viernes, 3 de julio de 2015

Santísima Trinidad

A mi admirada Sandra Llopis y su tríptico narrativo Génesis

Después de hacer sonar el silbato, el índice derecho del árbitro señala inexorable el punto de penalty.
Los jugadores de ambos equipos se arremolinan alrededor del árbitro. Los del equipo atacante pidiendo que a la pena máxima se añada la tarjeta roja para el portero. Los del equipo defensor haciendo lo que corresponde en momentos como ése; es decir, ciscarse en el árbol genealógico del hijo de su madre que ha hecho sonar el silbato.
La cosa queda en unas cuantas tarjetas amarillas equitativamente repartidas entre los animadores y los protestantes. El portero se salva. Hágase la paz. Y la paz se hace.
 El árbitro, impuesta al fin su autoridad, hace salir del área a todos los jugadores excepto a los protagonistas del duelo.
El delantero centro toma el balón y lo deposita con cuidado sobre el círculo de cal que marca el lugar de ejecución de la pena máxima.
El portero, cumpliendo con su obligación, hace unas cuantas muecas y unos cuantos aspavientos cara a cara con su rival, y antes de que el árbitro lo envíe a su sitio sobre la raya de cal que marca la línea de meta le da una patadita al balón para terminar de joder al delantero.
Vuelto el balón a su sitio, el delantero retrocede unos pasos desde el punto de penalty para tomar impulso. Un segundo antes de iniciar su corta carrera se santigua.
Al mismo tiempo que el delantero, y sin dejar nunca de mirarle a los ojos, el portero se santigua también.
Entonces, durante ese paralizado instante de silencio en que ni vuelan las moscas, en el palco celestial el Hijo dice: “Padre, que lo marque, que lo marque” (o quizá dice que lo pare, que lo pare). Y el Espíritu Santo dice: “Compadre, que lo pare, que lo pare” (o quizá dice que lo marque, que lo marque).
Y Dios Padre, que para eso es Dios y para eso es Padre (y además es muy macho), con su retumbante voz de trueno dice: “¡María, mira a ver qué signo he puesto en la quiniela!”


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