viernes, 23 de octubre de 2015

Hombre sin rostro

Yo, que tantos hombres he sido...
 Jorge Luis Borges. El hacedor (Le regret d’Heraclite)


No sé quién soy. No sé de dónde vengo. No sé adónde voy. Tengo tantas memorias que no tengo memoria. Estoy condenado a ser inmortal. A condición de que nunca jamás pueda ser yo mismo.
Recuerdo un mamut abatido al pie de un glaciar, un campo de cereales en una llanura entre dos ríos, un faraón conducido hacia el más allá por las entrañas de una pirámide, un grupo de guerreros arracimados en el vientre de un caballo de madera, un hombre arrastrando una cruz hasta la cima de un monte, un combate entre hombres y leones en un circo de piedra, una espada incrustada en una roca, una doncella ardiendo en una hoguera, un trío de carabelas surcando un mar tenebroso, un loco descabalgado por las aspas de un molino de viento... Recuerdo también una trinchera enfangada, sobrevolada por una nube de gas mostaza. Y recuerdo una ciudad arrasada por una bola de fuego. Todo eso, y mucho más, recuerdo. Pero nada de todo eso pertenece a mi memoria. Porque nada de todo eso he podido verlo con mis propios ojos.
Cuando la víctima que llevo en mi interior deja de respirar, cuando su corazón deja de latir, cuando yo, por así decirlo, soy yo, mi rostro se desdibuja hasta convertirse en un óvalo plano, sin rasgos. No tengo nariz, no tengo boca, no tengo orejas, no tengo ojos. Eso es lo que veo (tal vez debería decir lo que intuyo) cuando me miro al espejo. Es entonces cuando tengo que apoderarme de alguien más para seguir viendo, para seguir respirando, para seguir viviendo. Pero no se piense que necesito ser como un ogro o una fiera al acecho en un bosque encantado. Siempre hay un buen samaritano, un alma compasiva que ayuda a cruzar la calle a un ciego. En ese momento, al notar el contacto de su mano en mi brazo, es cuando asimilo a mi víctima (posiblemente eso sea más exacto que decir que la abduzco o que la vampirizo o que la devoro). Siento su respiración en mis pulmones, los latidos de su corazón en mi pecho. Adopto sus rasgos. Empiezo a ver con sus ojos. (Aunque pueda parecer cruel, prefiero a los niños. Sé que con ellos el plazo hasta la siguiente asimilación, hasta la siguiente víctima, será mucho más largo.)

A veces tengo un sueño. Siempre el mismo. No es una pesadilla, aunque sea recurrente. Todo lo contrario. Es un sueño hermoso e inalcanzable. En ese sueño yo soy yo, con mi rostro ovalado, plano y sin rasgos. En ese sueño yo soy verdaderamente yo, sin nariz, sin boca, sin orejas, sin ojos. En ese sueño yo soy yo por fin, yo por fin en el centro de un laberinto, yo por fin perdido en lo más recóndito de un desierto.

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