viernes, 2 de octubre de 2015

Nubosidad invariable

Hay una nube que me sigue a todas partes. Es decir, hay una nube que me persigue. Pensarán ustedes que eso es imposible, que no hay dos nubes iguales. Y no seré yo quien lo discuta, al menos lo de que no hay dos nubes iguales. Me explico: desde la ventana de mi habitación se ve una cordillera. (Bueno, dejémoslo en una sierra, ya que el más alto de sus montes no alcanza los mil metros.) Esa cadena montañosa es como un barco puesto del revés, con la quilla mirando hacia arriba. En verano, cuando el calor hace brotar nubes de las montañas, la sierra parece duplicarse en el aire, desdoblarse simétricamente, reflejarse en el cielo, pues a diario, hacia el principio de la tarde, después del punto máximo de ebullición del mediodía, la cubre todo a lo largo una enorme nube que es como un barco puesto del derecho. Esa nube, digamos que la de hoy, por poner un ejemplo, es muy parecida a la que se formó ayer y a la que se formará mañana. Y yo, por muy demente que pueda parecer a ustedes, sé perfectamente que la nube de hoy no es la misma que su antecesora ni es la misma que su sucesora, y que si hay cierto parecido entre ellas es porque lo hay también entre las condiciones atmosféricas y meteorológicas de su formación. Así pues, de nubes iguales, nada. En eso estamos de acuerdo. Pero la cuestión es que yo no he dicho nada en absoluto sobre nubes en plural. Creo haber dicho con toda claridad —y si no, lo digo ahora— que la nube que me persigue es una sola nube, una nube singular, una nube única.
Pensarán ustedes también, confabulándose con Heráclito y su dichoso río, que uno no puede bañarse dos veces en la misma nube, que una nube está en constante cambio, que una nube nunca sigue siendo la misma. Pues eso sí que lo discuto. Me van a decir ustedes a mí, que soy el perseguido, si esa nube que me sigue a todas partes, no es una y la misma, como diría Parménides. Tengo fotografías y vídeos (con fechas y horas de las grabaciones) que lo prueban. Es una sola, singular y única nube la que, como un cobrador del frac, no me deja ni a sol ni a sombra. Invariablemente grisácea, invariablemente oblonga, invariablemente con la forma del largo dedo índice de un pianista.
Tal vez piensen ustedes que temo que la nube pueda lloverme o granizarme o nevarme encima o, peor aún, arrojarme un rayo. Pues no, la verdad es que no temo nada de eso. Pero no me gusta tenerla siempre apuntando a mi espalda, como si estuviera diciendo “Ha sido ése, ha sido ése”, como si estuviera acusándome de quién sabe qué delito, como si estuviera señalándome ante todo el mundo por ser el culpable de algo.


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