Continuación de Breviario (I)
ÍNDICE
51 REGLA DE ALGO MÁS DE TRES
52 CÓMO SE PASÓ LA VIDA
53 DRAMATIS PERSONÆ (I)
54 DRAMATIS PERSONÆ (II)
55 THROUGH THE LOOKING GLASS
56 ADIÓS HASTA SIEMPRE
57 DE GOLPE Y DE PRONTO
58 HOMO HOMINI HOMO
59 ÓRDENES SON ÓRDENES
60 GRAND-MÈRE/GRANDMOTHER/GRANMADRE
61 SI NO HICIERA TANTO FRÍO
62 DESAPARECIDO
63 DESPUÉS DE LA NIEBLA
64 AMOUR FOU
65 SOLILOQUIO
66 INDICIOS
67 PURGATORIO
68 EL IMAGINADOR
69 LAS ESTACIONES: I. PRIMAVERA
70 LAS ESTACIONES: II. VERANO
71 LAS ESTACIONES: III. OTOÑO
72 LAS ESTACIONES: IV. INVIERNO
73 SÍSIFO
74 ¿QUIÉN ES EL MUERTO?
75 CECI N’EST PAS UN RÉCIT
76 AMOR QUE RESUCITA/AMOR QUE
MATA
77 EL LIBRO INFINITO
78 DEL SILOGISMO CONSIDERADO COMO
UNA DE LAS BELLAS ARTES
79 VÍSTEME DESPACIO
80 PESADILLA CIRCULAR
81 MILAGROS
82 IMPOSIBLE REFUTACIÓN DE ZENÓN
83 WHITE HOLE/BLACK HOLE
84 FRACTALES
85 CONDENACIÓN ETERNA
86 HOY PUEDE SER UN GRAN DÍA
87 CÍRCULOS CONCÉNTRICOS
88 NEOLOGISMOS
89 UNIDOS HASTA EN LA MUERTE
90 LO MÁS ACONSEJABLE EN ESE CASO
91 ESCENA PRIMORDIAL
92 TEOLOGÍA RECREATIVA
93 ESPEJO DEL ALMA
94 DIOS ME VE
95 SOBRE LO RELATIVO DE LA
RELATIVIDAD (O QUE INVENTEN ELLOS)
96 PERRO QUE COME PERRO
97 MUERTE EN LOS ESPEJOS
98 CUADERNO DE NOTAS
99 FINAL PARA UNA NOVELA
100
PARAÍSO
REGLA DE ALGO MÁS DE TRES
La astrología es
a la astronomía
como la caridad
es a la justicia
como el calcio es al fútbol
como la comida
basura o fast food es a la comida sin
adjetivos ni aditivos
como la (falsa)
erudición es a la (verdadera) sabiduría
como la magia es
a la ciencia
como la
telebasura es a la tele ¿qué?
como el
curanderismo es a la medicina
como el spaghetti western es al western
como el cotilleo
es al periodismo
como la
democracia popular, orgánica o con cualquier otro adjetivo es a la democracia
sin adjetivos
como el
socialismo real o realmente existente es al socialismo o comunismo
como el lenguaje
político es a la verdad
como casi todo best seller es a la literatura
como un mono
manchando un lienzo es a la pintura
como la música
militar es a la música
como la religión
es a la razón
como la teología
es a x.
(Y así
sucesivamente, y etcétera, etcétera, etcétera.)
CÓMO SE PASÓ LA VIDA
A veces me gustaba imaginar que estaba muerto, pero entonces me ocurría
siempre que tropezaba con la dificultad de concebir en qué consistiría estarlo…
No me habría costado nada imaginarme como un piel roja cazando bisontes en las
praderas celestiales; o como un guerrero de Alá reposando con la hurí que me
hubiera tocado en suerte; o como un bienaventurado sin nada mejor que hacer que
mirar y no dejar de mirar a Dios… No… No me habría costado nada… Pero no se
trataba de eso… No se trataba de imaginar un más allá, una resurrección, una
vida perdurable… No… No se trataba de eso… A ver si logro explicarlo… Lo que me
resultaba difícil de concebir era en qué consistía exactamente estar muerto… Recuerdo que a Juan Marsé
le preguntaron en cierta ocasión durante una entrevista cómo imaginaba el
estado posterior a la muerte y contestó más o menos que igual al anterior al
nacimiento… Quizá eso hubiera podido valerme como ejemplo, pero el problema es
que no guardo ningún recuerdo de esa época en la que aún no había sido
concebido y por lo tanto me resultaba igualmente difícil imaginarme en dicho
estado… Creo… A ver si logro explicarlo… Creo que lo verdaderamente difícil era
concebir una circunstancia en la que se está
pero ya no se es… No sé si he logrado
explicarlo… Aunque ya no importa
demasiado, al menos en lo que a mí respecta, porque ahora ya sé, ahora ya
entiendo, ahora ya soy capaz de concebir en qué consiste estar muerto… Siempre
me gustó leer, pero principalmente a escritores antiguos; a escritores con la
obra ya completa y acabada; a escritores -para decirlo con toda claridad, sin
ambages ni circunloquios ni rodeos- preferiblemente muertos… ¿Me explico?...
Así sabe uno a qué atenerse respecto a un autor… Ya no hay lugar para novedades
ni sorpresas… Salvo que aparezca -que siempre lo hace- alguno de esos
carroñeros que disfruta desenterrando inéditos, obras inacabadas,
correspondencias ignotas, papeles destinados al fuego… Pero aun en ese
supuesto… Bastaría con no hacerle caso… O con esperar a que la exhumación fuese
completa… En fin… No sé si me explico… Es como el pasado… Disculparán ustedes
este discurso un tanto balbuciente e inconexo… Pero es que argumentar así, sin
cerebro, resulta un tanto difícil… Comprenderán ustedes que el cerebro, junto
con todo lo demás, he tenido que dejarlo depositado en el horno crematorio… Y,
claro, en estas circunstancias, pensar no es nada fácil… Me pregunto, incluso,
si todo esto estoy verdaderamente pensándolo… Si no será más bien una ficción,
un delirio, un sueño… Pues, como pudo haber dicho el que no lo dijo aunque
podría haberlo dicho, ya no existo luego ya no pienso… No sé si estoy logrando
explicarlo… En todo caso, y como antes decía, es como el pasado… ¿Quién afirmó
que el pasado no podía cambiarlo ni Dios?... Mientras haya tiempo; es decir,
mientras haya presente y futuro, todo -el pasado incluido- es susceptible de
cambio… Es como aquello de que el tiempo también pinta… O como aquello otro de
que todo escritor -al menos cualquiera que merezca ese nombre- crea (y,
añadiría yo, recrea) sus antecesores y sus sucesores… ¿Qué acierto o qué error
de nuestra vida no puede ser modificado por una acción o una omisión
posteriores?... ¿Estoy logrando explicarlo?... La vida es como una obra todavía
inconclusa… Es sólo en el momento de la muerte cuando una biografía puede darse
ya como totalmente terminada… Y, al menos para uno mismo, es decir, para el
muerto, ya no hay carroñero que valga, ya no hay nadie que pueda añadir nada a
lo que ya está escrito… En eso consiste estar muerto… En estar, no eterna ni
perpetuamente, pues eso supondría continuar atado al tiempo… En estar, decía
-como una molécula de agua recién evaporada del océano, suspendida en el aire,
camino de convertirse en nube-, al margen del tiempo, interminablemente atado a
un instante inacabable y diminuto (¿han
oído hablar ustedes del tiempo de Planck?; pues menor todavía que eso),
leyendo y releyendo una autobiografía por fin acabada y completa… Contemplando,
perpetua y eternamente, pero fuera -repito- del tiempo, cómo se pasó la vida,
cómo se vino la muerte, tan callando…
¿He logrado explicarlo?
DRAMATIS PERSONÆ (I)
A: El muerto.
(De cuerpo presente, amortajado con hábito de la orden franciscana, en la
primera escena. Aparecerá en otras escenas como rememoración, fantasmagoría o
ensueño de algunos de los demás personajes.)
B: Primera mujer
de A. (Matrimonio anulado en el tribunal de la Rota.)
C: Segunda mujer
de A. (Matrimonio anulado en el tribunal de la Rota.)
D: Tercera mujer
-y ahora viuda- de A. (Se encontraban en trámite de divorcio.)
E: Actual marido
de B (y amante de C).
F: Actual marido
de C (y amante de D).
G: Hijo
primogénito de A y B.
H: Hija de A y
B.
I: Hijo de A y C
(y amante de B).
J: Hija mayor de
A y D (y amante incestuosa de G).
K: Hija menor de
A y D (y amante lésbica e incestuosa de H).
L: Sacerdote.
Confesor de A. Persona muy influyente en el tribunal de la Rota. (Corruptor,
cuando niños, de G, H, I, J y K.)
M: Notario.
Albacea (y amante secreto durante años) de A.
N: Mayordomo.
Ñ: Ama de
llaves. Esposa de N.
O: Chófer y
ayuda de cámara (y amante secreto) de A.
P: Cocinera (y
amante de N).
Q: Jardinero.
Marido de P (y amante, por despecho, de Ñ).
R: Una doncella
(y amante de O).
S: Otra doncella
(y amante de O).
T: Detective
privado de una compañía de seguros. (Mantendrá un pasajero menage à trois con R y S.)
U: Inspector de
policía. (Prolongará sospechosa e injustificadamente los interrogatorios en
privado a O.)
V: Médico
forense. (Prolongará sospechosa e injustificadamente la autopsia a A.)
W: Abogado
defensor de X.
X: El asesino.
(Lo que descarta como tales a B, C, D, E, F, G, H, I, J y K, quienes pudieran
aparecer como principales sospechosos en función del conocido principio qui prodest? Descarta igualmente a N, Ñ,
O, P, Q, R y S, sospechosos -sobre todo el mayordomo- por el simple pecado
original de ser miembros del servicio. Descarta también a L y M -sospechosos
por la sencilla razón de ser quienes son-, que además tienen coartada. Descarta
asimismo -aunque por razones obvias se descartarían solos- a T, U, V, W, Y y Z.
Y descarta, incluso, al propio A, al eliminar X con su presencia la hipótesis
del suicido. De lo que no se descarta a casi nadie es de la sospecha de
inducción al asesinato, pues X no es otra cosa que un matón a sueldo.)
Y: Fiscal.
Casado con W gracias a la reforma legal que hizo posible el matrimonio entre
personas del mismo sexo. (¡Al menos dos justos en Sodoma! ¿No la salvarás,
Señor?)
Z: Juez. (Sobre
este personaje no se indica nada, a fin de no incurrir en un posible delito de
desacato.)
DRAMATIS PERSONÆ (II)
a: Un alcalde
(o, en su caso, una alcaldesa).
b: Un concejal
de urbanismo.
c: Un asesor
municipal (primo de la mujer -o, en su caso, de la novia- de a).
d: Otro asesor
municipal (primo de un segundo primo de la mujer -o, en su caso, de la novia-
de a).
e: Otro asesor
municipal (primo de un primo de un tercer primo de la mujer -o, en su caso, de
la novia- de a).
f: Un técnico en
recalificación de terrenos.
g: Un
propietario de terreno rústico.
h: Otro
propietario de terreno rústico.
i: Un gestor de
territorio (especulador de solares, en lenguaje llano).
j: Un agente
urbanizador (primo hermano de i).
k: Un
organizador de eventos (conocido de todos por sus grandes bigotes).
l: Un sacerdote.
(Persona muy influyente no sólo en el tribunal de la Rota sino en otros muy
diversos ámbitos.)
m: Un notario.
(Sí, en efecto; se trata también del mismo.)
n: Un promotor
inmobiliario (presidente, además, de un club de fútbol).
o: Otro promotor
inmobiliario (expresidente, además, del club de fútbol que ahora preside n).
p: Un presidente
de una importante empresa de construcción y obras públicas.
q: Otro
presidente de otra importante empresa de construcción y obras públicas.
r: Un director
general de un banco.
s: Otro director
general de otro banco.
t: Un director
general de una caja de ahorros.
u: Otro director
general de otra caja de ahorros.
v: Un presidente
de diputación provincial (repetidamente afortunado en el juego de la lotería
nacional).
w: Un consejero
autonómico de ordenación del territorio.
x: Un presidente
de gobierno autonómico (presidente regional, además, de su partido, y por lo
tanto jefe político de a, b, v y w).
y: Un sastre (ni
valiente ni de Panamá). (Cuando pierda su trabajo, se verá obligado a
desempeñar oficios muy diversos, como los de calderero, soldado y espía, entre
otros.)
z: Un muerto.
(De cuerpo presente, amortajado con hábito de la orden franciscana, en una
breve escena. Aparecerá en otras escenas como rememoración, fantasmagoría o
ensueño de algunos de los demás personajes.)
THROUGH THE LOOKING
GLASS
He aprendido algo nuevo, algo que aún no sabía sobre los espejos. Aunque,
pensándolo bien, ¿es posible aprender algo que ya se supiera, algo que no sea
nuevo para uno? Creo que hubo un griego de aquellos de los de antes que dijo
algo así como que aprender es recordar; pero eso es otra historia. En fin. Como
decía, he aprendido algo nuevo, algo que aún no sabía sobre los espejos.
Anoche, cuando como en tantas otras ocasiones, forzado por la próstata y por la
edad, tuve que levantarme para ir al baño en plena madrugada, oí unos ruidos en
mi apartamento de soltero solitario. No es que padezca de insomnio, o al menos
de lo que estrictamente se entiende como tal. Afortunadamente, sigo durmiéndome
como un leño a los pocos minutos de entrar en la cama; pero he comprobado por
experiencia propia que hay bastante de cierto en eso de que con la edad cada
vez es necesario dormir menos horas. Cualquier ruido que años atrás no me
hubiera producido el menor efecto, la llamada -como ya he dicho- de la próstata
o el simple hecho de llevar más de cuatro horas durmiendo bastan para despertarme
en plena madrugada. Medio sonámbulo y medio en sueños me dirijo entonces al
baño, alivio la vejiga y regreso a la cama con la esperanza de volver a
conciliar el sueño como al principio de la noche. Aunque entonces siempre
resulta algo más difícil; y más de un día y más de otro el toque de diana del
despertador, con su indeseada expectativa de ese trabajo que preferiría no
hacer, me ha sorprendido con los ojos abiertos. Cuestiones de la edad, como ya
he dicho.
Volviendo a lo de anoche, los ruidos no me produjeron ni extrañeza ni
alarma. Para la alarma no había motivo: la puerta blindada, el casi suicida
intento de acceso por las ventanas de un sexto piso y lo poco que tengo que
valga la pena robar eran suficientemente tranquilizadores. Tampoco lo había para
la extrañeza. No era la primera noche que había sorprendido a mi reflejo
deambulando por la casa, fuera del espejo. Hasta entonces, cada vez que
intentaba atraparlo para que me explicara qué demonios estaba haciendo fuera de
su territorio habitual la ecuación tentativa igual a fracaso había permanecido
invariable: aunque en lugar de perseguirlo por el apartamento tratara de
cortarle el paso yendo yo directamente hacia el espejo del baño, mi reflejo
siempre era más rápido. No sé cómo lo hacía, pero ya estaba en su sitio cuando
yo llegaba. Mirándome con mi misma expresión inquisitiva. Ciego si yo cerraba
los ojos. Sordo si yo me tapaba los oídos. Mudo si yo le hablaba.
Pero anoche fue diferente. Medio sonámbulo y medio en sueños, como ya he
dicho, oí unos ruidos. Pero hubo algo más. Olí un perfume. Un perfume
sobradamente conocido. Y cuando llegué al espejo del baño -sentí un escalofrío
y por un instante me imaginé como un vampiro- frente a mí no había nadie (o
¿debería decir nada?).
De inmediato llegó mi reflejo. Pero no iba solo (y probablemente eso era
la causa de su retraso). Llevaba de la mano a mi expareja, la mujer de la que,
con tanto dolor, hacía poco que me había separado.
-No es lo que imaginas. No es lo que parece -dijo mi reflejo-. No es
ella. Quiero decir que no es la ella que
es como tú.
Recuerdo brumosamente (me parece que sigo todavía medio sonámbulo y medio
en sueños) haber dicho en alguna parte que no soy muy partidario de los
diálogos en las narraciones breves. Resumiré, así pues, la conversación (no sé
muy bien por qué la denomino así, pues fue él quien prácticamente habló todo el
rato) que mantuve con mi reflejo. Lo primero que saqué en claro es que sus
escapadas nocturnas eran para visitar al reflejo de mi expareja, pues ninguno
de los dos había podido -ni podría nunca- aceptar nuestra separación. Lo
segundo, y eso es lo que no sabía, lo nuevo que he aprendido sobre los espejos,
es que, a diferencia de lo que siempre había imaginado, el mundo interior del
espejo no es ilimitado. No reproduce la totalidad del mundo exterior. Cada
espejo tiene, por así decirlo, un radio de acción limitado. Y los reflejos, así
pues, no pueden viajar por el mundo paralelo a partir de un solo espejo. Para
desplazarse necesitan viajar de uno a otro; y para ello (pues los espejos muy
próximos se comunican internamente; pero no ocurre así con los más alejados)
precisan salir a veces al mundo exterior, hasta encontrar un espejo en el que
puedan seguir viaje y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. El problema
es que en el mundo exterior tienen, como Cenicienta, un tiempo limitado de
permanencia; y, además, la velocidad de desplazamiento es lentísima, más o
menos igual a la nuestra. Dentro del espejo, en cambio, pueden moverse a la
velocidad de la luz. Esa es la razón, pues siempre habría en el apartamento
alguna ventana que hiciera de espejo secundario desde el que viajar al del
baño, por la que nunca había podido atrapar en sus correrías a mi reflejo. Pero
anoche, quizá porque el estar acompañado le hubiera hecho bajar la guardia, lo
había pillado desprevenido, logrando por fin cerrarle el paso antes de que
regresara al espejo.
Me explicó también que hasta entonces había sido él quien visitara al
reflejo de mi expareja, pero que ahora había querido enseñarle el camino entre
una casa y otra, para que también ella pudiese visitarle cuando quisiera. Y, en
fin, que eso era todo. Y que si sería tan amable de dejar de cerrarles el paso,
pues el tiempo de permanencia fuera de un espejo se les estaba terminando.
Medio sonámbulo y medio en sueños, como ya he dicho, y no sin un cierto
sentimiento de nostálgica envidia (o de envidiosa nostalgia), regresé a mi
amplia cama de dos cuerpos de soltero solitario. Y allí traté de conciliar
nuevamente el sueño. No fuese que el toque de diana del despertador, con su
indeseada expectativa de un trabajo que preferiría no hacer, volviera a
sorprenderme con los ojos abiertos.
ADIÓS HASTA SIEMPRE
Ô splendeur de la chair! ô splendeur
idéale!
Arthur Rimbaud. Soleil et chair, IV
A una adolescente desconocida
-Hola, ¿otra vez tú?
-(…)
-Ya te he dicho que no vuelvas a llamarme. Por favor, no sigas
insistiendo.
-(…)
-¿Que por qué te di el número del móvil?
-(…)
-Reconozco que fue un error. Como lo fue el haberte abordado. Como lo fue
nuestra cita. Como quizás lo sea todo.
-(…)
-Sí, yo te miré cuando nos cruzamos, y seguí mirándote después. No lo
niego. Pero si tú no hubieras vuelto la cabeza no te habrías dado cuenta. Y si
yo no hubiese visto tu gesto nunca me habría atrevido a hablarte cuando nos
cruzamos de nuevo al día siguiente.
-(…)
-Ya te expliqué que, en principio, lo que me hizo mirarte fue, más que tú
misma, tu imagen, que me recordaba mucho a la de alguien que fue muy importante
en mi vida. Pero también te expliqué, cuando te dije que no volveríamos a
vernos, que lo que me daba miedo era que si aquella primera cita no era también
la última, si seguíamos viéndonos aunque sólo fuese para charlar en una mesa de
café, muy pronto dejaría de ser tu imagen y empezarías a ser tú.
-(…)
-Sí. Eso me daba miedo. Mucho miedo. Y me lo da. Y seguirá dándomelo
mientras me quede vida.
-(…)
-¿Por vanidad? Lo acepto.
-(…)
-¿Cobarde? Lo acepto también.
-(…)
-¿Enamorada? No digas locuras. ¿De alguien con quien sólo has hablado
cara a cara una vez? ¿De alguien, además, como yo? Pero, ¿no has visto mis
canas? ¿No sabes la edad que tengo?
-(…)
-Sí que importa. Mucho más de lo que puedas imaginar. Y en estas
historias de jugar con fuego suele ser mi parte la que lleva todas las de
perder. No estoy tan loco como para permitirme el lujo de enloquecer por ti. Y
en el supuesto de que eso llegara a ocurrir, no querría enloquecer tanto como
para olvidar que aún eres menor de edad.
-(…)
-¿Esperar? ¿Que te faltan sólo tres para los dieciocho? ¿Sabes cuántos
tendré yo? Si para entonces a lo mejor hasta estoy muerto.
-(…)
-Tendrás ya un corazón de mujer, pero vas todavía con uniforme de
colegiala.
-(…)
-No es mi intención ser cruel. Lo que pretendo es hacerte entrar en
razón.
-(…)
-¿Que podría haberlo pensado antes? Sí, lo admito, es cierto.
-(…)
-¿Que te he roto el corazón? No seas exagerada. Y aun suponiendo que así
fuese, eres muy joven y te recuperarías pronto. Si se me rompiera a mí, sería
definitivo.
-(…)
-¿Egoísta además de vanidoso y cobarde? También lo acepto.
-(…)
-Esto empieza a carecer de sentido. Será mejor terminar esta conversación
antes de que alguno de los dos diga algo de lo que después tuviera que
arrepentirse. Por mi parte, quisiera conservar un buen recuerdo tuyo.
-(…)
-Mira, niña… Perdona que te llame así, pero eres todavía una niña.
-(…)
-Sí, y yo un viejo de mierda. También lo acepto.
-(…)
-Me dijiste que estudiabas francés como tercer idioma, ¿no? Pues entonces
creo que conocerás la diferencia entre au
revoir y adieu…
-( ) (
) ( ) (
Incapaz de soportar un silencio (entrecortado de sollozos) que le
resultaba más abrumador que las palabras, colgó el móvil. “Voluntad ello fue de
los dioses”, se dijo mientras lo guardaba en el bolsillo interior izquierdo de
la chaqueta. Pensó que bien está lo que bien acaba, si es que acaba bien. Y
como tantas otras veces en su vida, se dispuso a paliar el dolor de corazón -a
tratar de olvidarlo- con un poco de literatura. ¿Cuál sería la manera más
adecuada -se corrigió: la única- de escribir la historia de lo que terminaba de
ocurrirle? Recordó haber dicho alguna vez, incluso haberlo repetido, que no era
muy partidario de los diálogos en las narraciones breves. No era cuestión de
dogmatismo literario. Sencillamente, a él no le gustaban mucho. Y había ciertos
diálogos que le gustaban mucho, pero que mucho, pero que muchísimo menos.
DE GOLPE Y DE PRONTO
Una lástima. Un señor tan amable. Siempre daba las buenas tardes. Siempre
pedía las cosas por favor. Siempre decía muchas
gracias después de pagarlas. Venía al parque a diario, a la hora de salida
de los niños del parvulario. Llegaba por el sendero de los tilos, llevando al
nietecito de la mano. Aquí no pueden circular los automóviles, pero desde que
los ciclistas pedalean a sus anchas por todas partes uno no puede sentirse
seguro ni en los parques. Por eso llevaba al niño de la mano y no lo soltaba
hasta que llegaban al estanque de los patos, junto a la zona de los toboganes y
los columpios. Viéndolos llegar, uno se preguntaba cuál de los dos era más
niño. Porque la mochilita del parvulario era siempre el abuelo el que la
llevaba colgada del hombro. Y el nieto, con su uniforme azul marino, era quien
más daba la imagen de un hombrecito. Pero el abuelo, con sus pantalones
vaqueros, sus camisas a cuadros, sus jerseys de colores, sus cazadoras
juveniles y, sobre todo, su todavía tan ágil caminar, parecía que se hubiese
olvidado de cumplir los años. Yo creo, siempre lo he pensado, que era el
nietecito el que lo mantenía tan joven. Cuando llegaban al estanque, el señor
tomaba asiento en un banco y, mientras el niño jugaba con algunos amiguitos del
parvulario en los toboganes y los columpios, se dedicaba a dar de comer a los
patos. Pero si uno se fijaba bien, no era
un-típico-viejo-dando-de-comer-a-los-patos. No era como tantos viejos dando de
comer a tantos patos. Si uno se fijaba bien, no veía a un pobre anciano
solitario, con la desolada y aburrida mirada perdida en el centro del estanque,
lanzando con desgana migas de pan a los patos. Uno veía a un joven de espíritu
con algunas arrugas y muchas canas jugando con los patos, disfrutando con el
hecho de que abandonaran el estanque y se acercasen hasta el banco y lo
rodearan para robarle las migas de pan de la punta de los dedos. En alguna
ocasión, cuando venía al quiosco a comprarle algún muñequito de plástico al
nietecito, me contó que en países más civilizados que el nuestro, como por
ejemplo Inglaterra, donde vivió algunos años, era habitual que los animales no
tuviesen miedo de las personas, y que eso que hacían con él los patos, en
Londres había logrado que lo hicieran incluso animales tan aparentemente
temerosos como los gorriones o las ardillas. Pero no se piense que los patos lo
distraían de la vigilancia del niño. La vivaz mirada permanecía siempre alerta.
De los patos al niño y del niño a los patos y así una vez y otra vez y otra. Y
si el niño tenía algún problema con un tobogán o un columpio o algún amiguito
del parvulario, allí se presentaba enseguida el abuelo, más que con ágil paso,
corriendo. Porque se notaba que ese señor vivía para el niño, y que el niño era
su vida. Bastaba con fijarse un poco cuando, antes de abandonar el parque
camino de casa, hacían la diaria visita al quiosco para comprar algo. Del mismo
modo que no había desgana en dar de comer a los patos, no la había tampoco en
ese diario obsequio. Se notaba que había ilusión, interés en estar al tanto de
lo que el niño prefería en cada momento. Últimamente, el turno era de los
dinosaurios. “A ver”, dijo el abuelo hace unos días, “¿qué bicho quiere hoy el
renacuajosaurio?” Y el renacuajo, señalando un diplodocus de plástico, replicó:
“Ya te he dicho que no soy un renacuajosaurio. Soy un triceratops.”
Una lástima, ya digo. Un señor tan amable. Ha estado varios días sin
venir al parque. He llegado a temer que, a pesar de su vitalidad, hubiera
muerto. De golpe y de pronto. De un día para otro. Como suelen ocurrir esas
cosas. Ya se sabe: nadie es tan viejo como para no vivir un año más ni tan
joven como para no morir mañana. Pero hoy ha vuelto. Con esta tarde tan gélida,
y ha vuelto. Lo he visto llegar por el sendero de los tilos. Solo. De luto.
Enturbiando la helada transparencia del aire con la bruma de su aliento. Se ha
sentado en el banco de costumbre. Con la mirada perdida en el centro del
estanque. Tan perdida y tan triste, que los patos no se han atrevido a
acercársele. Después de un tiempo interminable, ha arrastrado los ojos hacia
los toboganes y los columpios. Finalmente, se ha levantado y ha vuelto a
perderse por el sendero de los tilos. Con la cabeza hundida entre los hombros y
arrastrando también los pies. Como si le hubiesen caído mil años encima. Así.
Como suelen ocurrir esas cosas. De un día para otro. De golpe y de pronto.
HOMO HOMINI HOMO
Se cuenta -pero Alá es más sabio- que en la época de la gran sequía, la
ciudad de Nafajar, en otro tiempo la más ensalzada por el verdor de sus
jardines, quedó separada del mundo por un desierto que nadie osaba atravesar.
Lo llamaban el desierto de los cuarenta oasis y se decía que para cruzarlo era
necesario viajar ese mismo número de días con sus noches, pero se decía también
que ni siquiera un guerrero ungido por el Profeta lograría salir con vida del
cuadragésimo o del vigésimo o del primero de los oasis -para el Altísimo todos
son uno y el mismo- pues en cada uno de los cuarenta habitaba un demonio.
Una mañana apareció un viajero ante las murallas de Nafajar. Iba al
frente de una caravana de cuarenta camellos y llevaba terciada una espingarda
de culata nacarada. Nadie le oyó hablar durante el día que permaneció en la
ciudad ni conoció nunca su nombre. Sólo se supo de él que, por la expresión de
su cara, no parecía conocer el miedo.
Los niños, los ancianos y los hombres desocupados (que en aquella época
aciaga abundaban en Nafajar) siguieron al viajero por el interior de la ciudad
y le vieron dirigirse resueltamente a los lugares adonde quería ir como si los
conociera desde siempre y señalar con el dedo las cosas que quería comprar y
pagarlas con monedas de oro.
En la casa del único mercader que quedaba en Nafajar puso en las alforjas
de cada camello una ración de dátiles y leche, un cordero recental y una bolsa
de piel de cabra que previamente había llenado con treinta dinares que tomaba
de un gran cofre y un áspid que extraía de un enorme cesto. Y en la casa del
único armero que quedaba en la ciudad, los niños, los ancianos y los hombres
desocupados (que en aquel tiempo de desgracia eran muchos en Nafajar) vieron al
viajero cambiar cuarenta dinares por otras tantas balas de plata y tender la
espingarda al armero señalando el extremo del cañón que nacía de la culata
nacarada.
Al atardecer, el viajero condujo sus camellos hasta las puertas de la
ciudad y allí tomó asiento apoyado en el exterior de la muralla, mirando hacia
el sendero que conducía al desierto. Los niños, los ancianos y los hombres
desocupados (que en aquellos desdichados años lo eran todos en Nafajar) lo
acompañaron hasta la salida de la Luna, que aquel día no velaba parte alguna de
su rostro, y después se retiraron a sus casas. A la mañana siguiente sólo
encontraron las huellas de los camellos y empezaron a olvidar al viajero que
parecía no conocer el miedo.
Sólo el Altísimo habrá sido testigo de lo que aconteció en el viaje. Pero
en los primeros días tras la partida, cuando el olvido aún no había logrado
abolir el recuerdo, el mayor de los ancianos de Nafajar explicó al menor de los
niños -porque la sabiduría que el Altísimo concede a los hombres debe
transmitirse de generación en generación hasta el fin de los siglos- lo que
haría cada noche el viajero para conjurar los peligros del desierto.
Sacrificaría un cordero y consumiría la mitad; consumiría también la
mitad de su ración diaria de dátiles y leche; y antes de retirarse a su tienda
y encomendarse al cielo, dejaría afuera la mitad no consumida de sus víveres,
por si lo que quería el bandido del oasis -que no demonio, pues sólo el
Altísimo conoce la necedad de los hombres- era saciar su hambre. Algo más cerca
de la tienda dejaría una de las bolsas de piel de cabra, por si lo que quería el
bandido era saciar su ambición. Y ya junto a la entrada, por si lo que quería
el bandido era saciar su sed de sangre, dejaría la espingarda, pues se dice que
aquéllos que mueren por su propia arma serán los primeros en sentarse a la
diestra del Profeta.
Eso dijo el mayor de los ancianos, el que más cerca del viajero había
estado en todo momento, al menor de los niños de Nafajar. Y le dijo también que
a los ochenta días de su partida volverían a ver a aquél que parecía no conocer
el miedo.
Así fue -y el Altísimo se admiró de que hubiera al menos un sabio entre
los necios-: el día anunciado, una embajada de la ciudad de Rafaján, la más
noble y leal al otro lado del desierto, se presentó a las puertas de Nafajar al
frente de los cuarenta camellos, llevando la espingarda de culata nacarada
todavía cargada con una bala de plata.
A lomos de treinta y nueve de los camellos había en cada uno un bandido
muerto, con una bala alojada en la cuenca del ojo derecho. Sobre el
cuadragésimo había dos hombres. Uno de ellos tenía la boca desbordante de
espuma reseca y sostenía un dátil medio mordido en la mano izquierda y un
alfanje ensangrentado en la derecha. El otro, con el cuello hendido, era aquél
de quien los habitantes de Nafajar sólo llegaron a saber que nunca había conocido
el miedo.
Se cuenta también que fue voluntad del Profeta que aquellos cuarenta y un
cadáveres hubieran llegado incorruptos a Nafajar. Y que el mismísimo Profeta
bajó del cielo y, mientras los cuarenta bandidos se convertían en nubes, se
llevó con él al viajero.
Desde entonces volvió a llover en Nafajar cuando era justo que lloviera y
a lucir el Sol cuando era justo que luciera. Y Nafajar volvió a ser la más
hermosa de las ciudades y la más alabada por el frescor de sus fuentes.
La gloria sea con Aquél que no muere.
ÓRDENES SON ÓRDENES
Tenía orden de disparar a matar. No dudaría en obedecerla. Debía hacerlo
si el populacho se amotinaba; y eso era lo que estaba ocurriendo. Miré los
rostros exaltados. Me vi reflejado en ellos. Apunté: al que daba las órdenes…
GRAND-MÈRE/GRANDMOTHER/GRANMADRE
La vie en se
retirant venait d’emporter les désillusions de la vie.
Un sourire semblait posé sur les lèvres de ma
grand’mère. Sur ce
lit funèbre, la mort, comme le sculpteur du Moyen Age, l’avait
couchée sous l’apparence d’une
jeune fille.
Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, Le côté de
Guermantes II
A mi abuela Carmen, dondequiera que
esté, si es que está en alguna parte.
Mi abuela materna era pequeñita y enjuta y ágil como una ardilla. Y de
ardilla era el ritmo que imprimía a sus pasos cuando, agarrado a su mano rugosa
y rasposa y desgastada por tantos platos y tantos vasos y tantos cubiertos
fregados, me arrastraba más que me llevaba en su diario periplo para hacer la
compra por el paseo del Born o el mercado de santa Caterina. Era Barcelona -por
donde tanto me arrastró con sus pasos de ardilla- y eran los cenicientos años
cincuenta del siglo XX; pero era verano y eran vacaciones escolares y yo era un
niño. “¡Mi niño, mi niño!” (en realidad decía: “¡El meu xiquet, el meu xiquet!”, pues siempre le resultó difícil
hablar otra lengua que no fuese la suya propia), exclamaba en cuanto me veía bajar
del tren en la estación de Francia, y así seguía haciéndolo mientras me
humedecía las mejillas con sus sonoros besos, que rivalizaban en estridencia
con sus exclamaciones. Las mismas sonoras exclamaciones y los mismos besos
estridentes que cuando la recibíamos a ella y a mi tía (la de mi tía soltera
-la tieta- es otra historia que algún día deberá escribirse) en Valencia, en
la estación del Norte, en esa anual reunificación familiar por Navidad que para
mí, lejano ya el recuerdo del verano, era un anhelado acontecimiento.
Mi abuela y mi tía (pero ya lo he dicho: esa es otra historia) vivían por
entonces en lo que hoy se llama paseo de Picasso (y de cuyo ominoso nombre en
aquella época ominosa no quiero acordarme), en un diminuto apartamento que, en
compensación de su reducidísima superficie, gozaba del usufructo -pues en
teoría era común a todo el edificio; aunque en la práctica, al habitar en el
último piso, sólo la disfrutaban ellas- de una inmensa terraza con vistas al
parque de la Ciudadela.
De aquella terraza procede el que en mi particular mitología considero
(quizá un tanto equívocamente, pues hay una tarde no sé si anterior en el
desaparecido cine Avenida en Valencia grabada con la indeleble memoria de la
versión que Walt Disney perpetró de Alicia
en el país de las maravillas) como mi primer recuerdo de infancia: el de la
absorta contemplación de una solitaria nube que con la blancura perfecta de un
copo de algodón flotaba, como un iceberg esmaltado por la luz solar, en el azul
impoluto de un océano celeste. Una nube a bordo de la cual, como en una pausada
nave, aún quisiera escapar hacia ciudades aéreas, huir todavía hoy hacia
territorios ingrávidos.
Pero si no el primero, sí que proceden inequívocamente de aquella terraza
mis mejores recuerdos de infancia. Allí está indeleblemente grabada la imagen
de mi abuela sacando una baraja de naipes españoles, una pequeña mesa hexagonal
y unos taburetes de cocina en los que tomábamos asiento para jugar
interminables partidas de tute y de brisca; la imagen de mi abuela dejándose
ganar pero fingiendo enfadarse con mis trampas en el juego; la imagen -y la
voz- de mi abuela llenando mi cabeza de pájaros disfrazados de monos cagones,
de asnos danzarines y de vírgenes benéficas: cuentos y más cuentos que fueron
colonizando mi memoria hasta llegar a ser, quizá de manera inconsciente,
responsables de ésta y de tantas otras páginas.
Mi abuela murió en 1974, casi centenaria. Vivió una época turbulenta.
Tuvo, a buen seguro, una vida difícil. No llegó a conocer ese estado de
bienestar que apenas erigido tanto están apresurándose algunos en demoler. No
tuvo ocasión de llegar a ser una de esas señoras mayores made in IMSERSO (me resisto a llamarlas ancianas) que siguen manteniendo una apariencia juvenil. La
recuerdo, si no de luto riguroso, siempre de gris; con su cabellera acebrada de
ceniza y ébano recogida en un moño erizado de agujas con negras cabezas de
planeta. Pero si tuviese que llevarme un solo recuerdo suyo a una isla
desierta, ése sería el de sus cabellos sueltos, desmayadamente desplegados en
el momento del aseo matinal, cuando al acariciarlos con su peine de carey
manchado como una piel de leopardo mi abuela adquiría por un instante -o
recuperaba- una imagen de niña-vieja o de vieja-niña, de eterna Alicia, de impúber
perpetua y un tanto coqueta.
Y este descreído (véase el diccionario de la RAE) no quisiera poner punto
final sin desear que, por una vez, hubiese cielo o paraíso o lo que demonios o
diablos fuere para que allí estuviese ella.
SI NO HICIERA TANTO FRÍO
...car les vrais paradis sont les
paradis qu’on a perdus.
Marcel
Proust. A la recherche du temps perdu, Le
temps retrouvé
I
Si no hiciera tanto frío germinaríamos, horadaríamos el techo de esta
cárcel de tierra y nos expandiríamos hacia arriba hasta alcanzar el Sol. Si no
hiciera tanto frío derribaríamos a golpes de pico los cóncavos muros de esta
prisión calcárea, desplegaríamos las alas y nos dejaríamos llevar por el azar
de los vientos. Si no hiciera tanto frío seríamos fluyente arroyo y no inconmovible
témpano; si no hiciera tanto frío floreceríamos, perfumaríamos el aire,
cantaríamos, danzaríamos, nos serían perdonadas nuestras deudas así como
nosotros perdonaríamos a nuestros deudores, reiríamos, brindaríamos,
alegremente nos dejaríamos caer en todas las tentaciones, valiente y
esforzadamente aboliríamos toda clase de tiranías y derrocaríamos a toda clase
de tiranos, voltearíamos campanas, haríamos sonar violines y oboes y flautas y
pianos, nos amaríamos los unos a los otros como nunca nadie nos ha amado, nos
tomaríamos de las manos y juntaríamos nuestros labios y así unidos caminaríamos
por la orilla del mar imprimiendo nuestras huellas en la arena. Y si no hiciera
tanto frío nunca más dejaríamos nada para luego ni para mañana ni para la
semana que viene ni para el mes siguiente ni para el año nuevo ni para el siglo
venidero ni para el próximo milenio ni para nunca jamás o para siempre. Sí.
Todo eso y mucho más haríamos. Si no hiciera tanto frío.
II
Felices, dichosos, bienaventurados vosotros que aún podéis tener
esperanza de que llegue la primavera porque todavía estáis en el Tiempo.
Infeliz, desdichado, desventurado yo en este oscuro encierro. Sepultado bajo la
gélida losa de un perpetuo invierno. Desgajado para siempre del Tiempo.
Condenado a una interminable espera sin esperanza porque ya no queda nada que
esperar. Pasando frío. Mucho frío. Muchísimo. Demasiado. Si al menos no hiciera
tanto…
DESAPARECIDO
A Ezequiel Ochando -disculpen la intromisión, pero no he podido evitar
oírles pronunciar su nombre- no tuve apenas oportunidad de tratarlo. Estoy
seguro de que cualquiera de ustedes, por lo que han estado diciendo sobre él,
pudo llegar a conocerlo tanto más que yo y sin duda alguna mucho mejor de lo
que a mí nunca me fue posible; qué podré decir entonces que ustedes ya no sepan
de su incurable adicción a la digresión, la perífrasis y el circunloquio, de su
indeclinable inclinación por el disfraz y el disimulo, de la irreductible
osadía de su carácter, tan propenso al sibilino entrometimiento como al
soterrado desafío.
Me consta que en esta, más que tertulia prosaica, ilustre ágora de
preclaros próceres a la que con tan laudable hospitalidad se me ha permitido
sumarme desde mi vecino asiento -por cierto: excelente el coñac, insuperables
los habanos; si este selecto club no existiera, habría que inventarlo-, me
consta, decía, que todas estas cualidades de nuestro nunca olvidado Ochando que
acabo de enumerar eran sobradamente conocidas. Y adelantándome a un posible
reproche por no haberme referido a ellas como defectos, diré que en el
selvático y despiadado mundo de los negocios, donde nuestro bien recordado
Ochando era actor muy principal, jamás podrían serlo. Cualidades eran,
efectivamente, y no defectos. Y aún diría más: necesarios rasgos evolutivos
producto de un largo proceso de selección natural. Indispensables cualidades,
así pues; rasgos ya fuese innatos, ya adquiridos, pero siempre y en cualquier
caso imprescindibles para la supervivencia.
Pero me consta igualmente, por circunstancias que no vienen al caso, que
tengo un conocimiento algo más profundo, por mucho más cercano, que el que
ustedes puedan tener de los oscuros detalles de la desaparición de nuestro
nunca suficientemente bien ponderado Ochando. No llegué a ser testigo directo
de la misma (y me adelanto de nuevo al posible reproche y pido disculpas por lo
que no deja de ser un deplorable pleonasmo; pues ¿es concebible la figura del
testigo indirecto, de alguien ausente
del lugar de los hechos, alguien que no los haya presenciado -otra lamentable
redundancia:- con sus propios ojos? Nuestro buen Ochando, tan incurablemente
adicto también a la adjetivación exuberante, un tanto desaforada a veces e
incluso en ocasiones culpablemente reiterativa y superflua, no hubiese
incurrido jamás, en cambio, en esta lamentable y deplorable tropelía retórica).
No llegué a ser testigo de su desaparición, decía; pero tuve ocasión de hablar
con quien sí lo fue: la última persona que lo vio con vida.
El cobrador del peaje en el puente desde el que se precipitó el vehículo
de nuestro desaparecido Ochando ya no tendrá oportunidad de desdecirse de lo
que declaró a la policía. Un infortunado accidente lo ha privado para siempre
de los cinco sentidos y el pobre hombre no sufrirá nunca más ni hambre ni sed
ni dolor ni pena ni angustia. Desde su garita (así me lo aseguró y así fue como
lo expuso en su declaración firmada) pudo ver perfectamente el brusco
volantazo, el violento choque del automóvil contra el pretil y, tras de una
vuelta de campana, su irrefrenable caída hacia el río. ¿Suicidio? No parece
haber otra explicación plausible. Aunque el cobrador también declaró -además de
que no hubo advertido ningún indicio de ansiedad durante el pago del peaje- que
hacia la mitad de la irrefrenable caída vio a nuestro Ochando saltar por la
ventanilla, como si en un gesto de tardío arrepentimiento hubiese tratado de
salvarse. Pero la impetuosa corriente y las heladas aguas habrán sido
despiadadas e implacables. El cadáver nunca ha sido hallado, a pesar de lo cual
es de esperar que no se tarde en declarar a nuestro desaparecido Ochando
oficialmente muerto.
¿Qué pudo haber conducido a nuestro buen Ochando a tan infausto destino?
Conjeturo que el desesperado intento de huida de algo tan abominable que haría
preferible la muerte. O quizás esté excediéndome, quizás no esté sino
incurriendo en ese otro no menos adictivo vicio retórico de la hipérbole del
que tan cautivo era también nuestro nunca suficientemente bien ponderado
Ochando. Quizá detrás de todo esto no haya otra cosa que la vulgar y prosaica
amenaza de un sencillo y simple (y turbio; y ¿por qué no añadir turbulento?)
ajuste de cuentas entre maleantes (aunque disfrazados de preclaros próceres o
respetables hombres de negocios, simple y sencillamente maleantes), nada más que
la sencilla, simple y desesperada tentativa de escapar de esa amenaza. O quizá
(o, o, o; quizá, quizá, quizá) no se trate sino del cumplimiento de la misma.
Porque en el informe policial se habla de sospechosas manipulaciones en ciertas
piezas del vehículo.
Suposiciones, conjeturas, hipótesis. ¿Por qué no aventurar entonces que
hablar en pasado de nuestro nunca bien recordado Ochando fuese probablemente
inexacto? ¿Por qué no suponer -recuérdese que el pobre cobrador del peaje (en
esta aventurada conjetura presunto e hipotético cómplice en la elaboración del
ficticio argumento que encubriría la verdadera trama) ya no está en condiciones
de desdecirse de nada- que nuestro nunca olvidado Ochando continúa
subrepticiamente entre nosotros? ¿Por qué no imaginar que oculto en un nuevo
rostro, operadas las cuerdas vocales para desfigurar la voz, borradas las
huellas dactilares, no estuviera urdiendo -con esa habilidad tan suya para la
dilación, vital en el despiadado y selvático mundo de los negocios- el cumplimiento
de una diferida venganza?
Si así fuese, y si yo temiera ser el objeto de ella, me haría vigilar las
espaldas.
Un placer, señores míos. Agradezco como se merece su laudable
hospitalidad. Y reitero: insuperable el coñac; excelentes los habanos. Muy del
gusto, nunca me atrevería a dudarlo, de Ezequiel Ochando.
DESPUÉS DE LA NIEBLA
Cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí.
Augusto
Monterroso. El dinosaurio
Cuando la niebla se disipó, al otro lado de la ventana seguía sin verse
nada. Sebastián, con la frente apoyada en los cristales, llamó a su mujer:
-Lucía, ven a ver esto.
Desde la cocina, donde terminaba de poner una marmita al fuego, Lucía
respondió:
-Ahora no puedo.
-Que vengas, digo -insistió Sebastián-. Esto es más importante. Ven. Enseguida.
Lucía, después de poner al mínimo el fuego del quemador de gas antes
incluso de que la espita de la olla empezase a despedir vapor y de enjuagarse
las manos en el grifo del fregadero, acudió por fin.
-¿Qué es lo que hay que ver? -dijo mientras se acercaba a Sebastián,
secándose todavía las manos con una punta del delantal.
-Esto.
-Y ¿qué es eso? -preguntó Lucía, ya casi frente a la ventana.
-Eso -dijo Sebastián, señalando hacia el exterior con un movimiento de
cabeza.
-Pero si ahí no hay nada -dijo Lucía, en un tono que traslucía no tanto
decepción como fastidio. Y, volviendo la mirada hacia la cocina, añadió-: Sólo
es niebla.
-No, niebla no -dijo Sebastián, haciendo que su mujer volviera a mirar al
exterior-. Ya no hay niebla. La niebla se ha disipado, se ha ido. Y eso es lo
que ha quedado después -y, tomando aire como para decirlo con mayúsculas y con
todas las letras, agregó-: Nada.
-¿Cómo que nada?
-Sí, nada -dijo Sebastián. Y, remachando una a una cada sílaba, añadió-:
La Nada.
-Tú estás loco -dijo Lucía, haciendo ademán de iniciar el regreso a la
cocina.
Sebastián, tomando una mano de su mujer para retenerla, dijo:
-No, Lucía. No estoy loco. Yo esto ya lo he visto. Yo esto ya lo he
vivido.
-¿Cómo que ya lo has vivido? ¿Cómo que ya lo has visto? -Lucía empezó a
pensar que su marido estaba verdaderamente loco, pero la serenidad y el aplomo
con que Sebastián había pronunciado las últimas frases le hicieron dudar.
Olvidándose por un momento de la cocina y apretando la mano de su marido,
añadió-: ¿Cuándo? Y ¿por qué nunca me lo habías contado?
-Es que hasta este momento no lo sabía -contestó Sebastián-. Lo acabo de
saber ahora, precisamente ahora, en este mismo momento. Como si se me hubiera
despertado un recuerdo que ignoraba que estuviese alojado en la memoria. Pero
yo esto ya lo he vivido, ya lo he visto. Ahora lo sé.
Lucía añadió su otra mano a aquella con la que estaba apretando la de su
marido.
-¿Cuándo lo viste? ¿Cuándo lo viviste? -le preguntó, dulcificando la voz
tanto como le fue posible.
-Antes.
-¿Cómo que antes?
-Sí. Antes. No sé exactamente cuándo. Sólo sé que antes.
-Pero, antes ¿de qué?
-Lucía, ¿cómo quieres que te lo explique si yo solamente sé eso? Sólo sé
que antes.
-Está bien, está bien -Lucía intentó que el tono de su voz fuese lo más tranquilizador
posible-. Pero a ver, dime: si eso de ahí fuera es la Nada, entonces ¿dónde
estamos nosotros?
De pronto, Sebastián adoptó una actitud pretendidamente didáctica, como
si fuese Lucía la que no estuviera muy en sus cabales o se tratara de una niña
a la que hubiese que empezar por enseñarle que dos más dos eran cuatro.
-Mira, Lucía, para ti esto es la primera vez -dijo, añadiendo la mano que
faltaba al nudo que formaban las otras tres-. Pero yo ya lo conozco. La Nada,
como hace la niebla, se irá extendiendo hasta absorbernos. Pero no te asustes.
No se nota. No duele.
-Entonces -Lucía interrogó a su marido con los ojos-, ¿vamos a morir? O
¿estamos ya muertos?
-No es cuestión de muerte. Al menos, eso creo -dijo Sebastián-.
Simplemente, no se nota, no duele. Y, enseguida, se olvida.
-Pero tú has recordado -dijo Lucía.
-Sí, por primera vez. Para mí el recuerdo es lo nuevo, como lo es esto de
ahora para ti. Seguramente lo que ocurre es que se recuerda después.
-Después ¿de qué?
-No lo sé muy bien -confesó Sebastián-. Sólo sé que después.
Lucía deshizo el nudo de manos y, acudiendo a la llamada del vapor de la
marmita, se encaminó hacia la cocina.
-¿No tienes miedo? -preguntó Sebastián.
-No -contestó Lucía-. Cuando te ocurrió esto por primera vez estabas solo.
Ahora, pase lo que pase, estaremos juntos. Y después, cuando y donde quiera que
sea ese después, cuando recordemos de nuevo, a lo mejor estamos con los hijos
que esta vez no hemos podido tener.
Y Lucía entró en la cocina pensando que le gustaría que el estofado
estuviera listo antes de que los invadiese la Nada. Sebastián, mientras tanto,
permaneció frente a la ventana, mirando y no dejando de mirar eso que se
extendía y avanzaba hacia ellos, eso que seguía sin verse y que iba a
invadirlos y a absorberlos ahora que la niebla se había disipado.
AMOUR FOU
Acude, corre, vuela,
Fray
Luis de León. Profecía del Tajo
Cuando vio que la doncella iniciaba el salto, el unicornio trató de huir.
Pero supo de inmediato (y un murmullo en un oscuro rincón del cerebro le
insinuó que así lo quería y lo aceptaba) que escapar sería inútil; tuvo la
certeza de que no habría escondrijo ni guarida ni refugio en cuanto sintió el
golpe sedoso de la carne femenina en su grupa, el tacto aterciopelado de
aquella entrepierna húmeda que se deslizaba hacia el lomo, el calor helado de
esos pechos incandescentes que montaban a horcajadas de su cuello, la fuerza
tenaz de los brazos desnudos que le rodeaban la garganta. Siguió corriendo,
persistió en la escapatoria, perseveró en la huida (pero el oscuro rincón del
cerebro insistía en su murmullo), cada vez más extenuado por el peso de aquel
cuerpo ardiente que lo había montado y no cesaba de cabalgarlo. Completa y
totalmente rendido por fin -rendido del todo y por completo: entregada la
voluntad, agotado el cuerpo-, acató el mandato de su destino. Vio sus patas
delanteras convertirse en brazos, sus pezuñas en manos. Cayó de bruces. La
doncella lo volteó, lo montó de nuevo y siguió cabalgándolo. Cuando las dos
virginidades se fundieron y mutuamente se desgarraron, la cabeza todavía de
unicornio emitió un prolongado relincho, un salvaje y animal alarido que, al
mismo tiempo que la cabeza se transmutaba en rostro, se trocó en humano y
gozoso grito. Enarbolando el cuerno como un trofeo, la amazona avivó la
cabalgada hasta que las dos desgarradas virginidades estallaron con una misma
palpitación de volcán. Al estrechar a la amada contra su pecho supo el amante
(no necesitó que se lo insinuara el murmullo) que ése era el precio que había que
pagar, el precio que desde un principio había querido y aceptado: ese cuerno
que ahora, como un puñal necesario, le atravesaba un corazón que alegremente
dejaría de latir sin derramar una lágrima. Alegremente, sí. Y sin derramar una
lágrima. Porque antes de dejar de latir para siempre, había llegado a conocer
lo que significaba palpitar de amor.
SOLILOQUIO
Deme algo, señorito, ande, écheme unos centimitos para un café con leche;
bueno, y algún eurito si puede ser, que si no, tal como están los precios, no
me llega ni para un cortado. Una ayudita, señora, que mire usted la hora que es
y aún no he desayunado. Venga, caballero, no sea tacaño, vea qué flojito se oye
el vaso, que no tiene casi monedas, que no hace apenas ruido y a mí me suena
mucho más el estómago. Vamos, señorita, por favor… Señor, por su mujer y sus
hijos… Vamos, venga, ande... Ande, venga, vamos… ¿Lo veis, compañeros? Ni
puñetero caso. Ni mirarme. Como si no estuviese aquí. Como si no existiera. Y
si te miran es peor, porque es como si no te vieran. Ni que fueses
transparente… Qué mundo, compañeros. Qué puto y jodido mundo. Cada cual a la
suya y Dios a la de nadie. ¿Os habéis fijado? ¿Habéis visto la cara de
desprecio que ha puesto ese hijo de puta que acaba de pasar? Para eso es
preferible que no te miren. El muy cabrón… Seguro que ha pensado que no trabajo
porque no me da la gana. ¿Acaso no ha visto que me falta un brazo? Sí, claro;
resulta que es desmontable y me lo dejo en esa casa que ya no tengo para dar
más pena cuando estoy pidiendo… La hembra de perro que lo trajo al mundo… Si yo
le contara cómo perdí el brazo y el trabajo y la casa y la familia y todo… A
vosotros os lo he contado muchas veces, ¿verdad, compañeros? Os he contado
tantas veces lo del juicio, cuando sentenciaron que el accidente en la fábrica
había sido culpa mía, por imprudencia temeraria o algo por el estilo, y como la
empresa había cumplido siempre todas las medidas de seguridad la declararon
inocente y yo me quedé en la calle, sin indemnización ni subsidio… Os he contado
tantas veces lo del banco, que me embargó la casa y encima, después de
subastarla y venderla, aún me reclama el resto de la hipoteca… Os he contado
tantas veces lo de mi mujer y mis hijos, que hartos de verme borracho… Os lo he
contado todo tantas veces, compañeros, que por una vez más que os lo cuente…
Pero ahora tengo que marcharme, que ya viene por ahí la pareja de municipales y
me dirán lo de siempre: que me aparte de la puerta de la tienda porque molesto
a los clientes. Y me dirán eso otro que también me dicen siempre, eso que es lo
que más me fastidia y más me joroba y más me jode: que si estoy pirado, que qué
cojones hago hablando con los maniquís del escaparate. ¿Y con quién quieren que
hable? ¿Con quién que no me vuelva la cara? ¿Con quién que no me ignore? ¿Con
quién que no me mire sin verme, como si no existiera, como si fuese
transparente?
INDICIOS
Una bañera que se desborda. Una cafetera humeante que sigue al fuego. El
incesante timbre de un teléfono. El vaivén de las hojas de una ventana batidas
por el viento. Un televisor encendido que nadie mira. La música de un aparato
de radio que nadie escucha. Un ascensor encallado entre dos pisos. Un mercado
sin compradores ni vendedores. Una escuela sin profesores ni alumnos. Una
fábrica sin trabajadores. Una oficina sin funcionarios. Una cafetería sin
camareros ni clientes. Calles, plazas y avenidas desiertas. Un silencioso e
inmenso atasco de automóviles. Trenes varados en las estaciones. Aviones
embarrancados en el aeropuerto. Cadáveres. Cientos, miles, millones de ellos
por todas partes. Un piano mudo porque ya no habrá nadie que lo toque.
El autor, en consonancia con los tiempos, propone una solución
interactiva. Que sea el lector (aunque quizá fuese más exacto decir el consumidor) quien elija la que más le
plazca. Por mi parte, modesta y humildemente, sugiero las siguientes:
A) Criminal envenenamiento de una planta potabilizadora de agua por parte
de un comando terrorista de Al
Qaeda.
B) Letal fuga radiactiva en el reactor de una central nuclear que, por
supuesto, cumplía todos los
protocolos de seguridad.
C) Mortífero ataque de una horda de plantas carnívoras transgénicas.
D) Exterminadora invasión extraterrestre.
Si elige la opción A, pulse 1. Para la B, pulse 2. Para la C, pulse 3.
Para la D, pulse 4. Si desea proponer alguna nueva opción, pulse asterisco.
PURGATORIO
El purgatorio es, por definición, un lugar de padecimiento y de tránsito;
y, por esto último, no del todo infeliz, a diferencia del infierno.
Pero pienso que a nadie que estuviese en sus cabales, salvo que profesara
el masoquismo, le agradaría padecer, aunque fuese nada más que por un tiempo.
Sólo a mentes calenturientas y delirantes, como las de aquellos individuos que
fueron erigiendo ladrillo a ladrillo el dogma católico, podía ocurrírseles que
en un lugar como el purgatorio se pudiera ser medianamente feliz gracias a la
esperanza en el paraíso. Si yo fuera un alma del purgatorio, no sería feliz en
absoluto. Es más, pasaría el tiempo exigiendo a los de abajo que acumularan a
todo correr misas, oraciones, jaculatorias, sacrificios, euros, libras
esterlinas, dólares, francos suizos, todo eso, en fin, que según nos decían los
curas del colegio se traduce en indulgencias, para salir pitando de allí en
menos que canta un gallo. Y en cuanto hubiese llegado a destino, le pediría
cuentas al responsable del invento por permitir que, contra todas las leyes de
la física, que Él mismo (la mayúscula me la impone la Academia ) había
promulgado, algo tan inmaterial como un espíritu pudiera sentir la quemazón del
fuego.
Y es que, si hay algo que me revienta de la religión (de la única
verdadera, por supuesto), aparte de que me amenace con darme por el saco
-aunque nada más sea que por un tiempo, y no sólo para siempre- con fueguecitos
que no iluminan y queman sin consumir, son sus contradicciones. En el catecismo, por ejemplo, en aquél que nos
hacían aprender al pie de la letra los curas del colegio, se decía que los
ángeles son espíritus puros, esto es, sin cuerpo. Y luego venía el buenazo del
padre Capell con sus láminas ilustradas a explicarnos que las alas de los
ángeles son de menor tamaño que las de los arcángeles, y que los querubines
tienen seis alas y los serafines ocho (o quizá sea al revés, aunque para el
caso es lo mismo). Pero ¿es que aquel buen hombre pensaba que éramos tan tontos
e ingenuos como él?
Menos mal que, en compensación, he sabido sacar partido de esa lógica
recóndita que la religión (la única verdadera, por supuesto) tiene a veces.
Resulta que en una ocasión comulgué los nueve primeros viernes de mes; y
en consecuencia, según promesa del mismísimo Jesucristo (que en gloria esté),
nunca moriré en pecado mortal. Y como vivo, y pienso seguir viviendo, en ese
estado de ausencia de la gracia de Dios, la deducción no es difícil.
Si la promesa se mantiene, me parece que voy a seguir durante mucho más
que una buena temporada en este valle de lágrimas; en este lugar de
padecimiento y de tránsito que tanto se parece al purgatorio, pues a veces
(sobre todo en verano, como dijo el poeta), y a diferencia del infierno, no es
infeliz del todo.
EL IMAGINADOR
Hoy hemos enterrado a Arturo, el imaginador. Pobre, tan joven. Le
llamábamos así porque desde niño -hace apenas cuatro días, como quien dice-
todo lo que imaginaba se hacía realidad. Menos mal que nunca tuvo demasiada
imaginación, ya que de lo contrario no sé hasta dónde habríamos podido llegar.
Me consta que Arturo no fue una persona especialmente imaginativa, pues fui
maestro suyo en sus años escolares (y desde entonces y hasta casi sus últimos
días fui también para él como una especie de confesor, de guía espiritual, de
psicólogo de cabecera, de confidente). Pero tenía ese don especial -concedido
quién sabe si por el cielo o por el infierno- de hacer realidad lo que
imaginaba, ese don de cuyos inconvenientes y ventajas, pienso que precisamente
por su falta de imaginación, nunca fue consciente del todo; algo -esa parva
capacidad imaginativa, esa escasa conciencia- que si en algunas ocasiones pudo
haberle inducido a incurrir en ciertas extralimitaciones, fue en otras muchas
el principal impedimento para males mayores.
La etapa más conspicua de manifestaciones de su don se dio en los años de
segunda infancia y principio de adolescencia de Arturo. Aunque, según algunas
de sus confidencias relativas a la época de sus más remotos recuerdos, no haya
que descartar que en su primerísima niñez más de un juguete o de un regalo
inesperados (por provenir sin motivo aparente de alguien ajeno a una familia
que no habría podido permitirse tal dispendio) fuesen producto de una
utilización aún no plenamente consciente del quizá todavía desconocido don, fue
a partir de los siete años -edad en la que según la única religión verdadera se
alcanza el uso de razón y las consecuentes capacidades de pecar mortalmente y
condenarse para toda la eternidad- cuando comenzó el uso más o menos deliberado
de aquella -llamémosla así- habilidad innata. Sospechosas deberían de haberme
resultado entonces -pero decirlo ahora quizá sea caer en la ventajista actitud
de quien profetiza el pasado- las brillantes notas de un alumno al que, además
de poco imaginativo, siempre consideré intelectualmente mediocre. Sospechosas
-aunque tropiece por segunda vez en la misma ventajista piedra- sus hazañas
deportivas cuando su capacidad física rivalizaba en mediocridad con su
inteligencia. Y sospechosas -pues no hay dos sin tres- las precoces conquistas
amorosas de alguien tan escasamente agraciado como Arturo.
Pero fue el episodio de la desaparición, supuesta muerte y aparente
resurrección de Gabriel, el hermano de Arturo, lo que le hizo acudir a mí por
primera vez en -por así denominarlo- confesión, lo que dio lugar a su primera
confidencia. Me dijo -omito, por fácilmente deducible, la descripción de su
estado de ánimo- que Gabriel, quien llevaba varios días desaparecido, había
muerto ahogado en el río por culpa suya, porque así lo había él imaginado por
celos, a sabiendas de que todo lo que imaginaba se cumplía. Ante su obstinada
insistencia en culparse no se me ocurrió otra cosa, por lo que aducía sobre los
efectos de su imaginación, que proponerle que imaginara la resurrección de
Gabriel. Y ese mismo día, cubierto de légamo del lecho fluvial, Gabriel
reapareció milagrosamente.
En este municipio de tamaño mediano tirando a pequeño y, aunque rodeado
de polígonos industriales, de carácter todavía eminentemente rural, nada tarda
en saberse, cualquier minucia trasciende de inmediato. Por lo cual, pensando
que quizá yo no fuese o pudiera ser o haber sido el único depositario de la
confidencia de Arturo y en evitación de mayores males producidos por la
difusión incontrolada de váyase a saber qué incierto rumor, decidí poner el
hecho en conocimiento de -por decirlo de algún modo- las fuerzas vivas de la
población. Jamás lo hubiera hecho. Al poco tiempo, comprobada por la infalible
vía del empirismo la efectividad del don de Arturo, éste a punto estuvo de
verse convertido en una atracción de feria. O, mucho peor, en una especie de
santo milagrero a quien, desde cada vez más allá de las fronteras de la
comarca, se encomendaban las sufrientes multitudes suplicando toda clase de
evangélicas curaciones. Cuando un equipo de científicos se presentó en el
municipio para estudiar el fenómeno, el vaso -por así decirlo- se desbordó.
Nadie, ni mucho menos yo, que me sentía primer y principal responsable, podía
permitir que el pobre Arturo terminase en una mesa de disección. Así que, de
acuerdo con las fuerzas vivas, lo ocultamos al mundo durante unos meses, hasta
que la tormenta escampase.
Afortunadamente, la memoria humana es inconstante y frágil. Pocos, cada
vez menos, se interesaron por la innata habilidad de Arturo tras su
reaparición. Y a los pocos, cada vez menos, que lo hicieron no fue difícil
endosarles el ficticio argumento de que con la entrada en la adolescencia, la
aparición de las primeras vellosidades y el irreversible cambio de voz, el don
había pasado a mejor vida. Así logramos que Arturo recorriera el camino desde
la adolescencia a la juventud sin mayores sobresaltos, manteniendo su don bajo
control, dejándole ejercitarlo de manera casi clandestina en contadas ocasiones
y siempre, en todas ellas, en beneficio de la comunidad.
¿Qué fue lo que permitió que Arturo no hiciese un uso independiente y
desmesurado de su don? ¿Qué fue lo que impidió que lo utilizara para
enriquecerse, o para dominar a sus semejantes, o para satisfacer, en fin, las
más bajas pasiones? Creo, ya lo he dicho, que posiblemente fue su mediocridad
intelectual, su escasa capacidad imaginativa. Pienso que fue la docilidad de
carácter de las mentes débiles lo que le hizo dejarse guiar y aconsejar.
Superado el peligro, que en alguna época consideré posible, de que Arturo
pudiese sufrir un cierto síndrome de doctor Jekyll, es decir, superado el
riesgo de que, al igual que los efectos de la droga transfiguradora, su
imaginación llegara a imponerse de manera permanente e ingobernable, durante
varios años, siempre de acuerdo con las fuerzas vivas, lo aconsejé y lo guié
para que su habilidad innata no solamente no le causara perjuicio alguno, sino
que redundara además, como también ya he dicho, en beneficio de la comunidad.
Así fue durante varios años. Pero hace algunos meses Arturo empezó a
distanciarse de mí. Sospeché que había hecho un uso interesado de su don cuando
supe de su inesperada boda con Beatriz, quien había sido la novia de Gabriel
desde los años del bachillerato. Continué sin saber de él hasta que tuve que
volver a sospechar hace unos pocos días; y sospechar, en esa ocasión, que el
uso que había hecho de su don era un uso criminal. El accidente de automóvil en
que Gabriel y Beatriz perecieron, juntos, no me dejaba pensar otra cosa.
Hoy hemos despedido en el cementerio a Arturo, el imaginador. Y no
quisiera pensar qué fue lo último que hubo podido imaginar. No querría
imaginarlo. Pero no puedo dejar de hacerlo, de decirme que sería algo que le
permitiera verse libre de su imaginación para siempre, algo que le permitiera
no volver a imaginar nada más nunca más, no volver a imaginar nada más nunca
jamás.
LAS ESTACIONES: I. PRIMAVERA
Azul es el cielo, azul es el aire, azul es el color de los ojos de Julia.
Azul como este radiante día de primavera. Azul. Raíz cuadrada de menos uno…
Julia. Logaritmo de… Primavera. Mendoza, ¡eh!, sí, usted, Mendoza. Mis ojos son
marrones. ¿Puede repetirme lo que acabo de decir? Marrón y azul. No, cúbica no.
Azul y marrón. He dicho raíz cuadrada. ¿Cómo serían los ojos de nuestros hijos?
Pero ¿qué le ocurre, Mendoza? Está usted como dormido. ¿Tiene usted sueño
atrasado? Hace varios días que no parece usted el mismo. Y Javier Mendoza, el
geniecillo matemático del instituto, el número uno no sólo en ésa sino en
cualquiera de las demás asignaturas, inventa una espúrea excusa ante la
admonición del profesor, finge un indefinido malestar, improvisa una mentirosa
disculpa. Aunque quizá no sea todo tan falso. Lo cierto es que no duerme
demasiado bien desde que empezó el curso, desde que apareció Julia en la clase
-una Julia a quien hasta entonces no había prestado demasiada atención y en la
que el último verano había producido (¿sólo en ella?) una turbadora
transfiguración- y ocupó el pupitre contiguo al suyo. Sí, no duerme demasiado
bien desde entonces. Porque desde entonces sueña mucho, sueña despierto, sueña
con los azules ojos de Julia. Todo un otoño, todo un invierno, casi toda una
primavera soñando. Pero desde hace unos cuantos días es peor. Desde hace unos
cuantos días es un agotador insomnio, una extenuante lucha contra la
indecisión, contra la falta de atrevimiento para decir de una vez por todas
todo eso que querría decirle a Julia. Falta poco para los exámenes de fin de
curso, y desde hace unos cuantos días está quedándose un rato con Julia en la
biblioteca después de la última clase para darle una especie de curso acelerado
de matemáticas. Julia, para la cual Javier había parecido invisible hasta
entonces, se lo había pedido con una voz azul, con una sonrisa azul, con una
irresistible mirada de sus ojos azules. ¿Cómo haberse resistido, pues? ¿Cómo
haberse resistido a algo a lo que nunca jamás se le habría ocurrido oponer
ninguna resistencia? ¿Cómo haberse resistido a lo que inesperadamente era la
ocasión de su vida, si es que no le faltaban el valor y la audacia suficientes
para atreverse a aprovecharla? Hoy sin falta, este azul y radiante día de
primavera, tiene que ser el día. Hoy sin falta tiene que salir al mismo tiempo
que Julia de la biblioteca. Hasta ahora, por timidez, por miedo, por cobardía,
una vez terminada la diaria clase particular de matemáticas había sido él
algunos días quien primero abandonaba la biblioteca, fingiendo una inexistente
prisa que le laceraba el alma; o había permanecido allí otros días, con
cualquier pretexto inverso no menos ficticio ni menos lacerante, para que Julia
fuese la primera en marcharse. Pero hoy, hoy mismo, hoy sin falta, ha de ser el
día en que tendrá que atreverse de una vez por todas a vencer la timidez, el
miedo, la cobardía; ha de ser el día en que de una vez por todas saldrá de la
biblioteca al mismo tiempo que Julia, la acompañará de camino a casa y durante el
trayecto le dirá de una vez por todas todo eso que desde hace una eternidad
-así se lo parece- había querido decirle.
-¿Conoces a Ignacio? -pregunta Julia al salir de la biblioteca.
Y Javier tiende hacia Ignacio (sí, le parece conocerlo) una mano que pronto
retira a medio camino porque la de Ignacio (sí, le parece que va un curso por
delante de ellos) la ignora y ya está tomando la de Julia; y Javier baja la
cabeza mientras, fingiendo una precipitada prisa, murmura una balbuciente
despedida; y Javier (pobre Javier, a sí mismo se lo dice de sí mismo) se aleja
con los ojos brillantes y húmedos todavía clavados en el suelo, con sus húmedos
y brillantes ojos marrones todavía humillados por el aire de suficiencia
(acentuado por un rictus despectivo) con que los azules ojos de Ignacio lo han
doblegado mirándolo desde muy arriba, desde esos más de diez centímetros por
encima de su exigua estatura.
En su abochornada huida (ante sí mismo se avergüenza de sí mismo),
asumiendo el riesgo de quedar convertido en estatua de sal, Javier no puede
resistir la tentación de detenerse un instante, de mirar hacia atrás y
contemplar cómo se aleja lo que podría haber sido su futuro. Los dos pares de
ojos azules, con las manos entrelazadas, se dirigen hacia un horizonte azul y radiante,
como el cielo y el aire de ese día de primavera. Pero a los ojos marrones de
Javier les parece de pronto que todo es oscuro y negro. Quizá porque ahora
están mirando hacia mucho más allá, miran y no dejan de mirar hacia mucho más
allá de ese lugar fugitivo donde se ubica el horizonte, mucho más allá de ese
lugar inaprensible donde empieza a elevarse un negro y oscuro telón de densos
nubarrones, mucho más allá de ese lugar lejano y futuro donde ya se está
fraguando una remota amenaza de tormenta.
LAS ESTACIONES: II. VERANO
-Dime que me quieres -dice Julia.
-Que me quieres -dice Fernando.
-Venga, no seas malo -insiste Julia-. Dímelo. Dímelo de verdad.
-Lo -dice Fernando, mirando a Julia con una sonrisa de sus ojos verdes,
tan verdes como la medialuna de mar tropical que divide diametralmente el ojo
de buey del camarote-. Lo de verdad.
Julia finge una mueca de disgusto (¿finge una mueca de disgusto?), pero
no tarda en dulcificar de nuevo el semblante, en cerrar los ojos, en
abandonarse a la sonrisa verde de Fernando, a las manos verdes de Fernando que
ahora hablan silenciosamente, acarician ahora la ardiente carne roja de Julia,
esa preciosa carne roja doblemente ardiente ahora pues al calor del verano se
le suma el de las manos de Fernando, esa hermosa carne ardiente doblemente roja
ahora pues a su color natural se le añade la apasionada erubescencia que
provocan las caricias.
Nunca sabré cómo tu
alma ha encendido mi noche,
nunca sabré el milagro
de amor que ha nacido por ti…
En el hilo musical del camarote empieza a oírse una vieja canción de
Gloria Lasso, una antigua canción que a Julia, desde que la oyó por primera vez
en sus años de infancia, siempre le había parecido como envuelta en un aura de
misterio, un aura que después de tanto tiempo aquella enigmática canción
todavía conservaba.
Nunca sabré por qué
siento tu pulso en mis venas,
nunca sabré en qué
viento llegó este querer…
Mecida por el suave balanceo del camarote, doblemente mecida ahora por el
aura de la canción, Julia, con los ojos todavía cerrados, rinde del todo su
ardiente carne roja a la silenciosa conversación de las manos de Fernando, a la
verde sonrisa con la que imagina que continuarán mirándola los ojos de
Fernando.
Nunca sabré qué
misterio nos trae esta noche,
nunca sabré cómo vino
esta luna de miel…
Una violenta sacudida, como si el barco fuese a zozobrar, hace que los
ojos de Julia se abran. Asustada, se abraza fuertemente a Fernando.
-Dime que me querrás siempre. Dímelo, Fernando, dímelo.
Ya siempre unidos, ya
siempre, mi corazón con tu amor…
Cuando parece que Fernando vaya a contestar se interrumpe la canción y
por el altavoz del hilo musical el capitán se dirige al pasaje para
tranquilizarlo y pedir disculpas por la brusca maniobra que no ha tenido otro
remedio que efectuar, pero todo ha sido en aras de la seguridad del buque y de
sus tripulantes y pasajeros. El peligro de choque contra un iceberg ya ha sido
conjurado.
¿Iceberg? ¿En estas latitudes? ¿A estas alturas del año? Julia y
Fernando, todavía fuertemente abrazados, miran incrédulos hacia el ojo de buey.
Y sí, una amenazadora montaña de hielo se eleva sobre la medialuna verde. Será
por lo del cambio climático, piensan. Menos mal que parece estar cada vez más
lejos. Habría tenido gracia -maldita la gracia- que la luna de miel hubiese
terminado en naufragio. Sin darles tiempo para haber disfrutado de todo eso que
dicen que es tan bonito mientras dura.
Disfrutémoslo ya, sin demora, parecen decirse cuando apartan la mirada
del ojo de buey y Julia mira a Fernando y Fernando mira a Julia. Que lo que
tenga que ser, será. Y lo que tenga que pasar, pasará. Al fin y al cabo y en
resumen, todo es cuestión de tiempo.
LAS ESTACIONES: III. OTOÑO
Ceniciento y deslucido gris de lluvioso día de noviembre, mes de muertos,
mes de muerte, como la de este amor que un día fue pero que ya no es, que ya
nunca volverá a ser, que ya nunca renacerá; nunca, nunca, nunca; ya nunca
jamás. Te miro mientras la lluvia dibuja en los cristales de la ventana un
llanto incesante. Te contemplo abrazada a mí, todavía con cara de sorprendida,
volviendo a compartir al cabo de tanto tiempo (sí, hacía ya mucho, demasiado)
ese cigarrillo de después de la batalla, ese humeante reposo de la amazona y el
guerrero que en los viejos y buenos tiempos nos pasábamos de boca en boca para
prolongar ese momento -esos momentos- en que dejábamos de ser dos personas
distintas y nos transmutábamos en un solo ser verdadero. Te veo mirándome con
ojos a la vez inquisitivos e incrédulos. Como si no te creyeras este
reencuentro. Como si no dejaras de preguntarte a qué diablos se debe esto, a
qué demonios se debe después de tanta distancia y de tanto tiempo. ¿Cómo
decirte que estás en lo cierto al ser incrédula? ¿Cómo decirte que esto no es
un reencuentro sino una despedida? ¿Cómo decírtelo? ¿Cómo decirte que no se
culpe a nadie sino a ese maldito ladrón: el tiempo? ¿Cómo decirte lo más
sencillo -pero tan difícil-, lo más vulgar? ¿Cómo decirte que sí, que se trata
de eso, sólo de eso y nada más que de eso: cómo decirte que hay otra?
-¿En qué piensas, Ignacio? -le pregunta su mujer, expulsando una larga
bocanada de humo mientras le pasa el cigarrillo.
Demacrado amarillo de hoja de árbol moribunda, macilento ocre de hoja
caída, colores agonizantes como este casi cadáver que un día fue amor, que fue
pasión alguna vez. Algo así dirías tú, con tu embaucadora verborrea, con tu
piquito de oro. Pero, ¿cómo decirte sin rodeos que ya no hay fuego; que quizá
la culpa sea del tiempo, de acuerdo, pero se apagó la hoguera? ¿Cómo decirte
que no puedo seguir viviendo entre cenizas y rescoldos? ¿Cómo decirte que se
acabó, que me voy para no volver, sin que me preguntes lo más vulgar, lo que
para vosotros parece lo más sencillo? ¿Cómo decirte -cómo lograr que lo
entiendas- que para poner fin a lo que se ha terminado no es necesario que sea
porque haya otro?
-En nada importante -contesta Ignacio, tomando el cigarrillo y dando una
profunda calada-… Cosas mías.
LAS ESTACIONES: IV. INVIERNO
Al fin solos. Los hijos y los nietos ya se han marchado. Querían quedarse,
pero les he dicho que no, que se fuesen. He tenido que insistirles, pero al
final he conseguido que nos dejaran solos. Vendrán mañana, para el entierro.
Qué sola me has dejado, bribón. Qué sola. Aunque la verdad es que no debería
quejarme. Debería de estar acostumbrada. Estar contigo ha sido siempre como
estar sola. Tú siempre dentro de ti mismo, como una crisálida en su capullo,
como un caracol en su concha. Siempre con tus números y tus fórmulas y tus
ecuaciones. Pero aunque fuese como si no estuvieras, la verdad es que estabas
ahí. Me hacías compañía. Y yo te quería, ¿eh? Siempre te he querido. Y nunca he
dejado de hacerlo. ¿Crees que si hubiera tenido que ser sólo por ti habríamos
llegado a celebrar las bodas de oro? Fíjate en lo que duran los matrimonios en
estos tiempos. Y si antes duraban, era por obligación, porque no había otro
remedio. No me entiendas mal, no quiero decir que haya tenido que soportar
infidelidades. Sé que a tu manera tú también me has querido siempre. A tu
manera de querer sin querer, o de querer no queriendo, o de querer sin
demostrarlo, no sé explicártelo mejor. Tú nunca has tenido ojos para otra cosa
que no fuesen tus matemáticas. Pero un matrimonio también puede morir por
hastío, por aburrimiento. Y si a pesar de lo que sea dura mucho tiempo, si a
pesar de lo que sea aguanta hasta que la muerte lo deshace, ten por seguro que
es siempre gracias a la mujer. Debe de ser que a algunas no hay manera de que
se nos borre del todo esa vocación de mártir que venía incluida con las
cocinitas y las muñecas. O esa vocación de madre. Porque si lo pienso bien tú
has sido siempre para mí como un hijo grande y desvalido. No te lo he dicho
nunca, pero lo que de verdad me hizo enamorarme de ti fue la perpetua expresión
de pena y de tristeza que había en tu mirada, esa especie de sombra que
multiplicaba la oscuridad de tus ojos marrones. Tampoco voy a ser capaz de
explicártelo muy bien, pero era como una nostalgia no de algo que hubieras
perdido sino de algo que no habías llegado a tener. Y esa sombra en tu mirada
jamás se ha borrado del todo. Quizá por eso nunca he dejado de quererte. ¿Lo
ves? Además de mártir y madre, romántica incurable. Déjame que te acaricie el
pelo antes de que ya no pueda tener ocasión de hacerlo. Qué blanco se te ha quedado.
No lo era tanto, era más bien gris. Pero es como si la muerte te lo hubiera
empolvado, a modo de esas pelucas de la época de María Antonieta. Mira, mira
por la ventana. Está empezando a nevar. Mañana, en el entierro, nos vamos a
chupar los dedos. Bueno, será los de los guantes. Porque a quien no los lleve,
los dedos se le van a caer a trozos y a pedazos. El que no lleve guantes va a
perder los dedos a pedazos y a trozos.
SÍSIFO
Es como una pesadilla recurrente. Es de noche y llueve. Estoy perdido en
un bosque de montaña, en el arcén de una carretera secundaria, haciendo
autostop. A esas horas y con ese tiempo los automóviles vienen muy de tarde en
tarde, presurosos, desconfiados de ese dedo pulgar que se mueve señalando en el
mismo sentido de su marcha. Muchos pasan de largo. Al final, siempre hay alguno
que se detiene. “He tenido un accidente”, digo, pero es como si no quisiera
decirlo, como si otro lo dijese por mí. “¿Sería tan amable de llevarme hasta el
pueblo siguiente?” Y el conductor es tan amable. Si está solo subo en el
asiento del copiloto, ése que popularmente se conoce como el asiento de la
muerte. Si va acompañado, ocupo uno de los asientos traseros. Pero esté solo el
conductor o vaya acompañado, vaya yo detrás de él o esté a su lado, lo que
siempre se instala con mi ingreso en el vehículo, lo que también es siempre
recurrente, es el silencio. Es como si yo no estuviera, como si no hubiese
llegado a entrar en el automóvil. Y eso no me disgusta. Todo lo contrario. Me
gusta no sentirme obligado a hablar, que nadie se encuentre obligado a decir
nada que en el fondo no le apetece. Mientras seguimos avanzando por una
carretera de la que reconozco cada bache, cada recodo, me gusta que nadie me
pregunte por el accidente, que nadie me manifieste su extrañeza por no haber
visto mi coche. Y me gustaría seguir sintiéndome sin la obligación de hablar
cuando llegamos a ese punto de la carretera que reconozco mejor que ningún
otro, ese punto de la carretera del que nunca podré olvidarme, ese punto de la
carretera -siempre punto final para mí- el cual sé a ciencia cierta que podría
rebasar para llegar por fin al pueblo siguiente si lograra seguir en silencio.
Pero no puedo evitar decir lo que digo, como si otro lo estuviese diciendo por
mí: “Cuidado con ese cambio de rasante. Aún no se ve, pero hay una curva muy
cerrada, una peligrosa curva con un roble de grueso tronco a mitad de ella. Ahí
tuve el accidente.” Y entonces, cuando desaparecen el coche y su amable
conductor, me arrepiento (pero ¿por qué, si no he sido yo?) de haber hablado. Me arrepiento porque tengo la certeza de que
si hubiera podido permanecer callado habría conseguido llegar por fin al pueblo
siguiente. Me arrepiento porque sería el amable conductor el que por fin -en
lugar de proseguir viaje asombrado por mi súbita desaparición- me habría
reemplazado. Sería el amable conductor y no yo quien estaría de nuevo al
principio de la pesadilla recurrente, haciendo autostop en el arcén de una
carretera secundaria, perdido en un bosque de montaña donde siempre es de noche
y llueve.
¿QUIÉN ES EL MUERTO?
En vano buscarás, siempre
perplejo,
Los ojos que mirabas cada día;
Mudo preguntarás por qué esa
fría
Urdimbre que revoca tu
reflejo.
(Es trama del destino, de ese
viejo
Rencoroso que, despiadado,
guía
Todos los pasos hacia aquella
vía
Oscura que ciega cualquier
espejo.)
En vano pedirás, con demudado
Rostro, respuesta clara a tu
pregunta;
En vano, sí, pues la voz del
destino
Sólo dirá que estabas avisado.
Te indicará, pobre ánima
difunta:
“Únete a aquéllos. Sigue su
camino.”
CECI N’EST PAS UN RÉCIT
‘The question is,’ said Alice, ‘whether you CAN make
words mean so many different
things.’
‘The question is,’ said Humpty Dumpty,
‘which is to be
master--that’s all.’
Lewis Carroll. Through the Looking
Glass
- Hypocrite lecteur, - mon
semblable, - mon frère!
Charles Baudelaire. Les fleurs du mal (Au lecteur)
Indignez-vous! (En adelante,
que sea el gentil lector quien, a su gusto y discreción, ponga cursivas,
negritas, mayúsculas y subrayados allí donde mejor le pareciere.) Me dan ganas
de sacar la pistola y de marcharme con Woody Allen a invadir Polonia cuando
oigo a casi todos nuestros políticos (y en esto, como en casi todo, casi todos
ellos son casi iguales, aunque siempre hay algunos que son mucho más iguales
que otros), cuando les oigo, decía, hablar de casi todo excepto de lo que es
verdaderamente importante. Y cuando les oigo dar por sistema respuestas que no
tienen nada que ver con lo que se les había preguntado. O cuando, sencillamente,
dan la callada por respuesta. Cuando se aplaude con una mano lo de Bin Laden,
negándose con la otra a equipararlo con -por poner un ejemplo- lo de los GAL.
Cuando se abandonan a su suerte -es decir: a su desgracia- pateras llenas de
personas (inmigrantes sería lo accidental y contingente; lo necesario y
sustancial es que se trata de personas). Cuando por qué Libia sí (o sí, pero…)
y por qué Siria no; por no hablar, por ejemplo, de Birmania (Myanmar), o de las
africanas guerras del coltán, o, o, o (añada aquí ejemplos el gentil lector, a
su gusto y discreción). Cuando por qué un tirano es un tirano y un dictador es
un dictador, pero un rey es simplemente un rey (señale aquí en el mapa el
gentil lector, a su gusto y discreción). Cuando por qué la deliberada e
inexorable voladura controlada del estado de bienestar; por qué el galopante
desempleo, sobre todo juvenil; por qué los mercados (la pistola, por favor, la
pistola). Cuando tanto cuando y cuando tanto por qué (gentil lector, etcétera).
Y sobre todo me dan ganas de sacar la pistola y apuntar a mi sien, de dejar en
paz a Woody Allen y a Polonia e invadirme a mí mismo cuando pienso que este
exabrupto (¿hace falta repetir que no es un relato?) es completamente inútil.
Cuando pienso (sí, pobre, queridísimo y enternecedoramente ingenuo e iluso
Cortázar, que hablabas de aquella ametralladora de Eisenstein que era una
máquina de escribir), cuando pienso -decía y termino, gentil lector- que estas
líneas no sirven ni han servido ni habrán de servir nunca jamás absolutamente
de nada.
AMOR QUE RESUCITA/AMOR QUE MATA
Imposible la hais dejado
José Zorrilla. Don Juan Tenorio (Acto cuarto. Escena
VI)
Flechazo igual a rechazo (x=0).
Esa era la ecuación que, desde que tenía memoria, venía caracterizando la línea
permanentemente plana de su vida amorosa. Sí, de acuerdo, había llegado a tener
novia; había llegado, incluso, a casarse con ella; había llegado, en fin, a
cobijarse en eso que vulgarmente se conoce como una vida normal. Pero no
consideraba que todo aquello formase parte de lo que para él era verdaderamente
su vida amorosa, pues había llegado a ello no por amor sino por agotamiento,
harto de tanto flechazo y de tanto rechazo. Por agotamiento había dejado que
eso que vulgarmente se conoce como una buena chica (en la que quizá nunca se
habría fijado si no hubiese tomado ella la iniciativa) le echara el lazo, le
hiciese pasar por el juzgado y le proporcionara el cobijo de una vida normal.
Por agotamiento, sí, harto de que desde los remotos tiempos de la escuela
primaria su vida amorosa fuese una inacabable y frustrante sucesión de amores a
primera vista: cuando no eran unos ojos era una sonrisa; cuando no era una
sonrisa era una cierta manera de andar; cuando no era una cierta manera de
andar era un tono de voz; cuando no era un tono de voz eran unas piernas o unas
manos… Flechazo tras flechazo y rechazo tras rechazo. Cada vez que se había
declarado a unos ojos, a una sonrisa, a una cierta manera de andar, a un tono
de voz, a unas piernas o unas manos…, cada vez, en fin, que había mostrado como
un naipe boca arriba su amor a primera vista, la experiencia había terminado en
fracaso. Y así desde los remotos tiempos de la escuela primaria. Quizá, si lo
pensaba bien, tanto rechazo y tanto fracaso no habrían sido sino un merecido
castigo a su precipitación y a su inconstancia. Porque no puede ir uno así por
la vida, mostrando el juego y declarándose de buenas a primeras, sin dar a
ciertas cosas el tiempo que ciertas cosas requieren, o sin preocuparse en
averiguar si ese amor a primera vista tiene el corazón libre u ocupado.
Demuestra uno así -y seguramente eso se detecta o se sabe enseguida- que es un
inconstante (hoy, unos ojos; mañana, una sonrisa; pasado mañana, etcétera), un
serio aspirante a promiscuo o, para ser más exactos, un firme candidato a
monógamo en serie.
Así había sido durante muchos años, desde los remotos tiempos de la
escuela primaria. Aunque el matrimonio y el cobijo de una vida normal, si no
enterrado para siempre, habían al menos sosegado la frecuencia e intensidad de
los flechazos. Con el tiempo, que todo lo amortece (y con la conciencia de la
doble dificultad: la propia de los flechazos más la que añadía su estado civil
de hombre casado), los amores a primera vista fueron reduciéndose a la condición
de juego puramente mental, resignadamente platónico. Con el tiempo, fueron
espaciándose, menguando. Con el tiempo, casi habían llegado a desaparecer del
todo.
Hasta ahora. Hasta este maldito momento (lo sabía con desoladora certeza:
ya no habría vuelta atrás) en que, retirada la sábana que cubría el cuerpo que
estaban entregándole, su corazón acababa de quedar traspasado por la flecha
lanzada desde ese hechicero rostro de bella durmiente.
Cuando trasladaron el cadáver desde la camilla hasta la mesa de disección
y los dejaron solos, examinó detenidamente el hermoso cuerpo desnudo,
acariciándolo más que inspeccionándolo con la mirada. No había señales externas
de violencia. Tan sólo, en el antebrazo, dos diminutas marcas cárdenas, como
una mordedura de víbora o de vampiro. Sobredosis, seguro. Si la ley lo hubiese
permitido, habrían podido ahorrarse la autopsia.
La flecha, cada vez más lacerante, hurgó en las profundidades del
corazón, que empezó a latir con un movimiento mucho más que uniformemente
acelerado. Pensó que lo que estaba pensando era tan imposible como haberse
enamorado de la mujer de un cuadro de siglos atrás. Aunque quizá -lo pensó
mejor- no lo fuese tanto. Quizá antes de que el bisturí abriera en canal aquel
hermoso cuerpo y lo dejase más imposible de lo que ya lo estaba para
cualquiera, para todo y para siempre…, quizá antes de que todo ese horror se
cumpliera, habría la oportunidad de que por una vez -por una primera, única y
última vez- hubiese en su vida un flechazo sin rechazo.
No lo pensó más. Con el corazón
palpitando ya a la velocidad de la luz se abalanzó sobre la mesa de disección y
empezó a consumar frenéticamente aquel desesperado amor a primera vista.
Cuando sintió que una lengua respondía a la suya, cuando oyó que unos
gemidos replicaban a los suyos como un eco, cuando vio que unos ojos cerrados
hasta entonces le devolvían la mirada, su corazón, que ya palpitaba con todo el
fragor de una estrella en el momento de extinguirse, estalló en un colapso
cósmico mientras su boca emitía un desgarrado alarido de éxtasis, un triunfal
aullido pronto transmutado en un prolongado grito de angustia que fue rebotando
por las paredes de la sala de autopsias hasta terminar apagándose y cayendo
exánime al suelo junto con el último latido de un corazón quebrado.
EL LIBRO INFINITO
Mi
vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero
mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la
cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar
que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.
Jorge Luis Borges. El
hacedor (dedicatoria a Leopoldo Lugones)
Del cuaderno de notas -inédito- de Herbert Quain:
Idea para un relato: Encierran a Josef K. en una
biblioteca. Le dicen: “Cuando hayas leído el último libro, saldrás.” Sabe que
la salida será hacia el patíbulo, por lo que ve la biblioteca como un remedo de
aquella vela que al consumirse traería la muerte a Odín. Piensa que lo que
realmente le han dicho es: “Cuando hayas leído el último libro, morirás.”
Tratará de prolongar lo más posible la lectura. Pronto advertirá que la
biblioteca, al igual que la de Babel, es posiblemente infinita. Conjeturará
entonces que quizá ya ha muerto y que su alma ha sido condenada a vagar eternamente
en aquel infernal y laberíntico paraíso de libros.
Variante: La biblioteca no es infinita. Para salvar
su vida, Josef K. buscará en los anaqueles un libro infinito, que será el que
lea en último lugar (¿por qué en último lugar, si el libro, en tanto que
infinito, será interminable?). Piensa primero en Las mil y una noches, pero ese libro, aunque salvó a Sahrazad, sólo
alude a lo innumerable en su título y es, en definitiva, limitado y finito.
Piensa después en El libro de arena,
pero cae en la cuenta de que ese libro inconcebible sólo existe en la ficción y
que el real es un relato de apenas diez páginas. Finalmente, encontrará la
salvación en Rayuela, ese libro que
permite numerosas posibles lecturas, aunque no infinitas, pero en una de las
cuales hay un bucle final perpetuamente recurrente entre los capítulos 131 y
58.
Nueva
variante: Aunque haya encontrado un libro infinito, Josef K. morirá mientras lo
sigue leyendo. Continuará la lectura estando ya muerto, hasta que algo lo
despierte de una especie de sueño hipnótico. Entonces, como le ocurrió al señor
Valdemar, se descompondrá súbita y velozmente, hasta que sólo quede de él “a nearly liquid mass of loathsame--of
detestable putridity.”
DEL SILOGISMO CONSIDERADO
COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES
BARBARA
Todo animal es mortal.
Todo ser humano es animal.
Luego: Todo ser humano es mortal.
CELARENT
Ningún animal es inmortal.
Todo ser humano es animal.
Luego: Ningún ser humano es inmortal.
DARII
Todo animal es mortal.
Algún ser viviente es animal.
Luego: Algún ser viviente es mortal.
FERIO
Ningún animal es inmortal.
Algún ser viviente es animal.
Luego: Algún ser viviente no es inmortal.
De donde se deduce que es hipotética y lógicamente posible la existencia
de algún ser viviente que no sea mortal (o que sea inmortal, lo que para el
caso es lo mismo). Y como Dios, por definición, es un ser viviente inmortal,
resulta que, al parecer, podría lógica e hipotéticamente existir. Que no es, en
absoluto, ni muchísimo menos, ni de lejos, lo que se pretendía demostrar.
(Quedaría pendiente la cuestión de elucidar si Jesucristo, en tanto que
animal, ser humano y ser viviente, era mortal o inmortal. Parece ser, por lo
que de él se cuenta, que, contra toda lógica -tertium non datur-, fue ambas cosas a la vez. Pero ésa, como decía
Billy Wilder por boca de Lou Jacobi en Irma
la Douce, es otra historia.)
VÍSTEME DESPACIO
“Oh
dear! Oh dear! I shall be too late!”
Lewis Carroll. Alice’s Adventures in Wonderland
Mientras abrochaba el botón del cuello de la camisa el espejo del armario
le devolvió una imagen cercana a la angustia, le mostró el gesto apurado de
quien lanza insistentes y nerviosas miradas al reloj, ese inútil vaivén de los
ojos hacia la muñeca izquierda, esa estúpida súplica que nunca lograría que los
minutos tuvieran más segundos ni que los segundos fuesen más largos. Quince
minutos, pensó con la frente perlada de sudor, como si no estuviera recién
duchado. Quince, sí. Quince eran los minutos que faltaban para esa cita a la
que en realidad, si lo pensaba bien, no quisiera tener que acudir. Pero la
asistencia era vital, ineludible. Es decir, que no había más remedio que
acudir. Así que lo mejor sería dejarse de historias y empezar a apresurarse.
Con calma, eso sí. Con calma -al fin y al cabo ya estaba vestido y calzado- y
sin agobios, sin nervios. No fuese que con las prisas eligiera mal la corbata.
Alternando las miradas entre el colgador de corbatas y la muñeca izquierda (las
perlitas de sudor empezaban a despeñarse por las cejas: ya iba algo más que muy
justo de tiempo; un imprevisto atasco de tráfico sería fatal; el menor retraso,
imperdonable), dudó entre el azul y el rojo -con traje oscuro y camisa blanca
cualquier otro color le hubiera parecido abominable- y, todavía indeciso, se
preguntó además si lisa, si a rayas o si estampada. Quince minutos. Quince.
Realmente, ya catorce, ya casi trece (y las perlitas de sudor deslizándose por
las sienes, invadiendo el entrecejo, avanzando hacia los pómulos). ¿Azul?
¿Rojo? ¿Lisa? ¿A rayas? ¿Estampada? Vale, vale. Venga, venga. Vamos, vamos. Seguía
pensando que no querría tener que acudir a esa cita cuando finalmente se
decidió -socorrido eclecticismo, acomodaticia solución, justo término medio-
por una corbata a rayas azul y grana. Angustia, vade retro. Subió el cuello de la camisa, puso la corbata sobre la
cerviz y las clavículas y se dispuso a hacer el nudo. Tiró de la parte ancha de
la corbata hacia abajo, calculando la medida para que una vez hecho el nudo la
punta quedase a la altura de la cintura, ni más abajo ni más arriba. ¿Nudo
sencillo? ¿Doble? ¿Windsor? El sencillo, como su nombre indicaba, sería el más
oportuno para la circunstancia ya un tanto apurada en que se encontraba.
Después de unos pocos pases de lastimosa y torpe prestidigitación le salió un
nudo blando, fofo y flojo, con la punta ancha de la corbata muy por debajo de
la cintura. Atribuyó el fallo a las perlitas de sudor, que en su deslizamiento,
su invasión y su avance hacía rato que inundaban los párpados y en cierto modo,
además de ofuscarlo, lo habrían obnubilado. Angustia, desaparece. Con un
desasosegante complejo de Penélope y sin dejar de darle vistazos al reloj
(apenas ya poco más de diez minutos) deshizo el nudo, situó ahora la parte
ancha de la corbata un poco más arriba que la vez anterior y se dispuso a
probar con el nudo doble. Nuevo fracaso de las torpes y lastimosas manos.
Fracaso al que cabía añadir un flagrante error de cálculo: además de que el
nudo seguía siendo blando, fofo y flojo, la parte ancha de la corbata apenas llegaba
ahora un poco más abajo del esternón, y con lo que colgaba de la parte estrecha
podría dársele metafórica y figuradamente la vuelta, sino al mundo, al menos a
la cintura. Desasosegante Penélope otra vez. Otra vez muñeca izquierda
(atosigante parpadeo de luz roja: menos de diez minutos; y las perlitas de
sudor que ya eran una sola y enorme perla que bañaba todo el rostro). Nudo
Windsor, por supuesto. El que debía haber elegido desde primera hora. Empezaba
a tener mucho más que prisa, así que -angustia, lárgate ya de una vez- calma,
tranquilidad, despacio, sin agobios, sin nervios. Mientras tiraba hacia abajo
de la parte ancha de la corbata para que quedase ligeramente más larga que la
parte estrecha volvió a pensar que no quería tener que acudir a esa cita. Cruzó
la parte ancha sobre la parte estrecha, pasó la parte ancha por detrás, hizo la
primera hebilla oblicua, hizo la segunda, hizo el cruce horizontal sobre las
dos hebillas, volvió a pasar la parte ancha por detrás y cuando asomó por
encima la introdujo en vertical por la hebilla horizontal. Sin prisa (aunque el
tiempo ya mucho más que apremiante; la perla de sudor ya mucho más que un
océano), observó, antes de ajustarlo, el nudo recién hecho y calculó con
alivio, casi sin angustia, que ahora, por fin, todo quedaría en su sitio.
Reconciliado con esas ya no tan lastimosas ni torpes manos que subían el
corredizo nudo hacia el cuello -se deslizaba con una suavidad casi ingrávida,
como si lo hubiesen engrasado con babas de ángel- estuvo a punto de olvidar
(pero la muñeca izquierda se encargó de recordárselo) que iba a ser imposible
llegar a tiempo a la cita. Ni con atascos ni sin ellos. El retraso era ya
inevitable. El retraso sería ya para siempre imperdonable. Y la angustia que,
sin haberse ido del todo, regresaba; la angustia que, perseverante, volvía; la
angustia que crecía y seguía creciendo hasta hacerse insoportable. “Pero si en
realidad tú no quieres tener que acudir a esa cita”, oyó que le decía de
repente el eco de una voz como la suya. “Yo te libraré de ella”, continuó
diciéndole la imagen de unos ojos como los suyos, unos ojos que lo miraban
encolerizados desde el espejo del armario. “Yo te libraré de eso. Te libraré de
todo para siempre”, le dijo finalmente el reflejo de unas manos como las suyas,
un reflejo que de golpe parecía haberse cansado de obedecer, unas manos que de
pronto se habían hartado de ser esclavas y que ahora, súbitamente
independizadas y ajenas, seguían deslizando suavemente en el espejo el
corredizo nudo Windsor hacia arriba, hacia más allá de la base del cuello,
continuaban apretándolo contra la nuez de Adán, no dejaron de apretarlo hasta
que, ¡crac!, lograron cascar la nuez, ¡crac!, ¡crac!, lograron romperla por
completo. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! Y así fue como quedó la nuez: totalmente rota
sin remedio, irreversiblemente cascada del todo para siempre.
PESADILLA CIRCULAR
Despierta sobresaltado, con una sensación de ahogo de la que trata de
escapar sacudiendo la cabeza, tragando aire a bocanadas y abriendo los ojos con
un acelerado parpadeo. No está acostado sino incorporado ya en la cama, como si
todavía desde el sueño un resorte lo hubiera impulsado a salir a flote
braceando desesperadamente. Está empapado en sudor. Necesita una ducha. Entra
en el cuarto de baño y ve que en el espejo está escrito con carmín: VEN. Oye el golpe de la puerta
al cerrarse a su espalda. Piensa en volver a abrirla y salir de allí, pero ya
está dentro del espejo, ya se siente caer por un oscuro pasadizo deslizándose
como por un tobogán. “Eso es que continúo durmiendo”, se dice para
tranquilizarse. “Eso es que sigo soñando.” Ahora ya no hay tobogán ni pasadizo
ni oscuridad sino una luz cegadora y un sendero enfangado y una certeza de
estar siendo perseguido. “Corre, corre, corre”, le dicen unas voces. “No dejes
de correr.” Pero está desnudo, y las piernas le pesan como si las tuviese
llenas de piedras, y el fango del sendero (o quizá sea asfalto derretido, o
chocolate fundido, váyase a saber) le entorpece los pies. SUBE, le ordena un letrero al
pie de una escalera. La reconoce con una apaciguadora sensación de alivio
(además, vuelve a estar vestido): tantos años después, ha regresado a la
escalera de su infancia, la de la vivienda familiar. Empieza a subir, con la
esperanza de encontrar refugio en su casa, cobijo en la compañía de sus
difuntos padres; pero a los pocos escalones, después de un rellano, ve que en
lugar de subir está bajando. SIGUE
SUBIENDO, le ordena otro letrero. Pero el tramo de escalera que tiene
ante él continúa siendo de bajada. Se da la vuelta y encuentra un tramo de
subida, pero a los pocos escalones empieza una nueva bajada, ahora mucho más
larga, con otro rellano al final. Baja los escalones de dos en dos, de tres en
tres, como cuando era niño, y siente un conocido vértigo antiguo cuando desde
unos escalones antes del final del tramo salta hacia el rellano. Pero quiere
obedecer la orden de los letreros, quiere subir y no bajar, quiere encontrar
cobijo, refugio. Se da la vuelta. Vuelve a subir. Nuevo rellano. Nuevo tramo de
bajada. Nueva vuelta. Arriba. Abajo. Rellano. Abajo. Arriba. Termina perdido,
desorientado en aquel laberinto vertiginoso de subidas y bajadas y rellanos. POR AQUÍ, NO. POR AHÍ. La
orden está ahora sobre la boca de un túnel. Pero sólo hay un aquí, no hay ningún ahí. Salvo que el ahí sea
esa puerta tapiada, esa puerta de la que sólo se adivina el contorno de lo que
serían el dintel y las jambas. Vuelve a tener la certeza de estar siendo
perseguido. Se interna en el túnel. “Por aquí, no; te lo habíamos advertido”,
le dice una voz cuando desemboca en lo que parece ser el muro de una presa. El
vértigo lo angustia. A un lado, un precipicio de aire. Al otro, un abismo de
agua. El muro se va haciendo tan estrecho como el alambre de un funámbulo. Sabe
que está condenado a perder el equilibrio. Si la caída es inevitable, ¿hacía
dónde caer? Entre el precipicio y el abismo, elige el abismo. Cuando el agua le
inunda los pulmones bracea desesperadamente, tratando de salir a flote. Al
mismo tiempo, busca la salvación pensando que está dormido, que todo aquello no
es real, que no es nada más que un sueño. Finalmente, parece que ese
pensamiento podrá salvarlo. Despierta sobresaltado, con una sensación de ahogo
de la que trata de escapar sacudiendo la cabeza…
MILAGROS
(Los
hechos y personajes que aparecen a continuación son totalmente ficticios.
Cualquier parecido con la realidad sería no sólo una pura coincidencia sino
además y también un verdadero milagro.)
1. (EN EL NOMBRE DEL PADRE)
En una de tantas incontables visitas de un cierto Santo Padre a un no
menos cierto país de cuento, el papamóvil tuvo que detenerse en un cruce de
calles al encontrarse con una animada y festiva cabalgata (discúlpese el
pleonasmo) a la que era obligado ceder el paso, ya que accedía al cruce por la
derecha del papamóvil y por lo tanto, según el código de circulación y a falta
de señal de tráfico que indicase lo contrario, tenía la preferencia. Los
componentes de la cabalgata invitaron al ocupante del papamóvil a unirse a
ellos, invitación que fue aceptada de inmediato. Y así desfilaron juntos, en
procesional comunión: el papamóvil en cabeza, repartiendo bendiciones a guisa
de caramelos y bombones; la cabalgata detrás, convertida -sin renunciar a su
carácter festivo y animado, e incluso incrementándolo- en improvisado cortejo
que no por ello dejaba de lanzar serpentinas y confetis. Al término del desfile
y antes de las actuaciones musicales del fin de fiesta, en el escenario
preparado a tal efecto le fue otorgado al ocupante del papamóvil el primer
premio en el concurso de disfraces del Día del Orgullo Gay.
2. (Y DEL HIJO)
En un país imaginario, cuando el no menos imaginario presidente de un
parlamento autonómico no menos etcétera se disponía a jurar su cargo (pues este
imaginario presidente no era de los que prometen, sino de los que juran y, si
es necesario, perjuran) ante un crucifijo que él mismo (el imaginario
presidente) se había preocupado de agenciarse, una voz de trueno retumbó
(¿sería redundante decir atronó?) en el hemiciclo: “Estamos en un Estado aconfesional,
¡coño!” Era la voz del Cristo, quien seguidamente descendió de la cruz, cargó
con ella, atravesó exasperado el hemiciclo maldiciendo de Sí mismo, de Su
propio Padre y hasta del Santo Palomo, y salió a la puta calle, donde se unió a
los indignados que protestaban a las puertas del imaginario parlamento.
3. (Y DEL ESPÍRITU SANTO)
Érase una vez un supuesto presidente del consejo de administración de un
igualmente supuesto gran banco. Tenía mucho, muchísimo dinero en Suiza
(supuesto país, como se supone que es bien sabido, supuestamente inexistente).
Era un dinero negro, negrísimo, que no pagaba impuestos… ¿Sí, diga? ¿Qué ese
supuesto gran banco patrocina la publicidad de esta página? Ah, bueno. Pues
entonces usted perdone. Le aseguro que no volverá a repetirse. A sus órdenes,
¿eh?, siempre a sus órdenes…
(AMÉN)
IMPOSIBLE REFUTACIÓN DE ZENÓN
1.
Tic. A 102 metros de su objetivo, la bala, prácticamente en el
mismo instante en que el percutor golpea el fulminante, sale por la boca del
cañón del fusil; el silenciador y la bocacha apagallamas amortiguan la
detonación y el fogonazo; no del todo, pero lo bastante para hacer casi
imposible cualquier hipotética -e indeseada- reacción de un no menos
hipotéticamente hiperatento y superveloz guardaespaldas. Desde una ventana
abierta en el piso treinta de un edificio de oficinas, un hombre, con una
pierna pasando ya por encima del alféizar, mira hacia abajo mientras la
película de su vida empieza a desfilar por su conciencia a la velocidad de la
luz (1). De pie
en su coche descubierto, el mandatario desvía por un momento la mirada,
apartándola del público que agita banderitas y lo aclama agolpado en las aceras
de la amplia avenida, echa hacia atrás la cabeza y, entornando los ojos, los
dirige hacia un punto indeterminado del cielo.
2.
A 101 metros de su objetivo, la bala, frenada apenas por la
resistencia del aire, prosigue su trayectoria inexorable. La mano derecha del
mandatario, con la que había venido saludando al público, está acompañando
ahora el movimiento de retroceso de la cabeza y, con todos los dedos plegados
salvo el índice, busca apoyar este último en la base de la nariz. Sobrevolando
con ágil aleteo las tranquilas aguas del estanque de un parque, una enorme
libélula azul se dispone a caer en picado sobre un sentenciado mosquito (2). El suicida del piso
treinta recuerda su infancia.
3.
A 100 metros de su objetivo, la bala, suponiéndola dotada de
facultad intelectiva, piensa que es imposible fallar. El suicida del piso
treinta recuerda su adolescencia. Las mortíferas mandíbulas de la libélula se
abren sobre el sentenciado mosquito. Desde una de las hojas de nenúfar que
tapizan las tranquilas aguas del estanque, una corpulenta rana verde inicia un
salto en pos de la enorme libélula azul (3). El dedo índice del mandatario presiona la
base de la nariz, totalmente fruncida ésta por el acuciante cosquilleo que
martiriza las fosas nasales y que en su trayectoria ascendente llega a
extenderse hasta las glándulas lacrimales.
4.
A 10-1 metros de su objetivo, la bala se dispone a pensar que
pronto podrá decir misión cumplida.
La cabeza del mandatario ha llegado al máximo de su retroceso; los entornados
ojos están inundados de lágrimas; la fruncida nariz, ayudada por el dedo
índice, inspira con fuerza, tratando de liberarse del torturante cosquilleo. Se
abre la siniestra boca de la rana, su pegajosa lengua se extiende. Las
mortíferas mandíbulas de la libélula empiezan a cerrarse. El suicida del piso
treinta recuerda su primer desengaño amoroso.
5.
A 10-2 metros de su objetivo, la bala empieza a sentir una
cierta ansiedad. El suicida del piso treinta, resistiéndose a calificarlos,
recuerda sus años de matrimonio. El sentenciado mosquito nota el punzante
contacto de unas mandíbulas mortíferas. La sorprendida libélula siente en el
extremo terminal de su abdomen el pegajoso contacto de una lengua anfibia. La
cabeza del mandatario inicia un movimiento de avance.
6.
A 10-3 metros de su objetivo, la bala empieza a ponerse
realmente nerviosa. La cabeza del mandatario, impulsada por un liberador
estornudo, cae totalmente hacia delante, apartándose así de la trayectoria
fatídica.
7.
A 10-4 metros de su nuevo, incierto y desconocido destino, la
bala se siente desorientada, perdida. A 10-5 metros… A 10-6…
A 10-7…
8.
A 10-n metros… Tac.
1.
Esta trama secundaria no tiene nada que ver en absoluto con el tronco central
del relato. Posiblemente se trate de un
recurso, un tanto burdo, del autor para sugerir que este tipo de textos pueden
ser inflados y prolongados artificialmente hasta el infinito. (Véase también la
nota número 3.)
2.
Véase la nota número 1.
3.
Véase la nota número 2.
BLACK HOLE/WHITE HOLE
Se nos va, se nos va, dice el cirujano, lo perdemos, lo perdemos, y un
corro de gente ataviada de verde quirófano se arremolina y se agita en torno a
la mesa de operaciones porque seguramente estoy agonizando, y aunque se
apresuran con goteros y jeringuillas y desfibriladores pronto desisten y eso
quiere decir que ya estoy muerto, que para ellos ya no soy nada más que una piltrafa
inerte varada para siempre en órbita del horizonte de sucesos del agujero negro
en el que acabo de penetrar, pero eso es lo que ellos ven, la cáscara de la que
acabo de desprenderme y que he dejado atrás para que eso otro que continúa
siendo yo descienda ahora en espiral
(esta oscuridad tubular que me envuelve debe de ser ese largo túnel del que
hablan quienes han tenido experiencias cercanas a la muerte), caiga hacia el
centro de ese agujero negro propio e individual que nos ha sido asignado a todos
y cada uno de nosotros, y eso que todavía es yo sabe y comprende de pronto que está muy cerca de saber y
comprender, sí, muy cerca, tan cerca como lo estoy del final del oscuro túnel,
del centro del agujero negro, de esa intensa luz que ya se divisa al fondo (esa
misma luz de la que también hablan los que regresaron cuando estaban casi a
punto de llegar), esa cegadora luz concentrada en torno a eso que los físicos
denominan singularidad, ese lugar (o
no lugar) sin espacio ni tiempo (o donde se concentran todo el espacio y todo
el tiempo) de cuya inconcebible gravedad no se puede escapar -y por eso está
allí toda la luz, porque ni siquiera ella puede huir-, y hacia allí se aproxima
eso que está empezando a dejar de ser yo
(de repente siento como si estuvieran pasándome una goma de borrar por la
conciencia), hacia allí donde se consumará definitivamente la muerte, donde no
seré otra cosa que luz y solamente luz y nada más que luz, pero a lo mejor aún
hay esperanza, pues algunos físicos proponen que los agujeros negros son como
puentes o pasadizos hacia otros universos, sí, a lo mejor aún hay esperanza,
porque a eso que casi ya no es yo le
parece ver ahora que además de la luz hay algo así como una reunión de
alienígenas, de hombrecillos verdes, un corro de gente ataviada de verde
quirófano que se arremolina y se agita diciendo ya viene, ya viene (pero ése
que finalmente ha dejado de ser yo ya
no puede oírlos), y unas manos con guantes de látex tiran con mucha suavidad de
la pequeña cabeza que ya asoma, la tenemos, la tenemos, y las cuidadosas manos
enguantadas se aferran ahora a los pequeños hombros, y todo el mundo respira
con alivio porque la niña viene de cara y el cordón umbilical no se ha
enrollado al cuello y todo va a salir muy bien y va a ser un parto perfecto.
FRACTALES
• Mapa de las costas del mar
de Mármara desplegado en el puente de mando del buque Mar de Mármara que acaba de dejar atrás el Bósforo y navega ahora
por el mar de Mármara con rumbo a los Dardanelos.
• Anoche soñé que era Dios y
desde mi elevada atalaya en lo más alto de los cielos veía girar la Vía Láctea
y en el extremo de uno de sus brazos espirales veía girar el Sol y alrededor de
él veía girar la Tierra y en su superficie veía girar un tiovivo y sobre el
mismo veía girar a un derviche giróvago que hacía girar un trompo. Cuando
desperté, estaba bastante mareado (por no hablar del dinosaurio, que todavía
estaba allí; pero ésa -y además no es mía- es otra historia).
• Nunca podré salir vivo de
este laberinto de senderos que se bifurcan. Recuerdo vagamente haber oído o
leído alguna vez que para encontrar la salida de un laberinto hay que elegir
siempre el sendero de la izquierda. Eso hago. Pero tengo siempre la impresión
de caminar en círculo, de volver ineluctablemente al punto de partida. Aunque
eso no es del todo exacto. Lo cierto, o eso me parece, es que camino en
espiral, volviendo a un punto que es como el de partida pero, por así decirlo,
un escalón más alejado. Algún día, pues mis huellas van quedando impresas de
manera indeleble en los senderos que recorro, llegaré a saber la figura que
estoy trazando. Ese día llegará cuando muera y mi espíritu se eleve sobre el
laberinto y vea que a lo largo de los años mis pasos han ido dibujando foliolos
que dibujaban hojas que dibujaban ramas que dibujaban un árbol. Al pie de ese
árbol es donde quiero que me entierren.
• Doce mil miles de milenios
más doce mil miles de siglos más doce mil miles de décadas más doce mil miles
de lustros más doce mil miles de años más doce mil miles de semestres más doce
mil miles de meses más doce mil miles de semanas más doce mil miles de días más
doce mil miles de horas más doce mil miles de minutos más doce mil miles de
segundos es el tiempo transcurrido desde que se produjo el Big Bang, según los más recientes, afinados y exactos cálculos
cosmológicos. La próxima estimación dentro de doce, once, diez, nueve, ocho,
siete…
• Esto puede leerse -lo juro
por lo más sagrado- en los vagones del metro de mi ciudad: MARTILLO ROMPECRISTALES. ROMPER EL
CRISTAL PARA ACCEDER AL MARTILLO.
• La hormiga me apresa entre
sus mandíbulas. Con blando y suave bocado, como perro de caza que lleva una
perdiz a su amo, me arrastra hacia el hormiguero. Sé quién es la perdiz. Sé
quién es el perro. Me pregunto quién será el amo. Blanda y suavemente capturo
con dos dedos, pulgar e índice en pinza, la hormiga que me arrastra. Mientras
me pregunto en qué podrá estar pensando, siento en la cintura el blando y suave
bocado de unas mandíbulas que me apresan.
• Bastaría con que alguien
mirase por un microscopio y se viera a sí mismo mirando por un microscopio para
que pensase que ese doble microscópico podría estar viendo a su vez lo mismo
que él, y así sucesivamente en una regresión -con permiso de Planck:- infinita.
Pero (¡ah!, el orgullo humano) ¿pensaría también que él mismo pudiera estar
siendo visto en un microscopio por un doble macroscópico que a su vez estuviera
siendo visto etcétera, etcétera, etcétera?
• Recordando o habiendo
recordado me parece recordar o haber recordado que recuerdo que he recordado
que recordé que recordaba que había recordado lo que hube recordado que
recordaría cuando lo habría de recordar. Pero no sé si recordaré lo que habré
recordado cuando lo recuerde o lo haya recordado, porque el hecho de que en
alguna ocasión lo recordase o lo hubiese recordado no quiere decir que ya
siempre lo recordare o lo hubiere recordado. Qué poca memoria tengo. Lástima
que no pueda dirigirme a mí mismo en imperativo y decirme simplemente:
¡Recuerda!
• Obama mató a Osama antes de que
Osama pudiera matar a Obama. Ahora hay muchos Osama que quieren matar a Obama.
¿Matará Obama a todos esos Osama antes de que todos esos Osama puedan matar a
Obama?
• Tres treses de tréboles a
lomos de tres tristes tigres perseguidos por tres lanceros bengalíes quienes
perseguidos a su vez por las tres Parcas cabalgan enarbolando tres tridentes
mientras se encomiendan a la Santísima Trinidad la cual lo observa todo desde
lo alto de tres cruces en la cumbre del monte Calvario.
CONDENACIÓN ETERNA
Y si llega a
encontrarla, os aseguro que se alegrará por ella más que por las noventa y
nueve que no se extraviaron.
Mt 18, 13
Los visitantes del museo de pintura de nuestra ciudad habrán podido
advertir que en el lugar donde estaba expuesta (y vuelve a estarlo) la obra de
Frank van Haalst (Haarlem, 1438-1495)
conocida como Condenación eterna ha
permanecido colgado durante varias semanas un aviso mediante el cual se
informaba de que dicha obra había sido retirada temporalmente para proceder a
la limpieza y restauración de la misma. Puesto que yo he sido el causante de
dicha retirada temporal, pasaré sin más demora a dar las explicaciones
pertinentes.
Nuestra pinacoteca, aunque provincial y de segundo orden, no deja de
tener un cierto interés. Entre sus fondos permanentes no escasean las obras de
mérito, y el equipo rector del museo se preocupa de organizar frecuentes y
atractivas exposiciones temporales. No es extraño, así pues, que personas como
yo -almas solitarias y ociosas, amantes del arte no sólo por el goce estético
sino por la ilusión de compañía que también proporciona- seamos visitantes
asiduos.
Hace unas semanas, en una de esas
visitas sucedió algo que me hizo detenerme al pasar ante el cuadro en cuestión.
A lo largo de los años había pasado ante él numerosísimas veces (quizá sea
exagerado decir que miles e injusto decir que sólo decenas) sin hacerle
demasiado caso. Después de una primera aproximación mesuradamente aplicada hace
ya mucho tiempo, me había detenido en alguna que otra ocasión a contemplarlo
poco menos que fugazmente, pero hasta entonces nunca había notado nada en esa
pintura que atrajera especialmente mi atención. Es obra de mérito,
indudablemente, pero algo más de un escalón por debajo de lo que habitualmente
calificamos como obra maestra. Es interesante su composición en diagonal, con
esa cascada de condenados que caen hacia un lago de fuego empujados por los
-para la época- inevitables demonios con tridentes, rabos, cuernos y alas de
murciélago. Su figurativismo un tanto plano está a medio camino entre el
desbocado surrealismo avant la lettre
del infierno de Hieronymus Bosch en El
jardín de las delicias y la delirante ingenuidad todavía cuasi medieval del
Fra Angélico de El juicio universal.
Interesante, ya digo; pero nada excepcional.
¿Por qué atrajo entonces mi atención? O, para ser más exactos: ¿por qué
la atrajo entonces? Entonces; es
decir: en aquel preciso momento y no antes. A esa pregunta sólo puedo responder
que lo que me hizo mirar ese cuadro con ojos nuevos, como si lo contemplara por
primera vez, no fue algo que viera en él y que hasta entonces no hubiese visto,
sino algo que ese día oí en él y que
quizá debiera haber oído mucho antes.
Pienso ahora que es posible que aquel día ocurriera algo especial. No
especialmente importante, pero sí especial. El cuadro se expone en un pasillo
del primer piso del museo, que es lugar de paso hacia una de las salas más
visitadas, pues en ella se encuentran un Murillo, un Ribera y dos Velázquez.
Ese pasillo, así pues, suele estar muy concurrido. Pero aquel día, lo recuerdo
perfectamente, no había nadie excepto yo. No había ruido de pasos ni
conversaciones que aun en voz baja habrían impedido oír ese gemido que brotaba
-quién sabe desde cuándo- de la esquina inferior derecha del cuadro. Era un
gemido agudo y lejano, casi inaudible, parecido al chillido de una rata. Me
recordó el grito de auxilio que en una lejana película de mi adolescencia
emitía desesperadamente una mosca con cabeza humana (o una pequeñísima cabeza
humana con cuerpo de mosca) atrapada en una tela de araña. Me incliné
acercándome todo lo posible a esa esquina del cuadro y me pareció que el gemido
brotaba de una diminuta imagen que a pesar de su reducido tamaño destacaba por
una textura y un color especiales.
Nuestra pinacoteca, aunque -lo reitero- provincial y de segundo orden, ha
merecido desde hace algún tiempo figurar entre las seleccionadas para esa
aplicación de Google que permite efectuar visitas virtuales a algunos museos.
Así pues, en cuanto regresé a casa encendí el ordenador y con unos pocos clics
tuve el cuadro en pantalla. Dirigí el puntero hacia la esquina que me
interesaba y pronto pude distinguir una imagen de mujer encadenada a una picota
y devorada por las llamas. Al ir ampliándola fui entendiendo el motivo de que
su textura y su color me hubiesen parecido tan especiales: tenía todo el
aspecto de un holograma, su contorno podía apreciarse por entero; era como
haber aprisionado tres dimensiones en una cárcel bidimensional. Pero no era un
simple holograma; la imagen era real, la imagen tenía vida y movimiento
propios. Al menos en los labios, que musitaban algo. Y a medida que yo seguía
ampliando, a medida que ese rostro gemebundo iba alcanzando en la pantalla un
tamaño casi humano, su lamento se fue haciendo menos agudo y más audible:
“Perdón, piedad, misericordia”, llegué a oír nítidamente.
Pocos datos pueden encontrarse sobre Frank van Haalst. Pictóricamente, es
una figura -haciéndole bastante favor- de segunda fila. Y si merece unas
escasas líneas en las enciclopedias esto es debido más bien a las oscuridades y
turbulencias de su vida. No pudo ser acusado de asesinato a raíz de la
misteriosa desaparición de su -al parecer, adúltera- esposa al no haber sido
hallado nunca el cadáver de ésta. Pero la justicia de su época sí que pudo
condenarlo finalmente a la hoguera por supuestos tratos con el diablo.
No necesité saber más. En mi siguiente visita al museo acudí provisto de
un frasco de trementina y aprovechando un momento en que el pasillo volvió a
estar excepcionalmente solitario lo vertí sobre esa esquina del cuadro.
He continuado visitando el museo como si nada hubiese sucedido, y lo he
seguido visitando también virtualmente mientras el cuadro ha estado en limpieza
y restauración. He tenido ocasión de comprobar que la aplicación de Google se
actualiza con frecuencia, pues al poco tiempo de mi acción podía verse en las
visitas virtuales que en el pasillo donde se exponía el cuadro colgaba el aviso
en el que se informaba del motivo de su ausencia.
El cuadro ya vuelve a estar en su sitio, una vez limpio y restaurado. Lo
he ampliado en la pantalla del ordenador y he comprobado con satisfacción que
la mujer encadenada a la picota es ahora una simple imagen de dos dimensiones.
Un alma más que ha sido redimida. O eso creía. Pues me ha parecido que
todo había sido excesivamente fácil, demasiado bonito -como vulgarmente se
dice- para ser verdad. Y se me ha ocurrido buscar en Google reproducciones del
cuadro anteriores a mi acción. Y las he ido ampliando. Y allí estaba de nuevo la
mujer gemebunda pidiendo perdón, piedad, misericordia.
Parece ser que toda reproducción fotográfica o digital del cuadro
anterior a mi acción reproduce también esa condenación eterna. Y ahora, a mi
edad, a mis años, me encuentro ante una disyuntiva, ante la elección entre dos
tareas a cual más ardua: o bien me dedico a estudiar informática hasta
convertirme en un hacker capaz de
borrar todos los archivos digitales del mundo que contengan reproducciones de
ese cuadro, o bien me dedico a inventar una máquina del tiempo que me permita
retroceder con un frasco de trementina hasta una época anterior a la de
Daguerre y Niepce.
Aunque quizá lo más seguro fuese retroceder hasta la época en que vivió
Van Haalst e impedir que llegara a pintar el cuadro. No fuese que más adelante
cualquier aprendiz de pintor hiciera una copia del mismo y allí también
estuviese la mujer gimiendo en la picota, pidiendo lastimeramente perdón y
piedad y misericordia, moviendo los labios por los siglos de los siglos sin que
nadie la oyera ni pudiese salvarla de aquella horrorosa condenación eterna.
HOY PUEDE SER UN GRAN DÍA
ARBEIT MACHT FREI
(Campo
de exterminio de Auschwitz)
No puede perder ¿qué dice un minuto? ni siquiera un miserable segundo
pues hoy tiene una agenda apretadísima por lo que lo mejor será levantarse ya
sin esperar a que suene el despertador y darse una ducha rápida (tratando de
ensuciar lo menos posible el cuarto de baño) con el fin de ponerse enseguida
manos a la obra para hacer la cama (ya tuvo la precaución de dormir procurando
casi no deshacerla) y limpiar la habitación dejando así liquidado el contrato
de 10’ 27’’ que le hicieron en la ETT con ese hotel de mala muerte lo que le
permitirá a continuación bajar corriendo a desayunar y finiquitar seguidamente
el contrato de 7’ 33’’ como lavaplatos en el restaurante de ese mismo hotel del
que tendrá que salir pitando en dirección a la estación de metro más próxima
para conducir durante 18’ 27’’ el primer tren que pase esperando tener la
suerte de que vaya con destino a una estación cercana a la parada de taxis en
la que ha de ponerse al volante durante 20’ 11’’ confiando en que la última
carrera lo deje cerca del ambulatorio donde ha de permanecer durante 1 hora 12’
23’’ haciendo extracciones de sangre para los correspondientes análisis así
como (pues para algo es doctor en Medicina) durante 2 horas 11’ 37’’ pasando
consulta a razón de dos pacientes por minuto antes de salir volando hacia un
bar en el que tiene un contrato de camarero por 3 horas 15’ 21’’ con la ventaja
de que incluye el derecho a bocadillo de media mañana y comida de mediodía y la
ventaja adicional de que está justo al lado de la academia en la cual (pues
para algo es también licenciado en Filología Inglesa) ha de impartir clase de
inglés durante 45’ procediendo seguidamente a tomar posesión del carrito de
barrendero que encontrará al volver a la calle y al que habrá de estar uncido
durante 3 horas 39’ 1’’ por lo que terminará (después de haber engordado
convenientemente su currículo y de haber cumplido una jornada laboral de 12
cotizables horas 12) completamente apurado de tiempo ya que mientras devora una
frugal y triste cena adquirida al pasar ante un puesto de perritos calientes
aún tendrá que acercarse a la ETT antes de que cierren a fin de ver si hay
suerte y entre los contratos que le ofrezcan para el día siguiente (si es que
se los ofrecen) vuelve a haber otro de limpiador de habitaciones y lavaplatos
en algún hotel de mala muerte donde pueda pasar la noche.
CÍRCULOS CONCÉNTRICOS
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
Sor Juana Inés de la Cruz. Hombres necios que acusáis…
El que peca por la paga
Sale de la sastrería, sube al coche oficial que lo espera a la puerta,
llega al palacio presidencial, entra en su despacho, toma asiento frente a su
mesa de trabajo, firma unos documentos, se levanta de su asiento frente a su
mesa de trabajo, sale de su despacho, abandona el palacio presidencial, sube al
coche oficial que lo espera a la puerta, entra en la sastrería.
El que paga por pecar
Con un habano entre los dedos atraviesa ufano el patio del monasterio, se
atusa los grandes bigotes, saluda (pero volverá a verlos en el banquete) a sus
amigos y a sus conocidos y a los familiares de los contrayentes, apaga el
habano, entra en la iglesia, asiste a la ceremonia, sale de la iglesia,
enciende un habano, se despide (pero volverá a verlos en el banquete) de sus
amigos y de sus conocidos y de los familiares de los contrayentes, se atusa los
grandes bigotes, con el habano entre los dedos atraviesa ufano el patio del
monasterio.
NEOLOGISMOS
Confesurinario: artefacto, artilugio, dispositivo o utensilio -¿quizá
también aparato o armatoste; quizá incluso mecanismo?- portátil y polivalente
(cuyo doble -y, en caso de extrema necesidad, hasta triple- uso es fácilmente
deducible de su propio nombre), de gran utilidad (y profusamente utilizado, por
lo tanto) en las aglomeraciones de fieles producidas con ocasión de las cada
vez más frecuentes visitas papales a nuestro aconfesional Estado.
Escuchido: uno de los cinco sentidos (vista, escuchido, olfato, gusto y
tacto). Voz ampliamente fecunda en derivados: escuchir (no hay peor sordo que
el que no quiere escuchir), escucheja (al diestro le fueron concedidas dos
escuchejas y rabo), alumno escuchiente, pabellón escuchitivo, escuchiencia
(territorial, nacional, televisiva, real o papal, por ejemplo), escuchiculares,
escuchalgia, escuchititis, escuchorrea, escuchirrinolaringología,
escuchirrinolaringólogo, y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera.
Filicantropía: invento de los de siempre para eludir esa trasnochada
antigualla de la justicia social y seguir chupando la sangre y devorando a
los mismos de siempre (y, de paso,
desgravar en las declaraciones de impuestos, suponiendo que el filicántropo no
sea residente en un paraíso fiscal en cuyo caso puede pasar directamente a la
licantropía sin más prefijos ni preámbulos).
Ostentóreo: voz inmortalizada por un ostentoso y estentóreo personaje de
cuyo nombre será mejor olvidarse. Se desconoce si fue autor de otros tan
igualmente afortunados hallazgos, aunque de su impronta asaz energuménica y
pantagruélica cabría esperar la patente de al menos dos de ellos: grandunflón y gordillón.
Publivisión (también conocida como telecidad): monstruosa bestia mitológica,
híbrida de dos alimañas a cual más dañina y estupidizante.
Solicaridad (también llamada carisolidad): véase filicantropía.
UNIDOS HASTA EN LA MUERTE
Del orificio de bala en la frente de la mujer tendida en la cama brota un
reguero de sangre que tras un corto serpenteo por la colcha se descuelga hasta
el suelo. Allí avanza hasta la puerta del dormitorio y sale del mismo pasando
ante un niño y una niña abrazados en la entrada de la habitación, dos niños que
paralizados menos por el horror que por la incredulidad y la incomprensión (aún
no llegan a creer lo que ha ocurrido ni alcanzan aún a comprender el motivo de
esa sinrazón) miran temblorosos hacia el interior aunque todavía sin llanto ni
gritos ni lágrimas (todo eso vendrá poco después). El reguero de sangre
desciende por la escalera hasta el piso bajo, atraviesa el salón, la cocina, el
saloncito que hace las veces de recibidor y sale a la calle por el jardincillo
delantero de la casa. Sortea rodeándolo un grupo de vecinos que han acudido alarmados
por la detonación (unos vecinos que pronto declararán a la televisión que aún
no llegan a creer, no alcanzan aún a entender, quién hubiera podido imaginarlo,
parecían llevarse tan bien los dos, él parecía tan buena persona…) y dobla a la
derecha para seguir calle abajo en persecución del hombre que escapa corriendo
a lo lejos. Sin perder nunca de vista al hombre que huye, casi pisándole los
talones siempre, el reguero de sangre discurre por varias calles hasta entrar
en un parque. Allí da alcance por fin al fugitivo. Allí, tras un corto
serpenteo por la hierba, trepa por su cabeza. Y allí, finalmente, se detiene:
en el orificio de bala en la sien derecha del hombre tendido al pie de un
árbol, del fugitivo que yace manteniendo en la mano crispada un revólver con el
cañón aún repetidamente caliente, un revólver con el cañón todavía doblemente
humeante.
LO MÁS ACONSEJABLE EN ESE CASO
Plus léger qu’un bouchon j’ai dansé sur les flots
Arthur Rimbaud. Le Bateau ivre
Tengo un amigo apellidado Manzano que sostiene que en el hipotético caso
de que Dios existiera y en el no menos -sino muchísimo más- hipotético supuesto
de que además, por cualquier razón ignota (salvo para Él, que sería el único en
conocerla), hubiese decidido revelarnos el misterio de mi, tu, su (de él, ella,
ello), nuestra, vuestra, su (de ellos, ellas) existencia -es decir, por qué hay
algo en lugar de nada-, lo que parece más lógico es que, dejándose de cuentos,
de fábulas y de historias, hubiera empezado directamente por explicarnos las leyes
de la física, la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y así
sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera, es decir, por una especie de
bachillerato acelerado que nos hubiese evitado el haber tenido que estar dando
palos de ciego durante milenios y milenios intentando descifrar los enigmas del
universo.
Un ejemplo, entre tantos otros, de los que propone mi amigo: Génesis 1,
1-3: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad
caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios
aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios: ‘Que exista la luz.’ Y la luz existió.”
Sobre esto dice el mentado Manzano en primer lugar que es literatura, y
literatura de la buena. El primer versículo es uno de los más grandes principios
de obra narrativa que conoce la Historia, y en ese sentido no tiene nada que
envidiar a “En un lugar de la Mancha…”, ni a “Muchos años después, frente al
pelotón de fusilamiento…”, ni a “Longtemps,
je me suis couché de bonne heure”, ni a “¿Encontraría a la Maga?”, y así
sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Una enormísima frase, sin duda,
que ha creado escuela; véase si no la siguiente imitación, de autor un tanto
dudoso e incierto, pues no está claro del todo que pertenezca verdaderamente a aquél
a quien se le atribuye: “Al principio ya existía la Palabra” (Jn 1,1). Pero,
además de gran literatura, sostiene también Manzano que si estos versículos no
son una críptica (quizá intuitiva) descripción del Big Bang que venga Dios y lo vea. ¿Acaso que sean creados antes que
nada el cielo y la tierra no vendría a querer decir que lo primero fue el
espacio y la materia? Y el hecho de que la luz venga después, ¿no se
correspondería con ese momento del universo, aproximadamente trescientos mil
años después del Big Bang, en que al
ir enfriándose llegó a hacerse transparente a la radiación y a partir de
entonces los fotones pudieron circular libremente? Y si es así, ¿no hubiera
sido más fácil y más lógico, en lugar de tanta literatura, poner a Adán delante
de una pizarra y escribir directamente E=mc2?
Otro ejemplo: el pecado original. Aquí matiza mi amigo que no es el hecho
en sí del pecado lo que más discute (pues lo considera una metáfora del momento
evolutivo en el cual lo que hasta entonces era mono empezó a ser hombre), sino
el detalle de que sea heredable. ¿No viene a ser esto una no menos críptica
descripción del ADN? ¿Por qué, entonces, no dibujarle a Adán en la pizarra la
doble hélice y dejarse de historias?
En cuanto a lo de la Encarnación, la Pasión y Muerte, y la Resurrección,
eso, propone Manzano, ya es de risa. Como literatura, y no sólo fantástica,
sigue siendo de la buena. Pero ¿encaja con la idiosincrasia de lo que se supone
que debería ser Dios tanta estupidez y tanta mezquindad? ¿De verdad alguien con
algo más de dos dedos de frente puede llegar a pensar que el dinosaurio pueda
alcanzar a sentirse ofendido por la pulga? ¿No ofende esta supuesta ofensa la
inteligencia de cualquiera que sea capaz de pensar por sí mismo? Y ¿no la
ofende todavía más la simple suposición de que para lavar la afrenta y, lo que
parece más increíble, redimir a las pulgas el dinosaurio tenga que
transformarse en pulga, padecer y morir como pulga, resucitar -¡jua!- como
pulga?
¿Para qué seguir?, dice Manzano, si todo es por el estilo. Mira lo de la
supuesta virginidad de la Virgen. Qué papelón para el pobre san José, que
vendría a ser, de modo parecido a como el Cristo de los Faroles es el patrón de
los jugadores de póquer, el triste patrón de los eunucos.
Sí, para qué seguir, le contesto a mi amigo, que ya está empezando a
ponerse irrespetuoso e irreverente. Y no dejo de preguntarme y de preguntarle
qué sentido tiene en estos tiempos seguir hablando de todo esto, cuando ya
debería estar superado y hasta larguísimamente olvidado. Y me replica Manzano
que sí, que debería estarlo, pero que aún no lo está porque los fabricantes de
historias nunca se han ido del todo, y que hay que seguir hablando porque están
volviendo y cada vez con más fuerza. Y que peor será cuando vengan los otros,
los del burka y la barba. Porque
entonces, y que Dios o Alá nos pillen confesados, ya ni siquiera podremos
seguir hablando.
Y me despido de mi amigo no sin la sensación de haber estado parloteando
de todo un poco, lo que es lo mismo que decir de nada; de haber estado
picoteando frívolamente como mariposas de flor en flor; de haber ido flotando a
la deriva como un tapón de corcho mecido por las olas.
Y mientras me retiro no puedo dejar de pensar en su última réplica. Y,
antes de ir poniendo punto final, me digo que lo más aconsejable en ese caso
sería poner punto en boca, es decir, cerrar la boca y callarse. O al revés:
callarse primero y cerrar la boca después. Porque uno puede estar callado con
la boca abierta, aun a riesgo de que entren moscas. Pero nadie puede hablar con
la boca cerrada. O amordazado.
ESCENA PRIMORDIAL
Tendida sobre un mullido lecho de hierba, con su larga cabellera
desparramada haciéndole de manto, Eva duerme una profunda siesta al pie de un
árbol. Emboscada en el follaje de la copa, con un insidioso fruto entre las
mandíbulas, la Serpiente la acecha. Avanzando por los senderos del jardín,
exhausto después de haber tenido que dar nombre a tanto ser viviente, Adán, con
las manos en la boca formando una caracola, llama a Eva en busca de reposo. La
Serpiente, advertida por la llamada (y ¿quizá celosa?), inicia un descenso
sinuoso mientras Eva, todavía durmiente, se revuelve en la hierba. Adán,
acuciado por el deseo, sigue avanzando por los senderos. La Serpiente,
sigilosa, prosigue su taimado descenso por las ramas y el tronco. Adán continúa
llamando a Eva, la cual, aún medio dormida, vuelve a revolverse. La Serpiente
se desliza hasta el pie del árbol. Los pasos de Adán son cada vez más ansiosos,
sus llamadas cada vez más insistentes. Eva abre por fin los ojos, y al ver a la
Serpiente agita con sorpresa su larga cabellera. Adán llega en el momento en
que la Serpiente empieza a desgranar su tentación embaucadora. Cubriendo a Eva
en busca de reposo, dice a la Serpiente mientras, de un manotazo, la aparta:
“¿Acaso ignoras que no es de buena crianza hablar con la boca llena?”
Y entonces, allá en lo alto, el Ojo que todo lo ve, inscrito en Su
triángulo, sin poder disimular la decepción (“Lástima. Apenas por un minuto”,
piensa) dice a la Muerte: “Otra vez será, hermana. De momento, sigues sin
trabajo.”
TEOLOGÍA RECREATIVA
(Márquese con una X la respuesta elegida para cada pregunta.)
1. (FE)
Supóngase que inmediatamente después de haber celebrado la Eucaristía el
sacerdote oficiante subiese a su automóvil y a los pocos minutos tuviera que
detenerse en un control de la guardia civil de tráfico. ¿Daría positivo en la
prueba de alcoholemia?
A: Sí.
B: No, ya que
la escasa cantidad de vino ingerida durante el santo sacrificio no alcanzaría
nunca a dar positivo.
C: No, pues
fuese cual fuese la cantidad de líquido ingerida no lo habría sido de vino
sino, por obra y gracia del fenómeno de la transubstanciación, de sangre de
Cristo, la cual carece, que se sepa, de cualquier graduación alcohólica.
2. (ESPERANZA)
Supóngase que en un fortuito, desgraciado y lamentable accidente laboral
un trabajador sufriera la amputación de un brazo. ¿Cuál sería la reacción más
lógica del accidentado?
A: No hacer
nada, con la esperanza de que el miembro amputado pudiera regenerarse
espontáneamente como sucede en el caso de ciertos reptiles e insectos.
B: Acudir
deprisa y corriendo al hospital más próximo con el brazo bajo el brazo, con la
esperanza de que pudiera serle reimplantado gracias a las más avanzadas
técnicas quirúrgicas.
C: Peregrinar
a Lourdes y si es posible -pues ya se sabe que una mano lava la otra y las dos
la cara- también a Fátima (o viceversa), con la esperanza de que la intercesión
de Nuestra Señora pudiera lograr que el brazo se regenerase milagrosamente.
3. (CARIDAD)
Supóngase que un supuesto gran banco tuviera unos beneficios exorbitantes
y extraordinarios…
-¿Sí, diga?
-¡Eh, oiga! ¿Se acuerda usted de quién patrocina la publicidad de esta
página?
(A.M.D.G.)
ESPEJO DEL ALMA
‘Tis
the time’s plague, when madmen lead the blind.
William Shakespeare. The tragedy of King Lear (Act IV. Scene
I)
-Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen.
Lc
23, 34
Cuánta razón tiene ese adagio que asegura que la cara es el espejo del alma,
o Pavese al decir que todo hombre a partir de los cuarenta años es responsable
de su cara. Basta para corroborarlo, si necesario fuere refrescar la memoria,
con darse un paseo por las imágenes de Google y seleccionar a algunos de los
más ilustres hijos de puta de la Historia. Podría empezarse perfectamente por
esa santísima trinidad del siglo XX que, con todos los honores, encabeza Adolf
Hitler. No hay más que fijarse en la expresión demoníaca de su mirada para dar
por bueno todo lo que de él se ha dicho (incluso lo más trivial y tópico) en
cuanto a que representa la encarnación del Mal absoluto. Le sigue a muy corta
distancia la mirada, no menos demoníaca por lo taimada y astuta, del padrecito
Stalin. Y, pisando a ambos los talones, llega la hierática e impenetrable
expresión -para nosotros, occidentales eurocéntricos- del enigmático rostro
asiático de Mao Zedong. El caso de este último personaje nos plantea un
problema extensivo a todos los demás casos que hemos presentado o vayamos a
presentar: ¿basta con contemplar un rostro para inferir lo que pueda haber
detrás de él, o hacemos esas inferencias a posteriori, habiendo ya conocido las
malvadas acciones del portador de esa cara? Pregunta, nos tememos, de difícil
respuesta; labor tan ardua como la de encontrar contestación a las cuestiones
que se formuló Platón en sus diálogos hace más de dos mil años y que aún
continúan en el aire. ¿Podría alguien, por ejemplo, haber adivinado en un joven
Francisco Franco el profundo pozo de mediocridad, frustración, resentimiento,
ruindad y ambición que habría de conducirle a protagonizar la más ominosa y
triste etapa de la reciente Historia española? Quizá, si hay solución al
problema planteado, sea el Arte lo que pueda proporcionarla. Hasta ahora hemos
hablado de personajes de los que poseemos imágenes fotográficas. Veamos si la
más profunda mirada de los pinceles nos aclara algo el panorama. ¿No supieron
ver, mejor que cualquier cámara fotográfica, los ojos de Hans Holbein lo que de
verdad expresaba el orondo rostro del rey Enrique VIII? ¿Y qué decir de
Velázquez, que según la leyenda hizo exclamar “Troppo vero!” al pontífice que le había servido de modelo para el
mejor retrato de un hijo de puta que jamás hayan conocido los siglos?
Dejo a un lado el plural mayestático y pseudoensayístico y se me ocurre
que para cerrar el círculo nada mejor que hacerlo con una nueva trinidad, esta
vez la de las Azores, la cual, si se piensa bien, pues fuera de campo de la
famosa fotografía está el anfitrión del encuentro, era una especie de remedo
bufo de los tres mosqueteros, que, como es bien sabido, eran cuatro. Y me
acuerdo de Karl Marx cuando decía aquello de que lo que una vez se dio como
tragedia al repetirse lo hace como farsa. Y no le faltaba razón, pues este
dichoso trío daría mucha risa si, en el fondo, no diera tanto miedo.
Y no sé por qué extraña asociación de ideas recuerdo ahora algo dicho
hace poco por cierto catedrático de Economía catalán (de cuyo nombre, lo siento
muchísimo, quisiera acordarme), el cual afirma que estamos gobernados por
delincuentes. Y a eso, alguien como yo, con edad suficiente para haber padecido
la educación nacionalcatólica del franquismo, quisiera añadir que hemos sido
educados (¿sólo lo hemos sido?; ¿acaso no seguimos siéndolo?) por dementes. Y
añadiría también que, posiblemente, de aquellos polvos vinieron estos lodos.
Y antes de dar por finalizado este nuevo exabrupto (¿hará falta decir que
ceci n’est un récit non plus?) no
quisiera despedirme sin pedir mil perdones a las putas por haber hecho uso y
abuso de esa tan castiza, sonora y expresiva locución castellana que, bien
mirado, no tiene nada en absoluto ni absolutamente nada que ver con ellas.
Y una vez dicho todo lo antedicho, parto en busca de un espejo.
DIOS ME VE
There
is no time so miserable but a man may be true.
William
Shakespeare. Timon of Athens (Act IV.
Scene III)
If
there be not a conscience to be used in every trade,
we
shall never prosper.
William Shakespeare. Pericles, Prince of Tyre (Act IV. Scene
III)
Se cuenta, pero no recuerdo ni dónde ni cuándo lo leí, que a cierto
artesano medieval, conocido por la escrupulosa perfección con la que llevaba a
cabo sus tareas, le preguntaron en una ocasión cuál era el motivo de tan
acendrado esmero, ya que aparte de la magra recompensa consistente en el
estipendio acordado no podía pensar en cualquier otro tipo de premios, tales
como aspirar a la fama o esperar el reconocimiento de sus semejantes en el
presente o en el futuro, pues, como era común en la época, la autoría de sus
obras quedaría sepultada en el anonimato, perdida, junto con tantos otros
trabajos de progenitores ignotos, en edificios eclesiales, palacios nobiliarios
o mansiones de burgueses acaudalados.
“Dios me ve”, se dice que fue lo argüido por el orgulloso (no confundir con
soberbio) artesano. Y ése, y no otro,
podría ser mi lema. Pues, por razones obvias -soy asesino a sueldo; o, si se
prefiere, para expresarlo quizá más apropiadamente, asesino por encargo-, la
autoría de mis trabajos debe permanecer en el más oscuro anonimato. Lo cual no
ha sido ni es ni habrá de ser óbice para que la más absoluta perfección informe
en todo momento la ejecución de las tareas que en desempeño de mi profesión me
puedan ser encomendadas.
No es momento ni lugar para extenderme en detalles relativos a las
particularidades de mi oficio. Supongo que la mayoría de ustedes tendrán un
conocimiento, rudimentario al menos, de dichos detalles, obtenido a partir de
algunas novelas y películas que se hayan ocupado de este asunto. Si es así, no
se crean nada de lo que hayan visto o leído al respecto. A la hora de la
verdad, las cosas son mucho más sencillas de lo que pueda parecer, aunque
también, no voy a negarlo, mucho más complicadas.
Repito que no voy a entrar en detalles. Tan sólo diré algo sobre lo más
obvio: que es fundamental establecer con el cliente unos canales de contacto
que garanticen el anonimato a ambas partes; y que no menos fundamental es no
defraudar nunca, absolutamente nunca, al cliente.
Los años y la práctica me han ido ayudando a lograr la más absoluta
perfección en estos aspectos. El mutuo anonimato ha sido siempre bastante fácil
de conseguir: empezando por el sistema más primitivo de los anuncios por
palabras -cifrados, por supuesto- en periódicos y revistas, pasando por la
posterior incorporación de medios tecnológicos todavía un tanto primitivos (al
estilo de los que aparecían en aquella entretenida serie televisiva titulada Misión imposible), y llegando a las
avanzadas facilidades que ofrecen en nuestros días las modernas redes informáticas,
nunca, vuelvo a repetirlo, absolutamente nunca, ha existido el menor problema a
este respecto. Y en lo tocante a no defraudar al cliente, aún está por ver que
alguno de ellos haya presentado la más mínima queja. Ninguno de los
solicitantes de mis servicios, por estrecha que pudiera ser su relación con el
paciente (así denomino en el argot de mi oficio al sujeto a suprimir), ha sido
molestado jamás por la justicia. Llevar a cabo el encargo de manera que, sin
merma alguna del mutuo anonimato, el solicitante dispusiera siempre de una
coartada que lo librase de sospechas es uno de los más elaborados arcanos de mi
arte. Esto implica, principalmente, la sabia elección tanto del momento como
del modo de la ejecución (desde la más elemental eliminación vía rifle con mira
telescópica hasta la más alambicada simulación de accidente), para lo cual es
obligado disponer de un amplio surtido de técnicas en función de las
necesidades y solicitudes del cliente.
Cuestión de oficio, en resumen; de años y práctica, como ya he dicho.
Solamente una vez, y estoy completamente seguro de que en esto no me es infiel
la memoria, no me fue posible satisfacer al solicitante de mis servicios.
Cuando recibí los datos del paciente vi que se trataba de una mujer con la que
tiempo atrás había mantenido una relación sentimental. Tuve, naturalmente, que
rechazar el encargo. Pero no se piense que fue por escrúpulos sentimentales.
Fue por escrúpulos, sí; pero puramente profesionales. Por muy pretérito que
fuese y finiquitado que estuviera, había habido un nexo de unión entre el
paciente y yo. Y eso, en caso de haber aceptado el trabajo, podría haber sido
fuente de inesperadas complicaciones en la posterior investigación policial. No
hay que dejar nunca, absolutamente nunca, ningún cabo suelto. Así se lo
expliqué al solicitante. Y así lo entendió.
Ahora he estado a punto de encontrarme en una coyuntura parecida, a punto
de tener que rechazar un trabajo. Pero ha sido una falsa alarma. Al extraer la
fotografía del paciente del sobre que contenía sus datos he tenido la impresión
de estar mirándome en un espejo. No negaré que me ha dado un vuelco el corazón.
¿Era yo el paciente? ¿Tenía que eliminarme a mí mismo? No obstante, he
procurado no perder la serenidad y he examinado detenidamente todos los
detalles del expediente. Falsa alarma, como he dicho.
He llegado a la conclusión de que hay mucho de cierto en todas esas
historias que proliferan últimamente en los diversos medios de comunicación
sobre recién nacidos robados en los hospitales. Y he llegado igualmente a la
conclusión de que mi madre no me engañaba en absoluto cuando me contaba que yo
había tenido un hermano gemelo. Aunque sí estaba engañada ella al decir, como
le aseguraron en el hospital, que había nacido muerto.
Dios me ve. Soy un profesional. No voy a rechazar el trabajo. Ni mucho
menos. Pero en cuanto lo liquide voy a acudir sin demora a un cirujano plástico
para que me haga unos retoques en la cara. No sea que cualquier día alguien que
no sea Dios se tropiece conmigo por la calle y pueda pensar que no soy un buen
profesional, que no he llevado a cabo escrupulosamente el trabajo que se me
había encomendado.
SOBRE LO RELATIVO DE LA RELATIVIDAD
(O QUE INVENTEN ELLOS)
Se asegura que en determinados mentideros científicos circula el rumor de
que en cierto callejón de Highgate (área residencial al norte del Gran Londres
en cuyo cementerio se encuentra la tumba del otrora renombrado y en la
actualidad quizá un tanto injustamente olvidado Karl Marx), en cierto callejón,
decíamos, denominado Swain’s Lane es posible observar un curioso fenómeno que
se produce solamente en los días de novilunio a condición, además, de que el
Sol se encuentre en Acuario. Consiste este curioso fenómeno en que, en los días
señalados, el tiempo adquiere una textura gomosa, casi líquida, y un carácter
dúctil y maleable, a consecuencia de lo cual su transcurso ya no depende tanto
del observador ni de la velocidad a la que éste se desplace -según pretendía
Einstein- como de los caprichos y la voluntad del viento, y más en concreto de
la intensidad con que sople y la dirección en que lo haga.
Parece ser, entonces, que si un supuesto observador se internara por ese
largo y angosto sendero y -siempre, se entiende, en cualquiera de los días
indicados- el viento le soplara en contra, retrocedería dos pasos por cada uno
que diera, regresión espacial que lo sería también temporal, es decir, de dos
segundos hacia atrás por cada segundo hacia delante, con lo que el supuesto
observador estaría viajando hacia el pasado y no habría que descartar que, con
paciencia y perseverancia suficientes, lograse alcanzar ese paradójico momento
en que le fuese posible matar a su abuela antes de que diera a luz a su madre
(la del viajero, por supuesto, pues no se conoce el caso de ninguna abuela que
haya sido capaz de dar a luz a su propia madre, es decir, la de ella, o sea,
para dejarlo claro del todo, la de la abuela).
Parece ser, también, que en las condiciones contrarias, es decir, con el
viento a favor, el fenómeno sería el inverso. Nuestro observador, así pues, se
vería impulsado hacia el futuro. Y con no menos paciencia y perseverancia
lograría llegar a tiempo de matar a su nieto antes de que éste emprendiera
viaje hacia el pasado con similar propósito homicida.
Cabe señalar que el callejón en cuestión (largo y estrecho como, de
acuerdo con los diccionarios, deben serlo los callejones) discurre -si se nos
permite el tropo- no en horizontal sino en plano inclinado, por lo que, al
parecer, el fenómeno regresivo (viento en contra) se daría con mayor intensidad
o se vería más favorecido cuando se circulara cuesta arriba, ocurriendo lo
mismo con el fenómeno progresivo (viento a favor) cuando se circulase cuesta
abajo.
Sólo nos queda exponer lo que sucedería, siempre al parecer, cuando no
soplara el viento. Se especula con que el tiempo adquiriría entonces una
textura pesada y pegajosa, como de bloque de mantequilla empezando a
derretirse. El observador se encontraría atrapado en una especie de arenas
movedizas espaciotemporales, incapaz de viajar a parte alguna. Para decirlo con
palabras no muy alejadas de las de Einstein, estaría como encarcelado en una
jaula de fotones, para los cuales, según se desprende de las ecuaciones de la
relatividad especial, el tiempo no transcurre. Situación harto incómoda, todo
sea dicho, pues mientras se permaneciese en esa suerte de limbo, de babia o de
inopia sería bien fácil que a uno le birlasen la novia o ese ascenso que creía
tan seguro.
Pero todo lo antedicho no es, por el momento, más que una dudosa y un
tanto espúrea elucubración de café o de casino. El fenómeno está todavía
pendiente de una rigurosa y seria verificación experimental. Fuentes bien
informadas hablan de la próxima constitución de un comité de sabios
franco-germano-británico-estadounidense a tal efecto. Se aventura que rusos y
chinos ya estarían empezando a llevar a cabo intensas gestiones diplomáticas,
no exentas de presiones, para formar parte de dicho comité, y que algunos de
los llamados países emergentes podrían estar acariciando la posibilidad de
sumarse a la iniciativa de esas dos potencias.
En lo tocante a nosotros, España trataría de que se tuviera a bien
concederle un asiento de invitado en calidad de país observador. En caso de
obtenerlo, para ocupar el asiento concedido se enviaría a un reputadísimo y
eminentísimo doctor en Teología, figura -nadie lo dude- de un elevadísimo rango
intelectual, equiparable al de los dos más insignes Franciscos que ornan y
engalanan nuestra gloriosa Historia, el ilustre jesuita Suárez y el preclaro
dominico De Vitoria.
PERRO QUE COME PERRO
Ahora que acudía a lo que podría considerarse como su primera cita con
Delia (lo de antes, desde el primer encuentro en el parque y hasta que por fin
se decidió al abordaje, no habían sido más que precavidos rodeos, cautos
tanteos exploratorios, prudentes maniobras de acercamiento), Mario, en lugar de
una lógica y triunfal euforia que nadie se hubiera atrevido a discutirle,
experimentaba una creciente sensación de angustia al rememorar los hechos que
lo habían llevado hasta allí; una angustia parecida, se le ocurrió, a la que,
según se dice, debe de sentir un moribundo cuando en un último y vertiginoso
recuento se le apelotonan en la memoria todos los acontecimientos de su vida.
Había visto a Delia por primera vez una mañana que en nada semejaba
diferente a tantas otras, pero que aquel encuentro convirtió en una mañana
especial, una mañana que ya nunca sería como otra mañana cualquiera. Como de
costumbre, Mario atravesaba el parque entre las primeras luces del amanecer con
los ojos cargados de sueño, sin otro deseo que el de llegar a casa cuanto antes
y meterse en la cama para reponerse del infernal horario nocturno de la
redacción del periódico. Vio venir hacia él a Delia que, sujetándolo con una
correa escarlata, paseaba un precioso cocker
de brillante pelo negro y rizado en el que destacaba, por contraste, una mancha
de clarísimo pelo blanco que, a modo de un medallón, le cubría el pecho. Cuando
Delia llegó a su altura, a Mario se le descargó de súbito el sueño de los ojos
y lo asaltó un deseo muy diferente (o quizá muy parecido, aunque con otro
sentido) al de llegar a casa cuanto antes y meterse en la cama.
“Ahora sí.” “Esta vez tiene que ser la buena”, se dijo Mario cerca ya de
la casa de Delia, sintiendo que expresaba así, más que una convicción, una
(¿qué otra cosa sino la tan repetida experiencia le hacia verlo de ese modo?)
desesperanzada y desesperada esperanza. Porque, una vez más, temía que eso que,
cuando se resignó a identificarlo (tuvo que aceptarlo así por fin, después de
intentar engañarse tantas veces culpando al infernal horario nocturno del
periódico), había denominado como síndrome
de Frasier volviera una vez más -se lo repitió con desánimo- a dar al
traste con todo. Y es que, al igual que a ese psiquiatra de la serie de
televisión, tan desequilibrado como sus propios pacientes (o incluso mucho más
que ellos), a Mario siempre le ocurría, cuando alguna mujer se cruzaba en su
vida, que algo inconfesable constituyera el motivo más profundo de su atracción
por ella, algo tan inconfesable que por un incontrolable remordimiento
terminaba declarándolo en una irreprimible confesión que irremediablemente
-volvió a repetírselo con renovado desánimo- daba al traste con todo.
Lo primero que le llamó la atención cuando Delia se acercaba hacia él en
aquel primer encuentro fueron sus formas redondeadas, su ondulada silueta
grecolatina de ánfora o de cántaro. Le impresionó mucho más, cuando ya la tuvo
a su altura, la deslumbrante belleza de su rostro, la esplendente blancura -casi
lunar- de su tez, la sonriente curvatura de sus labios de grana, la brillantez
de sus ojos grises que parecían oscuros por las espesas pestañas, la densa mata
de cabello negro y rizado que lo enmarcaba todo. Esos rasgos -lo pensó entonces
y lo recordaba ahora- establecían una curiosa coincidencia con la imagen mental
que, en su momento, se había hecho de Anna Karénina. Suficiente motivo, quizá,
para que un ratón de biblioteca como él, un aspirante -aunque de momento
prisionero en una infernal redacción de periódico- a animal literario como él,
sucumbiera sin resistencia a aquel conjunto de cautivadores encantos. Pero lo
que de verdad le hizo saber que ya desde aquel primer día -cuando venciendo el
sueño y el cansancio se decidió a seguirla un rato por el parque- iba a quedar
apresado sin posibilidad de huida fue la inconfesable fascinación con que
contempló a Delia cuando, con una mano enfundada en un transparente guante
desechable, recogía cuidadosamente, pinzándolas con el pulgar y el índice, las
deposiciones del cocker -unas
caquitas ovaladas de color ocre del tamaño de un huevo de codorniz- y, con la
misma delicadeza con que depositaría en un platito de porcelana o de alpaca
unas galletas o unas pastas de té, las guardaba en una bolsa de plástico que
sostenía con la otra mano.
Ya desde aquel primer día, Mario tuvo la convicción de que si la relación
con Delia se establecía y prosperaba, en ese inevitable momento en que
cualquier mujer te pregunta si la quieres y por qué y -dado que la negación se
presupone imposible- qué fue lo que te hizo enamorarte de ella, no podría
resistir la tentación de confesarle aquella verdad inconfesable. Eso lo
torturaba y lo incitaba al desánimo. No obstante, quizá porque la esperanza
-aunque desesperanzada y desesperada- es lo último que se pierde, durante los
días siguientes continuó dejando de lado el sueño y el cansancio y fue tejiendo
la precavida, cauta y prudente red de rodeos, tanteos exploratorios y maniobras
de acercamiento que habría de conducir hasta el abordaje final.
El primer paso fue asegurarse de que en las manos de Delia no había
ningún anillo que pudiera ser indicio de compromiso o matrimonio. El segundo,
hacerse amigo del cocker. Y a partir
de ahí, una vez hechas las presentaciones, Mario sólo tuvo que esperar durante
unos pocos días de conversaciones triviales, sembradas de alguna que otra
adulación y de algún que otro comentario insinuante, para ver llegado el
momento de pedir una cita.
“¿Te apetece venir a casa a tomar el té?; o café, si lo prefieres”, había
dicho Delia. Y, dándose cuenta de inmediato de que aquella invitación podría
ser malinterpretada, había añadido: “Vivo con mis padres. Si no te importa
conocerlos…”
No. No le importaba en absoluto. Y ahora estaba a punto de hacerlo.
Pulsando el timbre de Delia, Mario terminó de rememorar todos esos hechos, y,
tratando de reemplazar la angustia de moribundo por una ilusionada -o ilusoria-
euforia de adolescente, se repitió que ahora sí, que esta vez tenía que ser la
buena. Le vinieron a la memoria, quizá como un intento de reafirmación, como
una forma de darse seguridad, esos comentarios que, desde que se difundió por
el barrio la noticia de que a Delia la rondaba un nuevo pretendiente, había ido
percibiendo como un rumor por aquí y por allá, casi por todas partes: en la
panadería, en el quiosco, en la tienda de la esquina, en la farmacia, en el
estanco. Unos cuchicheos que se preguntaban cuánto iría a durarle a Delia ese
nuevo novio. Unos chismorreos que, lejos de inquietar a Mario, le hacían
decirse que a lo mejor Delia y él eran como almas gemelas que padecían un mismo
mal, y que quizá por ello ahora sí, quizá por ello esta vez tenía que ser la
buena.
Al entrar en el piso de Delia,
Mario tuvo la sensación de ingresar en una atmósfera completamente opuesta a la
austeridad más que espartana de su apartamento de soltero, y le pareció también
que se internaba en una especie de regresión del tiempo, en una época
periclitada y pretérita, en un siglo muy anterior que, más que ya pasado, no
hubiera terminado nunca de transcurrir. Había espesos cortinajes, muebles
acolchados, cuadros, fotografías enmarcadas, jarrones, porcelanas, flores,
encajes y puntillas por todas partes. Hasta un piano había en el salón donde,
con exagerada amabilidad, lo invitaron a sentarse los padres de Delia mientras
ella iba a la cocina a preparar el té. Departieron con él unos minutos, y Mario
creyó advertir que aquella amabilidad exagerada encubría otra cosa: la forma,
casi de súplica, con que los padres de Delia cruzaban a veces furtivamente sus
miradas, y el indisimulado gesto de ruego con el que seguidamente las hacían
converger sobre él, le llevó a imaginar que quizá también a ellos los
atormentara una especie de desesperanzada y desesperada esperanza, que quizá
también ellos estuvieran pensando, y deseando, que ahora sí, que esta vez tenía
que ser la buena.
Cuando Delia, seguida fielmente por el cocker, entró al salón con el servicio de té, sus padres los
dejaron a solas. Aunque a Mario le pareció que no del todo. Sentía su presencia
en el pasillo, el ahogado sonido de sus pasos arriba y abajo, el sordo rumor de
unos cuchicheos, como si estuvieran espiándolos o, pero no supo decirse si
corregía o añadía, estuviesen esperando algo.
Delia, después de servirle el té en una taza de porcelana, le acercó un
platito de alpaca con unas galletas redondas de color ocre y del tamaño
aproximado de una hostia.
-Las hago yo misma -dijo, con su sonrisa de grana-. Es una receta muy
especial, con un ingrediente secreto.
Mario probó una de ellas. Lo cierto era que no estaba mal, aunque tenía
un sabor un tanto raro, como terroso, algo que no acertaba a definir con
exactitud y que a buen seguro sería producto del ingrediente secreto.
Entonces Delia, con el pulgar y el índice como cuidadosas pinzas, tomó una
galleta y, con una mano que de repente a Mario le pareció enfundada en un
guante transparente, la acercó delicadamente al hocico del cocker, que la recibió agitando la cola y, tras reblandecerla con
saliva, la tragó sin masticarla, como si estuviera comulgando, como si aquella
galleta fuese carne de su carne y sangre de su sangre.
Y Mario, pensando en el ingrediente secreto mientras escupía en una
servilleta de papel el trozo de galleta que acababa de morder, no supo si
fingir una repentina indisposición o simular, excusa más tópica y más burda
todavía, el súbito rescate del olvido de alguna obligación inaplazable.
Como fuese, ya estaba en la calle, resonándole todavía en los oídos el
desesperanzado y desesperado sollozo de los padres de Delia, que aún estarían
diciéndose, los pobres, que no y que no, que ahora tampoco, que tampoco esta
vez era la buena.
A Mario, al menos, le quedaba el consuelo de que en esta ocasión no
habría síndrome de Frasier; de que, por esta vez, se vería libre de la
irresistible tentación y del incontrolable, irreprimible e irremediable impulso
de confesar lo inconfesable que tantas veces y en tantas ocasiones habían
acabado por dar al traste con todo.
MUERTE EN LOS ESPEJOS
“Well! I’ve
often seen a cat without a grin,”
thought
Alice ; “but a
grin without a cat! It’s the
most
curious thing I ever saw in all my life!”
Lewis Carroll. Alice’s Adventures in Wonderland
Ahora y aquí, en este lugar infinito, en este momento eterno, pienso que
el suceso podría haber ocurrido (tengan cuidado) en cualquier parte: en unos
grandes almacenes, en una estación de ferrocarril, en un aeropuerto. Aunque,
pensándolo mejor, quizá no. Quizá solamente podía ocurrir donde precisamente lo
hizo: en los lavabos de un cine, de un cine de verdad, de un cine de los de
antes.
El Metropol es el único cine que queda en la ciudad donde a uno no
vuelven a arrojarlo obligatoriamente después de hora y media al hastío de la
tarde. No es uno de esos cines de ahora, esos horrorosos multisalas que parecen
de plástico y que, quizá no por casualidad, están ubicados en su mayoría en
centros comerciales, cerca de los restaurantes (que me perdonen los
restaurantes de verdad por usurparles el nombre) de comida basura. En el
Metropol no proyectan nunca películas basura. El Metropol es uno de esos pocos
cines donde todavía pueden verse películas de verdad, películas de las de
antes, de cuando Hollywood era Hollywood y no una fábrica de pesadillas. El
único cine de la ciudad de programa doble y sesión continua. El único donde uno
puede pasar una tarde entera, e incluso las primeras horas de la noche,
aliviando la soledad, anestesiando el aburrimiento.
Me gustaba mucho el Metropol. No sólo por las películas. Me gustaba ir al Metropol, contemplar cuando me
acercaba su fachada art déco, fumarme
un cigarrillo (en la época en que aún se podía) después de sacar la entrada y
mientras esperaba el comienzo de la sesión contemplando las fotografías de
actores y actrices que cubren las paredes del amplio vestíbulo, internarme en
la inmensa sala de butacas tapizadas de cuero rojo justo cuando las luces
empezaban a apagarse, con el tiempo suficiente para alcanzar mi asiento sin
ayuda pero también para ver fugazmente antes de ocuparlo las linternas de los
acomodadores que, como luciérnagas danzando en la noche, conducían a los
primeros rezagados. Era como un rito. Y el Metropol era para mí como un templo.
La última catedral. El último, en la ciudad, de esos palacios del cine que
proliferaron en el mundo desde los años 20 del siglo XX, cuando acudir a un
estreno era casi como asistir a una coronación.
Aquel día, el día del suceso, al
sacar la entrada me dieron, como de costumbre, un folleto en el que se informa
de las películas a proyectar y se anuncia el programa de la semana siguiente.
Es una tradición del Metropol. En pocas páginas, se ofrece la ficha técnica de
las películas, un resumen de su argumento y una breve selección de comentarios
críticos de cuando fueron estrenadas, acompañado todo ello de las
reproducciones de los afiches publicitarios y de algunos fotogramas destacados.
Me gustaba coleccionar esos folletos; y, desde luego, siempre solía echarles un
vistazo, nada más me los entregaban, con una especie de glotonería anticipada,
acumulando el disfrute futuro de las películas de la próxima semana al que ya
de manera inminente me prometía la entrada que llevaba en la mano. Pero ese
día, el día del suceso, sabía que la semana entrante estaría fuera de la
ciudad, por lo que leí el folleto con menor interés del habitual. Pensé que
tampoco me perdería mucho: Único testigo
(Witness) y El juego de Ripley (Ripley’s
game), además de que ya las conocía (he visto, y en muchos casos más de una
vez, todas las películas que merecen la pena, e incluso muchas que no la
merecen), son dos obras interesantes, pero en ningún caso, como diría no
recuerdo quién, imprescindibles para la supervivencia. Las que sí lo eran, más
que interesantes y más que imprescindibles, eran esas dos reposiciones (otra
tradición del Metropol) que me disponía a ver, aunque fuera por enésima vez,
con la misma ilusión que la primera: una corrosiva comedia del genio (perdón
por la redundancia) Billy Wilder y una diabólica intriga del no menos genio
(perdón por el pleonasmo) Alfred Hitchcock.
Avanzada ya la proyección de la primera película, en la escena en que
Jack Lemmon, en una tarde de perros y con un catarro de muerte, fulmina un
pañuelo de papel tras otro a la puerta de un teatro mientras espera que acuda a
la cita una Shirley MacLaine que en ese mismo momento corre a encontrarse con
Fred MacMurray, la próstata, que con los años (y yo ya tenía unos cuantos) se
vuelve bastante impertinente, me obligó a abandonar mi butaca con premura. No
sin fastidio, aunque me sabía la escena y la película de memoria, me dirigí
velozmente a los lavabos con la intención de regresar de inmediato. No sabía
entonces (pero, ¿cómo iba a saberlo?) que ya no regresaría nunca.
Al igual que la sala, los lavabos del Metropol fueron diseñados por un
arquitecto de verdad, un arquitecto de los de antes. Más propios hoy en día,
quizá, por la magnitud de sus dimensiones, de lugares frecuentados por grandes
masas de gente como puedan serlo unos grandes almacenes, una estación de
ferrocarril o un aeropuerto, eran, como todo el Metropol, el vestigio casi
agónico de una época periclitada, de un tiempo ya remoto en que no había
televisión ni videojuegos ni ordenadores y la gente salía de casa y abarrotaba
los cines y animaba las calles.
Yo tenía -lo digo aunque pueda hacer reír- un buen recuerdo, teñido de
nostalgia con los años, de los lavabos del Metropol. Y es que fue en ellos, en
el descanso entre dos películas, donde mi padre me sorprendió al principio de
mi adolescencia fumando uno de mis primeros cigarrillos. Lejos de enfadarse,
lejos de echarme la bronca que me temía, se limitó a hacer un gesto de fingida
sorpresa. Y al día siguiente, en casa, después de encender un cigarrillo, dejó
ostensiblemente el paquete de tabaco a mi alcance, bendiciendo y sancionando
así, con aquel sutil detalle, mi iniciático ingreso en la virilidad, mi
irreversible expulsión de la infancia.
La planta de los lavabos forma una te mayúscula. El asta de la letra es
un largo pasillo; en uno de los lados se alinean los urinarios y en el otro los
cubículos de los inodoros. Al final del pasillo, en oposición a la puerta de
entrada, en lo que vendría a ser el brazo de la te, están alineadas varias
piletas sobre las que hay un largo espejo corrido que ocupa toda la pared hasta
media altura.
Estaba ya lavándome las manos cuando vi por el espejo que a mi espalda se
abría la puerta de uno de los cubículos. Esas puertas no llegan hasta el suelo,
por lo que desde el pasillo pueden verse los pies de quien esté dentro. No me
había parecido, al entrar en los lavabos, que hubiese ningún cubículo ocupado;
pero tampoco es una de esas cosas en las que nadie se fije demasiado, y atribuí
el haber pensado que estuviesen vacíos al hecho de que hacía ya un buen rato
que la sesión había comenzado.
No me resultó extraño en principio, así pues, ver, siempre por el espejo,
que un sujeto bastante malcarado salía del cubículo y se acercaba hacia mí.
Llegó a la pileta contigua a la que yo estaba utilizando y, sin molestarse en
saludar, puso unas gotas de jabón líquido en la palma de una mano mientras
abría el grifo con la otra. Todo esto había seguido viéndolo por el espejo;
pero lo que vi (aunque quizá debería decir lo
que no vi) cuando giré ligeramente la cabeza para darle las buenas tardes
al maleducado sujeto era que a mi lado no había nadie.
Aunque pueda parecer increíble,
eso no me produjo terror, ni siquiera extrañeza. Me produjo, sencilla y
llanamente, fascinación. De repente, para mí, que había visto todo el cine
habido y por haber, era como estar viendo una película por primera vez. Una
película, y que Dios -o sea, Billy Wilder- me perdone, infinitamente más
atrayente que la que estaban proyectando. A mi lado (para ser del todo exacto:
en el espejo), tenía una especie de vampiro inverso. Había visto en el cine,
hasta acabar más que harto, infinidad de vampiros sin reflejo. Pero era la
primera vez que tenía ocasión de ver, por así denominarlo, un reflejo sin
vampiro.
Prolongué el enjuague y secado de las manos cuanto me fue posible.
Incluso me demoré fingiendo peinarme con los dedos, ajustándome el nudo de la
corbata, limpiándome las gafas con una toalla de papel. Todo con tal de seguir
viendo aquella película fascinante. Pero todo ese teatro no habría sido
necesario. Para el maleducado y malcarado sujeto era como si yo (o, para ser
del todo exacto: mi reflejo) no existiera. Se lavó las manos mirando todo el
rato el fondo de la pileta, las escurrió con un par de sacudidas y, después de
tomar una toalla de papel y darse media vuelta, se alejó por el pasillo (o por
el reflejo del pasillo, para ser del todo exacto) mientras se las iba secando.
De repente, se abrió la puerta del fondo y apareció por ella un gigantón
de casi dos metros que descerrajó un par de tiros al sujeto maleducado -que,
por lo visto, no tenía nada de vampiro-, dejándolo malcarado para siempre.
Durante unos pocos segundos mantuve todavía la ilusión de estar viendo una
película. Pero el gigantón, después de presionar con dos dedos el cuello del
tiroteado para comprobar que no tenía pulso, miró hacia dentro e hizo una mueca
de disgusto.
Y entonces yo miré a mi reflejo. Y vi que era mi reflejo el que me miraba
a mí con angustia. Porque el gigantón avanzaba ya por el pasillo dispuesto a no
dejar ningún testigo vivo. Y la mirada de mi reflejo me pedía que huyera, me
suplicaba que saliera corriendo. Pero, ¿hacia dónde iba yo a correr? ¿Hacia
dónde iba yo a huir si por el pasillo de este lado no avanzaba nadie, no se
acercaba ningún gigantón empuñando un arma, ningún gigantón apuntando ya a la
nuca de mi aterrado reflejo?
CUADERNO DE NOTAS
• ¿Cómo demonios era aquello
tan gracioso que leíste una vez no sabes dónde? ¡Ah, sí!, ahora te acuerdas: si
Dios es omnipotente, ¿podrá crear una piedra tan pesada que no pueda levantarla
ni Dios?
• Una pareja de novios recorre
un museo. Caminan cogidos de la mano. Se detienen atónitos ante un cuadro,
pintado hace más de cuatrocientos años, en el que reconocen sus rostros. La
pintura representa a Judit decapitando a Holofernes. Con un súbito temblor, que
los novios tratan de disimular, sus manos se sueltan…
• A mi insignificante modo de
ver (y admito además la posiblidad de estar ciego), el problema difícilmente
resoluble al que más pronto o más tarde habrá de enfrentarse esa oleada de
indignación que como un nuevo fantasma empieza a recorrer Europa (y algo más
que Europa) es el siguiente: con violencia (esa partera de la Historia de la
que se hablaba en otros tiempos) no hay nada que hacer; sin ella, todavía
menos.
• Desconfiaba de las personas
dicharacheras. Pensaba que su cháchara era pura cáscara, hueca, sin sustancia.
• En resumidas cuentas, ¿qué
es una nube sino un iceberg volante?, ¿qué es un iceberg sino una nube
petrificada?
• Recuerdas de pronto, sin
saber muy bien por qué, aquello de Dostoievski cuando decía que quien ama
demasiado a la Humanidad en general es incapaz las más de las veces de amar al
hombre en particular. Y al hilo de lo dicho te acude aquello otro de Camus
cuando dijo que si tuviera que elegir entre su madre y el Partido elegiría a su
madre. Y te preguntas por qué diablos piensas en todo eso si a estas alturas de
la vida ya no tienes Partido ni madre ni perrito que te ladre.
• Neandertal, neandertal, ¿no
estaremos pagando por ti?, ¿no serías tú quien cometiera el pecado original?
• O él o yo: cuando alguien
tiene que decirlo, nunca es yo el
elegido, siempre es él.
• Desde una solitaria nube
sobre el desierto se descuelga hasta las dunas una escala de seda. Desciende
por ella una virgen, recoge un puñado de arena, regresa a la nube y, soplando
sobre la palma de la mano, espolvorea la nube con la arena. Empieza a llover, y
el desierto se transforma en una rosaleda. Sin el sostén de la nube,
transmutada en lluvia, la virgen cae sobre los rosales y, herida por las
espinas, empieza a desangrarse. Su sangre, convertida en arroyo, en torrente,
en río, terminará yendo a dar en la mar, que, como dijo el poeta, es el morir.
• El tiempo también pinta,
como dijo Goya. Y si no, que se lo pregunten a Dorian Gray.
• No recuerdas, y lo lamentas
sinceramente, a quién se lo oíste decir, ni si eran palabras suyas o si citaba
las de otra persona. Pero cuánta verdad (como todas las paradojas, como todas
las frases del tipo nunca digas nunca)
contiene esa sentencia: “Cuando enseñes, enseña a dudar de lo que enseñes.”
• O socialismo o barbarie.
Siempre será preferible esa disyuntiva a esa otra de o socialismo o muerte. Así que, pasen, señores bárbaros, pasen y
verán el pisito (antes de que se lo lleve su legítimo propietario; es decir: el
banco).
• Tenían un amor desmesurado
por los seres humanos. Les gustaban tanto, que en aquel planeta llegaron a
aprender a cocinarlos de cuatrocientas
formas diferentes.
• A propósito de Dorian Gray:
se te ocurre ahora que un espejo viene a ser algo así como ese dichoso retrato,
con la diferencia de que en este caso no te has limitado a servir de modelo,
porque tú mismo estás también en cierto modo dentro del cuadro, tú mismo eres a
la vez retratado y retrato.
• Silencio hablado: oxímoron
que quizá valdría como imagen del destino del matrimonio, o de las relaciones
de pareja, o de la relación entre padres e hijos, incluso de cualquier relación
humana. Es posible que a la larga todos vayamos acabando sin nada que decirnos,
y que si seguimos moviendo los labios sea solamente por inercia, por cortesía,
por hábito.
FINAL PARA UNA NOVELA
…il n’en
reste pas moins au monde de la veille cette supériorité d’être, chaque matin,
possible à continuer, et non chaque soir le rêve.
Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, La prisonnière
“Segismundo, Segismundo… Guárdate de los sueños que
no puedas recordar.” Al salir por fin del laberinto de espejos, Segismundo
rememoró con angustia las palabras del oráculo. Le había sido concedido el don
(que ahora veía como una maldición) de soñar a voluntad, incluso el de
interrumpir los sueños y proseguirlos más adelante desde el punto donde los
había dejado, al igual que quien reanuda la lectura de un libro. Aunque como le
ocurre al que escribe una novela, que al principio se cree amo y señor de su
obra pero no tarda en descubrir que es la lógica de los acontecimientos y los
personajes la que termina imponiendo su criterio, a Segismundo, del mismo modo
que Edward Hyde a Henry Jekyll, los sueños habían terminado por sublevársele.
También le había sido otorgada la facultad de hacer que se cumpliera lo que soñaba,
pero como sucedía en la vieja historia de la pata de mono, no hay peor deseo
que el que acaba cumpliéndose, pues siempre lo hace de la manera más inesperada
y catastrófica. Y eso era lo que había ocurrido con la trama de sueños que día
tras día había estado urdiendo durante tanto tiempo. “¿Día tras día?”, se
preguntó de pronto, al ver parpadear (LABYRHYTHM, LABYRHYTHM,
LABYRHYTHM) el letrero
luminoso del local de copas en el que había decidido emborracharse por primera
vez en su vida, tomar unos tragos de alcohol -que jamás hasta entonces había
probado- en celebración de su inminente divorcio. “¿Día tras día?”, se repitió
mientras le llegaba la voz arrastrada y cavernosa de Louis Armstrong (“What a wonderful world…”), la misma que
había oído al entrar en el local hacía ¿cuánto?: ¿horas?, ¿minutos?, ¿segundos?
“¿Día tras día?” “¿Durante tanto tiempo?” No. En absoluto. Esos sueños que lo
acosaban se regían por otro reloj, esos sueños que lo estaban persiguiendo
habitaban en un tiempo propio. Para esos sueños habían transcurrido días y
días, pero él estaba todavía en esa misma noche en la que había decidido
celebrar su despedida de casado emborrachándose. Y sí, eso debía de ser. Estaba
bajo los efectos del alcohol. No se trataba de otra cosa que de un delirio de
borracho. O quizá se encontraba dentro de un sueño dentro de otro sueño dentro
de otro sueño y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Quizá
estuviera en el interior de ese sueño fatídico que nunca podría recordar. Como
fuese, sólo se le ocurría una manera de escapar, de librarse de todo de una vez
por todas, de olvidar del todo y para siempre: confiando en el don que le había
sido concedido y en la facultad que le había sido otorgada, se tumbó en el
suelo, se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos. La última noche de su
vida, Segismundo Amis decidió soñar que estaba muerto.
PARAÍSO
Líbranos, Señor, de que exista el paraíso. En cualquiera de sus
versiones. Si yo fuese bisonte, no me complacería en absoluto verme perseguido
día tras día por un infatigable piel roja empecinado en darme caza. Si fuese
hurí, acabaría a buen seguro hasta más allá de los ovarios del lascivo
muyahidín que me hubiera tocado en suerte. Y si fuese un bienaventurado, no sé
si sería aún peor; porque, al cabo de toda una entera eternidad interminable no
pudiendo hacer otra cosa que mirar y mirar y mirar y no dejar de mirar a Dios,
ni siquiera me quedaría el consuelo de poder morirme de aburrimiento.
Y es que la verdadera vida, la presente y, de haberla (concedámosle al
menos el beneficio de la duda), la venidera, necesita, precisamente para ser
vida y verdadera, de la diversidad, de la variedad. Y ya tenemos suficiente
monotonía aquí abajo -ya sea la del desarrollado occidental, condenado a
trabajar y consumir y consumir y trabajar, si es que tiene la fortuna de no
estar en paro; ya sea esa rutina mucho más atroz de los condenados a una
perpetua cadena de hambres, calamidades y guerras en tantas ocasiones
impuestas- como para que en ese hipotético más allá celestial no se nos permita
otra ocupación que mirar o fornicar o cazar, y más mirar o fornicar o cazar, y
venga mirar o fornicar o cazar, y sólo mirar o fornicar o cazar, y así
sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera por los siglos de los siglos
durante toda una entera eternidad interminable amén.
¿Nadie preferiría acabar muriéndose de aburrimiento si pudiera? Y es que
el paraíso, eso que siempre se imagina como en otro lugar y otro tiempo,
debería estar, si no fuera mucho pedir, aquí y ahora. Y debería durar lo que
durase una vida bien vivida (si alguien se obstinara todavía en querer ser
inmortal, que lea, si no lo ha hecho -y, si lo ha hecho, que vuelva a hacerlo-,
el viaje de Gulliver a Luggnagg); y vivida, sobre todo, en paz.
Y ese paraíso en vida debería culminar en una muerte sin perspectivas,
por no decir amenazas, de resurrección; una muerte, como la vida,
verdaderamente en paz. Pero, claro, se dirá, eso es ser utópico, eso sería
pedir en exceso. Pues sí. Y por eso nos hacen imaginar paraísos futuros y
paraísos perdidos; y como no tenemos otro modelo para imaginarlos que esta
perra vida atroz y monótona de aquí abajo, pues así nos han salido.
Lo dicho: líbranos, Señor, de que exista el paraíso. Líbranos, Señor,
incluso (aunque sea pedir un imposible), de que exista Dios. Porque, como
existas, estamos todos aviados. Nadie, ni ninguno, vamos a tener perdón.
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