A veces, cuando la soledad me pesaba demasiado, iba al cuarto de baño y
entraba en el espejo a hacerle una visita a mi reflejo. Al principio el hombre
me recibía con cierta perplejidad. No sabía muy bien si enseñarme la casa, pues
pensaría que yo la conocía muy bien, o si ofrecerme una copa o si... Para qué
extenderme. Lo más habitual era que yo aceptara la copa, lo que causaba a mi
reflejo una inocultable incomodidad. Imagino que el hombre debe de ser
abstemio, pero si yo bebía él también se veía obligado a hacerlo, y eran
conmovedores sus esfuerzos para disimular que lo hacía por compromiso. Con
sendos vasos de whisky en la mano nos sentábamos el uno frente al otro y
pasábamos un buen rato mirándonos. Haciéndonos compañía. Mitigando el peso de nuestra
soledad. (Sin hablar, desde luego. Ya se puede suponer que mi reflejo es mudo.
De lo que no estoy seguro es de que sea también sordo. Siempre nos hemos
comunicado por gestos, pero si alguna vez, aunque tenía mucho cuidado en
evitarlo para -por así decirlo- no herir su sensibilidad, se me escapaba alguna
palabra, el hombre parecía entenderla.) A la larga, esto de limitarse a
mirarnos uno a otro en silencio empezó a ser violento. Pero no tardamos en
encontrar la solución para mitigar el peso de nuestra soledad y hacernos
compañía durante largos ratos sin sentirnos violentos ni incómodos: los dos
sabemos jugar al ajedrez.
Se habrá observado que he empezado a contar esta historia en pretérito. Y
es que mi reflejo y yo acordamos hace tiempo terminar con las visitas. Fue
cuando nos dimos cuenta de que lo que estábamos consiguiendo era duplicar
nuestra soledad en lugar de conjurarla. Aunque yo pienso que hubo también otra
razón, quizá la verdadera: que el ajedrez había empezado a aburrirnos. Siempre
hacíamos tablas.
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