“Igual que hay un solo Dios, mi
buen Sancho, verdadero don Miguel no hay más que uno. Y no es don Miguel
Delibes. Ni don Miguel de Unamuno”. Esto escribió mi buen amigo Tonto el
que lo escribe el pasado 31 de diciembre de 2015 —día de su despedida de todo
un año de destilación de tonterías—, imaginando por un momento a don Quijote
—el imperecedero personaje, la milagrosa criatura— no a lomos de Rocinante sino
de una máquina del tiempo —¿transfiguración tal vez de Clavileño?— y cabalgando
en ella hacia el futuro para, desde esa perspectiva, contemplar en toda su
grandeza —y hacer a Sancho partícipe de ella— la gloriosa, que no triste,
figura de su insigne autor, su inmarcesible creador.
Pero triste fue, en su tiempo, la figura del inventor de la novela
moderna (léase, y con mayúsculas: de la novela; sin más). Triste; y no
reconocida por sus contemporáneos. Recuérdese el menosprecio por parte de Lope
de Vega. Y no se olvide que un erudito como Baltasar Gracián, en toda la
intrincada selva de citas y menciones que constituye su obra, no se molestó
nunca, nunca jamás —sólo encontraremos un par de alusiones de pasada, no
precisamente elogiosas— en nombrar a Cervantes.
No se culpe a nadie, no obstante: “Yo,
que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia
que no quiso darme el cielo.” Si en
obra ya tan tardía (1614) como Viaje del
Parnaso el inmortal don Miguel, frustrado y fracasado autor teatral,
pensaba eso de sí mismo, ¿cómo acusar de ceguera a sus contemporáneos?
Es muy posible que el verdadero valor de la obra que ha llevado a
Cervantes a lo más alto del Olimpo, el Quijote,
no fuera reconocido en su momento ni siquiera por su mismo autor. Parece ser
que él mismo valoraba el Persiles por
encima del Quijote; o tal vez confiaba
en que aquella su última obra, por ajustarse a los cánones tradicionales, le
proporcionaría un verdadero reconocimiento. Juzgue el lector actual. Si es que
todavía queda alguno, aparte de quienes tengan que hacerlo por obligación
académica —o por prurito moral de escritor, como mi no menos buen amigo El
abajo firmante—, capaz de leerla.
Encuentro cierto paralelismo no exento de contraste con el caso de
Mozart, que murió sin verse reconocido como lo que más apreciaba: autor de
óperas. Hoy en día a Mozart se le reconoce todo: las óperas —al menos las
mayores: las tres con Lorenzo da Ponte así como El rapto en el serrallo y La
flauta mágica se encuentran a la cabeza de la producción operística de
todos los tiempos— y el resto de su música.
A Cervantes le basta y le sobra con el Quijote. Su obra teatral, la poética, e incluso el resto de su obra
novelística —Novelas ejemplares
también— se encuentra, hay que reconocerlo, a una distancia de años luz de su
obra suprema. Pero el Quijote está
tan por encima del cielo...
Este tacaño país, que por recientes noticias de prensa está improvisando
deprisa y corriendo la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de don
Miguel (uno piensa en Inglaterra y en Shakespeare y le brota una lágrima),
¿llegará a tiempo al menos de otorgarle de una puñetera vez el Premio Cervantes?
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