; y aún los tengo; y téngolos todos y enteros, pues, aunque a muchos amos he servido, con ninguno he encontrado la ocasión de hacer buen uso de aquéllos.
Sabrá, pues, vuesa merced que soy bachiller y aun licenciado y hasta doctor en ayunos; y que si no soy filósofo es a causa de no ser rocín sino humano, pues bien conoce vuesa merced que las dichas bestias filosofan cuando ayunan, mientras que los hijos de Dios Nuestro Señor no podemos hacerlo mas que en haber bien yantado.
No tengo otra ejecutoria que la de no haber pecado. Sabe el cielo que nunca he sido soberbio, pues, de haber tenido alguna vez una cajuela con migajas de pan como la de un mi amigo que era hidalgo, aseguro a vuesa merced que no habría derramado el pan, como hacía mi amigo, por la barba y los vestidos de suerte que pareciese haber comido, mas hubiera devorado las migajas, y aun la cajuela, y hasta algunos pelos de la barba de haberme ésta crecido.
De que no he sido avaricioso puede dar fe un escudero de quien fui criado y que nunca me mantuvo, mas a quien hube de mantener.
Jamás me ganó la ira; y si no lo cree vuesa merced, pregunte al ciego a quien serví el primero y al que hice agujero en un su jarro de vino por recordar mi bautismo.
Pregunte también vuesa merced al clérigo que fue mi amo segundo si he sido perezoso; y recuérdele, si por quererme mal lo afirmara, los trabajos que me dio el arcaz de los bodigos.
Tampoco he sido envidioso, que a quien he visto comer no he sino se lo agradecido, pues la vista me alegraba aunque el hambre no saciara.
Sobre la lujuria, infórmese vuesa merced con el señor arcipreste de san Salvador, quien me casó con una criada suya que, siendo ya mi mujer, siguió visitándole para le hacer la cama y guisarle de comer, muy a mi honra y la suya.
Y de la gula, qué diré a vuesa merced sino que en muy pocas oportunidades recuerdo haber comido, y en todas ellas cosas sencillas y muy amenas a los ojos del Señor: algunas veces, tocino, manjar de cristianos viejos; otras menos, la santa oblea, plato de cristianos buenos; y en una sola ocasión, aunque inolvidable, sopa de cuentas de rosario, tan sabrosa y devota que estuve eructando durante sesenta días los misterios gozosos, durante otros sesenta los dolorosos y durante sesenta más los gloriosos.
No diré más a vuesa merced sobre los hechos de mi vida, por no cansaros y porque ya se cuentan en ese libro en el que está escrito todo. Sólo diré que, habiéndome negado el cielo habla y oído no me rehusó vista y cerebro; y concediome gran habilidad para el juego de los dados. Y os diré también que, por ese don del Señor, llegado he a lugar tan alto como éste en el que estamos.
Ocurrió que, estando desocupado y ensayando nuevas maneras de cargar unos dados, aparecióseme un diablo volador y cojuelo, que acababa de escapar de una redoma donde habíalo tenido encerrado un astrólogo desde hacía un par de años. No queriendo este diablo volver a casa con sólo aire en las manos y siendo la mía la primera ánima con la que había topado, preguntome lo que querría por ella. Leíselo en los labios y contestele por señas que me la jugaría a los dados. Aceptó el diablo y puse, pues, mi ánima en prenda; y puso él, según yo le hube pedido, la capa que traía puesta, en la que había prendida una llave.
Sepa vuesa merced que con esa llave he bajado al infierno, donde he visto que, aunque hay mucho fuego, no tienen nada que asar y se ayuna demasiado. Y, pues soy caritativo, pensado he en dejar abiertas las puertas para que huyesen los condenados; pero he visto que el infierno está lleno de nobles y obispos, y aun de reyes y cardenales, y hasta de papas y emperadores. Coligiendo que no les vendrían mal unas cuantas cuaresmas, he dejado las puertas bien cerradas y he subido al purgatorio, donde, pues es lugar de paso, no me he entretenido mucho tiempo, sino el bastante para saludar a las ánimas y consolarlas prometiéndoles que algún día podremos jugar a los dados.
Y aquí me tiene vuesa merced. Dígoos que he visto esto y no me ha desagradado, siendo que no se ayuna y, aunque tampoco se come, de hambre no se padece. Os pido, pues, licencia para quedarme. Y, en habiéndomela dado, promesa solemne os hago de devolveros estas celestiales llaves que en tan buena lid os he ganado.

Por cierto, mi señor san Pedro: ¿sabéis si Dios Nuestro Señor conoce el juego de dados?

sábado, 10 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Ayer encontré en el diario EL PAÍS un precioso neologismo inventado por  David Trueba: aznaridos. ¿Será acaso —me lo hace pensar la zeta— un ingenioso cruce entre rebuznos y alaridos?

viernes, 9 de octubre de 2015

Helo ahí

Helo ahí, la punta de un hombro apoyada en el quicio de la taberna, la rala y grisácea cabellera despeinada, la cerrada barba tres días sin afeitar, la comisura izquierda sosteniendo un cigarrillo cuya cenicienta parte consumida desafía la ley de la gravedad, la camisa desabrochada hasta más abajo del esternón dejando a la vista una cadena de gruesos eslabones dorados de la que cuelga una medalla de la Inmaculada Concepción, la muñeca derecha rodeada por una muñequera elástica con los colores de la bandera española, las mangas de la camisa dobladas hasta la altura de los bíceps mostrando los tatuajes que cubren ambos brazos; la mirada torva, esquinada y taimada que destilan unos ojillos entrecerrados.
Helo ahí, siguiendo con un destello de atención en los ojillos, como si acompañara el desplazamiento a cámara lenta de una pelota de tenis, el tránsito de unas colegialas adolescentes cuyas faldas plisadas de cuadros escoceses tienen el borde muy por encima de las rodillas.
Helo ahí, contemplando ahora el paso de una pareja de apariencia magrebí. El hombre, con vaqueros y camiseta de mercadillo. La mujer, cubierta de pies a cabeza por una túnica y un velo. La comisura derecha emite un salivazo a modo de provocativo saludo, un salivazo que parece haber sido escupido también por los ojillos, un salivazo que hace acatar finalmente la ley de la gravedad al cilindro de ceniza que aún colgaba de la comisura izquierda.
Helo ahí, viendo acercarse a una mujer cargada con una repleta bolsa de supermercado y acompañada por un perrillo ratonero. Los ojillos se iluminan durante un momento por algo parecido a la ternura cuando acaricia al perro y juguetea con él. (Los colmillos del excitado animal mordisquean una de las manos que lo acarician, lo que le hace recibir un puntapié en una de las ancas.) A continuación, con voz aguardentosa, grita algo a la mujer y acompaña sus palabras con el ademán de la mano derecha en alto amenazando un bofetón. La mujer se aleja con la mirada clavada en el suelo, acompañada del perrillo todavía renqueante.
Helo ahí, aplastando la colilla con la punta del zapato y volviendo a entrar con aire chulesco en la taberna.


jueves, 8 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ ¿Acaso, querido Dostoievski, la existencia del PP no es la prueba más patente de que Dios no existe?

miércoles, 7 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ Si del mismo modo que una mentira mil veces repetida puede convertirse en verdad un deseo pedido mil veces llegara a hacerse realidad, yo pediría mil veces y mil veces repetiría: Delendus est PP, delendus est PP, delendus est PP...


martes, 6 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe

§ La novela de Dostoievski que en español se titula Crimen y castigo, en esppañol se conoce como Crimen sin castigo.


sábado, 3 de octubre de 2015

Tonto el que lo escribe


§ ¿Es posible —se preguntan Cristo y Marx, revolviéndose en sus tumbas— tener razón y no estar en lo cierto?

§ Sí —responden a coro desde Frankfurt, desde la City y desde Wall Street—, es posible estar en lo cierto y no tener razón.



viernes, 2 de octubre de 2015

Nubosidad invariable

Hay una nube que me sigue a todas partes. Es decir, hay una nube que me persigue. Pensarán ustedes que eso es imposible, que no hay dos nubes iguales. Y no seré yo quien lo discuta, al menos lo de que no hay dos nubes iguales. Me explico: desde la ventana de mi habitación se ve una cordillera. (Bueno, dejémoslo en una sierra, ya que el más alto de sus montes no alcanza los mil metros.) Esa cadena montañosa es como un barco puesto del revés, con la quilla mirando hacia arriba. En verano, cuando el calor hace brotar nubes de las montañas, la sierra parece duplicarse en el aire, desdoblarse simétricamente, reflejarse en el cielo, pues a diario, hacia el principio de la tarde, después del punto máximo de ebullición del mediodía, la cubre todo a lo largo una enorme nube que es como un barco puesto del derecho. Esa nube, digamos que la de hoy, por poner un ejemplo, es muy parecida a la que se formó ayer y a la que se formará mañana. Y yo, por muy demente que pueda parecer a ustedes, sé perfectamente que la nube de hoy no es la misma que su antecesora ni es la misma que su sucesora, y que si hay cierto parecido entre ellas es porque lo hay también entre las condiciones atmosféricas y meteorológicas de su formación. Así pues, de nubes iguales, nada. En eso estamos de acuerdo. Pero la cuestión es que yo no he dicho nada en absoluto sobre nubes en plural. Creo haber dicho con toda claridad —y si no, lo digo ahora— que la nube que me persigue es una sola nube, una nube singular, una nube única.
Pensarán ustedes también, confabulándose con Heráclito y su dichoso río, que uno no puede bañarse dos veces en la misma nube, que una nube está en constante cambio, que una nube nunca sigue siendo la misma. Pues eso sí que lo discuto. Me van a decir ustedes a mí, que soy el perseguido, si esa nube que me sigue a todas partes, no es una y la misma, como diría Parménides. Tengo fotografías y vídeos (con fechas y horas de las grabaciones) que lo prueban. Es una sola, singular y única nube la que, como un cobrador del frac, no me deja ni a sol ni a sombra. Invariablemente grisácea, invariablemente oblonga, invariablemente con la forma del largo dedo índice de un pianista.
Tal vez piensen ustedes que temo que la nube pueda lloverme o granizarme o nevarme encima o, peor aún, arrojarme un rayo. Pues no, la verdad es que no temo nada de eso. Pero no me gusta tenerla siempre apuntando a mi espalda, como si estuviera diciendo “Ha sido ése, ha sido ése”, como si estuviera acusándome de quién sabe qué delito, como si estuviera señalándome ante todo el mundo por ser el culpable de algo.