lunes, 6 de julio de 2015

Reflexiones que no interesan a nadie y que no conducen a nada


Primo: que no se entere mi madre de que he escrito esto. Secundo: quienes no sean capaces de leer más de dos líneas (bueno, pongamos que cuatro) sin verse asaltados por la conjuntivitis que se abstengan de seguir adelante, pues a buen seguro sufren un síndrome que no es sino el reflejo especular del que padecen -y muchas veces son los mismos quienes están a uno y otro lados del espejo- los que no pueden escribir más de cuatro líneas (pero ¿no habíamos quedado en que eran seis?) sin que se les agarroten las muñecas, ya sea por una tendinitis o por una inflamación del túnel carpiano. Tertio: tertium non datur.
 El enlace que precede a estas líneas (sí, ése, el que hay bajo el título) puede abrirse antes de leer este artículo, durante su lectura o después de la misma. También puede no abrirse. Faltaría más que en esta página gratuita y sin anuncios (es decir, exenta de esas interminables, molestas y soporíferas tandas de publicidad televisiva que de vez en cuando se ven interrumpidas por la inserción de unos programas generalmente tan deleznables que no pueden sino hacernos desear que vuelvan lo más pronto posible los anuncios) coartáramos la sacrosanta libertad del lector. Faltaría más. Sí señor. Faltaría.
Ese enlace (sí, ése mismo, el que puede abrirse antes, durante, después o nunca jamás), entonces, habla de una posible crisis de los blogs literarios y de autor. De los blogs, por supuesto, más o menos profesionales, más o menos conocidos, más o menos difundidos, en fin, más o menos leídos.
Pero si una posible crisis amenaza a esos blogs, ¿qué ocurrirá entonces con otros blogs mucho menos profesionales, mucho menos conocidos, mucho menos difundidos, en fin (otra vez), mucho menos leídos?
Me refiero, claro está, a los blogs, ya sean individuales o ya sean colectivos, donde los escritores, escritorcitos, escritorcillos, escritorzuelos, escribidores, escribidorcitos, escribidorcillos, escribidorzuelos, escribanos, escribanitos, escribanillos, escribanuelos, escribas, escribitas, escribillas, escribilluelos, en fin (y otra vez más), aficionados depositamos nuestras más o menos perfumadas deposiciones literarias.
Antes de proseguir querría suplicar a quienes consideren sinceramente que no tienen motivos para darse por aludidos que, por favor, no lo hagan. Mi estimado y fraterno lector/escritor o escritor/lector, por favor, se lo suplico, no se dé usted por aludido si honestamente piensa que carece de razones para hacerlo. Al fin y al cabo, esto no es más que un deslavazado conjunto de reflexiones sin objeto ni interés alguno. Y si se empeñan en que lo confiese, pues sí, padre, lo confieso: esto no es otra cosa que un artículo pretendidamente humorístico.
Porque es para morirse de risa lo que uno encuentra en muchos de esos blogs de aficionados.
Tengo un amigo (no, Tonto el que lo escribe, no; se trata de ese otro amigo tan socorrido y tan útil al que recurrimos cuando queremos encubrir alguna vergüenza; sí, exactamente, ése mismo, el que dice que escribe para olvidar) que tras darse una vuelta por esos andurriales ha clasificado a sus aborígenes en dos subespecies: los preciosistas y los telegrafistas. Dice mi amigo que si habla de subespecies es porque en realidad, cual Janos bifrontes que asumen una u otra máscara según sea el carácter de sus deposiciones (es decir, según se encuentren laxos o estreñidos), son como reflejos mutuos de una misma especie: los autocomplacientes.
El telegrafista, para empezar la casa por el tejado, es ése que sin haber leído seguramente a Gracián (y muy probablemente sin saber incluso quién es) te suelta a la menor ocasión la tan manida, trillada, sobada y manoseada cita de lo breve y lo bueno. (Posiblemente tampoco haya leído a Borges -La supersticiosa ética del lector-, quien califica a Gracián nada más y nada menos que de charlatán de la brevedad.). Es ése, también, que repite mil veces -como la famosa mentira convertida en verdad- el paupérrimo esquema del mini/micro/nanoloquesea: unas pocas líneas que no dicen nada y una presunta ocurrencia final que dice todavía menos (vamos, algo así como una traca de bodas, bautizos y comuniones). Y es ése, para terminar con el tejado, que cuando pretende dárselas de narrador -es decir, ir más allá de media página- es, tal vez por la falta de costumbre, tan aburrido, monótono y falto de progresión dramática como una mascletà sin ritmo.
En cuanto al preciosista, no se espere de él que diga lo que pasa en la calle si tiene ocasión de decir -y siempre la tiene; y si no, la busca- los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. No se espere de él que renuncie a dar en todo momento un paso más allá de lo sublime. Y no se espere de él que en sus versos o en sus frases dejen alguna vez de crecer las florecillas o de cantar los pajarillos.
Estas reflexiones que no conducirán a nada ni interesarán a nadie (recuerde el alma dormida del lector que haya llegado hasta aquí que es mi amigo quien sigue hablando) son las que quería deponer en esta página el porquero de Agamenón (opina mi amigo que la verdad parece más verdad cuando la dice el porquero que cuando la dice Agamenón).

Y visto y leído lo dicho por mi amigo, poco me queda a mí por decir. Salvo que yo (sí, padre, lo confieso) soy el primero y mayor de los pecadores que él ha descrito. Sea arrojada, pues, sobre mí, la primera y mayor de las piedras.

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