Si un excelso (pero, reconózcase, un tanto arrogante) autor como Vladimir
Nabokov califica de detestables
mediocridades a Stendhal, Balzac y Zola, no se priva en cuanto tiene
ocasión de bautizar a Sigmund Freud como el
Curandero Vienés y tampoco parece que sienta mucho aprecio por William Faulkner
(aunque sí que parece sentirlo en cambio, pues no en vano —y no
inmerecidamente, todo sea dicho— le dedica el primer capítulo de su Curso de literatura europea, por una
Jane Austen de la que por el contrario todo un Mark Twain abomina), si un mucho
más que apreciable narrador como Eduardo Mendoza opina que Kafka es un mal
escritor porque no tiene sentido de la narración y sustenta esa opinión
poniendo como ejemplo (citándolo de manera incorrecta, por cierto) el principio
de El proceso para decir
seguidamente: “Hombre, así no se empieza
un libro; así se acaba”, si uno de los grandes clásicos de nuestro Siglo de
Oro como lo es Baltasar Gracián no se molesta, en toda su intrincada selva de
citas y menciones, en nombrar, pues apenas le concede un par de subrepticias alusiones
de pasada no precisamente elogiosas, a Dios Padre, es decir, don Miguel de
Cervantes, si una novelista de segunda fila de cuyo nombre no quiero acordarme
se atreve a proclamar que Borges no es santo de su devoción, si uno de los
músicos más importantes del siglo XX, Igor Stravinsky, acusa a Vivaldi de
componer quinientas veces el mismo concierto y en respuesta a una pregunta de
Marcel Proust asegura detestar a Beethoven, si además de la crítica de unos
contra otros pensamos en la crítica de uno contra sí mismo (también conocida
como autocrítica) y recordamos los
ejemplos de Rossini y Sibelius, por seguir hablando de músicos, quienes dejaron
de componer varias décadas antes de su muerte, si volvemos al ámbito literario
y desplegamos el amplio catálogo que en Bartleby
y compañía el gran Enrique Vila-Matas nos ofrece de tantos creadores que,
aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por
eso), no llegan a escribir nunca, o bien escriben uno o dos libros y luego
renuncian a la escritura, o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra
en progreso, quedan, un día, literalmente paralizados para siempre (adjudíquese
todo el mérito de las cuatro últimas líneas a Enrique Vila-Matas), sí y así
sucesivamente, si y etcétera, etcétera, etcétera, entonces ¿qué nos queda?,
¿decirnos, como nos enseñan Gödel y Heisenberg, esos Sócrates modernos, que si
hay algo verdadera y realmente cierto es la incertidumbre, que si hay algo que
ni siquiera podemos saber es que no sabemos nada?
No hay comentarios:
Publicar un comentario