Estrellas fugaces en una noche nublada. Esa es la imagen que tienes de tus
escritos. Y piensas que acabarán perdiéndose no —pues quizá no eres tan fatuo—
como lágrimas en la lluvia, sino de manera mucho más modesta: como escupitajos en
un charco.
“Yo, entre tanto, me acordaba de
aquella hermosa foto de los primeros años de la revolución rusa, en la que se
ve a Sergio Eisenstein cuerpo a tierra, tirando con una ametralladora, y esa
ametralladora es... una máquina de escribir.” Recuerdas ahora esas palabras
de Cortázar (Viaje alrededor de una mesa)
y te preguntas de qué sirve y para qué sirve y a quién sirve no ya lo que
escribes, sino el puro hecho de escribir. Y te llamas ingenuo, ingenuo,
ingenuo. Y se lo llamas a todos los que alguna vez han contribuido a edificar
ese mito del artista comprometido. (Y, ahora, por haber osado incluirte entre
los ingenuos, te llamas fatuo, fatuo, fatuo.)
Admites que te encuentras bajo los efectos del desánimo. Pero es que hoy
es martes y trece. (No eres supersticioso, pero es martes y trece.) Y el día
está gris. Y llueve.
Aceptas también que tal vez estás escribiendo esto con desgana. (Aunque
hagas lo posible para que no se note. Al menos, para que no se note demasiado.
Que las comas, por lo menos, no estén mal puestas.)
Asumes todo eso. Y aprietas los dientes para no rendirte ante ti mismo
(sabes que serías implacable con el vencido), para no rendirte ante tu
compromiso semanal (contraído contigo mismo) de salvar el obstáculo (tantas
veces, parece mentira, tan inmenso, tan casi insalvable) que representan para
ti alrededor de treinta líneas de Word.
Estás a punto de lograrlo una vez más. Aunque sea a base de pura
pirotecnia verbal (pura pirotecnia mojada). Nunca te habían costado tanto estas
líneas. Nunca las habías disfrutado tan poco.
Pero vamos, como dijo en cierta ocasión (el 1 de septiembre de 2015, para
ser exactos) ese amigo tuyo que tiene tantos pelos de tonto: Con la risa en los talones.
Sí. Así. Con esa misma filosofía vital. Aunque no consigas que la imagen
de las estrellas fugaces te abandone. Aunque además pienses que el que dirige
los ojos al cielo, el que pierde su mirada vacía en la noche nublada no es otro
que un ciego.
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