Yo, que tantos hombres he sido...
Jorge
Luis Borges. El hacedor (Le regret
d’Heraclite)
No sé quién soy. No sé de dónde vengo. No sé adónde voy. Tengo tantas
memorias que no tengo memoria. Estoy condenado a ser inmortal. A condición de que
nunca jamás pueda ser yo mismo.
Recuerdo un mamut abatido al pie de un glaciar, un campo de cereales en
una llanura entre dos ríos, un faraón conducido hacia el más allá por las
entrañas de una pirámide, un grupo de guerreros arracimados en el vientre de un
caballo de madera, un hombre arrastrando una cruz hasta la cima de un monte, un
combate entre hombres y leones en un circo de piedra, una espada incrustada en
una roca, una doncella ardiendo en una hoguera, un trío de carabelas surcando
un mar tenebroso, un loco descabalgado por las aspas de un molino de viento...
Recuerdo también una trinchera enfangada, sobrevolada por una nube de gas
mostaza. Y recuerdo una ciudad arrasada por una bola de fuego. Todo eso, y
mucho más, recuerdo. Pero nada de todo eso pertenece a mi memoria. Porque nada
de todo eso he podido verlo con mis propios ojos.
Cuando la víctima que llevo en mi interior deja de respirar, cuando su
corazón deja de latir, cuando yo, por así decirlo, soy yo, mi rostro se
desdibuja hasta convertirse en un óvalo plano, sin rasgos. No tengo nariz, no
tengo boca, no tengo orejas, no tengo ojos. Eso es lo que veo (tal vez debería
decir lo que intuyo) cuando me miro al espejo. Es entonces cuando tengo que
apoderarme de alguien más para seguir viendo, para seguir respirando, para
seguir viviendo. Pero no se piense que necesito ser como un ogro o una fiera al
acecho en un bosque encantado. Siempre hay un buen samaritano, un alma
compasiva que ayuda a cruzar la calle a un ciego. En ese momento, al notar el
contacto de su mano en mi brazo, es cuando asimilo a mi víctima (posiblemente
eso sea más exacto que decir que la abduzco o que la vampirizo o que la
devoro). Siento su respiración en mis pulmones, los latidos de su corazón en mi
pecho. Adopto sus rasgos. Empiezo a ver con sus ojos. (Aunque pueda parecer
cruel, prefiero a los niños. Sé que con ellos el plazo hasta la siguiente
asimilación, hasta la siguiente víctima, será mucho más largo.)
A veces tengo un sueño. Siempre el mismo. No es una pesadilla, aunque sea
recurrente. Todo lo contrario. Es un sueño hermoso e inalcanzable. En ese sueño
yo soy yo, con mi rostro ovalado, plano y sin rasgos. En ese sueño yo soy
verdaderamente yo, sin nariz, sin boca, sin orejas, sin ojos. En ese sueño yo soy
yo por fin, yo por fin en el centro de un laberinto, yo por fin perdido en lo
más recóndito de un desierto.
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