A mi admirada Sandra Llopis y su tríptico
narrativo Génesis
Después de hacer sonar el silbato, el índice derecho del árbitro señala
inexorable el punto de penalty.
Los jugadores de ambos equipos se arremolinan alrededor del árbitro. Los
del equipo atacante pidiendo que a la pena máxima se añada la tarjeta roja para
el portero. Los del equipo defensor haciendo lo que corresponde en momentos
como ése; es decir, ciscarse en el árbol genealógico del hijo de su madre que
ha hecho sonar el silbato.
La cosa queda en unas cuantas tarjetas amarillas equitativamente
repartidas entre los animadores y los protestantes. El portero se salva. Hágase
la paz. Y la paz se hace.
El árbitro, impuesta al fin su
autoridad, hace salir del área a todos los jugadores excepto a los
protagonistas del duelo.
El delantero centro toma el balón y lo deposita con cuidado sobre el
círculo de cal que marca el lugar de ejecución de la pena máxima.
El portero, cumpliendo con su obligación, hace unas cuantas muecas y unos
cuantos aspavientos cara a cara con su rival, y antes de que el árbitro lo
envíe a su sitio sobre la raya de cal que marca la línea de meta le da una
patadita al balón para terminar de joder al delantero.
Vuelto el balón a su sitio, el delantero retrocede unos pasos desde el
punto de penalty para tomar impulso. Un segundo antes de iniciar su corta
carrera se santigua.
Al mismo tiempo que el delantero, y sin dejar nunca de mirarle a los
ojos, el portero se santigua también.
Entonces, durante ese paralizado instante de silencio en que ni vuelan
las moscas, en el palco celestial el Hijo dice: “Padre, que lo marque, que lo
marque” (o quizá dice que lo pare, que lo
pare). Y el Espíritu Santo dice: “Compadre, que lo pare, que lo pare” (o
quizá dice que lo marque, que lo marque).
Y Dios Padre, que para eso es Dios y para eso es Padre (y además es muy
macho), con su retumbante voz de trueno dice: “¡María, mira a ver qué signo he
puesto en la quiniela!”
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