viernes, 5 de febrero de 2016

Sólo sé que no sé nada

Si un excelso (pero, reconózcase, un tanto arrogante) autor como Vladimir Nabokov califica de detestables mediocridades a Stendhal, Balzac y Zola, no se priva en cuanto tiene ocasión de bautizar a Sigmund Freud como el Curandero Vienés y tampoco parece que sienta mucho aprecio por William Faulkner (aunque sí que parece sentirlo en cambio, pues no en vano —y no inmerecidamente, todo sea dicho— le dedica el primer capítulo de su Curso de literatura europea, por una Jane Austen de la que por el contrario todo un Mark Twain abomina), si un mucho más que apreciable narrador como Eduardo Mendoza opina que Kafka es un mal escritor porque no tiene sentido de la narración y sustenta esa opinión poniendo como ejemplo (citándolo de manera incorrecta, por cierto) el principio de El proceso para decir seguidamente: “Hombre, así no se empieza un libro; así se acaba”, si uno de los grandes clásicos de nuestro Siglo de Oro como lo es Baltasar Gracián no se molesta, en toda su intrincada selva de citas y menciones, en nombrar, pues apenas le concede un par de subrepticias alusiones de pasada no precisamente elogiosas, a Dios Padre, es decir, don Miguel de Cervantes, si una novelista de segunda fila de cuyo nombre no quiero acordarme se atreve a proclamar que Borges no es santo de su devoción, si uno de los músicos más importantes del siglo XX, Igor Stravinsky, acusa a Vivaldi de componer quinientas veces el mismo concierto y en respuesta a una pregunta de Marcel Proust asegura detestar a Beethoven, si además de la crítica de unos contra otros pensamos en la crítica de uno contra sí mismo (también conocida como autocrítica) y recordamos los ejemplos de Rossini y Sibelius, por seguir hablando de músicos, quienes dejaron de componer varias décadas antes de su muerte, si volvemos al ámbito literario y desplegamos el amplio catálogo que en Bartleby y compañía el gran Enrique Vila-Matas nos ofrece de tantos creadores que, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no llegan a escribir nunca, o bien escriben uno o dos libros y luego renuncian a la escritura, o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, quedan, un día, literalmente paralizados para siempre (adjudíquese todo el mérito de las cuatro últimas líneas a Enrique Vila-Matas), sí y así sucesivamente, si y etcétera, etcétera, etcétera, entonces ¿qué nos queda?, ¿decirnos, como nos enseñan Gödel y Heisenberg, esos Sócrates modernos, que si hay algo verdadera y realmente cierto es la incertidumbre, que si hay algo que ni siquiera podemos saber es que no sabemos nada?

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