Nos hemos visto muy de cerca una sola vez. Aunque usted no me conoce ni
se acordará de mí, pues no tiene por qué hacerlo. Pero yo no podré olvidarme
nunca de usted. Jamás olvidaré al alférez de complemento don Juan Ribó Canut
(en aquellos oscuros tiempos no estaba permitido, al menos oficialmente,
llamarse Joan). Hagamos un poco de historia. Año todavía de desgracia de 1971.
Paterna (L’Horta Oest, País Valencià). Cuartel de Artillería. Grupo de
Artillería de Campaña número 31. Oficina del Capitán Habilitado. Allí, como
tantos otros, el soldadito Andrés Amat perdía un año de su vida. No había mucho
que hacer. Cada final de mes, acompañar al capitán a Valencia para recoger el
dinero de las nóminas en el banco de España. El resto del tiempo, el capitán
(muy buena persona, todo sea dicho) estaba ocupadísimo con los unos, las equis
y los doses de la peña quinielística que, del teniente coronel hacia abajo,
formaba la oficialidad. El sargento, sentado a su mesa con los brazos cruzados.
El soldadito, como un reflejo del sargento en un espejo. Pero había momentos en
que el soldadito quedaba a solas. Y entonces aprovechaba para leer. Y ahí
aparece usted, entrando en la oficina un día cualquiera (un día como otros
tantos, pero que nunca jamás olvidaré), apresurándose (no lo recuerdo con
exactitud, pero estoy seguro) a liberarme de mi saludo y mi posición de firmes,
diciéndome que volviera a sentarme. Picado tal vez por la curiosidad, tomó usted
en sus manos el libro que yo estaba leyendo: La revolución rusa, Christopher Hill (Ariel, Barcelona, 1969). Cuando
ya podía esperarme lo peor, el tono no sólo tranquilizador sino además cómplice
de sus palabras disipó mi temor. No era prudente, me dijo usted, por muy legal que
fuese y por muy forrado (al menos esa precaución la había tomado) que estuviera
el libro, llevarlo a aquella guarida de suscriptores de la revista Fuerza Nueva. Llegó la democracia, fue
posible salir de las catacumbas, y entonces encontré no explicación sino
confirmación: su corazón, como creo que dijo en cierta ocasión Julio Cortázar,
era rojo y estaba a la izquierda. Y allí
sigue. Y no precisamente por inmovilismo. Señor alcalde, esperamos mucho de
usted, confiamos mucho en usted. Aunque no somos ingenuos. Sabemos que en
política no siempre se puede hacer lo que se quiere sino lo que a uno le dejan.
(Bueno, los que están allí para forrarse sí que hacen lo que quieren). Sabemos
lo de la herencia, no recibida, sino usurpada. ¿Cuánto tardará en volver a
crecer la hierba que el caballo de Atila ha devorado en estos larguísimos años?
Pero confiamos mucho en usted, esperamos mucho de usted, señor alcalde (ahora
sí) en Joan Ribó i Canut.
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