Breviario (II)

Continuación de Breviario (I)



ÍNDICE
   
  51  REGLA DE ALGO MÁS DE TRES
  52  CÓMO SE PASÓ LA VIDA
  53  DRAMATIS PERSONÆ (I)
  54  DRAMATIS PERSONÆ (II)
  55  THROUGH THE LOOKING GLASS
  56  ADIÓS HASTA SIEMPRE
  57  DE GOLPE Y DE PRONTO
  58  HOMO HOMINI HOMO
  59  ÓRDENES SON ÓRDENES
  60  GRAND-MÈRE/GRANDMOTHER/GRANMADRE
  61  SI NO HICIERA TANTO FRÍO
  62  DESAPARECIDO
  63  DESPUÉS DE LA NIEBLA
  64  AMOUR FOU
  65  SOLILOQUIO
  66  INDICIOS
  67  PURGATORIO
  68  EL IMAGINADOR
  69  LAS ESTACIONES: I. PRIMAVERA
  70  LAS ESTACIONES: II. VERANO
  71  LAS ESTACIONES: III. OTOÑO
  72  LAS ESTACIONES: IV. INVIERNO
  73   SÍSIFO
  74  ¿QUIÉN ES EL MUERTO?
  75  CECI N’EST PAS UN RÉCIT
  76  AMOR QUE RESUCITA/AMOR QUE MATA
  77  EL LIBRO INFINITO
  78  DEL SILOGISMO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES
  79  VÍSTEME DESPACIO
  80  PESADILLA CIRCULAR
  81  MILAGROS
  82  IMPOSIBLE REFUTACIÓN DE ZENÓN
  83  WHITE HOLE/BLACK HOLE
  84  FRACTALES
  85  CONDENACIÓN ETERNA
  86  HOY PUEDE SER UN GRAN DÍA
  87  CÍRCULOS CONCÉNTRICOS
  88  NEOLOGISMOS
  89  UNIDOS HASTA EN LA MUERTE
  90  LO MÁS ACONSEJABLE EN ESE CASO
  91  ESCENA PRIMORDIAL
  92  TEOLOGÍA RECREATIVA
  93  ESPEJO DEL ALMA
  94  DIOS ME VE
  95  SOBRE LO RELATIVO DE LA RELATIVIDAD (O QUE INVENTEN ELLOS)
  96  PERRO QUE COME PERRO
  97  MUERTE EN LOS ESPEJOS
  98  CUADERNO DE NOTAS
  99  FINAL PARA UNA NOVELA
100  PARAÍSO






REGLA DE ALGO MÁS DE TRES

La astrología es a la astronomía
como la caridad es a la justicia
como el calcio es al fútbol
como la comida basura o fast food es a la comida sin adjetivos ni aditivos
como la (falsa) erudición es a la (verdadera) sabiduría
como la magia es a la ciencia
como la telebasura es a la tele ¿qué?
como el curanderismo es a la medicina
como el spaghetti western es al western
como el cotilleo es al periodismo
como la democracia popular, orgánica o con cualquier otro adjetivo es a la democracia sin adjetivos
como el socialismo real o realmente existente es al socialismo o comunismo
como el lenguaje político es a la verdad
como casi todo best seller es a la literatura
como un mono manchando un lienzo es a la pintura
como la música militar es a la música
como la religión es a la razón
como la teología es a x.
(Y así sucesivamente, y etcétera, etcétera, etcétera.)





CÓMO SE PASÓ LA VIDA

A veces me gustaba imaginar que estaba muerto, pero entonces me ocurría siempre que tropezaba con la dificultad de concebir en qué consistiría estarlo… No me habría costado nada imaginarme como un piel roja cazando bisontes en las praderas celestiales; o como un guerrero de Alá reposando con la hurí que me hubiera tocado en suerte; o como un bienaventurado sin nada mejor que hacer que mirar y no dejar de mirar a Dios… No… No me habría costado nada… Pero no se trataba de eso… No se trataba de imaginar un más allá, una resurrección, una vida perdurable… No… No se trataba de eso… A ver si logro explicarlo… Lo que me resultaba difícil de concebir era en qué consistía exactamente estar muerto… Recuerdo que a Juan Marsé le preguntaron en cierta ocasión durante una entrevista cómo imaginaba el estado posterior a la muerte y contestó más o menos que igual al anterior al nacimiento… Quizá eso hubiera podido valerme como ejemplo, pero el problema es que no guardo ningún recuerdo de esa época en la que aún no había sido concebido y por lo tanto me resultaba igualmente difícil imaginarme en dicho estado… Creo… A ver si logro explicarlo… Creo que lo verdaderamente difícil era concebir una circunstancia en la que se está pero ya no se es… No sé si he logrado explicarlo…  Aunque ya no importa demasiado, al menos en lo que a mí respecta, porque ahora ya sé, ahora ya entiendo, ahora ya soy capaz de concebir en qué consiste estar muerto… Siempre me gustó leer, pero principalmente a escritores antiguos; a escritores con la obra ya completa y acabada; a escritores -para decirlo con toda claridad, sin ambages ni circunloquios ni rodeos- preferiblemente muertos… ¿Me explico?... Así sabe uno a qué atenerse respecto a un autor… Ya no hay lugar para novedades ni sorpresas… Salvo que aparezca -que siempre lo hace- alguno de esos carroñeros que disfruta desenterrando inéditos, obras inacabadas, correspondencias ignotas, papeles destinados al fuego… Pero aun en ese supuesto… Bastaría con no hacerle caso… O con esperar a que la exhumación fuese completa… En fin… No sé si me explico… Es como el pasado… Disculparán ustedes este discurso un tanto balbuciente e inconexo… Pero es que argumentar así, sin cerebro, resulta un tanto difícil… Comprenderán ustedes que el cerebro, junto con todo lo demás, he tenido que dejarlo depositado en el horno crematorio… Y, claro, en estas circunstancias, pensar no es nada fácil… Me pregunto, incluso, si todo esto estoy verdaderamente pensándolo… Si no será más bien una ficción, un delirio, un sueño… Pues, como pudo haber dicho el que no lo dijo aunque podría haberlo dicho, ya no existo luego ya no pienso… No sé si estoy logrando explicarlo… En todo caso, y como antes decía, es como el pasado… ¿Quién afirmó que el pasado no podía cambiarlo ni Dios?... Mientras haya tiempo; es decir, mientras haya presente y futuro, todo -el pasado incluido- es susceptible de cambio… Es como aquello de que el tiempo también pinta… O como aquello otro de que todo escritor -al menos cualquiera que merezca ese nombre- crea (y, añadiría yo, recrea) sus antecesores y sus sucesores… ¿Qué acierto o qué error de nuestra vida no puede ser modificado por una acción o una omisión posteriores?... ¿Estoy logrando explicarlo?... La vida es como una obra todavía inconclusa… Es sólo en el momento de la muerte cuando una biografía puede darse ya como totalmente terminada… Y, al menos para uno mismo, es decir, para el muerto, ya no hay carroñero que valga, ya no hay nadie que pueda añadir nada a lo que ya está escrito… En eso consiste estar muerto… En estar, no eterna ni perpetuamente, pues eso supondría continuar atado al tiempo… En estar, decía -como una molécula de agua recién evaporada del océano, suspendida en el aire, camino de convertirse en nube-, al margen del tiempo, interminablemente atado a un instante inacabable y diminuto (¿han  oído hablar ustedes del tiempo de Planck?; pues menor todavía que eso), leyendo y releyendo una autobiografía por fin acabada y completa… Contemplando, perpetua y eternamente, pero fuera -repito- del tiempo, cómo se pasó la vida, cómo se vino la muerte, tan callando…
¿He logrado explicarlo?





DRAMATIS PERSONÆ (I)

A: El muerto. (De cuerpo presente, amortajado con hábito de la orden franciscana, en la primera escena. Aparecerá en otras escenas como rememoración, fantasmagoría o ensueño de algunos de los demás personajes.)
B: Primera mujer de A. (Matrimonio anulado en el tribunal de la Rota.)
C: Segunda mujer de A. (Matrimonio anulado en el tribunal de la Rota.)
D: Tercera mujer -y ahora viuda- de A. (Se encontraban en trámite de divorcio.)
E: Actual marido de B (y amante de C).
F: Actual marido de C (y amante de D).
G: Hijo primogénito de A y B.
H: Hija de A y B.
I: Hijo de A y C (y amante de B).
J: Hija mayor de A y D (y amante incestuosa de G).
K: Hija menor de A y D (y amante lésbica e incestuosa de H).
L: Sacerdote. Confesor de A. Persona muy influyente en el tribunal de la Rota. (Corruptor, cuando niños, de G, H, I, J y K.)
M: Notario. Albacea (y amante secreto durante años) de A.
N: Mayordomo.
Ñ: Ama de llaves. Esposa de N.
O: Chófer y ayuda de cámara (y amante secreto) de A.
P: Cocinera (y amante de N).
Q: Jardinero. Marido de P (y amante, por despecho, de Ñ).
R: Una doncella (y amante de O).
S: Otra doncella (y amante de O).
T: Detective privado de una compañía de seguros. (Mantendrá un pasajero menage à trois con R y S.)
U: Inspector de policía. (Prolongará sospechosa e injustificadamente los interrogatorios en privado a O.)
V: Médico forense. (Prolongará sospechosa e injustificadamente la autopsia a A.)
W: Abogado defensor de X.
X: El asesino. (Lo que descarta como tales a B, C, D, E, F, G, H, I, J y K, quienes pudieran aparecer como principales sospechosos en función del conocido principio qui prodest? Descarta igualmente a N, Ñ, O, P, Q, R y S, sospechosos -sobre todo el mayordomo- por el simple pecado original de ser miembros del servicio. Descarta también a L y M -sospechosos por la sencilla razón de ser quienes son-, que además tienen coartada. Descarta asimismo -aunque por razones obvias se descartarían solos- a T, U, V, W, Y y Z. Y descarta, incluso, al propio A, al eliminar X con su presencia la hipótesis del suicido. De lo que no se descarta a casi nadie es de la sospecha de inducción al asesinato, pues X no es otra cosa que un matón a sueldo.)
Y: Fiscal. Casado con W gracias a la reforma legal que hizo posible el matrimonio entre personas del mismo sexo. (¡Al menos dos justos en Sodoma! ¿No la salvarás, Señor?)
Z: Juez. (Sobre este personaje no se indica nada, a fin de no incurrir en un posible delito de desacato.)





DRAMATIS PERSONÆ (II)

a: Un alcalde (o, en su caso, una alcaldesa).
b: Un concejal de urbanismo.
c: Un asesor municipal (primo de la mujer -o, en su caso, de la novia- de a).
d: Otro asesor municipal (primo de un segundo primo de la mujer -o, en su caso, de la novia- de a).
e: Otro asesor municipal (primo de un primo de un tercer primo de la mujer -o, en su caso, de la novia- de a).
f: Un técnico en recalificación de terrenos.
g: Un propietario de terreno rústico.
h: Otro propietario de terreno rústico.
i: Un gestor de territorio (especulador de solares, en lenguaje llano).
j: Un agente urbanizador (primo hermano de i).
k: Un organizador de eventos (conocido de todos por sus grandes bigotes).
l: Un sacerdote. (Persona muy influyente no sólo en el tribunal de la Rota sino en otros muy diversos ámbitos.)
m: Un notario. (Sí, en efecto; se trata también del mismo.)
n: Un promotor inmobiliario (presidente, además, de un club de fútbol).
o: Otro promotor inmobiliario (expresidente, además, del club de fútbol que ahora preside n).
p: Un presidente de una importante empresa de construcción y obras públicas.
q: Otro presidente de otra importante empresa de construcción y obras públicas.
r: Un director general de un banco.
s: Otro director general de otro banco.
t: Un director general de una caja de ahorros.
u: Otro director general de otra caja de ahorros.
v: Un presidente de diputación provincial (repetidamente afortunado en el juego de la lotería nacional).
w: Un consejero autonómico de ordenación del territorio.
x: Un presidente de gobierno autonómico (presidente regional, además, de su partido, y por lo tanto jefe político de a, b, v y w).
y: Un sastre (ni valiente ni de Panamá). (Cuando pierda su trabajo, se verá obligado a desempeñar oficios muy diversos, como los de calderero, soldado y espía, entre otros.)
z: Un muerto. (De cuerpo presente, amortajado con hábito de la orden franciscana, en una breve escena. Aparecerá en otras escenas como rememoración, fantasmagoría o ensueño de algunos de los demás personajes.)





THROUGH THE LOOKING GLASS

He aprendido algo nuevo, algo que aún no sabía sobre los espejos. Aunque, pensándolo bien, ¿es posible aprender algo que ya se supiera, algo que no sea nuevo para uno? Creo que hubo un griego de aquellos de los de antes que dijo algo así como que aprender es recordar; pero eso es otra historia. En fin. Como decía, he aprendido algo nuevo, algo que aún no sabía sobre los espejos. Anoche, cuando como en tantas otras ocasiones, forzado por la próstata y por la edad, tuve que levantarme para ir al baño en plena madrugada, oí unos ruidos en mi apartamento de soltero solitario. No es que padezca de insomnio, o al menos de lo que estrictamente se entiende como tal. Afortunadamente, sigo durmiéndome como un leño a los pocos minutos de entrar en la cama; pero he comprobado por experiencia propia que hay bastante de cierto en eso de que con la edad cada vez es necesario dormir menos horas. Cualquier ruido que años atrás no me hubiera producido el menor efecto, la llamada -como ya he dicho- de la próstata o el simple hecho de llevar más de cuatro horas durmiendo bastan para despertarme en plena madrugada. Medio sonámbulo y medio en sueños me dirijo entonces al baño, alivio la vejiga y regreso a la cama con la esperanza de volver a conciliar el sueño como al principio de la noche. Aunque entonces siempre resulta algo más difícil; y más de un día y más de otro el toque de diana del despertador, con su indeseada expectativa de ese trabajo que preferiría no hacer, me ha sorprendido con los ojos abiertos. Cuestiones de la edad, como ya he dicho.
Volviendo a lo de anoche, los ruidos no me produjeron ni extrañeza ni alarma. Para la alarma no había motivo: la puerta blindada, el casi suicida intento de acceso por las ventanas de un sexto piso y lo poco que tengo que valga la pena robar eran suficientemente tranquilizadores. Tampoco lo había para la extrañeza. No era la primera noche que había sorprendido a mi reflejo deambulando por la casa, fuera del espejo. Hasta entonces, cada vez que intentaba atraparlo para que me explicara qué demonios estaba haciendo fuera de su territorio habitual la ecuación tentativa igual a fracaso había permanecido invariable: aunque en lugar de perseguirlo por el apartamento tratara de cortarle el paso yendo yo directamente hacia el espejo del baño, mi reflejo siempre era más rápido. No sé cómo lo hacía, pero ya estaba en su sitio cuando yo llegaba. Mirándome con mi misma expresión inquisitiva. Ciego si yo cerraba los ojos. Sordo si yo me tapaba los oídos. Mudo si yo le hablaba.
Pero anoche fue diferente. Medio sonámbulo y medio en sueños, como ya he dicho, oí unos ruidos. Pero hubo algo más. Olí un perfume. Un perfume sobradamente conocido. Y cuando llegué al espejo del baño -sentí un escalofrío y por un instante me imaginé como un vampiro- frente a mí no había nadie (o ¿debería decir nada?).
De inmediato llegó mi reflejo. Pero no iba solo (y probablemente eso era la causa de su retraso). Llevaba de la mano a mi expareja, la mujer de la que, con tanto dolor, hacía poco que me había separado.
-No es lo que imaginas. No es lo que parece -dijo mi reflejo-. No es ella. Quiero decir que no es la ella que es como tú.
Recuerdo brumosamente (me parece que sigo todavía medio sonámbulo y medio en sueños) haber dicho en alguna parte que no soy muy partidario de los diálogos en las narraciones breves. Resumiré, así pues, la conversación (no sé muy bien por qué la denomino así, pues fue él quien prácticamente habló todo el rato) que mantuve con mi reflejo. Lo primero que saqué en claro es que sus escapadas nocturnas eran para visitar al reflejo de mi expareja, pues ninguno de los dos había podido -ni podría nunca- aceptar nuestra separación. Lo segundo, y eso es lo que no sabía, lo nuevo que he aprendido sobre los espejos, es que, a diferencia de lo que siempre había imaginado, el mundo interior del espejo no es ilimitado. No reproduce la totalidad del mundo exterior. Cada espejo tiene, por así decirlo, un radio de acción limitado. Y los reflejos, así pues, no pueden viajar por el mundo paralelo a partir de un solo espejo. Para desplazarse necesitan viajar de uno a otro; y para ello (pues los espejos muy próximos se comunican internamente; pero no ocurre así con los más alejados) precisan salir a veces al mundo exterior, hasta encontrar un espejo en el que puedan seguir viaje y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. El problema es que en el mundo exterior tienen, como Cenicienta, un tiempo limitado de permanencia; y, además, la velocidad de desplazamiento es lentísima, más o menos igual a la nuestra. Dentro del espejo, en cambio, pueden moverse a la velocidad de la luz. Esa es la razón, pues siempre habría en el apartamento alguna ventana que hiciera de espejo secundario desde el que viajar al del baño, por la que nunca había podido atrapar en sus correrías a mi reflejo. Pero anoche, quizá porque el estar acompañado le hubiera hecho bajar la guardia, lo había pillado desprevenido, logrando por fin cerrarle el paso antes de que regresara al espejo.
Me explicó también que hasta entonces había sido él quien visitara al reflejo de mi expareja, pero que ahora había querido enseñarle el camino entre una casa y otra, para que también ella pudiese visitarle cuando quisiera. Y, en fin, que eso era todo. Y que si sería tan amable de dejar de cerrarles el paso, pues el tiempo de permanencia fuera de un espejo se les estaba terminando.
Medio sonámbulo y medio en sueños, como ya he dicho, y no sin un cierto sentimiento de nostálgica envidia (o de envidiosa nostalgia), regresé a mi amplia cama de dos cuerpos de soltero solitario. Y allí traté de conciliar nuevamente el sueño. No fuese que el toque de diana del despertador, con su indeseada expectativa de un trabajo que preferiría no hacer, volviera a sorprenderme con los ojos abiertos.





ADIÓS HASTA SIEMPRE


Ô splendeur de la chair! ô splendeur idéale!
Arthur Rimbaud. Soleil et chair, IV

A una adolescente desconocida

-Hola, ¿otra vez tú?
-(…)
-Ya te he dicho que no vuelvas a llamarme. Por favor, no sigas insistiendo.
-(…)
-¿Que por qué te di el número del móvil?
-(…)
-Reconozco que fue un error. Como lo fue el haberte abordado. Como lo fue nuestra cita. Como quizás lo sea todo.
-(…)
-Sí, yo te miré cuando nos cruzamos, y seguí mirándote después. No lo niego. Pero si tú no hubieras vuelto la cabeza no te habrías dado cuenta. Y si yo no hubiese visto tu gesto nunca me habría atrevido a hablarte cuando nos cruzamos de nuevo al día siguiente.
-(…)
-Ya te expliqué que, en principio, lo que me hizo mirarte fue, más que tú misma, tu imagen, que me recordaba mucho a la de alguien que fue muy importante en mi vida. Pero también te expliqué, cuando te dije que no volveríamos a vernos, que lo que me daba miedo era que si aquella primera cita no era también la última, si seguíamos viéndonos aunque sólo fuese para charlar en una mesa de café, muy pronto dejaría de ser tu imagen y empezarías a ser tú.
-(…)
-Sí. Eso me daba miedo. Mucho miedo. Y me lo da. Y seguirá dándomelo mientras me quede vida.
-(…)
-¿Por vanidad? Lo acepto.
-(…)
-¿Cobarde? Lo acepto también.
-(…)
-¿Enamorada? No digas locuras. ¿De alguien con quien sólo has hablado cara a cara una vez? ¿De alguien, además, como yo? Pero, ¿no has visto mis canas? ¿No sabes la edad que tengo?
-(…)
-Sí que importa. Mucho más de lo que puedas imaginar. Y en estas historias de jugar con fuego suele ser mi parte la que lleva todas las de perder. No estoy tan loco como para permitirme el lujo de enloquecer por ti. Y en el supuesto de que eso llegara a ocurrir, no querría enloquecer tanto como para olvidar que aún eres menor de edad.
-(…)
-¿Esperar? ¿Que te faltan sólo tres para los dieciocho? ¿Sabes cuántos tendré yo? Si para entonces a lo mejor hasta estoy muerto.
-(…)
-Tendrás ya un corazón de mujer, pero vas todavía con uniforme de colegiala.
-(…)
-No es mi intención ser cruel. Lo que pretendo es hacerte entrar en razón.
-(…)
-¿Que podría haberlo pensado antes? Sí, lo admito, es cierto.
-(…)
-¿Que te he roto el corazón? No seas exagerada. Y aun suponiendo que así fuese, eres muy joven y te recuperarías pronto. Si se me rompiera a mí, sería definitivo.
-(…)
-¿Egoísta además de vanidoso y cobarde? También lo acepto.
-(…)
-Esto empieza a carecer de sentido. Será mejor terminar esta conversación antes de que alguno de los dos diga algo de lo que después tuviera que arrepentirse. Por mi parte, quisiera conservar un buen recuerdo tuyo.
-(…)
-Mira, niña… Perdona que te llame así, pero eres todavía una niña.
-(…)
-Sí, y yo un viejo de mierda. También lo acepto.
-(…)
-Me dijiste que estudiabas francés como tercer idioma, ¿no? Pues entonces creo que conocerás la diferencia entre au revoir y adieu
-(   )   (   )   (   )  (
Incapaz de soportar un silencio (entrecortado de sollozos) que le resultaba más abrumador que las palabras, colgó el móvil. “Voluntad ello fue de los dioses”, se dijo mientras lo guardaba en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta. Pensó que bien está lo que bien acaba, si es que acaba bien. Y como tantas otras veces en su vida, se dispuso a paliar el dolor de corazón -a tratar de olvidarlo- con un poco de literatura. ¿Cuál sería la manera más adecuada -se corrigió: la única- de escribir la historia de lo que terminaba de ocurrirle? Recordó haber dicho alguna vez, incluso haberlo repetido, que no era muy partidario de los diálogos en las narraciones breves. No era cuestión de dogmatismo literario. Sencillamente, a él no le gustaban mucho. Y había ciertos diálogos que le gustaban mucho, pero que mucho, pero que muchísimo menos.





DE GOLPE Y DE PRONTO

Una lástima. Un señor tan amable. Siempre daba las buenas tardes. Siempre pedía las cosas por favor. Siempre decía muchas gracias después de pagarlas. Venía al parque a diario, a la hora de salida de los niños del parvulario. Llegaba por el sendero de los tilos, llevando al nietecito de la mano. Aquí no pueden circular los automóviles, pero desde que los ciclistas pedalean a sus anchas por todas partes uno no puede sentirse seguro ni en los parques. Por eso llevaba al niño de la mano y no lo soltaba hasta que llegaban al estanque de los patos, junto a la zona de los toboganes y los columpios. Viéndolos llegar, uno se preguntaba cuál de los dos era más niño. Porque la mochilita del parvulario era siempre el abuelo el que la llevaba colgada del hombro. Y el nieto, con su uniforme azul marino, era quien más daba la imagen de un hombrecito. Pero el abuelo, con sus pantalones vaqueros, sus camisas a cuadros, sus jerseys de colores, sus cazadoras juveniles y, sobre todo, su todavía tan ágil caminar, parecía que se hubiese olvidado de cumplir los años. Yo creo, siempre lo he pensado, que era el nietecito el que lo mantenía tan joven. Cuando llegaban al estanque, el señor tomaba asiento en un banco y, mientras el niño jugaba con algunos amiguitos del parvulario en los toboganes y los columpios, se dedicaba a dar de comer a los patos. Pero si uno se fijaba bien, no era un-típico-viejo-dando-de-comer-a-los-patos. No era como tantos viejos dando de comer a tantos patos. Si uno se fijaba bien, no veía a un pobre anciano solitario, con la desolada y aburrida mirada perdida en el centro del estanque, lanzando con desgana migas de pan a los patos. Uno veía a un joven de espíritu con algunas arrugas y muchas canas jugando con los patos, disfrutando con el hecho de que abandonaran el estanque y se acercasen hasta el banco y lo rodearan para robarle las migas de pan de la punta de los dedos. En alguna ocasión, cuando venía al quiosco a comprarle algún muñequito de plástico al nietecito, me contó que en países más civilizados que el nuestro, como por ejemplo Inglaterra, donde vivió algunos años, era habitual que los animales no tuviesen miedo de las personas, y que eso que hacían con él los patos, en Londres había logrado que lo hicieran incluso animales tan aparentemente temerosos como los gorriones o las ardillas. Pero no se piense que los patos lo distraían de la vigilancia del niño. La vivaz mirada permanecía siempre alerta. De los patos al niño y del niño a los patos y así una vez y otra vez y otra. Y si el niño tenía algún problema con un tobogán o un columpio o algún amiguito del parvulario, allí se presentaba enseguida el abuelo, más que con ágil paso, corriendo. Porque se notaba que ese señor vivía para el niño, y que el niño era su vida. Bastaba con fijarse un poco cuando, antes de abandonar el parque camino de casa, hacían la diaria visita al quiosco para comprar algo. Del mismo modo que no había desgana en dar de comer a los patos, no la había tampoco en ese diario obsequio. Se notaba que había ilusión, interés en estar al tanto de lo que el niño prefería en cada momento. Últimamente, el turno era de los dinosaurios. “A ver”, dijo el abuelo hace unos días, “¿qué bicho quiere hoy el renacuajosaurio?” Y el renacuajo, señalando un diplodocus de plástico, replicó: “Ya te he dicho que no soy un renacuajosaurio. Soy un triceratops.”
Una lástima, ya digo. Un señor tan amable. Ha estado varios días sin venir al parque. He llegado a temer que, a pesar de su vitalidad, hubiera muerto. De golpe y de pronto. De un día para otro. Como suelen ocurrir esas cosas. Ya se sabe: nadie es tan viejo como para no vivir un año más ni tan joven como para no morir mañana. Pero hoy ha vuelto. Con esta tarde tan gélida, y ha vuelto. Lo he visto llegar por el sendero de los tilos. Solo. De luto. Enturbiando la helada transparencia del aire con la bruma de su aliento. Se ha sentado en el banco de costumbre. Con la mirada perdida en el centro del estanque. Tan perdida y tan triste, que los patos no se han atrevido a acercársele. Después de un tiempo interminable, ha arrastrado los ojos hacia los toboganes y los columpios. Finalmente, se ha levantado y ha vuelto a perderse por el sendero de los tilos. Con la cabeza hundida entre los hombros y arrastrando también los pies. Como si le hubiesen caído mil años encima. Así. Como suelen ocurrir esas cosas. De un día para otro. De golpe y de pronto.





HOMO HOMINI HOMO

Se cuenta -pero Alá es más sabio- que en la época de la gran sequía, la ciudad de Nafajar, en otro tiempo la más ensalzada por el verdor de sus jardines, quedó separada del mundo por un desierto que nadie osaba atravesar. Lo llamaban el desierto de los cuarenta oasis y se decía que para cruzarlo era necesario viajar ese mismo número de días con sus noches, pero se decía también que ni siquiera un guerrero ungido por el Profeta lograría salir con vida del cuadragésimo o del vigésimo o del primero de los oasis -para el Altísimo todos son uno y el mismo- pues en cada uno de los cuarenta habitaba un demonio.
Una mañana apareció un viajero ante las murallas de Nafajar. Iba al frente de una caravana de cuarenta camellos y llevaba terciada una espingarda de culata nacarada. Nadie le oyó hablar durante el día que permaneció en la ciudad ni conoció nunca su nombre. Sólo se supo de él que, por la expresión de su cara, no parecía conocer el miedo.
Los niños, los ancianos y los hombres desocupados (que en aquella época aciaga abundaban en Nafajar) siguieron al viajero por el interior de la ciudad y le vieron dirigirse resueltamente a los lugares adonde quería ir como si los conociera desde siempre y señalar con el dedo las cosas que quería comprar y pagarlas con monedas de oro.
En la casa del único mercader que quedaba en Nafajar puso en las alforjas de cada camello una ración de dátiles y leche, un cordero recental y una bolsa de piel de cabra que previamente había llenado con treinta dinares que tomaba de un gran cofre y un áspid que extraía de un enorme cesto. Y en la casa del único armero que quedaba en la ciudad, los niños, los ancianos y los hombres desocupados (que en aquel tiempo de desgracia eran muchos en Nafajar) vieron al viajero cambiar cuarenta dinares por otras tantas balas de plata y tender la espingarda al armero señalando el extremo del cañón que nacía de la culata nacarada.
Al atardecer, el viajero condujo sus camellos hasta las puertas de la ciudad y allí tomó asiento apoyado en el exterior de la muralla, mirando hacia el sendero que conducía al desierto. Los niños, los ancianos y los hombres desocupados (que en aquellos desdichados años lo eran todos en Nafajar) lo acompañaron hasta la salida de la Luna, que aquel día no velaba parte alguna de su rostro, y después se retiraron a sus casas. A la mañana siguiente sólo encontraron las huellas de los camellos y empezaron a olvidar al viajero que parecía no conocer el miedo.
Sólo el Altísimo habrá sido testigo de lo que aconteció en el viaje. Pero en los primeros días tras la partida, cuando el olvido aún no había logrado abolir el recuerdo, el mayor de los ancianos de Nafajar explicó al menor de los niños -porque la sabiduría que el Altísimo concede a los hombres debe transmitirse de generación en generación hasta el fin de los siglos- lo que haría cada noche el viajero para conjurar los peligros del desierto.
Sacrificaría un cordero y consumiría la mitad; consumiría también la mitad de su ración diaria de dátiles y leche; y antes de retirarse a su tienda y encomendarse al cielo, dejaría afuera la mitad no consumida de sus víveres, por si lo que quería el bandido del oasis -que no demonio, pues sólo el Altísimo conoce la necedad de los hombres- era saciar su hambre. Algo más cerca de la tienda dejaría una de las bolsas de piel de cabra, por si lo que quería el bandido era saciar su ambición. Y ya junto a la entrada, por si lo que quería el bandido era saciar su sed de sangre, dejaría la espingarda, pues se dice que aquéllos que mueren por su propia arma serán los primeros en sentarse a la diestra del Profeta.
Eso dijo el mayor de los ancianos, el que más cerca del viajero había estado en todo momento, al menor de los niños de Nafajar. Y le dijo también que a los ochenta días de su partida volverían a ver a aquél que parecía no conocer el miedo.
Así fue -y el Altísimo se admiró de que hubiera al menos un sabio entre los necios-: el día anunciado, una embajada de la ciudad de Rafaján, la más noble y leal al otro lado del desierto, se presentó a las puertas de Nafajar al frente de los cuarenta camellos, llevando la espingarda de culata nacarada todavía cargada con una bala de plata.
A lomos de treinta y nueve de los camellos había en cada uno un bandido muerto, con una bala alojada en la cuenca del ojo derecho. Sobre el cuadragésimo había dos hombres. Uno de ellos tenía la boca desbordante de espuma reseca y sostenía un dátil medio mordido en la mano izquierda y un alfanje ensangrentado en la derecha. El otro, con el cuello hendido, era aquél de quien los habitantes de Nafajar sólo llegaron a saber que nunca había conocido el miedo.
Se cuenta también que fue voluntad del Profeta que aquellos cuarenta y un cadáveres hubieran llegado incorruptos a Nafajar. Y que el mismísimo Profeta bajó del cielo y, mientras los cuarenta bandidos se convertían en nubes, se llevó con él al viajero.
Desde entonces volvió a llover en Nafajar cuando era justo que lloviera y a lucir el Sol cuando era justo que luciera. Y Nafajar volvió a ser la más hermosa de las ciudades y la más alabada por el frescor de sus fuentes.
La gloria sea con Aquél que no muere.





ÓRDENES SON ÓRDENES

Tenía orden de disparar a matar. No dudaría en obedecerla. Debía hacerlo si el populacho se amotinaba; y eso era lo que estaba ocurriendo. Miré los rostros exaltados. Me vi reflejado en ellos. Apunté: al que daba las órdenes…





GRAND-MÈRE/GRANDMOTHER/GRANMADRE

 
  La vie en se retirant venait d’emporter les désillusions de la vie.
Un sourire semblait posé sur les lèvres de ma grand’mère. Sur ce
lit  funèbre,  la mort,  comme le sculpteur du Moyen Age,   l’avait
couchée sous l’apparence d’une jeune fille.

Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, Le côté de Guermantes II


A mi abuela Carmen, dondequiera que
                                                                       esté, si es que está en alguna parte.


Mi abuela materna era pequeñita y enjuta y ágil como una ardilla. Y de ardilla era el ritmo que imprimía a sus pasos cuando, agarrado a su mano rugosa y rasposa y desgastada por tantos platos y tantos vasos y tantos cubiertos fregados, me arrastraba más que me llevaba en su diario periplo para hacer la compra por el paseo del Born o el mercado de santa Caterina. Era Barcelona -por donde tanto me arrastró con sus pasos de ardilla- y eran los cenicientos años cincuenta del siglo XX; pero era verano y eran vacaciones escolares y yo era un niño. “¡Mi niño, mi niño!” (en realidad decía: “¡El meu xiquet, el meu xiquet!”, pues siempre le resultó difícil hablar otra lengua que no fuese la suya propia), exclamaba en cuanto me veía bajar del tren en la estación de Francia, y así seguía haciéndolo mientras me humedecía las mejillas con sus sonoros besos, que rivalizaban en estridencia con sus exclamaciones. Las mismas sonoras exclamaciones y los mismos besos estridentes que cuando la recibíamos a ella y a mi tía (la de mi tía soltera -la tieta- es otra historia que algún día deberá escribirse) en Valencia, en la estación del Norte, en esa anual reunificación familiar por Navidad que para mí, lejano ya el recuerdo del verano, era un anhelado acontecimiento.
Mi abuela y mi tía (pero ya lo he dicho: esa es otra historia) vivían por entonces en lo que hoy se llama paseo de Picasso (y de cuyo ominoso nombre en aquella época ominosa no quiero acordarme), en un diminuto apartamento que, en compensación de su reducidísima superficie, gozaba del usufructo -pues en teoría era común a todo el edificio; aunque en la práctica, al habitar en el último piso, sólo la disfrutaban ellas- de una inmensa terraza con vistas al parque de la Ciudadela.
De aquella terraza procede el que en mi particular mitología considero (quizá un tanto equívocamente, pues hay una tarde no sé si anterior en el desaparecido cine Avenida en Valencia grabada con la indeleble memoria de la versión que Walt Disney perpetró de Alicia en el país de las maravillas) como mi primer recuerdo de infancia: el de la absorta contemplación de una solitaria nube que con la blancura perfecta de un copo de algodón flotaba, como un iceberg esmaltado por la luz solar, en el azul impoluto de un océano celeste. Una nube a bordo de la cual, como en una pausada nave, aún quisiera escapar hacia ciudades aéreas, huir todavía hoy hacia territorios ingrávidos.
Pero si no el primero, sí que proceden inequívocamente de aquella terraza mis mejores recuerdos de infancia. Allí está indeleblemente grabada la imagen de mi abuela sacando una baraja de naipes españoles, una pequeña mesa hexagonal y unos taburetes de cocina en los que tomábamos asiento para jugar interminables partidas de tute y de brisca; la imagen de mi abuela dejándose ganar pero fingiendo enfadarse con mis trampas en el juego; la imagen -y la voz- de mi abuela llenando mi cabeza de pájaros disfrazados de monos cagones, de asnos danzarines y de vírgenes benéficas: cuentos y más cuentos que fueron colonizando mi memoria hasta llegar a ser, quizá de manera inconsciente, responsables de ésta y de tantas otras páginas.
Mi abuela murió en 1974, casi centenaria. Vivió una época turbulenta. Tuvo, a buen seguro, una vida difícil. No llegó a conocer ese estado de bienestar que apenas erigido tanto están apresurándose algunos en demoler. No tuvo ocasión de llegar a ser una de esas señoras mayores made in IMSERSO (me resisto a llamarlas ancianas) que siguen manteniendo una apariencia juvenil. La recuerdo, si no de luto riguroso, siempre de gris; con su cabellera acebrada de ceniza y ébano recogida en un moño erizado de agujas con negras cabezas de planeta. Pero si tuviese que llevarme un solo recuerdo suyo a una isla desierta, ése sería el de sus cabellos sueltos, desmayadamente desplegados en el momento del aseo matinal, cuando al acariciarlos con su peine de carey manchado como una piel de leopardo mi abuela adquiría por un instante -o recuperaba- una imagen de niña-vieja o de vieja-niña, de eterna Alicia, de impúber perpetua y un tanto coqueta.
Y este descreído (véase el diccionario de la RAE) no quisiera poner punto final sin desear que, por una vez, hubiese cielo o paraíso o lo que demonios o diablos fuere para que allí estuviese ella.





SI NO HICIERA TANTO FRÍO


...car les vrais paradis sont les paradis qu’on a perdus.

Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, Le temps retrouvé


I

Si no hiciera tanto frío germinaríamos, horadaríamos el techo de esta cárcel de tierra y nos expandiríamos hacia arriba hasta alcanzar el Sol. Si no hiciera tanto frío derribaríamos a golpes de pico los cóncavos muros de esta prisión calcárea, desplegaríamos las alas y nos dejaríamos llevar por el azar de los vientos. Si no hiciera tanto frío seríamos fluyente arroyo y no inconmovible témpano; si no hiciera tanto frío floreceríamos, perfumaríamos el aire, cantaríamos, danzaríamos, nos serían perdonadas nuestras deudas así como nosotros perdonaríamos a nuestros deudores, reiríamos, brindaríamos, alegremente nos dejaríamos caer en todas las tentaciones, valiente y esforzadamente aboliríamos toda clase de tiranías y derrocaríamos a toda clase de tiranos, voltearíamos campanas, haríamos sonar violines y oboes y flautas y pianos, nos amaríamos los unos a los otros como nunca nadie nos ha amado, nos tomaríamos de las manos y juntaríamos nuestros labios y así unidos caminaríamos por la orilla del mar imprimiendo nuestras huellas en la arena. Y si no hiciera tanto frío nunca más dejaríamos nada para luego ni para mañana ni para la semana que viene ni para el mes siguiente ni para el año nuevo ni para el siglo venidero ni para el próximo milenio ni para nunca jamás o para siempre. Sí. Todo eso y mucho más haríamos. Si no hiciera tanto frío.


II

Felices, dichosos, bienaventurados vosotros que aún podéis tener esperanza de que llegue la primavera porque todavía estáis en el Tiempo. Infeliz, desdichado, desventurado yo en este oscuro encierro. Sepultado bajo la gélida losa de un perpetuo invierno. Desgajado para siempre del Tiempo. Condenado a una interminable espera sin esperanza porque ya no queda nada que esperar. Pasando frío. Mucho frío. Muchísimo. Demasiado. Si al menos no hiciera tanto…





DESAPARECIDO

A Ezequiel Ochando -disculpen la intromisión, pero no he podido evitar oírles pronunciar su nombre- no tuve apenas oportunidad de tratarlo. Estoy seguro de que cualquiera de ustedes, por lo que han estado diciendo sobre él, pudo llegar a conocerlo tanto más que yo y sin duda alguna mucho mejor de lo que a mí nunca me fue posible; qué podré decir entonces que ustedes ya no sepan de su incurable adicción a la digresión, la perífrasis y el circunloquio, de su indeclinable inclinación por el disfraz y el disimulo, de la irreductible osadía de su carácter, tan propenso al sibilino entrometimiento como al soterrado desafío.
Me consta que en esta, más que tertulia prosaica, ilustre ágora de preclaros próceres a la que con tan laudable hospitalidad se me ha permitido sumarme desde mi vecino asiento -por cierto: excelente el coñac, insuperables los habanos; si este selecto club no existiera, habría que inventarlo-, me consta, decía, que todas estas cualidades de nuestro nunca olvidado Ochando que acabo de enumerar eran sobradamente conocidas. Y adelantándome a un posible reproche por no haberme referido a ellas como defectos, diré que en el selvático y despiadado mundo de los negocios, donde nuestro bien recordado Ochando era actor muy principal, jamás podrían serlo. Cualidades eran, efectivamente, y no defectos. Y aún diría más: necesarios rasgos evolutivos producto de un largo proceso de selección natural. Indispensables cualidades, así pues; rasgos ya fuese innatos, ya adquiridos, pero siempre y en cualquier caso imprescindibles para la supervivencia.
Pero me consta igualmente, por circunstancias que no vienen al caso, que tengo un conocimiento algo más profundo, por mucho más cercano, que el que ustedes puedan tener de los oscuros detalles de la desaparición de nuestro nunca suficientemente bien ponderado Ochando. No llegué a ser testigo directo de la misma (y me adelanto de nuevo al posible reproche y pido disculpas por lo que no deja de ser un deplorable pleonasmo; pues ¿es concebible la figura del testigo indirecto, de alguien ausente del lugar de los hechos, alguien que no los haya presenciado -otra lamentable redundancia:- con sus propios ojos? Nuestro buen Ochando, tan incurablemente adicto también a la adjetivación exuberante, un tanto desaforada a veces e incluso en ocasiones culpablemente reiterativa y superflua, no hubiese incurrido jamás, en cambio, en esta lamentable y deplorable tropelía retórica). No llegué a ser testigo de su desaparición, decía; pero tuve ocasión de hablar con quien sí lo fue: la última persona que lo vio con vida.
El cobrador del peaje en el puente desde el que se precipitó el vehículo de nuestro desaparecido Ochando ya no tendrá oportunidad de desdecirse de lo que declaró a la policía. Un infortunado accidente lo ha privado para siempre de los cinco sentidos y el pobre hombre no sufrirá nunca más ni hambre ni sed ni dolor ni pena ni angustia. Desde su garita (así me lo aseguró y así fue como lo expuso en su declaración firmada) pudo ver perfectamente el brusco volantazo, el violento choque del automóvil contra el pretil y, tras de una vuelta de campana, su irrefrenable caída hacia el río. ¿Suicidio? No parece haber otra explicación plausible. Aunque el cobrador también declaró -además de que no hubo advertido ningún indicio de ansiedad durante el pago del peaje- que hacia la mitad de la irrefrenable caída vio a nuestro Ochando saltar por la ventanilla, como si en un gesto de tardío arrepentimiento hubiese tratado de salvarse. Pero la impetuosa corriente y las heladas aguas habrán sido despiadadas e implacables. El cadáver nunca ha sido hallado, a pesar de lo cual es de esperar que no se tarde en declarar a nuestro desaparecido Ochando oficialmente muerto.
¿Qué pudo haber conducido a nuestro buen Ochando a tan infausto destino? Conjeturo que el desesperado intento de huida de algo tan abominable que haría preferible la muerte. O quizás esté excediéndome, quizás no esté sino incurriendo en ese otro no menos adictivo vicio retórico de la hipérbole del que tan cautivo era también nuestro nunca suficientemente bien ponderado Ochando. Quizá detrás de todo esto no haya otra cosa que la vulgar y prosaica amenaza de un sencillo y simple (y turbio; y ¿por qué no añadir turbulento?) ajuste de cuentas entre maleantes (aunque disfrazados de preclaros próceres o respetables hombres de negocios, simple y sencillamente maleantes), nada más que la sencilla, simple y desesperada tentativa de escapar de esa amenaza. O quizá (o, o, o; quizá, quizá, quizá) no se trate sino del cumplimiento de la misma. Porque en el informe policial se habla de sospechosas manipulaciones en ciertas piezas del vehículo.
Suposiciones, conjeturas, hipótesis. ¿Por qué no aventurar entonces que hablar en pasado de nuestro nunca bien recordado Ochando fuese probablemente inexacto? ¿Por qué no suponer -recuérdese que el pobre cobrador del peaje (en esta aventurada conjetura presunto e hipotético cómplice en la elaboración del ficticio argumento que encubriría la verdadera trama) ya no está en condiciones de desdecirse de nada- que nuestro nunca olvidado Ochando continúa subrepticiamente entre nosotros? ¿Por qué no imaginar que oculto en un nuevo rostro, operadas las cuerdas vocales para desfigurar la voz, borradas las huellas dactilares, no estuviera urdiendo -con esa habilidad tan suya para la dilación, vital en el despiadado y selvático mundo de los negocios- el cumplimiento de una diferida venganza?
Si así fuese, y si yo temiera ser el objeto de ella, me haría vigilar las espaldas.
Un placer, señores míos. Agradezco como se merece su laudable hospitalidad. Y reitero: insuperable el coñac; excelentes los habanos. Muy del gusto, nunca me atrevería a dudarlo, de Ezequiel Ochando.





DESPUÉS DE LA NIEBLA


Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso. El dinosaurio


Cuando la niebla se disipó, al otro lado de la ventana seguía sin verse nada. Sebastián, con la frente apoyada en los cristales, llamó a su mujer:
-Lucía, ven a ver esto.
Desde la cocina, donde terminaba de poner una marmita al fuego, Lucía respondió:
-Ahora no puedo.
-Que vengas, digo -insistió Sebastián-. Esto es más importante. Ven. Enseguida.
Lucía, después de poner al mínimo el fuego del quemador de gas antes incluso de que la espita de la olla empezase a despedir vapor y de enjuagarse las manos en el grifo del fregadero, acudió por fin.
-¿Qué es lo que hay que ver? -dijo mientras se acercaba a Sebastián, secándose todavía las manos con una punta del delantal.
-Esto.
-Y ¿qué es eso? -preguntó Lucía, ya casi frente a la ventana.
-Eso -dijo Sebastián, señalando hacia el exterior con un movimiento de cabeza.
-Pero si ahí no hay nada -dijo Lucía, en un tono que traslucía no tanto decepción como fastidio. Y, volviendo la mirada hacia la cocina, añadió-: Sólo es niebla.
-No, niebla no -dijo Sebastián, haciendo que su mujer volviera a mirar al exterior-. Ya no hay niebla. La niebla se ha disipado, se ha ido. Y eso es lo que ha quedado después -y, tomando aire como para decirlo con mayúsculas y con todas las letras, agregó-: Nada.
-¿Cómo que nada?
-Sí, nada -dijo Sebastián. Y, remachando una a una cada sílaba, añadió-: La Nada.
-Tú estás loco -dijo Lucía, haciendo ademán de iniciar el regreso a la cocina.
Sebastián, tomando una mano de su mujer para retenerla, dijo:
-No, Lucía. No estoy loco. Yo esto ya lo he visto. Yo esto ya lo he vivido.
-¿Cómo que ya lo has vivido? ¿Cómo que ya lo has visto? -Lucía empezó a pensar que su marido estaba verdaderamente loco, pero la serenidad y el aplomo con que Sebastián había pronunciado las últimas frases le hicieron dudar. Olvidándose por un momento de la cocina y apretando la mano de su marido, añadió-: ¿Cuándo? Y ¿por qué nunca me lo habías contado?
-Es que hasta este momento no lo sabía -contestó Sebastián-. Lo acabo de saber ahora, precisamente ahora, en este mismo momento. Como si se me hubiera despertado un recuerdo que ignoraba que estuviese alojado en la memoria. Pero yo esto ya lo he vivido, ya lo he visto. Ahora lo sé.
Lucía añadió su otra mano a aquella con la que estaba apretando la de su marido.
-¿Cuándo lo viste? ¿Cuándo lo viviste? -le preguntó, dulcificando la voz tanto como le fue posible.
-Antes.
-¿Cómo que antes?
-Sí. Antes. No sé exactamente cuándo. Sólo sé que antes.
-Pero, antes ¿de qué?
-Lucía, ¿cómo quieres que te lo explique si yo solamente sé eso? Sólo sé que antes.
-Está bien, está bien -Lucía intentó que el tono de su voz fuese lo más tranquilizador posible-. Pero a ver, dime: si eso de ahí fuera es la Nada, entonces ¿dónde estamos nosotros?
De pronto, Sebastián adoptó una actitud pretendidamente didáctica, como si fuese Lucía la que no estuviera muy en sus cabales o se tratara de una niña a la que hubiese que empezar por enseñarle que dos más dos eran cuatro.
-Mira, Lucía, para ti esto es la primera vez -dijo, añadiendo la mano que faltaba al nudo que formaban las otras tres-. Pero yo ya lo conozco. La Nada, como hace la niebla, se irá extendiendo hasta absorbernos. Pero no te asustes. No se nota. No duele.
-Entonces -Lucía interrogó a su marido con los ojos-, ¿vamos a morir? O ¿estamos ya muertos?
-No es cuestión de muerte. Al menos, eso creo -dijo Sebastián-. Simplemente, no se nota, no duele. Y, enseguida, se olvida.
-Pero tú has recordado -dijo Lucía.
-Sí, por primera vez. Para mí el recuerdo es lo nuevo, como lo es esto de ahora para ti. Seguramente lo que ocurre es que se recuerda después.
-Después ¿de qué?
-No lo sé muy bien -confesó Sebastián-. Sólo sé que después.
Lucía deshizo el nudo de manos y, acudiendo a la llamada del vapor de la marmita, se encaminó hacia la cocina.
-¿No tienes miedo? -preguntó Sebastián.
-No -contestó Lucía-. Cuando te ocurrió esto por primera vez estabas solo. Ahora, pase lo que pase, estaremos juntos. Y después, cuando y donde quiera que sea ese después, cuando recordemos de nuevo, a lo mejor estamos con los hijos que esta vez no hemos podido tener.
Y Lucía entró en la cocina pensando que le gustaría que el estofado estuviera listo antes de que los invadiese la Nada. Sebastián, mientras tanto, permaneció frente a la ventana, mirando y no dejando de mirar eso que se extendía y avanzaba hacia ellos, eso que seguía sin verse y que iba a invadirlos y a absorberlos ahora que la niebla se había disipado.





AMOUR FOU


Acude, corre, vuela,

Fray Luis de León. Profecía del Tajo


Cuando vio que la doncella iniciaba el salto, el unicornio trató de huir. Pero supo de inmediato (y un murmullo en un oscuro rincón del cerebro le insinuó que así lo quería y lo aceptaba) que escapar sería inútil; tuvo la certeza de que no habría escondrijo ni guarida ni refugio en cuanto sintió el golpe sedoso de la carne femenina en su grupa, el tacto aterciopelado de aquella entrepierna húmeda que se deslizaba hacia el lomo, el calor helado de esos pechos incandescentes que montaban a horcajadas de su cuello, la fuerza tenaz de los brazos desnudos que le rodeaban la garganta. Siguió corriendo, persistió en la escapatoria, perseveró en la huida (pero el oscuro rincón del cerebro insistía en su murmullo), cada vez más extenuado por el peso de aquel cuerpo ardiente que lo había montado y no cesaba de cabalgarlo. Completa y totalmente rendido por fin -rendido del todo y por completo: entregada la voluntad, agotado el cuerpo-, acató el mandato de su destino. Vio sus patas delanteras convertirse en brazos, sus pezuñas en manos. Cayó de bruces. La doncella lo volteó, lo montó de nuevo y siguió cabalgándolo. Cuando las dos virginidades se fundieron y mutuamente se desgarraron, la cabeza todavía de unicornio emitió un prolongado relincho, un salvaje y animal alarido que, al mismo tiempo que la cabeza se transmutaba en rostro, se trocó en humano y gozoso grito. Enarbolando el cuerno como un trofeo, la amazona avivó la cabalgada hasta que las dos desgarradas virginidades estallaron con una misma palpitación de volcán. Al estrechar a la amada contra su pecho supo el amante (no necesitó que se lo insinuara el murmullo) que ése era el precio que había que pagar, el precio que desde un principio había querido y aceptado: ese cuerno que ahora, como un puñal necesario, le atravesaba un corazón que alegremente dejaría de latir sin derramar una lágrima. Alegremente, sí. Y sin derramar una lágrima. Porque antes de dejar de latir para siempre, había llegado a conocer lo que significaba palpitar de amor.





SOLILOQUIO

Deme algo, señorito, ande, écheme unos centimitos para un café con leche; bueno, y algún eurito si puede ser, que si no, tal como están los precios, no me llega ni para un cortado. Una ayudita, señora, que mire usted la hora que es y aún no he desayunado. Venga, caballero, no sea tacaño, vea qué flojito se oye el vaso, que no tiene casi monedas, que no hace apenas ruido y a mí me suena mucho más el estómago. Vamos, señorita, por favor… Señor, por su mujer y sus hijos… Vamos, venga, ande... Ande, venga, vamos… ¿Lo veis, compañeros? Ni puñetero caso. Ni mirarme. Como si no estuviese aquí. Como si no existiera. Y si te miran es peor, porque es como si no te vieran. Ni que fueses transparente… Qué mundo, compañeros. Qué puto y jodido mundo. Cada cual a la suya y Dios a la de nadie. ¿Os habéis fijado? ¿Habéis visto la cara de desprecio que ha puesto ese hijo de puta que acaba de pasar? Para eso es preferible que no te miren. El muy cabrón… Seguro que ha pensado que no trabajo porque no me da la gana. ¿Acaso no ha visto que me falta un brazo? Sí, claro; resulta que es desmontable y me lo dejo en esa casa que ya no tengo para dar más pena cuando estoy pidiendo… La hembra de perro que lo trajo al mundo… Si yo le contara cómo perdí el brazo y el trabajo y la casa y la familia y todo… A vosotros os lo he contado muchas veces, ¿verdad, compañeros? Os he contado tantas veces lo del juicio, cuando sentenciaron que el accidente en la fábrica había sido culpa mía, por imprudencia temeraria o algo por el estilo, y como la empresa había cumplido siempre todas las medidas de seguridad la declararon inocente y yo me quedé en la calle, sin indemnización ni subsidio… Os he contado tantas veces lo del banco, que me embargó la casa y encima, después de subastarla y venderla, aún me reclama el resto de la hipoteca… Os he contado tantas veces lo de mi mujer y mis hijos, que hartos de verme borracho… Os lo he contado todo tantas veces, compañeros, que por una vez más que os lo cuente… Pero ahora tengo que marcharme, que ya viene por ahí la pareja de municipales y me dirán lo de siempre: que me aparte de la puerta de la tienda porque molesto a los clientes. Y me dirán eso otro que también me dicen siempre, eso que es lo que más me fastidia y más me joroba y más me jode: que si estoy pirado, que qué cojones hago hablando con los maniquís del escaparate. ¿Y con quién quieren que hable? ¿Con quién que no me vuelva la cara? ¿Con quién que no me ignore? ¿Con quién que no me mire sin verme, como si no existiera, como si fuese transparente?





INDICIOS

Una bañera que se desborda. Una cafetera humeante que sigue al fuego. El incesante timbre de un teléfono. El vaivén de las hojas de una ventana batidas por el viento. Un televisor encendido que nadie mira. La música de un aparato de radio que nadie escucha. Un ascensor encallado entre dos pisos. Un mercado sin compradores ni vendedores. Una escuela sin profesores ni alumnos. Una fábrica sin trabajadores. Una oficina sin funcionarios. Una cafetería sin camareros ni clientes. Calles, plazas y avenidas desiertas. Un silencioso e inmenso atasco de automóviles. Trenes varados en las estaciones. Aviones embarrancados en el aeropuerto. Cadáveres. Cientos, miles, millones de ellos por todas partes. Un piano mudo porque ya no habrá nadie que lo toque.

El autor, en consonancia con los tiempos, propone una solución interactiva. Que sea el lector (aunque quizá fuese más exacto decir el consumidor) quien elija la que más le plazca. Por mi parte, modesta y humildemente, sugiero las siguientes:

A) Criminal envenenamiento de una planta potabilizadora de agua por parte de           un comando terrorista de Al Qaeda.
B) Letal fuga radiactiva en el reactor de una central nuclear que, por supuesto,            cumplía todos los protocolos de seguridad.
C) Mortífero ataque de una horda de plantas carnívoras transgénicas.
D) Exterminadora invasión extraterrestre.

Si elige la opción A, pulse 1. Para la B, pulse 2. Para la C, pulse 3. Para la D, pulse 4. Si desea proponer alguna nueva opción, pulse asterisco.





PURGATORIO

El purgatorio es, por definición, un lugar de padecimiento y de tránsito; y, por esto último, no del todo infeliz, a diferencia del infierno.
Pero pienso que a nadie que estuviese en sus cabales, salvo que profesara el masoquismo, le agradaría padecer, aunque fuese nada más que por un tiempo. Sólo a mentes calenturientas y delirantes, como las de aquellos individuos que fueron erigiendo ladrillo a ladrillo el dogma católico, podía ocurrírseles que en un lugar como el purgatorio se pudiera ser medianamente feliz gracias a la esperanza en el paraíso. Si yo fuera un alma del purgatorio, no sería feliz en absoluto. Es más, pasaría el tiempo exigiendo a los de abajo que acumularan a todo correr misas, oraciones, jaculatorias, sacrificios, euros, libras esterlinas, dólares, francos suizos, todo eso, en fin, que según nos decían los curas del colegio se traduce en indulgencias, para salir pitando de allí en menos que canta un gallo. Y en cuanto hubiese llegado a destino, le pediría cuentas al responsable del invento por permitir que, contra todas las leyes de la física, que Él mismo (la mayúscula me la impone la Academia) había promulgado, algo tan inmaterial como un espíritu pudiera sentir la quemazón del fuego.
Y es que, si hay algo que me revienta de la religión (de la única verdadera, por supuesto), aparte de que me amenace con darme por el saco -aunque nada más sea que por un tiempo, y no sólo para siempre- con fueguecitos que no iluminan y queman sin consumir, son sus contradicciones. En  el catecismo, por ejemplo, en aquél que nos hacían aprender al pie de la letra los curas del colegio, se decía que los ángeles son espíritus puros, esto es, sin cuerpo. Y luego venía el buenazo del padre Capell con sus láminas ilustradas a explicarnos que las alas de los ángeles son de menor tamaño que las de los arcángeles, y que los querubines tienen seis alas y los serafines ocho (o quizá sea al revés, aunque para el caso es lo mismo). Pero ¿es que aquel buen hombre pensaba que éramos tan tontos e ingenuos como él?
Menos mal que, en compensación, he sabido sacar partido de esa lógica recóndita que la religión (la única verdadera, por supuesto) tiene a veces.
Resulta que en una ocasión comulgué los nueve primeros viernes de mes; y en consecuencia, según promesa del mismísimo Jesucristo (que en gloria esté), nunca moriré en pecado mortal. Y como vivo, y pienso seguir viviendo, en ese estado de ausencia de la gracia de Dios, la deducción no es difícil.
Si la promesa se mantiene, me parece que voy a seguir durante mucho más que una buena temporada en este valle de lágrimas; en este lugar de padecimiento y de tránsito que tanto se parece al purgatorio, pues a veces (sobre todo en verano, como dijo el poeta), y a diferencia del infierno, no es infeliz del todo.





EL IMAGINADOR

Hoy hemos enterrado a Arturo, el imaginador. Pobre, tan joven. Le llamábamos así porque desde niño -hace apenas cuatro días, como quien dice- todo lo que imaginaba se hacía realidad. Menos mal que nunca tuvo demasiada imaginación, ya que de lo contrario no sé hasta dónde habríamos podido llegar. Me consta que Arturo no fue una persona especialmente imaginativa, pues fui maestro suyo en sus años escolares (y desde entonces y hasta casi sus últimos días fui también para él como una especie de confesor, de guía espiritual, de psicólogo de cabecera, de confidente). Pero tenía ese don especial -concedido quién sabe si por el cielo o por el infierno- de hacer realidad lo que imaginaba, ese don de cuyos inconvenientes y ventajas, pienso que precisamente por su falta de imaginación, nunca fue consciente del todo; algo -esa parva capacidad imaginativa, esa escasa conciencia- que si en algunas ocasiones pudo haberle inducido a incurrir en ciertas extralimitaciones, fue en otras muchas el principal impedimento para males mayores.
La etapa más conspicua de manifestaciones de su don se dio en los años de segunda infancia y principio de adolescencia de Arturo. Aunque, según algunas de sus confidencias relativas a la época de sus más remotos recuerdos, no haya que descartar que en su primerísima niñez más de un juguete o de un regalo inesperados (por provenir sin motivo aparente de alguien ajeno a una familia que no habría podido permitirse tal dispendio) fuesen producto de una utilización aún no plenamente consciente del quizá todavía desconocido don, fue a partir de los siete años -edad en la que según la única religión verdadera se alcanza el uso de razón y las consecuentes capacidades de pecar mortalmente y condenarse para toda la eternidad- cuando comenzó el uso más o menos deliberado de aquella -llamémosla así- habilidad innata. Sospechosas deberían de haberme resultado entonces -pero decirlo ahora quizá sea caer en la ventajista actitud de quien profetiza el pasado- las brillantes notas de un alumno al que, además de poco imaginativo, siempre consideré intelectualmente mediocre. Sospechosas -aunque tropiece por segunda vez en la misma ventajista piedra- sus hazañas deportivas cuando su capacidad física rivalizaba en mediocridad con su inteligencia. Y sospechosas -pues no hay dos sin tres- las precoces conquistas amorosas de alguien tan escasamente agraciado como Arturo.
Pero fue el episodio de la desaparición, supuesta muerte y aparente resurrección de Gabriel, el hermano de Arturo, lo que le hizo acudir a mí por primera vez en -por así denominarlo- confesión, lo que dio lugar a su primera confidencia. Me dijo -omito, por fácilmente deducible, la descripción de su estado de ánimo- que Gabriel, quien llevaba varios días desaparecido, había muerto ahogado en el río por culpa suya, porque así lo había él imaginado por celos, a sabiendas de que todo lo que imaginaba se cumplía. Ante su obstinada insistencia en culparse no se me ocurrió otra cosa, por lo que aducía sobre los efectos de su imaginación, que proponerle que imaginara la resurrección de Gabriel. Y ese mismo día, cubierto de légamo del lecho fluvial, Gabriel reapareció milagrosamente.
En este municipio de tamaño mediano tirando a pequeño y, aunque rodeado de polígonos industriales, de carácter todavía eminentemente rural, nada tarda en saberse, cualquier minucia trasciende de inmediato. Por lo cual, pensando que quizá yo no fuese o pudiera ser o haber sido el único depositario de la confidencia de Arturo y en evitación de mayores males producidos por la difusión incontrolada de váyase a saber qué incierto rumor, decidí poner el hecho en conocimiento de -por decirlo de algún modo- las fuerzas vivas de la población. Jamás lo hubiera hecho. Al poco tiempo, comprobada por la infalible vía del empirismo la efectividad del don de Arturo, éste a punto estuvo de verse convertido en una atracción de feria. O, mucho peor, en una especie de santo milagrero a quien, desde cada vez más allá de las fronteras de la comarca, se encomendaban las sufrientes multitudes suplicando toda clase de evangélicas curaciones. Cuando un equipo de científicos se presentó en el municipio para estudiar el fenómeno, el vaso -por así decirlo- se desbordó. Nadie, ni mucho menos yo, que me sentía primer y principal responsable, podía permitir que el pobre Arturo terminase en una mesa de disección. Así que, de acuerdo con las fuerzas vivas, lo ocultamos al mundo durante unos meses, hasta que la tormenta escampase.
Afortunadamente, la memoria humana es inconstante y frágil. Pocos, cada vez menos, se interesaron por la innata habilidad de Arturo tras su reaparición. Y a los pocos, cada vez menos, que lo hicieron no fue difícil endosarles el ficticio argumento de que con la entrada en la adolescencia, la aparición de las primeras vellosidades y el irreversible cambio de voz, el don había pasado a mejor vida. Así logramos que Arturo recorriera el camino desde la adolescencia a la juventud sin mayores sobresaltos, manteniendo su don bajo control, dejándole ejercitarlo de manera casi clandestina en contadas ocasiones y siempre, en todas ellas, en beneficio de la comunidad.
¿Qué fue lo que permitió que Arturo no hiciese un uso independiente y desmesurado de su don? ¿Qué fue lo que impidió que lo utilizara para enriquecerse, o para dominar a sus semejantes, o para satisfacer, en fin, las más bajas pasiones? Creo, ya lo he dicho, que posiblemente fue su mediocridad intelectual, su escasa capacidad imaginativa. Pienso que fue la docilidad de carácter de las mentes débiles lo que le hizo dejarse guiar y aconsejar. Superado el peligro, que en alguna época consideré posible, de que Arturo pudiese sufrir un cierto síndrome de doctor Jekyll, es decir, superado el riesgo de que, al igual que los efectos de la droga transfiguradora, su imaginación llegara a imponerse de manera permanente e ingobernable, durante varios años, siempre de acuerdo con las fuerzas vivas, lo aconsejé y lo guié para que su habilidad innata no solamente no le causara perjuicio alguno, sino que redundara además, como también ya he dicho, en beneficio de la comunidad.
Así fue durante varios años. Pero hace algunos meses Arturo empezó a distanciarse de mí. Sospeché que había hecho un uso interesado de su don cuando supe de su inesperada boda con Beatriz, quien había sido la novia de Gabriel desde los años del bachillerato. Continué sin saber de él hasta que tuve que volver a sospechar hace unos pocos días; y sospechar, en esa ocasión, que el uso que había hecho de su don era un uso criminal. El accidente de automóvil en que Gabriel y Beatriz perecieron, juntos, no me dejaba pensar otra cosa.
Hoy hemos despedido en el cementerio a Arturo, el imaginador. Y no quisiera pensar qué fue lo último que hubo podido imaginar. No querría imaginarlo. Pero no puedo dejar de hacerlo, de decirme que sería algo que le permitiera verse libre de su imaginación para siempre, algo que le permitiera no volver a imaginar nada más nunca más, no volver a imaginar nada más nunca jamás.





LAS ESTACIONES: I. PRIMAVERA

Azul es el cielo, azul es el aire, azul es el color de los ojos de Julia. Azul como este radiante día de primavera. Azul. Raíz cuadrada de menos uno… Julia. Logaritmo de… Primavera. Mendoza, ¡eh!, sí, usted, Mendoza. Mis ojos son marrones. ¿Puede repetirme lo que acabo de decir? Marrón y azul. No, cúbica no. Azul y marrón. He dicho raíz cuadrada. ¿Cómo serían los ojos de nuestros hijos? Pero ¿qué le ocurre, Mendoza? Está usted como dormido. ¿Tiene usted sueño atrasado? Hace varios días que no parece usted el mismo. Y Javier Mendoza, el geniecillo matemático del instituto, el número uno no sólo en ésa sino en cualquiera de las demás asignaturas, inventa una espúrea excusa ante la admonición del profesor, finge un indefinido malestar, improvisa una mentirosa disculpa. Aunque quizá no sea todo tan falso. Lo cierto es que no duerme demasiado bien desde que empezó el curso, desde que apareció Julia en la clase -una Julia a quien hasta entonces no había prestado demasiada atención y en la que el último verano había producido (¿sólo en ella?) una turbadora transfiguración- y ocupó el pupitre contiguo al suyo. Sí, no duerme demasiado bien desde entonces. Porque desde entonces sueña mucho, sueña despierto, sueña con los azules ojos de Julia. Todo un otoño, todo un invierno, casi toda una primavera soñando. Pero desde hace unos cuantos días es peor. Desde hace unos cuantos días es un agotador insomnio, una extenuante lucha contra la indecisión, contra la falta de atrevimiento para decir de una vez por todas todo eso que querría decirle a Julia. Falta poco para los exámenes de fin de curso, y desde hace unos cuantos días está quedándose un rato con Julia en la biblioteca después de la última clase para darle una especie de curso acelerado de matemáticas. Julia, para la cual Javier había parecido invisible hasta entonces, se lo había pedido con una voz azul, con una sonrisa azul, con una irresistible mirada de sus ojos azules. ¿Cómo haberse resistido, pues? ¿Cómo haberse resistido a algo a lo que nunca jamás se le habría ocurrido oponer ninguna resistencia? ¿Cómo haberse resistido a lo que inesperadamente era la ocasión de su vida, si es que no le faltaban el valor y la audacia suficientes para atreverse a aprovecharla? Hoy sin falta, este azul y radiante día de primavera, tiene que ser el día. Hoy sin falta tiene que salir al mismo tiempo que Julia de la biblioteca. Hasta ahora, por timidez, por miedo, por cobardía, una vez terminada la diaria clase particular de matemáticas había sido él algunos días quien primero abandonaba la biblioteca, fingiendo una inexistente prisa que le laceraba el alma; o había permanecido allí otros días, con cualquier pretexto inverso no menos ficticio ni menos lacerante, para que Julia fuese la primera en marcharse. Pero hoy, hoy mismo, hoy sin falta, ha de ser el día en que tendrá que atreverse de una vez por todas a vencer la timidez, el miedo, la cobardía; ha de ser el día en que de una vez por todas saldrá de la biblioteca al mismo tiempo que Julia, la acompañará de camino a casa y durante el trayecto le dirá de una vez por todas todo eso que desde hace una eternidad -así se lo parece- había querido decirle.
-¿Conoces a Ignacio? -pregunta Julia al salir de la biblioteca.
Y Javier tiende hacia Ignacio (sí, le parece conocerlo) una mano que pronto retira a medio camino porque la de Ignacio (sí, le parece que va un curso por delante de ellos) la ignora y ya está tomando la de Julia; y Javier baja la cabeza mientras, fingiendo una precipitada prisa, murmura una balbuciente despedida; y Javier (pobre Javier, a sí mismo se lo dice de sí mismo) se aleja con los ojos brillantes y húmedos todavía clavados en el suelo, con sus húmedos y brillantes ojos marrones todavía humillados por el aire de suficiencia (acentuado por un rictus despectivo) con que los azules ojos de Ignacio lo han doblegado mirándolo desde muy arriba, desde esos más de diez centímetros por encima de su exigua estatura.
En su abochornada huida (ante sí mismo se avergüenza de sí mismo), asumiendo el riesgo de quedar convertido en estatua de sal, Javier no puede resistir la tentación de detenerse un instante, de mirar hacia atrás y contemplar cómo se aleja lo que podría haber sido su futuro. Los dos pares de ojos azules, con las manos entrelazadas, se dirigen hacia un horizonte azul y radiante, como el cielo y el aire de ese día de primavera. Pero a los ojos marrones de Javier les parece de pronto que todo es oscuro y negro. Quizá porque ahora están mirando hacia mucho más allá, miran y no dejan de mirar hacia mucho más allá de ese lugar fugitivo donde se ubica el horizonte, mucho más allá de ese lugar inaprensible donde empieza a elevarse un negro y oscuro telón de densos nubarrones, mucho más allá de ese lugar lejano y futuro donde ya se está fraguando una remota amenaza de tormenta.





LAS ESTACIONES: II. VERANO

-Dime que me quieres -dice Julia.
-Que me quieres -dice Fernando.
-Venga, no seas malo -insiste Julia-. Dímelo. Dímelo de verdad.
-Lo -dice Fernando, mirando a Julia con una sonrisa de sus ojos verdes, tan verdes como la medialuna de mar tropical que divide diametralmente el ojo de buey del camarote-. Lo de verdad.
Julia finge una mueca de disgusto (¿finge una mueca de disgusto?), pero no tarda en dulcificar de nuevo el semblante, en cerrar los ojos, en abandonarse a la sonrisa verde de Fernando, a las manos verdes de Fernando que ahora hablan silenciosamente, acarician ahora la ardiente carne roja de Julia, esa preciosa carne roja doblemente ardiente ahora pues al calor del verano se le suma el de las manos de Fernando, esa hermosa carne ardiente doblemente roja ahora pues a su color natural se le añade la apasionada erubescencia que provocan las caricias.

Nunca sabré cómo tu alma ha encendido mi noche,
nunca sabré el milagro de amor que ha nacido por ti…

En el hilo musical del camarote empieza a oírse una vieja canción de Gloria Lasso, una antigua canción que a Julia, desde que la oyó por primera vez en sus años de infancia, siempre le había parecido como envuelta en un aura de misterio, un aura que después de tanto tiempo aquella enigmática canción todavía conservaba.

Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas,
nunca sabré en qué viento llegó este querer…

Mecida por el suave balanceo del camarote, doblemente mecida ahora por el aura de la canción, Julia, con los ojos todavía cerrados, rinde del todo su ardiente carne roja a la silenciosa conversación de las manos de Fernando, a la verde sonrisa con la que imagina que continuarán mirándola los ojos de Fernando.

Nunca sabré qué misterio nos trae esta noche,
nunca sabré cómo vino esta luna de miel…

Una violenta sacudida, como si el barco fuese a zozobrar, hace que los ojos de Julia se abran. Asustada, se abraza fuertemente a Fernando.
-Dime que me querrás siempre. Dímelo, Fernando, dímelo.

Ya siempre unidos, ya siempre, mi corazón con tu amor…

Cuando parece que Fernando vaya a contestar se interrumpe la canción y por el altavoz del hilo musical el capitán se dirige al pasaje para tranquilizarlo y pedir disculpas por la brusca maniobra que no ha tenido otro remedio que efectuar, pero todo ha sido en aras de la seguridad del buque y de sus tripulantes y pasajeros. El peligro de choque contra un iceberg ya ha sido conjurado.
¿Iceberg? ¿En estas latitudes? ¿A estas alturas del año? Julia y Fernando, todavía fuertemente abrazados, miran incrédulos hacia el ojo de buey. Y sí, una amenazadora montaña de hielo se eleva sobre la medialuna verde. Será por lo del cambio climático, piensan. Menos mal que parece estar cada vez más lejos. Habría tenido gracia -maldita la gracia- que la luna de miel hubiese terminado en naufragio. Sin darles tiempo para haber disfrutado de todo eso que dicen que es tan bonito mientras dura.
Disfrutémoslo ya, sin demora, parecen decirse cuando apartan la mirada del ojo de buey y Julia mira a Fernando y Fernando mira a Julia. Que lo que tenga que ser, será. Y lo que tenga que pasar, pasará. Al fin y al cabo y en resumen, todo es cuestión de tiempo.





LAS ESTACIONES: III. OTOÑO

Ceniciento y deslucido gris de lluvioso día de noviembre, mes de muertos, mes de muerte, como la de este amor que un día fue pero que ya no es, que ya nunca volverá a ser, que ya nunca renacerá; nunca, nunca, nunca; ya nunca jamás. Te miro mientras la lluvia dibuja en los cristales de la ventana un llanto incesante. Te contemplo abrazada a mí, todavía con cara de sorprendida, volviendo a compartir al cabo de tanto tiempo (sí, hacía ya mucho, demasiado) ese cigarrillo de después de la batalla, ese humeante reposo de la amazona y el guerrero que en los viejos y buenos tiempos nos pasábamos de boca en boca para prolongar ese momento -esos momentos- en que dejábamos de ser dos personas distintas y nos transmutábamos en un solo ser verdadero. Te veo mirándome con ojos a la vez inquisitivos e incrédulos. Como si no te creyeras este reencuentro. Como si no dejaras de preguntarte a qué diablos se debe esto, a qué demonios se debe después de tanta distancia y de tanto tiempo. ¿Cómo decirte que estás en lo cierto al ser incrédula? ¿Cómo decirte que esto no es un reencuentro sino una despedida? ¿Cómo decírtelo? ¿Cómo decirte que no se culpe a nadie sino a ese maldito ladrón: el tiempo? ¿Cómo decirte lo más sencillo -pero tan difícil-, lo más vulgar? ¿Cómo decirte que sí, que se trata de eso, sólo de eso y nada más que de eso: cómo decirte que hay otra?
-¿En qué piensas, Ignacio? -le pregunta su mujer, expulsando una larga bocanada de humo mientras le pasa el cigarrillo.

Demacrado amarillo de hoja de árbol moribunda, macilento ocre de hoja caída, colores agonizantes como este casi cadáver que un día fue amor, que fue pasión alguna vez. Algo así dirías tú, con tu embaucadora verborrea, con tu piquito de oro. Pero, ¿cómo decirte sin rodeos que ya no hay fuego; que quizá la culpa sea del tiempo, de acuerdo, pero se apagó la hoguera? ¿Cómo decirte que no puedo seguir viviendo entre cenizas y rescoldos? ¿Cómo decirte que se acabó, que me voy para no volver, sin que me preguntes lo más vulgar, lo que para vosotros parece lo más sencillo? ¿Cómo decirte -cómo lograr que lo entiendas- que para poner fin a lo que se ha terminado no es necesario que sea porque haya otro?
-En nada importante -contesta Ignacio, tomando el cigarrillo y dando una profunda calada-… Cosas mías.





LAS ESTACIONES: IV. INVIERNO

Al fin solos. Los hijos y los nietos ya se han marchado. Querían quedarse, pero les he dicho que no, que se fuesen. He tenido que insistirles, pero al final he conseguido que nos dejaran solos. Vendrán mañana, para el entierro. Qué sola me has dejado, bribón. Qué sola. Aunque la verdad es que no debería quejarme. Debería de estar acostumbrada. Estar contigo ha sido siempre como estar sola. Tú siempre dentro de ti mismo, como una crisálida en su capullo, como un caracol en su concha. Siempre con tus números y tus fórmulas y tus ecuaciones. Pero aunque fuese como si no estuvieras, la verdad es que estabas ahí. Me hacías compañía. Y yo te quería, ¿eh? Siempre te he querido. Y nunca he dejado de hacerlo. ¿Crees que si hubiera tenido que ser sólo por ti habríamos llegado a celebrar las bodas de oro? Fíjate en lo que duran los matrimonios en estos tiempos. Y si antes duraban, era por obligación, porque no había otro remedio. No me entiendas mal, no quiero decir que haya tenido que soportar infidelidades. Sé que a tu manera tú también me has querido siempre. A tu manera de querer sin querer, o de querer no queriendo, o de querer sin demostrarlo, no sé explicártelo mejor. Tú nunca has tenido ojos para otra cosa que no fuesen tus matemáticas. Pero un matrimonio también puede morir por hastío, por aburrimiento. Y si a pesar de lo que sea dura mucho tiempo, si a pesar de lo que sea aguanta hasta que la muerte lo deshace, ten por seguro que es siempre gracias a la mujer. Debe de ser que a algunas no hay manera de que se nos borre del todo esa vocación de mártir que venía incluida con las cocinitas y las muñecas. O esa vocación de madre. Porque si lo pienso bien tú has sido siempre para mí como un hijo grande y desvalido. No te lo he dicho nunca, pero lo que de verdad me hizo enamorarme de ti fue la perpetua expresión de pena y de tristeza que había en tu mirada, esa especie de sombra que multiplicaba la oscuridad de tus ojos marrones. Tampoco voy a ser capaz de explicártelo muy bien, pero era como una nostalgia no de algo que hubieras perdido sino de algo que no habías llegado a tener. Y esa sombra en tu mirada jamás se ha borrado del todo. Quizá por eso nunca he dejado de quererte. ¿Lo ves? Además de mártir y madre, romántica incurable. Déjame que te acaricie el pelo antes de que ya no pueda tener ocasión de hacerlo. Qué blanco se te ha quedado. No lo era tanto, era más bien gris. Pero es como si la muerte te lo hubiera empolvado, a modo de esas pelucas de la época de María Antonieta. Mira, mira por la ventana. Está empezando a nevar. Mañana, en el entierro, nos vamos a chupar los dedos. Bueno, será los de los guantes. Porque a quien no los lleve, los dedos se le van a caer a trozos y a pedazos. El que no lleve guantes va a perder los dedos a pedazos y a trozos.





SÍSIFO

Es como una pesadilla recurrente. Es de noche y llueve. Estoy perdido en un bosque de montaña, en el arcén de una carretera secundaria, haciendo autostop. A esas horas y con ese tiempo los automóviles vienen muy de tarde en tarde, presurosos, desconfiados de ese dedo pulgar que se mueve señalando en el mismo sentido de su marcha. Muchos pasan de largo. Al final, siempre hay alguno que se detiene. “He tenido un accidente”, digo, pero es como si no quisiera decirlo, como si otro lo dijese por mí. “¿Sería tan amable de llevarme hasta el pueblo siguiente?” Y el conductor es tan amable. Si está solo subo en el asiento del copiloto, ése que popularmente se conoce como el asiento de la muerte. Si va acompañado, ocupo uno de los asientos traseros. Pero esté solo el conductor o vaya acompañado, vaya yo detrás de él o esté a su lado, lo que siempre se instala con mi ingreso en el vehículo, lo que también es siempre recurrente, es el silencio. Es como si yo no estuviera, como si no hubiese llegado a entrar en el automóvil. Y eso no me disgusta. Todo lo contrario. Me gusta no sentirme obligado a hablar, que nadie se encuentre obligado a decir nada que en el fondo no le apetece. Mientras seguimos avanzando por una carretera de la que reconozco cada bache, cada recodo, me gusta que nadie me pregunte por el accidente, que nadie me manifieste su extrañeza por no haber visto mi coche. Y me gustaría seguir sintiéndome sin la obligación de hablar cuando llegamos a ese punto de la carretera que reconozco mejor que ningún otro, ese punto de la carretera del que nunca podré olvidarme, ese punto de la carretera -siempre punto final para mí- el cual sé a ciencia cierta que podría rebasar para llegar por fin al pueblo siguiente si lograra seguir en silencio. Pero no puedo evitar decir lo que digo, como si otro lo estuviese diciendo por mí: “Cuidado con ese cambio de rasante. Aún no se ve, pero hay una curva muy cerrada, una peligrosa curva con un roble de grueso tronco a mitad de ella. Ahí tuve el accidente.” Y entonces, cuando desaparecen el coche y su amable conductor, me arrepiento (pero ¿por qué, si no he sido yo?) de haber hablado. Me arrepiento porque tengo la certeza de que si hubiera podido permanecer callado habría conseguido llegar por fin al pueblo siguiente. Me arrepiento porque sería el amable conductor el que por fin -en lugar de proseguir viaje asombrado por mi súbita desaparición- me habría reemplazado. Sería el amable conductor y no yo quien estaría de nuevo al principio de la pesadilla recurrente, haciendo autostop en el arcén de una carretera secundaria, perdido en un bosque de montaña donde siempre es de noche y llueve.





¿QUIÉN ES EL MUERTO?


En vano buscarás, siempre perplejo,
Los ojos que mirabas cada día;
Mudo preguntarás por qué esa fría
Urdimbre que revoca tu reflejo.

(Es trama del destino, de ese viejo
Rencoroso que, despiadado, guía
Todos los pasos hacia aquella vía
Oscura que ciega cualquier espejo.)

En vano pedirás, con demudado
Rostro, respuesta clara a tu pregunta;
En vano, sí, pues la voz del destino

Sólo dirá que estabas avisado.
Te indicará, pobre ánima difunta:
Únete a aquéllos. Sigue su camino.”





CECI N’EST PAS UN RÉCIT


    ‘The question is,’  said Alice,  ‘whether you CAN make
words mean so many different things.’
    ‘The question is,’ said Humpty Dumpty, ‘which is to be
master--that’s all.’

Lewis Carroll. Through the Looking Glass



- Hypocrite lecteur, - mon semblable, - mon frère!

Charles Baudelaire. Les fleurs du mal (Au lecteur)


Indignez-vous! (En adelante, que sea el gentil lector quien, a su gusto y discreción, ponga cursivas, negritas, mayúsculas y subrayados allí donde mejor le pareciere.) Me dan ganas de sacar la pistola y de marcharme con Woody Allen a invadir Polonia cuando oigo a casi todos nuestros políticos (y en esto, como en casi todo, casi todos ellos son casi iguales, aunque siempre hay algunos que son mucho más iguales que otros), cuando les oigo, decía, hablar de casi todo excepto de lo que es verdaderamente importante. Y cuando les oigo dar por sistema respuestas que no tienen nada que ver con lo que se les había preguntado. O cuando, sencillamente, dan la callada por respuesta. Cuando se aplaude con una mano lo de Bin Laden, negándose con la otra a equipararlo con -por poner un ejemplo- lo de los GAL. Cuando se abandonan a su suerte -es decir: a su desgracia- pateras llenas de personas (inmigrantes sería lo accidental y contingente; lo necesario y sustancial es que se trata de personas). Cuando por qué Libia sí (o sí, pero…) y por qué Siria no; por no hablar, por ejemplo, de Birmania (Myanmar), o de las africanas guerras del coltán, o, o, o (añada aquí ejemplos el gentil lector, a su gusto y discreción). Cuando por qué un tirano es un tirano y un dictador es un dictador, pero un rey es simplemente un rey (señale aquí en el mapa el gentil lector, a su gusto y discreción). Cuando por qué la deliberada e inexorable voladura controlada del estado de bienestar; por qué el galopante desempleo, sobre todo juvenil; por qué los mercados (la pistola, por favor, la pistola). Cuando tanto cuando y cuando tanto por qué (gentil lector, etcétera). Y sobre todo me dan ganas de sacar la pistola y apuntar a mi sien, de dejar en paz a Woody Allen y a Polonia e invadirme a mí mismo cuando pienso que este exabrupto (¿hace falta repetir que no es un relato?) es completamente inútil. Cuando pienso (sí, pobre, queridísimo y enternecedoramente ingenuo e iluso Cortázar, que hablabas de aquella ametralladora de Eisenstein que era una máquina de escribir), cuando pienso -decía y termino, gentil lector- que estas líneas no sirven ni han servido ni habrán de servir nunca jamás absolutamente de nada.





AMOR QUE RESUCITA/AMOR QUE MATA


Imposible la hais dejado

José Zorrilla. Don Juan Tenorio (Acto cuarto. Escena VI)


Flechazo igual a rechazo (x=0). Esa era la ecuación que, desde que tenía memoria, venía caracterizando la línea permanentemente plana de su vida amorosa. Sí, de acuerdo, había llegado a tener novia; había llegado, incluso, a casarse con ella; había llegado, en fin, a cobijarse en eso que vulgarmente se conoce como una vida normal. Pero no consideraba que todo aquello formase parte de lo que para él era verdaderamente su vida amorosa, pues había llegado a ello no por amor sino por agotamiento, harto de tanto flechazo y de tanto rechazo. Por agotamiento había dejado que eso que vulgarmente se conoce como una buena chica (en la que quizá nunca se habría fijado si no hubiese tomado ella la iniciativa) le echara el lazo, le hiciese pasar por el juzgado y le proporcionara el cobijo de una vida normal. Por agotamiento, sí, harto de que desde los remotos tiempos de la escuela primaria su vida amorosa fuese una inacabable y frustrante sucesión de amores a primera vista: cuando no eran unos ojos era una sonrisa; cuando no era una sonrisa era una cierta manera de andar; cuando no era una cierta manera de andar era un tono de voz; cuando no era un tono de voz eran unas piernas o unas manos… Flechazo tras flechazo y rechazo tras rechazo. Cada vez que se había declarado a unos ojos, a una sonrisa, a una cierta manera de andar, a un tono de voz, a unas piernas o unas manos…, cada vez, en fin, que había mostrado como un naipe boca arriba su amor a primera vista, la experiencia había terminado en fracaso. Y así desde los remotos tiempos de la escuela primaria. Quizá, si lo pensaba bien, tanto rechazo y tanto fracaso no habrían sido sino un merecido castigo a su precipitación y a su inconstancia. Porque no puede ir uno así por la vida, mostrando el juego y declarándose de buenas a primeras, sin dar a ciertas cosas el tiempo que ciertas cosas requieren, o sin preocuparse en averiguar si ese amor a primera vista tiene el corazón libre u ocupado. Demuestra uno así -y seguramente eso se detecta o se sabe enseguida- que es un inconstante (hoy, unos ojos; mañana, una sonrisa; pasado mañana, etcétera), un serio aspirante a promiscuo o, para ser más exactos, un firme candidato a monógamo en serie.
Así había sido durante muchos años, desde los remotos tiempos de la escuela primaria. Aunque el matrimonio y el cobijo de una vida normal, si no enterrado para siempre, habían al menos sosegado la frecuencia e intensidad de los flechazos. Con el tiempo, que todo lo amortece (y con la conciencia de la doble dificultad: la propia de los flechazos más la que añadía su estado civil de hombre casado), los amores a primera vista fueron reduciéndose a la condición de juego puramente mental, resignadamente platónico. Con el tiempo, fueron espaciándose, menguando. Con el tiempo, casi habían llegado a desaparecer del todo.
Hasta ahora. Hasta este maldito momento (lo sabía con desoladora certeza: ya no habría vuelta atrás) en que, retirada la sábana que cubría el cuerpo que estaban entregándole, su corazón acababa de quedar traspasado por la flecha lanzada desde ese hechicero rostro de bella durmiente.
Cuando trasladaron el cadáver desde la camilla hasta la mesa de disección y los dejaron solos, examinó detenidamente el hermoso cuerpo desnudo, acariciándolo más que inspeccionándolo con la mirada. No había señales externas de violencia. Tan sólo, en el antebrazo, dos diminutas marcas cárdenas, como una mordedura de víbora o de vampiro. Sobredosis, seguro. Si la ley lo hubiese permitido, habrían podido ahorrarse la autopsia.
La flecha, cada vez más lacerante, hurgó en las profundidades del corazón, que empezó a latir con un movimiento mucho más que uniformemente acelerado. Pensó que lo que estaba pensando era tan imposible como haberse enamorado de la mujer de un cuadro de siglos atrás. Aunque quizá -lo pensó mejor- no lo fuese tanto. Quizá antes de que el bisturí abriera en canal aquel hermoso cuerpo y lo dejase más imposible de lo que ya lo estaba para cualquiera, para todo y para siempre…, quizá antes de que todo ese horror se cumpliera, habría la oportunidad de que por una vez -por una primera, única y última vez- hubiese en su vida un flechazo sin rechazo.
 No lo pensó más. Con el corazón palpitando ya a la velocidad de la luz se abalanzó sobre la mesa de disección y empezó a consumar frenéticamente aquel desesperado amor a primera vista.
Cuando sintió que una lengua respondía a la suya, cuando oyó que unos gemidos replicaban a los suyos como un eco, cuando vio que unos ojos cerrados hasta entonces le devolvían la mirada, su corazón, que ya palpitaba con todo el fragor de una estrella en el momento de extinguirse, estalló en un colapso cósmico mientras su boca emitía un desgarrado alarido de éxtasis, un triunfal aullido pronto transmutado en un prolongado grito de angustia que fue rebotando por las paredes de la sala de autopsias hasta terminar apagándose y cayendo exánime al suelo junto con el último latido de un corazón quebrado.





EL LIBRO INFINITO


Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.

Jorge Luis Borges. El hacedor (dedicatoria a Leopoldo Lugones)

Del cuaderno de notas -inédito- de Herbert Quain:

Idea para un relato: Encierran a Josef K. en una biblioteca. Le dicen: “Cuando hayas leído el último libro, saldrás.” Sabe que la salida será hacia el patíbulo, por lo que ve la biblioteca como un remedo de aquella vela que al consumirse traería la muerte a Odín. Piensa que lo que realmente le han dicho es: “Cuando hayas leído el último libro, morirás.” Tratará de prolongar lo más posible la lectura. Pronto advertirá que la biblioteca, al igual que la de Babel, es posiblemente infinita. Conjeturará entonces que quizá ya ha muerto y que su alma ha sido condenada a vagar eternamente en aquel infernal y laberíntico paraíso de libros.

Variante: La biblioteca no es infinita. Para salvar su vida, Josef K. buscará en los anaqueles un libro infinito, que será el que lea en último lugar (¿por qué en último lugar, si el libro, en tanto que infinito, será interminable?). Piensa primero en Las mil y una noches, pero ese libro, aunque salvó a Sahrazad, sólo alude a lo innumerable en su título y es, en definitiva, limitado y finito. Piensa después en El libro de arena, pero cae en la cuenta de que ese libro inconcebible sólo existe en la ficción y que el real es un relato de apenas diez páginas. Finalmente, encontrará la salvación en Rayuela, ese libro que permite numerosas posibles lecturas, aunque no infinitas, pero en una de las cuales hay un bucle final perpetuamente recurrente entre los capítulos 131 y 58.

 Nueva variante: Aunque haya encontrado un libro infinito, Josef K. morirá mientras lo sigue leyendo. Continuará la lectura estando ya muerto, hasta que algo lo despierte de una especie de sueño hipnótico. Entonces, como le ocurrió al señor Valdemar, se descompondrá súbita y velozmente, hasta que sólo quede de él “a nearly liquid mass of loathsame--of detestable putridity.”





DEL SILOGISMO CONSIDERADO
COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES


BARBARA

Todo animal es mortal.
Todo ser humano es animal.
Luego: Todo ser humano es mortal.


CELARENT

Ningún animal es inmortal.
Todo ser humano es animal.
Luego: Ningún ser humano es inmortal.


DARII

Todo animal es mortal.
Algún ser viviente es animal.
Luego: Algún ser viviente es mortal.


FERIO

Ningún animal es inmortal.
Algún ser viviente es animal.
Luego: Algún ser viviente no es inmortal.


De donde se deduce que es hipotética y lógicamente posible la existencia de algún ser viviente que no sea mortal (o que sea inmortal, lo que para el caso es lo mismo). Y como Dios, por definición, es un ser viviente inmortal, resulta que, al parecer, podría lógica e hipotéticamente existir. Que no es, en absoluto, ni muchísimo menos, ni de lejos, lo que se pretendía demostrar.

(Quedaría pendiente la cuestión de elucidar si Jesucristo, en tanto que animal, ser humano y ser viviente, era mortal o inmortal. Parece ser, por lo que de él se cuenta, que, contra toda lógica -tertium non datur-, fue ambas cosas a la vez. Pero ésa, como decía Billy Wilder por boca de Lou Jacobi en Irma la Douce, es otra historia.)





VÍSTEME DESPACIO


“Oh dear! Oh dear! I shall be too late!”

Lewis Carroll. Alice’s Adventures in Wonderland


Mientras abrochaba el botón del cuello de la camisa el espejo del armario le devolvió una imagen cercana a la angustia, le mostró el gesto apurado de quien lanza insistentes y nerviosas miradas al reloj, ese inútil vaivén de los ojos hacia la muñeca izquierda, esa estúpida súplica que nunca lograría que los minutos tuvieran más segundos ni que los segundos fuesen más largos. Quince minutos, pensó con la frente perlada de sudor, como si no estuviera recién duchado. Quince, sí. Quince eran los minutos que faltaban para esa cita a la que en realidad, si lo pensaba bien, no quisiera tener que acudir. Pero la asistencia era vital, ineludible. Es decir, que no había más remedio que acudir. Así que lo mejor sería dejarse de historias y empezar a apresurarse. Con calma, eso sí. Con calma -al fin y al cabo ya estaba vestido y calzado- y sin agobios, sin nervios. No fuese que con las prisas eligiera mal la corbata. Alternando las miradas entre el colgador de corbatas y la muñeca izquierda (las perlitas de sudor empezaban a despeñarse por las cejas: ya iba algo más que muy justo de tiempo; un imprevisto atasco de tráfico sería fatal; el menor retraso, imperdonable), dudó entre el azul y el rojo -con traje oscuro y camisa blanca cualquier otro color le hubiera parecido abominable- y, todavía indeciso, se preguntó además si lisa, si a rayas o si estampada. Quince minutos. Quince. Realmente, ya catorce, ya casi trece (y las perlitas de sudor deslizándose por las sienes, invadiendo el entrecejo, avanzando hacia los pómulos). ¿Azul? ¿Rojo? ¿Lisa? ¿A rayas? ¿Estampada? Vale, vale. Venga, venga. Vamos, vamos. Seguía pensando que no querría tener que acudir a esa cita cuando finalmente se decidió -socorrido eclecticismo, acomodaticia solución, justo término medio- por una corbata a rayas azul y grana. Angustia, vade retro. Subió el cuello de la camisa, puso la corbata sobre la cerviz y las clavículas y se dispuso a hacer el nudo. Tiró de la parte ancha de la corbata hacia abajo, calculando la medida para que una vez hecho el nudo la punta quedase a la altura de la cintura, ni más abajo ni más arriba. ¿Nudo sencillo? ¿Doble? ¿Windsor? El sencillo, como su nombre indicaba, sería el más oportuno para la circunstancia ya un tanto apurada en que se encontraba. Después de unos pocos pases de lastimosa y torpe prestidigitación le salió un nudo blando, fofo y flojo, con la punta ancha de la corbata muy por debajo de la cintura. Atribuyó el fallo a las perlitas de sudor, que en su deslizamiento, su invasión y su avance hacía rato que inundaban los párpados y en cierto modo, además de ofuscarlo, lo habrían obnubilado. Angustia, desaparece. Con un desasosegante complejo de Penélope y sin dejar de darle vistazos al reloj (apenas ya poco más de diez minutos) deshizo el nudo, situó ahora la parte ancha de la corbata un poco más arriba que la vez anterior y se dispuso a probar con el nudo doble. Nuevo fracaso de las torpes y lastimosas manos. Fracaso al que cabía añadir un flagrante error de cálculo: además de que el nudo seguía siendo blando, fofo y flojo, la parte ancha de la corbata apenas llegaba ahora un poco más abajo del esternón, y con lo que colgaba de la parte estrecha podría dársele metafórica y figuradamente la vuelta, sino al mundo, al menos a la cintura. Desasosegante Penélope otra vez. Otra vez muñeca izquierda (atosigante parpadeo de luz roja: menos de diez minutos; y las perlitas de sudor que ya eran una sola y enorme perla que bañaba todo el rostro). Nudo Windsor, por supuesto. El que debía haber elegido desde primera hora. Empezaba a tener mucho más que prisa, así que -angustia, lárgate ya de una vez- calma, tranquilidad, despacio, sin agobios, sin nervios. Mientras tiraba hacia abajo de la parte ancha de la corbata para que quedase ligeramente más larga que la parte estrecha volvió a pensar que no quería tener que acudir a esa cita. Cruzó la parte ancha sobre la parte estrecha, pasó la parte ancha por detrás, hizo la primera hebilla oblicua, hizo la segunda, hizo el cruce horizontal sobre las dos hebillas, volvió a pasar la parte ancha por detrás y cuando asomó por encima la introdujo en vertical por la hebilla horizontal. Sin prisa (aunque el tiempo ya mucho más que apremiante; la perla de sudor ya mucho más que un océano), observó, antes de ajustarlo, el nudo recién hecho y calculó con alivio, casi sin angustia, que ahora, por fin, todo quedaría en su sitio. Reconciliado con esas ya no tan lastimosas ni torpes manos que subían el corredizo nudo hacia el cuello -se deslizaba con una suavidad casi ingrávida, como si lo hubiesen engrasado con babas de ángel- estuvo a punto de olvidar (pero la muñeca izquierda se encargó de recordárselo) que iba a ser imposible llegar a tiempo a la cita. Ni con atascos ni sin ellos. El retraso era ya inevitable. El retraso sería ya para siempre imperdonable. Y la angustia que, sin haberse ido del todo, regresaba; la angustia que, perseverante, volvía; la angustia que crecía y seguía creciendo hasta hacerse insoportable. “Pero si en realidad tú no quieres tener que acudir a esa cita”, oyó que le decía de repente el eco de una voz como la suya. “Yo te libraré de ella”, continuó diciéndole la imagen de unos ojos como los suyos, unos ojos que lo miraban encolerizados desde el espejo del armario. “Yo te libraré de eso. Te libraré de todo para siempre”, le dijo finalmente el reflejo de unas manos como las suyas, un reflejo que de golpe parecía haberse cansado de obedecer, unas manos que de pronto se habían hartado de ser esclavas y que ahora, súbitamente independizadas y ajenas, seguían deslizando suavemente en el espejo el corredizo nudo Windsor hacia arriba, hacia más allá de la base del cuello, continuaban apretándolo contra la nuez de Adán, no dejaron de apretarlo hasta que, ¡crac!, lograron cascar la nuez, ¡crac!, ¡crac!, lograron romperla por completo. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! Y así fue como quedó la nuez: totalmente rota sin remedio, irreversiblemente cascada del todo para siempre.





PESADILLA CIRCULAR

Despierta sobresaltado, con una sensación de ahogo de la que trata de escapar sacudiendo la cabeza, tragando aire a bocanadas y abriendo los ojos con un acelerado parpadeo. No está acostado sino incorporado ya en la cama, como si todavía desde el sueño un resorte lo hubiera impulsado a salir a flote braceando desesperadamente. Está empapado en sudor. Necesita una ducha. Entra en el cuarto de baño y ve que en el espejo está escrito con carmín: VEN. Oye el golpe de la puerta al cerrarse a su espalda. Piensa en volver a abrirla y salir de allí, pero ya está dentro del espejo, ya se siente caer por un oscuro pasadizo deslizándose como por un tobogán. “Eso es que continúo durmiendo”, se dice para tranquilizarse. “Eso es que sigo soñando.” Ahora ya no hay tobogán ni pasadizo ni oscuridad sino una luz cegadora y un sendero enfangado y una certeza de estar siendo perseguido. “Corre, corre, corre”, le dicen unas voces. “No dejes de correr.” Pero está desnudo, y las piernas le pesan como si las tuviese llenas de piedras, y el fango del sendero (o quizá sea asfalto derretido, o chocolate fundido, váyase a saber) le entorpece los pies. SUBE, le ordena un letrero al pie de una escalera. La reconoce con una apaciguadora sensación de alivio (además, vuelve a estar vestido): tantos años después, ha regresado a la escalera de su infancia, la de la vivienda familiar. Empieza a subir, con la esperanza de encontrar refugio en su casa, cobijo en la compañía de sus difuntos padres; pero a los pocos escalones, después de un rellano, ve que en lugar de subir está bajando. SIGUE SUBIENDO, le ordena otro letrero. Pero el tramo de escalera que tiene ante él continúa siendo de bajada. Se da la vuelta y encuentra un tramo de subida, pero a los pocos escalones empieza una nueva bajada, ahora mucho más larga, con otro rellano al final. Baja los escalones de dos en dos, de tres en tres, como cuando era niño, y siente un conocido vértigo antiguo cuando desde unos escalones antes del final del tramo salta hacia el rellano. Pero quiere obedecer la orden de los letreros, quiere subir y no bajar, quiere encontrar cobijo, refugio. Se da la vuelta. Vuelve a subir. Nuevo rellano. Nuevo tramo de bajada. Nueva vuelta. Arriba. Abajo. Rellano. Abajo. Arriba. Termina perdido, desorientado en aquel laberinto vertiginoso de subidas y bajadas y rellanos. POR AQUÍ, NO. POR AHÍ. La orden está ahora sobre la boca de un túnel. Pero sólo hay un aquí, no hay ningún ahí. Salvo que el ahí sea esa puerta tapiada, esa puerta de la que sólo se adivina el contorno de lo que serían el dintel y las jambas. Vuelve a tener la certeza de estar siendo perseguido. Se interna en el túnel. “Por aquí, no; te lo habíamos advertido”, le dice una voz cuando desemboca en lo que parece ser el muro de una presa. El vértigo lo angustia. A un lado, un precipicio de aire. Al otro, un abismo de agua. El muro se va haciendo tan estrecho como el alambre de un funámbulo. Sabe que está condenado a perder el equilibrio. Si la caída es inevitable, ¿hacía dónde caer? Entre el precipicio y el abismo, elige el abismo. Cuando el agua le inunda los pulmones bracea desesperadamente, tratando de salir a flote. Al mismo tiempo, busca la salvación pensando que está dormido, que todo aquello no es real, que no es nada más que un sueño. Finalmente, parece que ese pensamiento podrá salvarlo. Despierta sobresaltado, con una sensación de ahogo de la que trata de escapar sacudiendo la cabeza…





MILAGROS

(Los hechos y personajes que aparecen a continuación son totalmente ficticios. Cualquier parecido con la realidad sería no sólo una pura coincidencia sino además y también un verdadero milagro.)


1. (EN EL NOMBRE DEL PADRE)
En una de tantas incontables visitas de un cierto Santo Padre a un no menos cierto país de cuento, el papamóvil tuvo que detenerse en un cruce de calles al encontrarse con una animada y festiva cabalgata (discúlpese el pleonasmo) a la que era obligado ceder el paso, ya que accedía al cruce por la derecha del papamóvil y por lo tanto, según el código de circulación y a falta de señal de tráfico que indicase lo contrario, tenía la preferencia. Los componentes de la cabalgata invitaron al ocupante del papamóvil a unirse a ellos, invitación que fue aceptada de inmediato. Y así desfilaron juntos, en procesional comunión: el papamóvil en cabeza, repartiendo bendiciones a guisa de caramelos y bombones; la cabalgata detrás, convertida -sin renunciar a su carácter festivo y animado, e incluso incrementándolo- en improvisado cortejo que no por ello dejaba de lanzar serpentinas y confetis. Al término del desfile y antes de las actuaciones musicales del fin de fiesta, en el escenario preparado a tal efecto le fue otorgado al ocupante del papamóvil el primer premio en el concurso de disfraces del Día del Orgullo Gay.

2. (Y DEL HIJO)
En un país imaginario, cuando el no menos imaginario presidente de un parlamento autonómico no menos etcétera se disponía a jurar su cargo (pues este imaginario presidente no era de los que prometen, sino de los que juran y, si es necesario, perjuran) ante un crucifijo que él mismo (el imaginario presidente) se había preocupado de agenciarse, una voz de trueno retumbó (¿sería redundante decir atronó?) en el hemiciclo: “Estamos en un Estado aconfesional, ¡coño!” Era la voz del Cristo, quien seguidamente descendió de la cruz, cargó con ella, atravesó exasperado el hemiciclo maldiciendo de Sí mismo, de Su propio Padre y hasta del Santo Palomo, y salió a la puta calle, donde se unió a los indignados que protestaban a las puertas del imaginario parlamento.

3. (Y DEL ESPÍRITU SANTO)
Érase una vez un supuesto presidente del consejo de administración de un igualmente supuesto gran banco. Tenía mucho, muchísimo dinero en Suiza (supuesto país, como se supone que es bien sabido, supuestamente inexistente). Era un dinero negro, negrísimo, que no pagaba impuestos… ¿Sí, diga? ¿Qué ese supuesto gran banco patrocina la publicidad de esta página? Ah, bueno. Pues entonces usted perdone. Le aseguro que no volverá a repetirse. A sus órdenes, ¿eh?, siempre a sus órdenes…

(AMÉN)





IMPOSIBLE REFUTACIÓN DE ZENÓN

1.
Tic. A 102 metros de su objetivo, la bala, prácticamente en el mismo instante en que el percutor golpea el fulminante, sale por la boca del cañón del fusil; el silenciador y la bocacha apagallamas amortiguan la detonación y el fogonazo; no del todo, pero lo bastante para hacer casi imposible cualquier hipotética -e indeseada- reacción de un no menos hipotéticamente hiperatento y superveloz guardaespaldas. Desde una ventana abierta en el piso treinta de un edificio de oficinas, un hombre, con una pierna pasando ya por encima del alféizar, mira hacia abajo mientras la película de su vida empieza a desfilar por su conciencia a la velocidad de la luz (1). De pie en su coche descubierto, el mandatario desvía por un momento la mirada, apartándola del público que agita banderitas y lo aclama agolpado en las aceras de la amplia avenida, echa hacia atrás la cabeza y, entornando los ojos, los dirige hacia un punto indeterminado del cielo.

2.
A 101 metros de su objetivo, la bala, frenada apenas por la resistencia del aire, prosigue su trayectoria inexorable. La mano derecha del mandatario, con la que había venido saludando al público, está acompañando ahora el movimiento de retroceso de la cabeza y, con todos los dedos plegados salvo el índice, busca apoyar este último en la base de la nariz. Sobrevolando con ágil aleteo las tranquilas aguas del estanque de un parque, una enorme libélula azul se dispone a caer en picado sobre un sentenciado mosquito (2). El suicida del piso treinta recuerda su infancia.

3.
A 100 metros de su objetivo, la bala, suponiéndola dotada de facultad intelectiva, piensa que es imposible fallar. El suicida del piso treinta recuerda su adolescencia. Las mortíferas mandíbulas de la libélula se abren sobre el sentenciado mosquito. Desde una de las hojas de nenúfar que tapizan las tranquilas aguas del estanque, una corpulenta rana verde inicia un salto en pos de la enorme libélula azul (3). El dedo índice del mandatario presiona la base de la nariz, totalmente fruncida ésta por el acuciante cosquilleo que martiriza las fosas nasales y que en su trayectoria ascendente llega a extenderse hasta las glándulas lacrimales.

4.
A 10-1 metros de su objetivo, la bala se dispone a pensar que pronto podrá decir misión cumplida. La cabeza del mandatario ha llegado al máximo de su retroceso; los entornados ojos están inundados de lágrimas; la fruncida nariz, ayudada por el dedo índice, inspira con fuerza, tratando de liberarse del torturante cosquilleo. Se abre la siniestra boca de la rana, su pegajosa lengua se extiende. Las mortíferas mandíbulas de la libélula empiezan a cerrarse. El suicida del piso treinta recuerda su primer desengaño amoroso.

5.
A 10-2 metros de su objetivo, la bala empieza a sentir una cierta ansiedad. El suicida del piso treinta, resistiéndose a calificarlos, recuerda sus años de matrimonio. El sentenciado mosquito nota el punzante contacto de unas mandíbulas mortíferas. La sorprendida libélula siente en el extremo terminal de su abdomen el pegajoso contacto de una lengua anfibia. La cabeza del mandatario inicia un movimiento de avance.

6.
A 10-3 metros de su objetivo, la bala empieza a ponerse realmente nerviosa. La cabeza del mandatario, impulsada por un liberador estornudo, cae totalmente hacia delante, apartándose así de la trayectoria fatídica.

7.
A 10-4 metros de su nuevo, incierto y desconocido destino, la bala se siente desorientada, perdida. A 10-5 metros… A 10-6… A 10-7

8.
A 10-n metros… Tac.



1. Esta trama secundaria no tiene nada que ver en absoluto con el tronco central del relato. Posiblemente se trate de  un recurso, un tanto burdo, del autor para sugerir que este tipo de textos pueden ser inflados y prolongados artificialmente hasta el infinito. (Véase también la nota número 3.)

2. Véase la nota número 1.

3. Véase la nota número 2.





BLACK HOLE/WHITE HOLE

Se nos va, se nos va, dice el cirujano, lo perdemos, lo perdemos, y un corro de gente ataviada de verde quirófano se arremolina y se agita en torno a la mesa de operaciones porque seguramente estoy agonizando, y aunque se apresuran con goteros y jeringuillas y desfibriladores pronto desisten y eso quiere decir que ya estoy muerto, que para ellos ya no soy nada más que una piltrafa inerte varada para siempre en órbita del horizonte de sucesos del agujero negro en el que acabo de penetrar, pero eso es lo que ellos ven, la cáscara de la que acabo de desprenderme y que he dejado atrás para que eso otro que continúa siendo yo descienda ahora en espiral (esta oscuridad tubular que me envuelve debe de ser ese largo túnel del que hablan quienes han tenido experiencias cercanas a la muerte), caiga hacia el centro de ese agujero negro propio e individual que nos ha sido asignado a todos y cada uno de nosotros, y eso que todavía es yo sabe y comprende de pronto que está muy cerca de saber y comprender, sí, muy cerca, tan cerca como lo estoy del final del oscuro túnel, del centro del agujero negro, de esa intensa luz que ya se divisa al fondo (esa misma luz de la que también hablan los que regresaron cuando estaban casi a punto de llegar), esa cegadora luz concentrada en torno a eso que los físicos denominan singularidad, ese lugar (o no lugar) sin espacio ni tiempo (o donde se concentran todo el espacio y todo el tiempo) de cuya inconcebible gravedad no se puede escapar -y por eso está allí toda la luz, porque ni siquiera ella puede huir-, y hacia allí se aproxima eso que está empezando a dejar de ser yo (de repente siento como si estuvieran pasándome una goma de borrar por la conciencia), hacia allí donde se consumará definitivamente la muerte, donde no seré otra cosa que luz y solamente luz y nada más que luz, pero a lo mejor aún hay esperanza, pues algunos físicos proponen que los agujeros negros son como puentes o pasadizos hacia otros universos, sí, a lo mejor aún hay esperanza, porque a eso que casi ya no es yo le parece ver ahora que además de la luz hay algo así como una reunión de alienígenas, de hombrecillos verdes, un corro de gente ataviada de verde quirófano que se arremolina y se agita diciendo ya viene, ya viene (pero ése que finalmente ha dejado de ser yo ya no puede oírlos), y unas manos con guantes de látex tiran con mucha suavidad de la pequeña cabeza que ya asoma, la tenemos, la tenemos, y las cuidadosas manos enguantadas se aferran ahora a los pequeños hombros, y todo el mundo respira con alivio porque la niña viene de cara y el cordón umbilical no se ha enrollado al cuello y todo va a salir muy bien y va a ser un parto perfecto.





FRACTALES


• Mapa de las costas del mar de Mármara desplegado en el puente de mando del buque Mar de Mármara que acaba de dejar atrás el Bósforo y navega ahora por el mar de Mármara con rumbo a los Dardanelos.

• Anoche soñé que era Dios y desde mi elevada atalaya en lo más alto de los cielos veía girar la Vía Láctea y en el extremo de uno de sus brazos espirales veía girar el Sol y alrededor de él veía girar la Tierra y en su superficie veía girar un tiovivo y sobre el mismo veía girar a un derviche giróvago que hacía girar un trompo. Cuando desperté, estaba bastante mareado (por no hablar del dinosaurio, que todavía estaba allí; pero ésa -y además no es mía- es otra historia).

• Nunca podré salir vivo de este laberinto de senderos que se bifurcan. Recuerdo vagamente haber oído o leído alguna vez que para encontrar la salida de un laberinto hay que elegir siempre el sendero de la izquierda. Eso hago. Pero tengo siempre la impresión de caminar en círculo, de volver ineluctablemente al punto de partida. Aunque eso no es del todo exacto. Lo cierto, o eso me parece, es que camino en espiral, volviendo a un punto que es como el de partida pero, por así decirlo, un escalón más alejado. Algún día, pues mis huellas van quedando impresas de manera indeleble en los senderos que recorro, llegaré a saber la figura que estoy trazando. Ese día llegará cuando muera y mi espíritu se eleve sobre el laberinto y vea que a lo largo de los años mis pasos han ido dibujando foliolos que dibujaban hojas que dibujaban ramas que dibujaban un árbol. Al pie de ese árbol es donde quiero que me entierren.

• Doce mil miles de milenios más doce mil miles de siglos más doce mil miles de décadas más doce mil miles de lustros más doce mil miles de años más doce mil miles de semestres más doce mil miles de meses más doce mil miles de semanas más doce mil miles de días más doce mil miles de horas más doce mil miles de minutos más doce mil miles de segundos es el tiempo transcurrido desde que se produjo el Big Bang, según los más recientes, afinados y exactos cálculos cosmológicos. La próxima estimación dentro de doce, once, diez, nueve, ocho, siete…

• Esto puede leerse -lo juro por lo más sagrado- en los vagones del metro de mi ciudad: MARTILLO ROMPECRISTALES. ROMPER EL CRISTAL PARA ACCEDER AL MARTILLO.

• La hormiga me apresa entre sus mandíbulas. Con blando y suave bocado, como perro de caza que lleva una perdiz a su amo, me arrastra hacia el hormiguero. Sé quién es la perdiz. Sé quién es el perro. Me pregunto quién será el amo. Blanda y suavemente capturo con dos dedos, pulgar e índice en pinza, la hormiga que me arrastra. Mientras me pregunto en qué podrá estar pensando, siento en la cintura el blando y suave bocado de unas mandíbulas que me apresan.

• Bastaría con que alguien mirase por un microscopio y se viera a sí mismo mirando por un microscopio para que pensase que ese doble microscópico podría estar viendo a su vez lo mismo que él, y así sucesivamente en una regresión -con permiso de Planck:- infinita. Pero (¡ah!, el orgullo humano) ¿pensaría también que él mismo pudiera estar siendo visto en un microscopio por un doble macroscópico que a su vez estuviera siendo visto etcétera, etcétera, etcétera?

• Recordando o habiendo recordado me parece recordar o haber recordado que recuerdo que he recordado que recordé que recordaba que había recordado lo que hube recordado que recordaría cuando lo habría de recordar. Pero no sé si recordaré lo que habré recordado cuando lo recuerde o lo haya recordado, porque el hecho de que en alguna ocasión lo recordase o lo hubiese recordado no quiere decir que ya siempre lo recordare o lo hubiere recordado. Qué poca memoria tengo. Lástima que no pueda dirigirme a mí mismo en imperativo y decirme simplemente: ¡Recuerda!

• Obama mató a Osama antes de que Osama pudiera matar a Obama. Ahora hay muchos Osama que quieren matar a Obama. ¿Matará Obama a todos esos Osama antes de que todos esos Osama puedan matar a Obama?

• Tres treses de tréboles a lomos de tres tristes tigres perseguidos por tres lanceros bengalíes quienes perseguidos a su vez por las tres Parcas cabalgan enarbolando tres tridentes mientras se encomiendan a la Santísima Trinidad la cual lo observa todo desde lo alto de tres cruces en la cumbre del monte Calvario.





CONDENACIÓN ETERNA


Y si llega a encontrarla, os aseguro que se alegrará por ella más que por las noventa y nueve que no se extraviaron.

Mt 18, 13


Los visitantes del museo de pintura de nuestra ciudad habrán podido advertir que en el lugar donde estaba expuesta (y vuelve a estarlo) la obra de Frank van Haalst  (Haarlem, 1438-1495) conocida como Condenación eterna ha permanecido colgado durante varias semanas un aviso mediante el cual se informaba de que dicha obra había sido retirada temporalmente para proceder a la limpieza y restauración de la misma. Puesto que yo he sido el causante de dicha retirada temporal, pasaré sin más demora a dar las explicaciones pertinentes.
Nuestra pinacoteca, aunque provincial y de segundo orden, no deja de tener un cierto interés. Entre sus fondos permanentes no escasean las obras de mérito, y el equipo rector del museo se preocupa de organizar frecuentes y atractivas exposiciones temporales. No es extraño, así pues, que personas como yo -almas solitarias y ociosas, amantes del arte no sólo por el goce estético sino por la ilusión de compañía que también proporciona- seamos visitantes asiduos.
 Hace unas semanas, en una de esas visitas sucedió algo que me hizo detenerme al pasar ante el cuadro en cuestión. A lo largo de los años había pasado ante él numerosísimas veces (quizá sea exagerado decir que miles e injusto decir que sólo decenas) sin hacerle demasiado caso. Después de una primera aproximación mesuradamente aplicada hace ya mucho tiempo, me había detenido en alguna que otra ocasión a contemplarlo poco menos que fugazmente, pero hasta entonces nunca había notado nada en esa pintura que atrajera especialmente mi atención. Es obra de mérito, indudablemente, pero algo más de un escalón por debajo de lo que habitualmente calificamos como obra maestra. Es interesante su composición en diagonal, con esa cascada de condenados que caen hacia un lago de fuego empujados por los -para la época- inevitables demonios con tridentes, rabos, cuernos y alas de murciélago. Su figurativismo un tanto plano está a medio camino entre el desbocado surrealismo avant la lettre del infierno de Hieronymus Bosch en El jardín de las delicias y la delirante ingenuidad todavía cuasi medieval del Fra Angélico de El juicio universal. Interesante, ya digo; pero nada excepcional.
¿Por qué atrajo entonces mi atención? O, para ser más exactos: ¿por qué la atrajo entonces? Entonces; es decir: en aquel preciso momento y no antes. A esa pregunta sólo puedo responder que lo que me hizo mirar ese cuadro con ojos nuevos, como si lo contemplara por primera vez, no fue algo que viera en él y que hasta entonces no hubiese visto, sino algo que ese día en él y que quizá debiera haber oído mucho antes.
Pienso ahora que es posible que aquel día ocurriera algo especial. No especialmente importante, pero sí especial. El cuadro se expone en un pasillo del primer piso del museo, que es lugar de paso hacia una de las salas más visitadas, pues en ella se encuentran un Murillo, un Ribera y dos Velázquez. Ese pasillo, así pues, suele estar muy concurrido. Pero aquel día, lo recuerdo perfectamente, no había nadie excepto yo. No había ruido de pasos ni conversaciones que aun en voz baja habrían impedido oír ese gemido que brotaba -quién sabe desde cuándo- de la esquina inferior derecha del cuadro. Era un gemido agudo y lejano, casi inaudible, parecido al chillido de una rata. Me recordó el grito de auxilio que en una lejana película de mi adolescencia emitía desesperadamente una mosca con cabeza humana (o una pequeñísima cabeza humana con cuerpo de mosca) atrapada en una tela de araña. Me incliné acercándome todo lo posible a esa esquina del cuadro y me pareció que el gemido brotaba de una diminuta imagen que a pesar de su reducido tamaño destacaba por una textura y un color especiales.
Nuestra pinacoteca, aunque -lo reitero- provincial y de segundo orden, ha merecido desde hace algún tiempo figurar entre las seleccionadas para esa aplicación de Google que permite efectuar visitas virtuales a algunos museos. Así pues, en cuanto regresé a casa encendí el ordenador y con unos pocos clics tuve el cuadro en pantalla. Dirigí el puntero hacia la esquina que me interesaba y pronto pude distinguir una imagen de mujer encadenada a una picota y devorada por las llamas. Al ir ampliándola fui entendiendo el motivo de que su textura y su color me hubiesen parecido tan especiales: tenía todo el aspecto de un holograma, su contorno podía apreciarse por entero; era como haber aprisionado tres dimensiones en una cárcel bidimensional. Pero no era un simple holograma; la imagen era real, la imagen tenía vida y movimiento propios. Al menos en los labios, que musitaban algo. Y a medida que yo seguía ampliando, a medida que ese rostro gemebundo iba alcanzando en la pantalla un tamaño casi humano, su lamento se fue haciendo menos agudo y más audible: “Perdón, piedad, misericordia”, llegué a oír nítidamente.
Pocos datos pueden encontrarse sobre Frank van Haalst. Pictóricamente, es una figura -haciéndole bastante favor- de segunda fila. Y si merece unas escasas líneas en las enciclopedias esto es debido más bien a las oscuridades y turbulencias de su vida. No pudo ser acusado de asesinato a raíz de la misteriosa desaparición de su -al parecer, adúltera- esposa al no haber sido hallado nunca el cadáver de ésta. Pero la justicia de su época sí que pudo condenarlo finalmente a la hoguera por supuestos tratos con el diablo.
No necesité saber más. En mi siguiente visita al museo acudí provisto de un frasco de trementina y aprovechando un momento en que el pasillo volvió a estar excepcionalmente solitario lo vertí sobre esa esquina del cuadro.
He continuado visitando el museo como si nada hubiese sucedido, y lo he seguido visitando también virtualmente mientras el cuadro ha estado en limpieza y restauración. He tenido ocasión de comprobar que la aplicación de Google se actualiza con frecuencia, pues al poco tiempo de mi acción podía verse en las visitas virtuales que en el pasillo donde se exponía el cuadro colgaba el aviso en el que se informaba del motivo de su ausencia.
El cuadro ya vuelve a estar en su sitio, una vez limpio y restaurado. Lo he ampliado en la pantalla del ordenador y he comprobado con satisfacción que la mujer encadenada a la picota es ahora una simple imagen de dos dimensiones.
Un alma más que ha sido redimida. O eso creía. Pues me ha parecido que todo había sido excesivamente fácil, demasiado bonito -como vulgarmente se dice- para ser verdad. Y se me ha ocurrido buscar en Google reproducciones del cuadro anteriores a mi acción. Y las he ido ampliando. Y allí estaba de nuevo la mujer gemebunda pidiendo perdón, piedad, misericordia.
Parece ser que toda reproducción fotográfica o digital del cuadro anterior a mi acción reproduce también esa condenación eterna. Y ahora, a mi edad, a mis años, me encuentro ante una disyuntiva, ante la elección entre dos tareas a cual más ardua: o bien me dedico a estudiar informática hasta convertirme en un hacker capaz de borrar todos los archivos digitales del mundo que contengan reproducciones de ese cuadro, o bien me dedico a inventar una máquina del tiempo que me permita retroceder con un frasco de trementina hasta una época anterior a la de Daguerre y Niepce.
Aunque quizá lo más seguro fuese retroceder hasta la época en que vivió Van Haalst e impedir que llegara a pintar el cuadro. No fuese que más adelante cualquier aprendiz de pintor hiciera una copia del mismo y allí también estuviese la mujer gimiendo en la picota, pidiendo lastimeramente perdón y piedad y misericordia, moviendo los labios por los siglos de los siglos sin que nadie la oyera ni pudiese salvarla de aquella horrorosa condenación eterna.





HOY PUEDE SER UN GRAN DÍA


ARBEIT MACHT FREI

(Campo de exterminio de Auschwitz)


No puede perder ¿qué dice un minuto? ni siquiera un miserable segundo pues hoy tiene una agenda apretadísima por lo que lo mejor será levantarse ya sin esperar a que suene el despertador y darse una ducha rápida (tratando de ensuciar lo menos posible el cuarto de baño) con el fin de ponerse enseguida manos a la obra para hacer la cama (ya tuvo la precaución de dormir procurando casi no deshacerla) y limpiar la habitación dejando así liquidado el contrato de 10’ 27’’ que le hicieron en la ETT con ese hotel de mala muerte lo que le permitirá a continuación bajar corriendo a desayunar y finiquitar seguidamente el contrato de 7’ 33’’ como lavaplatos en el restaurante de ese mismo hotel del que tendrá que salir pitando en dirección a la estación de metro más próxima para conducir durante 18’ 27’’ el primer tren que pase esperando tener la suerte de que vaya con destino a una estación cercana a la parada de taxis en la que ha de ponerse al volante durante 20’ 11’’ confiando en que la última carrera lo deje cerca del ambulatorio donde ha de permanecer durante 1 hora 12’ 23’’ haciendo extracciones de sangre para los correspondientes análisis así como (pues para algo es doctor en Medicina) durante 2 horas 11’ 37’’ pasando consulta a razón de dos pacientes por minuto antes de salir volando hacia un bar en el que tiene un contrato de camarero por 3 horas 15’ 21’’ con la ventaja de que incluye el derecho a bocadillo de media mañana y comida de mediodía y la ventaja adicional de que está justo al lado de la academia en la cual (pues para algo es también licenciado en Filología Inglesa) ha de impartir clase de inglés durante 45’ procediendo seguidamente a tomar posesión del carrito de barrendero que encontrará al volver a la calle y al que habrá de estar uncido durante 3 horas 39’ 1’’ por lo que terminará (después de haber engordado convenientemente su currículo y de haber cumplido una jornada laboral de 12 cotizables horas 12) completamente apurado de tiempo ya que mientras devora una frugal y triste cena adquirida al pasar ante un puesto de perritos calientes aún tendrá que acercarse a la ETT antes de que cierren a fin de ver si hay suerte y entre los contratos que le ofrezcan para el día siguiente (si es que se los ofrecen) vuelve a haber otro de limpiador de habitaciones y lavaplatos en algún hotel de mala muerte donde pueda pasar la noche.





CÍRCULOS CONCÉNTRICOS


¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:

Sor Juana Inés de la Cruz. Hombres necios que acusáis…


El que peca por la paga

Sale de la sastrería, sube al coche oficial que lo espera a la puerta, llega al palacio presidencial, entra en su despacho, toma asiento frente a su mesa de trabajo, firma unos documentos, se levanta de su asiento frente a su mesa de trabajo, sale de su despacho, abandona el palacio presidencial, sube al coche oficial que lo espera a la puerta, entra en la sastrería.



El que paga por pecar

Con un habano entre los dedos atraviesa ufano el patio del monasterio, se atusa los grandes bigotes, saluda (pero volverá a verlos en el banquete) a sus amigos y a sus conocidos y a los familiares de los contrayentes, apaga el habano, entra en la iglesia, asiste a la ceremonia, sale de la iglesia, enciende un habano, se despide (pero volverá a verlos en el banquete) de sus amigos y de sus conocidos y de los familiares de los contrayentes, se atusa los grandes bigotes, con el habano entre los dedos atraviesa ufano el patio del monasterio.





NEOLOGISMOS

Confesurinario: artefacto, artilugio, dispositivo o utensilio -¿quizá también aparato o armatoste; quizá incluso mecanismo?- portátil y polivalente (cuyo doble -y, en caso de extrema necesidad, hasta triple- uso es fácilmente deducible de su propio nombre), de gran utilidad (y profusamente utilizado, por lo tanto) en las aglomeraciones de fieles producidas con ocasión de las cada vez más frecuentes visitas papales a nuestro aconfesional Estado.

Escuchido: uno de los cinco sentidos (vista, escuchido, olfato, gusto y tacto). Voz ampliamente fecunda en derivados: escuchir (no hay peor sordo que el que no quiere escuchir), escucheja (al diestro le fueron concedidas dos escuchejas y rabo), alumno escuchiente, pabellón escuchitivo, escuchiencia (territorial, nacional, televisiva, real o papal, por ejemplo), escuchiculares, escuchalgia, escuchititis, escuchorrea, escuchirrinolaringología, escuchirrinolaringólogo, y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera.

Filicantropía: invento de los de siempre para eludir esa trasnochada antigualla de la justicia social y seguir chupando la sangre y devorando a los  mismos de siempre (y, de paso, desgravar en las declaraciones de impuestos, suponiendo que el filicántropo no sea residente en un paraíso fiscal en cuyo caso puede pasar directamente a la licantropía sin más prefijos ni preámbulos).

Ostentóreo: voz inmortalizada por un ostentoso y estentóreo personaje de cuyo nombre será mejor olvidarse. Se desconoce si fue autor de otros tan igualmente afortunados hallazgos, aunque de su impronta asaz energuménica y pantagruélica cabría esperar la patente de al menos dos de ellos: grandunflón y gordillón.

Publivisión (también conocida como telecidad): monstruosa bestia mitológica, híbrida de dos alimañas a cual más dañina y estupidizante.

Solicaridad (también llamada carisolidad): véase filicantropía.





UNIDOS HASTA EN LA MUERTE

Del orificio de bala en la frente de la mujer tendida en la cama brota un reguero de sangre que tras un corto serpenteo por la colcha se descuelga hasta el suelo. Allí avanza hasta la puerta del dormitorio y sale del mismo pasando ante un niño y una niña abrazados en la entrada de la habitación, dos niños que paralizados menos por el horror que por la incredulidad y la incomprensión (aún no llegan a creer lo que ha ocurrido ni alcanzan aún a comprender el motivo de esa sinrazón) miran temblorosos hacia el interior aunque todavía sin llanto ni gritos ni lágrimas (todo eso vendrá poco después). El reguero de sangre desciende por la escalera hasta el piso bajo, atraviesa el salón, la cocina, el saloncito que hace las veces de recibidor y sale a la calle por el jardincillo delantero de la casa. Sortea rodeándolo un grupo de vecinos que han acudido alarmados por la detonación (unos vecinos que pronto declararán a la televisión que aún no llegan a creer, no alcanzan aún a entender, quién hubiera podido imaginarlo, parecían llevarse tan bien los dos, él parecía tan buena persona…) y dobla a la derecha para seguir calle abajo en persecución del hombre que escapa corriendo a lo lejos. Sin perder nunca de vista al hombre que huye, casi pisándole los talones siempre, el reguero de sangre discurre por varias calles hasta entrar en un parque. Allí da alcance por fin al fugitivo. Allí, tras un corto serpenteo por la hierba, trepa por su cabeza. Y allí, finalmente, se detiene: en el orificio de bala en la sien derecha del hombre tendido al pie de un árbol, del fugitivo que yace manteniendo en la mano crispada un revólver con el cañón aún repetidamente caliente, un revólver con el cañón todavía doblemente humeante.





LO MÁS ACONSEJABLE EN ESE CASO


Plus léger qu’un bouchon j’ai dansé sur les flots

Arthur Rimbaud. Le Bateau ivre


Tengo un amigo apellidado Manzano que sostiene que en el hipotético caso de que Dios existiera y en el no menos -sino muchísimo más- hipotético supuesto de que además, por cualquier razón ignota (salvo para Él, que sería el único en conocerla), hubiese decidido revelarnos el misterio de mi, tu, su (de él, ella, ello), nuestra, vuestra, su (de ellos, ellas) existencia -es decir, por qué hay algo en lugar de nada-, lo que parece más lógico es que, dejándose de cuentos, de fábulas y de historias, hubiera empezado directamente por explicarnos las leyes de la física, la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera, es decir, por una especie de bachillerato acelerado que nos hubiese evitado el haber tenido que estar dando palos de ciego durante milenios y milenios intentando descifrar los enigmas del universo.
Un ejemplo, entre tantos otros, de los que propone mi amigo: Génesis 1, 1-3: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios: ‘Que exista la luz.’ Y la luz existió.” Sobre esto dice el mentado Manzano en primer lugar que es literatura, y literatura de la buena. El primer versículo es uno de los más grandes principios de obra narrativa que conoce la Historia, y en ese sentido no tiene nada que envidiar a “En un lugar de la Mancha…”, ni a “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”, ni a “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, ni a “¿Encontraría a la Maga?”, y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Una enormísima frase, sin duda, que ha creado escuela; véase si no la siguiente imitación, de autor un tanto dudoso e incierto, pues no está claro del todo que pertenezca verdaderamente a aquél a quien se le atribuye: “Al principio ya existía la Palabra” (Jn 1,1). Pero, además de gran literatura, sostiene también Manzano que si estos versículos no son una críptica (quizá intuitiva) descripción del Big Bang que venga Dios y lo vea. ¿Acaso que sean creados antes que nada el cielo y la tierra no vendría a querer decir que lo primero fue el espacio y la materia? Y el hecho de que la luz venga después, ¿no se correspondería con ese momento del universo, aproximadamente trescientos mil años después del Big Bang, en que al ir enfriándose llegó a hacerse transparente a la radiación y a partir de entonces los fotones pudieron circular libremente? Y si es así, ¿no hubiera sido más fácil y más lógico, en lugar de tanta literatura, poner a Adán delante de una pizarra y escribir directamente E=mc2?
Otro ejemplo: el pecado original. Aquí matiza mi amigo que no es el hecho en sí del pecado lo que más discute (pues lo considera una metáfora del momento evolutivo en el cual lo que hasta entonces era mono empezó a ser hombre), sino el detalle de que sea heredable. ¿No viene a ser esto una no menos críptica descripción del ADN? ¿Por qué, entonces, no dibujarle a Adán en la pizarra la doble hélice y dejarse de historias?
En cuanto a lo de la Encarnación, la Pasión y Muerte, y la Resurrección, eso, propone Manzano, ya es de risa. Como literatura, y no sólo fantástica, sigue siendo de la buena. Pero ¿encaja con la idiosincrasia de lo que se supone que debería ser Dios tanta estupidez y tanta mezquindad? ¿De verdad alguien con algo más de dos dedos de frente puede llegar a pensar que el dinosaurio pueda alcanzar a sentirse ofendido por la pulga? ¿No ofende esta supuesta ofensa la inteligencia de cualquiera que sea capaz de pensar por sí mismo? Y ¿no la ofende todavía más la simple suposición de que para lavar la afrenta y, lo que parece más increíble, redimir a las pulgas el dinosaurio tenga que transformarse en pulga, padecer y morir como pulga, resucitar -¡jua!- como pulga?
¿Para qué seguir?, dice Manzano, si todo es por el estilo. Mira lo de la supuesta virginidad de la Virgen. Qué papelón para el pobre san José, que vendría a ser, de modo parecido a como el Cristo de los Faroles es el patrón de los jugadores de póquer, el triste patrón de los eunucos.
Sí, para qué seguir, le contesto a mi amigo, que ya está empezando a ponerse irrespetuoso e irreverente. Y no dejo de preguntarme y de preguntarle qué sentido tiene en estos tiempos seguir hablando de todo esto, cuando ya debería estar superado y hasta larguísimamente olvidado. Y me replica Manzano que sí, que debería estarlo, pero que aún no lo está porque los fabricantes de historias nunca se han ido del todo, y que hay que seguir hablando porque están volviendo y cada vez con más fuerza. Y que peor será cuando vengan los otros, los del burka y la barba. Porque entonces, y que Dios o Alá nos pillen confesados, ya ni siquiera podremos seguir hablando.
Y me despido de mi amigo no sin la sensación de haber estado parloteando de todo un poco, lo que es lo mismo que decir de nada; de haber estado picoteando frívolamente como mariposas de flor en flor; de haber ido flotando a la deriva como un tapón de corcho mecido por las olas.
Y mientras me retiro no puedo dejar de pensar en su última réplica. Y, antes de ir poniendo punto final, me digo que lo más aconsejable en ese caso sería poner punto en boca, es decir, cerrar la boca y callarse. O al revés: callarse primero y cerrar la boca después. Porque uno puede estar callado con la boca abierta, aun a riesgo de que entren moscas. Pero nadie puede hablar con la boca cerrada. O amordazado.





ESCENA PRIMORDIAL

Tendida sobre un mullido lecho de hierba, con su larga cabellera desparramada haciéndole de manto, Eva duerme una profunda siesta al pie de un árbol. Emboscada en el follaje de la copa, con un insidioso fruto entre las mandíbulas, la Serpiente la acecha. Avanzando por los senderos del jardín, exhausto después de haber tenido que dar nombre a tanto ser viviente, Adán, con las manos en la boca formando una caracola, llama a Eva en busca de reposo. La Serpiente, advertida por la llamada (y ¿quizá celosa?), inicia un descenso sinuoso mientras Eva, todavía durmiente, se revuelve en la hierba. Adán, acuciado por el deseo, sigue avanzando por los senderos. La Serpiente, sigilosa, prosigue su taimado descenso por las ramas y el tronco. Adán continúa llamando a Eva, la cual, aún medio dormida, vuelve a revolverse. La Serpiente se desliza hasta el pie del árbol. Los pasos de Adán son cada vez más ansiosos, sus llamadas cada vez más insistentes. Eva abre por fin los ojos, y al ver a la Serpiente agita con sorpresa su larga cabellera. Adán llega en el momento en que la Serpiente empieza a desgranar su tentación embaucadora. Cubriendo a Eva en busca de reposo, dice a la Serpiente mientras, de un manotazo, la aparta: “¿Acaso ignoras que no es de buena crianza hablar con la boca llena?”
Y entonces, allá en lo alto, el Ojo que todo lo ve, inscrito en Su triángulo, sin poder disimular la decepción (“Lástima. Apenas por un minuto”, piensa) dice a la Muerte: “Otra vez será, hermana. De momento, sigues sin trabajo.”





TEOLOGÍA RECREATIVA

(Márquese con una X la respuesta elegida para cada pregunta.)

1. (FE)
Supóngase que inmediatamente después de haber celebrado la Eucaristía el sacerdote oficiante subiese a su automóvil y a los pocos minutos tuviera que detenerse en un control de la guardia civil de tráfico. ¿Daría positivo en la prueba de alcoholemia?

 A: Sí.

 B: No, ya que la escasa cantidad de vino ingerida durante el santo sacrificio no alcanzaría nunca a dar positivo.

 C: No, pues fuese cual fuese la cantidad de líquido ingerida no lo habría sido de vino sino, por obra y gracia del fenómeno de la transubstanciación, de sangre de Cristo, la cual carece, que se sepa, de cualquier graduación alcohólica.


2. (ESPERANZA)
Supóngase que en un fortuito, desgraciado y lamentable accidente laboral un trabajador sufriera la amputación de un brazo. ¿Cuál sería la reacción más lógica del accidentado?

 A: No hacer nada, con la esperanza de que el miembro amputado pudiera regenerarse espontáneamente como sucede en el caso de ciertos reptiles e insectos.

 B: Acudir deprisa y corriendo al hospital más próximo con el brazo bajo el brazo, con la esperanza de que pudiera serle reimplantado gracias a las más avanzadas técnicas quirúrgicas.

 C: Peregrinar a Lourdes y si es posible -pues ya se sabe que una mano lava la otra y las dos la cara- también a Fátima (o viceversa), con la esperanza de que la intercesión de Nuestra Señora pudiera lograr que el brazo se regenerase milagrosamente.


3. (CARIDAD)
Supóngase que un supuesto gran banco tuviera unos beneficios exorbitantes y extraordinarios…
-¿Sí, diga?
-¡Eh, oiga! ¿Se acuerda usted de quién patrocina la publicidad de esta página?


(A.M.D.G.)





ESPEJO DEL ALMA


‘Tis the time’s plague, when madmen lead the blind.

William Shakespeare. The tragedy of King Lear (Act IV. Scene I)


-Padre, perdónalos, porque no saben lo que  hacen.

Lc 23, 34


Cuánta razón tiene ese adagio que asegura que la cara es el espejo del alma, o Pavese al decir que todo hombre a partir de los cuarenta años es responsable de su cara. Basta para corroborarlo, si necesario fuere refrescar la memoria, con darse un paseo por las imágenes de Google y seleccionar a algunos de los más ilustres hijos de puta de la Historia. Podría empezarse perfectamente por esa santísima trinidad del siglo XX que, con todos los honores, encabeza Adolf Hitler. No hay más que fijarse en la expresión demoníaca de su mirada para dar por bueno todo lo que de él se ha dicho (incluso lo más trivial y tópico) en cuanto a que representa la encarnación del Mal absoluto. Le sigue a muy corta distancia la mirada, no menos demoníaca por lo taimada y astuta, del padrecito Stalin. Y, pisando a ambos los talones, llega la hierática e impenetrable expresión -para nosotros, occidentales eurocéntricos- del enigmático rostro asiático de Mao Zedong. El caso de este último personaje nos plantea un problema extensivo a todos los demás casos que hemos presentado o vayamos a presentar: ¿basta con contemplar un rostro para inferir lo que pueda haber detrás de él, o hacemos esas inferencias a posteriori, habiendo ya conocido las malvadas acciones del portador de esa cara? Pregunta, nos tememos, de difícil respuesta; labor tan ardua como la de encontrar contestación a las cuestiones que se formuló Platón en sus diálogos hace más de dos mil años y que aún continúan en el aire. ¿Podría alguien, por ejemplo, haber adivinado en un joven Francisco Franco el profundo pozo de mediocridad, frustración, resentimiento, ruindad y ambición que habría de conducirle a protagonizar la más ominosa y triste etapa de la reciente Historia española? Quizá, si hay solución al problema planteado, sea el Arte lo que pueda proporcionarla. Hasta ahora hemos hablado de personajes de los que poseemos imágenes fotográficas. Veamos si la más profunda mirada de los pinceles nos aclara algo el panorama. ¿No supieron ver, mejor que cualquier cámara fotográfica, los ojos de Hans Holbein lo que de verdad expresaba el orondo rostro del rey Enrique VIII? ¿Y qué decir de Velázquez, que según la leyenda hizo exclamar “Troppo vero!” al pontífice que le había servido de modelo para el mejor retrato de un hijo de puta que jamás hayan conocido los siglos?
Dejo a un lado el plural mayestático y pseudoensayístico y se me ocurre que para cerrar el círculo nada mejor que hacerlo con una nueva trinidad, esta vez la de las Azores, la cual, si se piensa bien, pues fuera de campo de la famosa fotografía está el anfitrión del encuentro, era una especie de remedo bufo de los tres mosqueteros, que, como es bien sabido, eran cuatro. Y me acuerdo de Karl Marx cuando decía aquello de que lo que una vez se dio como tragedia al repetirse lo hace como farsa. Y no le faltaba razón, pues este dichoso trío daría mucha risa si, en el fondo, no diera tanto miedo.
Y no sé por qué extraña asociación de ideas recuerdo ahora algo dicho hace poco por cierto catedrático de Economía catalán (de cuyo nombre, lo siento muchísimo, quisiera acordarme), el cual afirma que estamos gobernados por delincuentes. Y a eso, alguien como yo, con edad suficiente para haber padecido la educación nacionalcatólica del franquismo, quisiera añadir que hemos sido educados (¿sólo lo hemos sido?; ¿acaso no seguimos siéndolo?) por dementes. Y añadiría también que, posiblemente, de aquellos polvos vinieron estos lodos.
Y antes de dar por finalizado este nuevo exabrupto (¿hará falta decir que ceci n’est un récit non plus?) no quisiera despedirme sin pedir mil perdones a las putas por haber hecho uso y abuso de esa tan castiza, sonora y expresiva locución castellana que, bien mirado, no tiene nada en absoluto ni absolutamente nada que ver con ellas.
Y una vez dicho todo lo antedicho, parto en busca de un espejo.





DIOS ME VE


There is no time so miserable but a man may be true.

William Shakespeare. Timon of Athens (Act IV. Scene III)


If there be not a conscience to be used in every trade,
we shall never prosper.

William Shakespeare. Pericles, Prince of Tyre (Act IV. Scene III)


Se cuenta, pero no recuerdo ni dónde ni cuándo lo leí, que a cierto artesano medieval, conocido por la escrupulosa perfección con la que llevaba a cabo sus tareas, le preguntaron en una ocasión cuál era el motivo de tan acendrado esmero, ya que aparte de la magra recompensa consistente en el estipendio acordado no podía pensar en cualquier otro tipo de premios, tales como aspirar a la fama o esperar el reconocimiento de sus semejantes en el presente o en el futuro, pues, como era común en la época, la autoría de sus obras quedaría sepultada en el anonimato, perdida, junto con tantos otros trabajos de progenitores ignotos, en edificios eclesiales, palacios nobiliarios o mansiones de burgueses acaudalados.
“Dios me ve”, se dice que fue lo argüido por el orgulloso (no confundir con soberbio) artesano. Y ése, y no otro, podría ser mi lema. Pues, por razones obvias -soy asesino a sueldo; o, si se prefiere, para expresarlo quizá más apropiadamente, asesino por encargo-, la autoría de mis trabajos debe permanecer en el más oscuro anonimato. Lo cual no ha sido ni es ni habrá de ser óbice para que la más absoluta perfección informe en todo momento la ejecución de las tareas que en desempeño de mi profesión me puedan ser encomendadas.
No es momento ni lugar para extenderme en detalles relativos a las particularidades de mi oficio. Supongo que la mayoría de ustedes tendrán un conocimiento, rudimentario al menos, de dichos detalles, obtenido a partir de algunas novelas y películas que se hayan ocupado de este asunto. Si es así, no se crean nada de lo que hayan visto o leído al respecto. A la hora de la verdad, las cosas son mucho más sencillas de lo que pueda parecer, aunque también, no voy a negarlo, mucho más complicadas.
Repito que no voy a entrar en detalles. Tan sólo diré algo sobre lo más obvio: que es fundamental establecer con el cliente unos canales de contacto que garanticen el anonimato a ambas partes; y que no menos fundamental es no defraudar nunca, absolutamente nunca, al cliente.
Los años y la práctica me han ido ayudando a lograr la más absoluta perfección en estos aspectos. El mutuo anonimato ha sido siempre bastante fácil de conseguir: empezando por el sistema más primitivo de los anuncios por palabras -cifrados, por supuesto- en periódicos y revistas, pasando por la posterior incorporación de medios tecnológicos todavía un tanto primitivos (al estilo de los que aparecían en aquella entretenida serie televisiva titulada Misión imposible), y llegando a las avanzadas facilidades que ofrecen en nuestros días las modernas redes informáticas, nunca, vuelvo a repetirlo, absolutamente nunca, ha existido el menor problema a este respecto. Y en lo tocante a no defraudar al cliente, aún está por ver que alguno de ellos haya presentado la más mínima queja. Ninguno de los solicitantes de mis servicios, por estrecha que pudiera ser su relación con el paciente (así denomino en el argot de mi oficio al sujeto a suprimir), ha sido molestado jamás por la justicia. Llevar a cabo el encargo de manera que, sin merma alguna del mutuo anonimato, el solicitante dispusiera siempre de una coartada que lo librase de sospechas es uno de los más elaborados arcanos de mi arte. Esto implica, principalmente, la sabia elección tanto del momento como del modo de la ejecución (desde la más elemental eliminación vía rifle con mira telescópica hasta la más alambicada simulación de accidente), para lo cual es obligado disponer de un amplio surtido de técnicas en función de las necesidades y solicitudes del cliente.
Cuestión de oficio, en resumen; de años y práctica, como ya he dicho. Solamente una vez, y estoy completamente seguro de que en esto no me es infiel la memoria, no me fue posible satisfacer al solicitante de mis servicios. Cuando recibí los datos del paciente vi que se trataba de una mujer con la que tiempo atrás había mantenido una relación sentimental. Tuve, naturalmente, que rechazar el encargo. Pero no se piense que fue por escrúpulos sentimentales. Fue por escrúpulos, sí; pero puramente profesionales. Por muy pretérito que fuese y finiquitado que estuviera, había habido un nexo de unión entre el paciente y yo. Y eso, en caso de haber aceptado el trabajo, podría haber sido fuente de inesperadas complicaciones en la posterior investigación policial. No hay que dejar nunca, absolutamente nunca, ningún cabo suelto. Así se lo expliqué al solicitante. Y así lo entendió.
Ahora he estado a punto de encontrarme en una coyuntura parecida, a punto de tener que rechazar un trabajo. Pero ha sido una falsa alarma. Al extraer la fotografía del paciente del sobre que contenía sus datos he tenido la impresión de estar mirándome en un espejo. No negaré que me ha dado un vuelco el corazón. ¿Era yo el paciente? ¿Tenía que eliminarme a mí mismo? No obstante, he procurado no perder la serenidad y he examinado detenidamente todos los detalles del expediente. Falsa alarma, como he dicho.
He llegado a la conclusión de que hay mucho de cierto en todas esas historias que proliferan últimamente en los diversos medios de comunicación sobre recién nacidos robados en los hospitales. Y he llegado igualmente a la conclusión de que mi madre no me engañaba en absoluto cuando me contaba que yo había tenido un hermano gemelo. Aunque sí estaba engañada ella al decir, como le aseguraron en el hospital, que había nacido muerto.
Dios me ve. Soy un profesional. No voy a rechazar el trabajo. Ni mucho menos. Pero en cuanto lo liquide voy a acudir sin demora a un cirujano plástico para que me haga unos retoques en la cara. No sea que cualquier día alguien que no sea Dios se tropiece conmigo por la calle y pueda pensar que no soy un buen profesional, que no he llevado a cabo escrupulosamente el trabajo que se me había encomendado.





SOBRE LO RELATIVO DE LA RELATIVIDAD
(O QUE INVENTEN ELLOS)


Se asegura que en determinados mentideros científicos circula el rumor de que en cierto callejón de Highgate (área residencial al norte del Gran Londres en cuyo cementerio se encuentra la tumba del otrora renombrado y en la actualidad quizá un tanto injustamente olvidado Karl Marx), en cierto callejón, decíamos, denominado Swain’s Lane es posible observar un curioso fenómeno que se produce solamente en los días de novilunio a condición, además, de que el Sol se encuentre en Acuario. Consiste este curioso fenómeno en que, en los días señalados, el tiempo adquiere una textura gomosa, casi líquida, y un carácter dúctil y maleable, a consecuencia de lo cual su transcurso ya no depende tanto del observador ni de la velocidad a la que éste se desplace -según pretendía Einstein- como de los caprichos y la voluntad del viento, y más en concreto de la intensidad con que sople y la dirección en que lo haga.
Parece ser, entonces, que si un supuesto observador se internara por ese largo y angosto sendero y -siempre, se entiende, en cualquiera de los días indicados- el viento le soplara en contra, retrocedería dos pasos por cada uno que diera, regresión espacial que lo sería también temporal, es decir, de dos segundos hacia atrás por cada segundo hacia delante, con lo que el supuesto observador estaría viajando hacia el pasado y no habría que descartar que, con paciencia y perseverancia suficientes, lograse alcanzar ese paradójico momento en que le fuese posible matar a su abuela antes de que diera a luz a su madre (la del viajero, por supuesto, pues no se conoce el caso de ninguna abuela que haya sido capaz de dar a luz a su propia madre, es decir, la de ella, o sea, para dejarlo claro del todo, la de la abuela).
Parece ser, también, que en las condiciones contrarias, es decir, con el viento a favor, el fenómeno sería el inverso. Nuestro observador, así pues, se vería impulsado hacia el futuro. Y con no menos paciencia y perseverancia lograría llegar a tiempo de matar a su nieto antes de que éste emprendiera viaje hacia el pasado con similar propósito homicida.
Cabe señalar que el callejón en cuestión (largo y estrecho como, de acuerdo con los diccionarios, deben serlo los callejones) discurre -si se nos permite el tropo- no en horizontal sino en plano inclinado, por lo que, al parecer, el fenómeno regresivo (viento en contra) se daría con mayor intensidad o se vería más favorecido cuando se circulara cuesta arriba, ocurriendo lo mismo con el fenómeno progresivo (viento a favor) cuando se circulase cuesta abajo.
Sólo nos queda exponer lo que sucedería, siempre al parecer, cuando no soplara el viento. Se especula con que el tiempo adquiriría entonces una textura pesada y pegajosa, como de bloque de mantequilla empezando a derretirse. El observador se encontraría atrapado en una especie de arenas movedizas espaciotemporales, incapaz de viajar a parte alguna. Para decirlo con palabras no muy alejadas de las de Einstein, estaría como encarcelado en una jaula de fotones, para los cuales, según se desprende de las ecuaciones de la relatividad especial, el tiempo no transcurre. Situación harto incómoda, todo sea dicho, pues mientras se permaneciese en esa suerte de limbo, de babia o de inopia sería bien fácil que a uno le birlasen la novia o ese ascenso que creía tan seguro.
Pero todo lo antedicho no es, por el momento, más que una dudosa y un tanto espúrea elucubración de café o de casino. El fenómeno está todavía pendiente de una rigurosa y seria verificación experimental. Fuentes bien informadas hablan de la próxima constitución de un comité de sabios franco-germano-británico-estadounidense a tal efecto. Se aventura que rusos y chinos ya estarían empezando a llevar a cabo intensas gestiones diplomáticas, no exentas de presiones, para formar parte de dicho comité, y que algunos de los llamados países emergentes podrían estar acariciando la posibilidad de sumarse a la iniciativa de esas dos potencias.
En lo tocante a nosotros, España trataría de que se tuviera a bien concederle un asiento de invitado en calidad de país observador. En caso de obtenerlo, para ocupar el asiento concedido se enviaría a un reputadísimo y eminentísimo doctor en Teología, figura -nadie lo dude- de un elevadísimo rango intelectual, equiparable al de los dos más insignes Franciscos que ornan y engalanan nuestra gloriosa Historia, el ilustre jesuita Suárez y el preclaro dominico De Vitoria.





PERRO QUE COME PERRO

Ahora que acudía a lo que podría considerarse como su primera cita con Delia (lo de antes, desde el primer encuentro en el parque y hasta que por fin se decidió al abordaje, no habían sido más que precavidos rodeos, cautos tanteos exploratorios, prudentes maniobras de acercamiento), Mario, en lugar de una lógica y triunfal euforia que nadie se hubiera atrevido a discutirle, experimentaba una creciente sensación de angustia al rememorar los hechos que lo habían llevado hasta allí; una angustia parecida, se le ocurrió, a la que, según se dice, debe de sentir un moribundo cuando en un último y vertiginoso recuento se le apelotonan en la memoria todos los acontecimientos de su vida.
Había visto a Delia por primera vez una mañana que en nada semejaba diferente a tantas otras, pero que aquel encuentro convirtió en una mañana especial, una mañana que ya nunca sería como otra mañana cualquiera. Como de costumbre, Mario atravesaba el parque entre las primeras luces del amanecer con los ojos cargados de sueño, sin otro deseo que el de llegar a casa cuanto antes y meterse en la cama para reponerse del infernal horario nocturno de la redacción del periódico. Vio venir hacia él a Delia que, sujetándolo con una correa escarlata, paseaba un precioso cocker de brillante pelo negro y rizado en el que destacaba, por contraste, una mancha de clarísimo pelo blanco que, a modo de un medallón, le cubría el pecho. Cuando Delia llegó a su altura, a Mario se le descargó de súbito el sueño de los ojos y lo asaltó un deseo muy diferente (o quizá muy parecido, aunque con otro sentido) al de llegar a casa cuanto antes y meterse en la cama.
“Ahora sí.” “Esta vez tiene que ser la buena”, se dijo Mario cerca ya de la casa de Delia, sintiendo que expresaba así, más que una convicción, una (¿qué otra cosa sino la tan repetida experiencia le hacia verlo de ese modo?) desesperanzada y desesperada esperanza. Porque, una vez más, temía que eso que, cuando se resignó a identificarlo (tuvo que aceptarlo así por fin, después de intentar engañarse tantas veces culpando al infernal horario nocturno del periódico), había denominado como síndrome de Frasier volviera una vez más -se lo repitió con desánimo- a dar al traste con todo. Y es que, al igual que a ese psiquiatra de la serie de televisión, tan desequilibrado como sus propios pacientes (o incluso mucho más que ellos), a Mario siempre le ocurría, cuando alguna mujer se cruzaba en su vida, que algo inconfesable constituyera el motivo más profundo de su atracción por ella, algo tan inconfesable que por un incontrolable remordimiento terminaba declarándolo en una irreprimible confesión que irremediablemente -volvió a repetírselo con renovado desánimo- daba al traste con todo.
Lo primero que le llamó la atención cuando Delia se acercaba hacia él en aquel primer encuentro fueron sus formas redondeadas, su ondulada silueta grecolatina de ánfora o de cántaro. Le impresionó mucho más, cuando ya la tuvo a su altura, la deslumbrante belleza de su rostro, la esplendente blancura -casi lunar- de su tez, la sonriente curvatura de sus labios de grana, la brillantez de sus ojos grises que parecían oscuros por las espesas pestañas, la densa mata de cabello negro y rizado que lo enmarcaba todo. Esos rasgos -lo pensó entonces y lo recordaba ahora- establecían una curiosa coincidencia con la imagen mental que, en su momento, se había hecho de Anna Karénina. Suficiente motivo, quizá, para que un ratón de biblioteca como él, un aspirante -aunque de momento prisionero en una infernal redacción de periódico- a animal literario como él, sucumbiera sin resistencia a aquel conjunto de cautivadores encantos. Pero lo que de verdad le hizo saber que ya desde aquel primer día -cuando venciendo el sueño y el cansancio se decidió a seguirla un rato por el parque- iba a quedar apresado sin posibilidad de huida fue la inconfesable fascinación con que contempló a Delia cuando, con una mano enfundada en un transparente guante desechable, recogía cuidadosamente, pinzándolas con el pulgar y el índice, las deposiciones del cocker -unas caquitas ovaladas de color ocre del tamaño de un huevo de codorniz- y, con la misma delicadeza con que depositaría en un platito de porcelana o de alpaca unas galletas o unas pastas de té, las guardaba en una bolsa de plástico que sostenía con la otra mano.
Ya desde aquel primer día, Mario tuvo la convicción de que si la relación con Delia se establecía y prosperaba, en ese inevitable momento en que cualquier mujer te pregunta si la quieres y por qué y -dado que la negación se presupone imposible- qué fue lo que te hizo enamorarte de ella, no podría resistir la tentación de confesarle aquella verdad inconfesable. Eso lo torturaba y lo incitaba al desánimo. No obstante, quizá porque la esperanza -aunque desesperanzada y desesperada- es lo último que se pierde, durante los días siguientes continuó dejando de lado el sueño y el cansancio y fue tejiendo la precavida, cauta y prudente red de rodeos, tanteos exploratorios y maniobras de acercamiento que habría de conducir hasta el abordaje final.
El primer paso fue asegurarse de que en las manos de Delia no había ningún anillo que pudiera ser indicio de compromiso o matrimonio. El segundo, hacerse amigo del cocker. Y a partir de ahí, una vez hechas las presentaciones, Mario sólo tuvo que esperar durante unos pocos días de conversaciones triviales, sembradas de alguna que otra adulación y de algún que otro comentario insinuante, para ver llegado el momento de pedir una cita.
“¿Te apetece venir a casa a tomar el té?; o café, si lo prefieres”, había dicho Delia. Y, dándose cuenta de inmediato de que aquella invitación podría ser malinterpretada, había añadido: “Vivo con mis padres. Si no te importa conocerlos…”
No. No le importaba en absoluto. Y ahora estaba a punto de hacerlo. Pulsando el timbre de Delia, Mario terminó de rememorar todos esos hechos, y, tratando de reemplazar la angustia de moribundo por una ilusionada -o ilusoria- euforia de adolescente, se repitió que ahora sí, que esta vez tenía que ser la buena. Le vinieron a la memoria, quizá como un intento de reafirmación, como una forma de darse seguridad, esos comentarios que, desde que se difundió por el barrio la noticia de que a Delia la rondaba un nuevo pretendiente, había ido percibiendo como un rumor por aquí y por allá, casi por todas partes: en la panadería, en el quiosco, en la tienda de la esquina, en la farmacia, en el estanco. Unos cuchicheos que se preguntaban cuánto iría a durarle a Delia ese nuevo novio. Unos chismorreos que, lejos de inquietar a Mario, le hacían decirse que a lo mejor Delia y él eran como almas gemelas que padecían un mismo mal, y que quizá por ello ahora sí, quizá por ello esta vez tenía que ser la buena.
 Al entrar en el piso de Delia, Mario tuvo la sensación de ingresar en una atmósfera completamente opuesta a la austeridad más que espartana de su apartamento de soltero, y le pareció también que se internaba en una especie de regresión del tiempo, en una época periclitada y pretérita, en un siglo muy anterior que, más que ya pasado, no hubiera terminado nunca de transcurrir. Había espesos cortinajes, muebles acolchados, cuadros, fotografías enmarcadas, jarrones, porcelanas, flores, encajes y puntillas por todas partes. Hasta un piano había en el salón donde, con exagerada amabilidad, lo invitaron a sentarse los padres de Delia mientras ella iba a la cocina a preparar el té. Departieron con él unos minutos, y Mario creyó advertir que aquella amabilidad exagerada encubría otra cosa: la forma, casi de súplica, con que los padres de Delia cruzaban a veces furtivamente sus miradas, y el indisimulado gesto de ruego con el que seguidamente las hacían converger sobre él, le llevó a imaginar que quizá también a ellos los atormentara una especie de desesperanzada y desesperada esperanza, que quizá también ellos estuvieran pensando, y deseando, que ahora sí, que esta vez tenía que ser la buena.
Cuando Delia, seguida fielmente por el cocker, entró al salón con el servicio de té, sus padres los dejaron a solas. Aunque a Mario le pareció que no del todo. Sentía su presencia en el pasillo, el ahogado sonido de sus pasos arriba y abajo, el sordo rumor de unos cuchicheos, como si estuvieran espiándolos o, pero no supo decirse si corregía o añadía, estuviesen esperando algo.
Delia, después de servirle el té en una taza de porcelana, le acercó un platito de alpaca con unas galletas redondas de color ocre y del tamaño aproximado de una hostia.
-Las hago yo misma -dijo, con su sonrisa de grana-. Es una receta muy especial, con un ingrediente secreto.
Mario probó una de ellas. Lo cierto era que no estaba mal, aunque tenía un sabor un tanto raro, como terroso, algo que no acertaba a definir con exactitud y que a buen seguro sería producto del ingrediente secreto.
Entonces Delia, con el pulgar y el índice como cuidadosas pinzas, tomó una galleta y, con una mano que de repente a Mario le pareció enfundada en un guante transparente, la acercó delicadamente al hocico del cocker, que la recibió agitando la cola y, tras reblandecerla con saliva, la tragó sin masticarla, como si estuviera comulgando, como si aquella galleta fuese carne de su carne y sangre de su sangre.
Y Mario, pensando en el ingrediente secreto mientras escupía en una servilleta de papel el trozo de galleta que acababa de morder, no supo si fingir una repentina indisposición o simular, excusa más tópica y más burda todavía, el súbito rescate del olvido de alguna obligación inaplazable.
Como fuese, ya estaba en la calle, resonándole todavía en los oídos el desesperanzado y desesperado sollozo de los padres de Delia, que aún estarían diciéndose, los pobres, que no y que no, que ahora tampoco, que tampoco esta vez era la buena.
A Mario, al menos, le quedaba el consuelo de que en esta ocasión no habría síndrome de Frasier; de que, por esta vez, se vería libre de la irresistible tentación y del incontrolable, irreprimible e irremediable impulso de confesar lo inconfesable que tantas veces y en tantas ocasiones habían acabado por dar al traste con todo.





MUERTE EN LOS ESPEJOS


     “Well! I’ve often seen a cat without a grin,”
thought Alice; “but a grin without a cat! It’s the
most curious thing I ever saw in all my life!”

Lewis Carroll. Alice’s Adventures in Wonderland


Ahora y aquí, en este lugar infinito, en este momento eterno, pienso que el suceso podría haber ocurrido (tengan cuidado) en cualquier parte: en unos grandes almacenes, en una estación de ferrocarril, en un aeropuerto. Aunque, pensándolo mejor, quizá no. Quizá solamente podía ocurrir donde precisamente lo hizo: en los lavabos de un cine, de un cine de verdad, de un cine de los de antes.
El Metropol es el único cine que queda en la ciudad donde a uno no vuelven a arrojarlo obligatoriamente después de hora y media al hastío de la tarde. No es uno de esos cines de ahora, esos horrorosos multisalas que parecen de plástico y que, quizá no por casualidad, están ubicados en su mayoría en centros comerciales, cerca de los restaurantes (que me perdonen los restaurantes de verdad por usurparles el nombre) de comida basura. En el Metropol no proyectan nunca películas basura. El Metropol es uno de esos pocos cines donde todavía pueden verse películas de verdad, películas de las de antes, de cuando Hollywood era Hollywood y no una fábrica de pesadillas. El único cine de la ciudad de programa doble y sesión continua. El único donde uno puede pasar una tarde entera, e incluso las primeras horas de la noche, aliviando la soledad, anestesiando el aburrimiento.
Me gustaba mucho el Metropol. No sólo por las películas. Me gustaba ir al Metropol, contemplar cuando me acercaba su fachada art déco, fumarme un cigarrillo (en la época en que aún se podía) después de sacar la entrada y mientras esperaba el comienzo de la sesión contemplando las fotografías de actores y actrices que cubren las paredes del amplio vestíbulo, internarme en la inmensa sala de butacas tapizadas de cuero rojo justo cuando las luces empezaban a apagarse, con el tiempo suficiente para alcanzar mi asiento sin ayuda pero también para ver fugazmente antes de ocuparlo las linternas de los acomodadores que, como luciérnagas danzando en la noche, conducían a los primeros rezagados. Era como un rito. Y el Metropol era para mí como un templo. La última catedral. El último, en la ciudad, de esos palacios del cine que proliferaron en el mundo desde los años 20 del siglo XX, cuando acudir a un estreno era casi como asistir a una coronación.
 Aquel día, el día del suceso, al sacar la entrada me dieron, como de costumbre, un folleto en el que se informa de las películas a proyectar y se anuncia el programa de la semana siguiente. Es una tradición del Metropol. En pocas páginas, se ofrece la ficha técnica de las películas, un resumen de su argumento y una breve selección de comentarios críticos de cuando fueron estrenadas, acompañado todo ello de las reproducciones de los afiches publicitarios y de algunos fotogramas destacados. Me gustaba coleccionar esos folletos; y, desde luego, siempre solía echarles un vistazo, nada más me los entregaban, con una especie de glotonería anticipada, acumulando el disfrute futuro de las películas de la próxima semana al que ya de manera inminente me prometía la entrada que llevaba en la mano. Pero ese día, el día del suceso, sabía que la semana entrante estaría fuera de la ciudad, por lo que leí el folleto con menor interés del habitual. Pensé que tampoco me perdería mucho: Único testigo (Witness) y El juego de Ripley (Ripley’s game), además de que ya las conocía (he visto, y en muchos casos más de una vez, todas las películas que merecen la pena, e incluso muchas que no la merecen), son dos obras interesantes, pero en ningún caso, como diría no recuerdo quién, imprescindibles para la supervivencia. Las que sí lo eran, más que interesantes y más que imprescindibles, eran esas dos reposiciones (otra tradición del Metropol) que me disponía a ver, aunque fuera por enésima vez, con la misma ilusión que la primera: una corrosiva comedia del genio (perdón por la redundancia) Billy Wilder y una diabólica intriga del no menos genio (perdón por el pleonasmo) Alfred Hitchcock.
Avanzada ya la proyección de la primera película, en la escena en que Jack Lemmon, en una tarde de perros y con un catarro de muerte, fulmina un pañuelo de papel tras otro a la puerta de un teatro mientras espera que acuda a la cita una Shirley MacLaine que en ese mismo momento corre a encontrarse con Fred MacMurray, la próstata, que con los años (y yo ya tenía unos cuantos) se vuelve bastante impertinente, me obligó a abandonar mi butaca con premura. No sin fastidio, aunque me sabía la escena y la película de memoria, me dirigí velozmente a los lavabos con la intención de regresar de inmediato. No sabía entonces (pero, ¿cómo iba a saberlo?) que ya no regresaría nunca.
Al igual que la sala, los lavabos del Metropol fueron diseñados por un arquitecto de verdad, un arquitecto de los de antes. Más propios hoy en día, quizá, por la magnitud de sus dimensiones, de lugares frecuentados por grandes masas de gente como puedan serlo unos grandes almacenes, una estación de ferrocarril o un aeropuerto, eran, como todo el Metropol, el vestigio casi agónico de una época periclitada, de un tiempo ya remoto en que no había televisión ni videojuegos ni ordenadores y la gente salía de casa y abarrotaba los cines y animaba las calles.
Yo tenía -lo digo aunque pueda hacer reír- un buen recuerdo, teñido de nostalgia con los años, de los lavabos del Metropol. Y es que fue en ellos, en el descanso entre dos películas, donde mi padre me sorprendió al principio de mi adolescencia fumando uno de mis primeros cigarrillos. Lejos de enfadarse, lejos de echarme la bronca que me temía, se limitó a hacer un gesto de fingida sorpresa. Y al día siguiente, en casa, después de encender un cigarrillo, dejó ostensiblemente el paquete de tabaco a mi alcance, bendiciendo y sancionando así, con aquel sutil detalle, mi iniciático ingreso en la virilidad, mi irreversible expulsión de la infancia.
La planta de los lavabos forma una te mayúscula. El asta de la letra es un largo pasillo; en uno de los lados se alinean los urinarios y en el otro los cubículos de los inodoros. Al final del pasillo, en oposición a la puerta de entrada, en lo que vendría a ser el brazo de la te, están alineadas varias piletas sobre las que hay un largo espejo corrido que ocupa toda la pared hasta media altura.
Estaba ya lavándome las manos cuando vi por el espejo que a mi espalda se abría la puerta de uno de los cubículos. Esas puertas no llegan hasta el suelo, por lo que desde el pasillo pueden verse los pies de quien esté dentro. No me había parecido, al entrar en los lavabos, que hubiese ningún cubículo ocupado; pero tampoco es una de esas cosas en las que nadie se fije demasiado, y atribuí el haber pensado que estuviesen vacíos al hecho de que hacía ya un buen rato que la sesión había comenzado.
No me resultó extraño en principio, así pues, ver, siempre por el espejo, que un sujeto bastante malcarado salía del cubículo y se acercaba hacia mí. Llegó a la pileta contigua a la que yo estaba utilizando y, sin molestarse en saludar, puso unas gotas de jabón líquido en la palma de una mano mientras abría el grifo con la otra. Todo esto había seguido viéndolo por el espejo; pero lo que vi (aunque quizá debería decir lo que no vi) cuando giré ligeramente la cabeza para darle las buenas tardes al maleducado sujeto era que a mi lado no había nadie.
 Aunque pueda parecer increíble, eso no me produjo terror, ni siquiera extrañeza. Me produjo, sencilla y llanamente, fascinación. De repente, para mí, que había visto todo el cine habido y por haber, era como estar viendo una película por primera vez. Una película, y que Dios -o sea, Billy Wilder- me perdone, infinitamente más atrayente que la que estaban proyectando. A mi lado (para ser del todo exacto: en el espejo), tenía una especie de vampiro inverso. Había visto en el cine, hasta acabar más que harto, infinidad de vampiros sin reflejo. Pero era la primera vez que tenía ocasión de ver, por así denominarlo, un reflejo sin vampiro.
Prolongué el enjuague y secado de las manos cuanto me fue posible. Incluso me demoré fingiendo peinarme con los dedos, ajustándome el nudo de la corbata, limpiándome las gafas con una toalla de papel. Todo con tal de seguir viendo aquella película fascinante. Pero todo ese teatro no habría sido necesario. Para el maleducado y malcarado sujeto era como si yo (o, para ser del todo exacto: mi reflejo) no existiera. Se lavó las manos mirando todo el rato el fondo de la pileta, las escurrió con un par de sacudidas y, después de tomar una toalla de papel y darse media vuelta, se alejó por el pasillo (o por el reflejo del pasillo, para ser del todo exacto) mientras se las iba secando.
De repente, se abrió la puerta del fondo y apareció por ella un gigantón de casi dos metros que descerrajó un par de tiros al sujeto maleducado -que, por lo visto, no tenía nada de vampiro-, dejándolo malcarado para siempre. Durante unos pocos segundos mantuve todavía la ilusión de estar viendo una película. Pero el gigantón, después de presionar con dos dedos el cuello del tiroteado para comprobar que no tenía pulso, miró hacia dentro e hizo una mueca de disgusto.
Y entonces yo miré a mi reflejo. Y vi que era mi reflejo el que me miraba a mí con angustia. Porque el gigantón avanzaba ya por el pasillo dispuesto a no dejar ningún testigo vivo. Y la mirada de mi reflejo me pedía que huyera, me suplicaba que saliera corriendo. Pero, ¿hacia dónde iba yo a correr? ¿Hacia dónde iba yo a huir si por el pasillo de este lado no avanzaba nadie, no se acercaba ningún gigantón empuñando un arma, ningún gigantón apuntando ya a la nuca de mi aterrado reflejo?





CUADERNO DE NOTAS

• ¿Cómo demonios era aquello tan gracioso que leíste una vez no sabes dónde? ¡Ah, sí!, ahora te acuerdas: si Dios es omnipotente, ¿podrá crear una piedra tan pesada que no pueda levantarla ni Dios?

Una pareja de novios recorre un museo. Caminan cogidos de la mano. Se detienen atónitos ante un cuadro, pintado hace más de cuatrocientos años, en el que reconocen sus rostros. La pintura representa a Judit decapitando a Holofernes. Con un súbito temblor, que los novios tratan de disimular, sus manos se sueltan…

A mi insignificante modo de ver (y admito además la posiblidad de estar ciego), el problema difícilmente resoluble al que más pronto o más tarde habrá de enfrentarse esa oleada de indignación que como un nuevo fantasma empieza a recorrer Europa (y algo más que Europa) es el siguiente: con violencia (esa partera de la Historia de la que se hablaba en otros tiempos) no hay nada que hacer; sin ella, todavía menos.

Desconfiaba de las personas dicharacheras. Pensaba que su cháchara era pura cáscara, hueca, sin sustancia.

En resumidas cuentas, ¿qué es una nube sino un iceberg volante?, ¿qué es un iceberg sino una nube petrificada?

Recuerdas de pronto, sin saber muy bien por qué, aquello de Dostoievski cuando decía que quien ama demasiado a la Humanidad en general es incapaz las más de las veces de amar al hombre en particular. Y al hilo de lo dicho te acude aquello otro de Camus cuando dijo que si tuviera que elegir entre su madre y el Partido elegiría a su madre. Y te preguntas por qué diablos piensas en todo eso si a estas alturas de la vida ya no tienes Partido ni madre ni perrito que te ladre.

Neandertal, neandertal, ¿no estaremos pagando por ti?, ¿no serías tú quien cometiera el pecado original?

O él o yo: cuando alguien tiene que decirlo, nunca es yo el elegido, siempre es él.

Desde una solitaria nube sobre el desierto se descuelga hasta las dunas una escala de seda. Desciende por ella una virgen, recoge un puñado de arena, regresa a la nube y, soplando sobre la palma de la mano, espolvorea la nube con la arena. Empieza a llover, y el desierto se transforma en una rosaleda. Sin el sostén de la nube, transmutada en lluvia, la virgen cae sobre los rosales y, herida por las espinas, empieza a desangrarse. Su sangre, convertida en arroyo, en torrente, en río, terminará yendo a dar en la mar, que, como dijo el poeta, es el morir.

El tiempo también pinta, como dijo Goya. Y si no, que se lo pregunten a Dorian Gray.

No recuerdas, y lo lamentas sinceramente, a quién se lo oíste decir, ni si eran palabras suyas o si citaba las de otra persona. Pero cuánta verdad (como todas las paradojas, como todas las frases del tipo nunca digas nunca) contiene esa sentencia: “Cuando enseñes, enseña a dudar de lo que enseñes.”

O socialismo o barbarie. Siempre será preferible esa disyuntiva a esa otra de o socialismo o muerte. Así que, pasen, señores bárbaros, pasen y verán el pisito (antes de que se lo lleve su legítimo propietario; es decir: el banco).

Tenían un amor desmesurado por los seres humanos. Les gustaban tanto, que en aquel planeta llegaron a aprender a  cocinarlos de cuatrocientas formas diferentes.

A propósito de Dorian Gray: se te ocurre ahora que un espejo viene a ser algo así como ese dichoso retrato, con la diferencia de que en este caso no te has limitado a servir de modelo, porque tú mismo estás también en cierto modo dentro del cuadro, tú mismo eres a la vez retratado y retrato.

Silencio hablado: oxímoron que quizá valdría como imagen del destino del matrimonio, o de las relaciones de pareja, o de la relación entre padres e hijos, incluso de cualquier relación humana. Es posible que a la larga todos vayamos acabando sin nada que decirnos, y que si seguimos moviendo los labios sea solamente por inercia, por cortesía, por hábito.





FINAL PARA UNA NOVELA


…il n’en reste pas moins au monde de la veille cette supériorité d’être, chaque matin, possible à continuer, et non chaque soir le rêve.

Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, La prisonnière


“Segismundo, Segismundo… Guárdate de los sueños que no puedas recordar.” Al salir por fin del laberinto de espejos, Segismundo rememoró con angustia las palabras del oráculo. Le había sido concedido el don (que ahora veía como una maldición) de soñar a voluntad, incluso el de interrumpir los sueños y proseguirlos más adelante desde el punto donde los había dejado, al igual que quien reanuda la lectura de un libro. Aunque como le ocurre al que escribe una novela, que al principio se cree amo y señor de su obra pero no tarda en descubrir que es la lógica de los acontecimientos y los personajes la que termina imponiendo su criterio, a Segismundo, del mismo modo que Edward Hyde a Henry Jekyll, los sueños habían terminado por sublevársele. También le había sido otorgada la facultad de hacer que se cumpliera lo que soñaba, pero como sucedía en la vieja historia de la pata de mono, no hay peor deseo que el que acaba cumpliéndose, pues siempre lo hace de la manera más inesperada y catastrófica. Y eso era lo que había ocurrido con la trama de sueños que día tras día había estado urdiendo durante tanto tiempo. “¿Día tras día?”, se preguntó de pronto, al ver parpadear (LABYRHYTHM, LABYRHYTHM, LABYRHYTHM) el letrero luminoso del local de copas en el que había decidido emborracharse por primera vez en su vida, tomar unos tragos de alcohol -que jamás hasta entonces había probado- en celebración de su inminente divorcio. “¿Día tras día?”, se repitió mientras le llegaba la voz arrastrada y cavernosa de Louis Armstrong (“What a wonderful world…”), la misma que había oído al entrar en el local hacía ¿cuánto?: ¿horas?, ¿minutos?, ¿segundos? “¿Día tras día?” “¿Durante tanto tiempo?” No. En absoluto. Esos sueños que lo acosaban se regían por otro reloj, esos sueños que lo estaban persiguiendo habitaban en un tiempo propio. Para esos sueños habían transcurrido días y días, pero él estaba todavía en esa misma noche en la que había decidido celebrar su despedida de casado emborrachándose. Y sí, eso debía de ser. Estaba bajo los efectos del alcohol. No se trataba de otra cosa que de un delirio de borracho. O quizá se encontraba dentro de un sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Quizá estuviera en el interior de ese sueño fatídico que nunca podría recordar. Como fuese, sólo se le ocurría una manera de escapar, de librarse de todo de una vez por todas, de olvidar del todo y para siempre: confiando en el don que le había sido concedido y en la facultad que le había sido otorgada, se tumbó en el suelo, se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos. La última noche de su vida, Segismundo Amis decidió soñar que estaba muerto.





PARAÍSO

Líbranos, Señor, de que exista el paraíso. En cualquiera de sus versiones. Si yo fuese bisonte, no me complacería en absoluto verme perseguido día tras día por un infatigable piel roja empecinado en darme caza. Si fuese hurí, acabaría a buen seguro hasta más allá de los ovarios del lascivo muyahidín que me hubiera tocado en suerte. Y si fuese un bienaventurado, no sé si sería aún peor; porque, al cabo de toda una entera eternidad interminable no pudiendo hacer otra cosa que mirar y mirar y mirar y no dejar de mirar a Dios, ni siquiera me quedaría el consuelo de poder morirme de aburrimiento.
Y es que la verdadera vida, la presente y, de haberla (concedámosle al menos el beneficio de la duda), la venidera, necesita, precisamente para ser vida y verdadera, de la diversidad, de la variedad. Y ya tenemos suficiente monotonía aquí abajo -ya sea la del desarrollado occidental, condenado a trabajar y consumir y consumir y trabajar, si es que tiene la fortuna de no estar en paro; ya sea esa rutina mucho más atroz de los condenados a una perpetua cadena de hambres, calamidades y guerras en tantas ocasiones impuestas- como para que en ese hipotético más allá celestial no se nos permita otra ocupación que mirar o fornicar o cazar, y más mirar o fornicar o cazar, y venga mirar o fornicar o cazar, y sólo mirar o fornicar o cazar, y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera por los siglos de los siglos durante toda una entera eternidad interminable amén.
¿Nadie preferiría acabar muriéndose de aburrimiento si pudiera? Y es que el paraíso, eso que siempre se imagina como en otro lugar y otro tiempo, debería estar, si no fuera mucho pedir, aquí y ahora. Y debería durar lo que durase una vida bien vivida (si alguien se obstinara todavía en querer ser inmortal, que lea, si no lo ha hecho -y, si lo ha hecho, que vuelva a hacerlo-, el viaje de Gulliver a Luggnagg); y vivida, sobre todo, en paz.
Y ese paraíso en vida debería culminar en una muerte sin perspectivas, por no decir amenazas, de resurrección; una muerte, como la vida, verdaderamente en paz. Pero, claro, se dirá, eso es ser utópico, eso sería pedir en exceso. Pues sí. Y por eso nos hacen imaginar paraísos futuros y paraísos perdidos; y como no tenemos otro modelo para imaginarlos que esta perra vida atroz y monótona de aquí abajo, pues así nos han salido.
Lo dicho: líbranos, Señor, de que exista el paraíso. Líbranos, Señor, incluso (aunque sea pedir un imposible), de que exista Dios. Porque, como existas, estamos todos aviados. Nadie, ni ninguno, vamos a tener perdón.


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