Era como si estuviesen clavándole agujas de vudú; pero directamente a él,
no mediante muñeco interpuesto. Le asaltaba un malestar difuso, una palpitación
punzante que no sentía en una parte concreta del cuerpo sino en todas a la vez
y a la vez en ninguna. Como si tuviera alma. Como si el alma fuese algún ente
gaseoso que lo recorriera de la cabeza a los pies. Como si a ese gas es al que
estuviesen clavándole las agujas.
El asalto había empezado esa misma mañana, al abrir el buzón. Las
facturas de siempre, la publicidad de siempre y, novedad, un volante de una
empresa de mensajería avisándole, con unos garabatos apenas legibles que
parecían escritos por un médico, de la recepción de un paquete a su nombre. Con
las primeras punzadas pensó que debía de tratarse de un error, pues estaba
seguro de no haber hecho ningún pedido, ni por Internet ni por ningún otro
medio. Imaginó que podía tratarse de algún truco para venderle algo. Pero venía
a portes pagados.
Ya de vuelta en casa, con el minúsculo paquete en la palma de la mano,
recordó cuando se disponía a abrirlo (y mientras las punzadas seguían
avanzando) la mirada como de reproche -punzada- del empleado de la mensajería
al entregarle el envío, y el cuchicheo de ese mismo empleado con uno de sus
compañeros -punzada, punzada- que había alcanzado a observar desde la puerta de
salida. Tal vez fuese entonces cuando debería haberse explicado el malestar. Entonces,
cuando al desenvolver el paquete vio que era un diminuto ataúd transparente en
cuyo interior yacía un dedo índice derecho.
Debía de tratarse de alguna broma macabra. El dedo, por supuesto, no
podía ser real, no de carne y hueso. Aunque como imitación había que reconocer
que era excelente. Hasta tenía un resto de suciedad negruzca bajo la punta de
la uña. Como si hubiese tratado de arañar la tierra de una tumba.
No tenía que haberlo enterrado en el cubo de la basura. Tal vez, aunque
no fuese creyente, debería haberle dado cristiana sepultura. Aunque sólo
hubiera sido para que cesaran las punzadas y remitiera el malestar y pudiera dormir.
Aunque sólo hubiera sido para que ahora, en la cama, no tuviera que estar
viendo el dedo, luminiscente y sanguinolento y acusador. No tuviera que estar
viendo el dedo apuntándole a la frente.
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