Terremoto en Haití, digo en Nepal, que en Haití fue en 2010. ¡Que se
jodan! Un pelotón de inmigrantes en patera o un batallón de refugiados en barco
pirata (inmigrantes o refugiados todos son lo mismo, pero nadie les llama por
su verdadero nombre: personas) ahogados al zozobrar sus embarcaciones. ¡Que se
jodan! Cinco -o tal vez sean seis- millones de parados. ¡Que se jodan! Jóvenes
en movilidad exterior por falta de
futuro en el interior. ¡Que se jodan! Ancianos, enfermos y dependientes desatendidos.
¡Que se jodan! Desahuciados. ¡Que se jodan!
Se podrá decir más alto pero no más claro (¿no, doña Andrea?): ¡Que se
jodan! ¡Que se jodan! ¡Que se jodan!
Pues la verdad (ándeme yo caliente) es que uno ya está harto de ver
desgracias en la televisión o de leerlas en el periódico. Harto de haber
corrido en sus tiempos delante de los grises (ahora los collares no son grises
pero son los mismos perros). Harto de haber sido sindicalista y de haberse
hartado de serlo. Porque uno (y aún le inoculan mala conciencia llamándole
privilegiado), después de casi cincuenta años de trabajo, tiene una pensión por
encima de la media (ya te la congelarán o te la recortarán o te la quitarán), y
de salud, a sus años, no puede quejarse (ya te alcanzará un ictus o un cáncer o
un infarto).
Y uno está harto sobre todo de haberse creído (pero lo peor es que no fue
el único) aquella bonita historia del escritor comprometido. El mundo no se
cambia con palabras. El mundo no se cambia con nada. El mundo no se cambia,
querido Marx.
Pero a veces, en alguna de esas noches -como dijo el poeta- que las carga
el diablo, uno se acuerda de Martin Niemöller (“Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no
era comunista...”) y se dice que hay que seguir tratando de cambiar el
mundo. Y piensa uno, en su ingenuidad, que si su sacrificio sirviera de algo
llegaría a ser capaz de inmolarse a lo bonzo. Pero piensa después que eso no
cambiaría el mundo. Tan sólo haría que desapareciera.
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