lunes, 11 de mayo de 2015

¿Por qué (para qué) se escribe?

Asunto, para empezar, nada trillado donde los haya. (Tal vez sólo superado en originalidad por el de ¿Quiénes somos?, ¿De dónde venimos?, ¿Adónde vamos? Pero ésa es otra historia.) Y pregunta de doble filo. Por y para se cruzan, se mezclan, se entrelazan y acaban dando vueltas como en un vals. Pueden darse todas las combinaciones posibles: preguntar por y contestar para, preguntar para y contestar por, contestar para habiendo preguntado para, contestar por habiendo preguntado por. Y aunque las diversas combinaciones de preguntas y respuestas parezcan darnos muchas veces la falsa impresión de ser (como podría decir Parménides en el improbable caso de que estuviera entre nosotros) todas una y la misma, siempre, del mismo modo que ocurre con los sinónimos, habrá entre ellas una diferencia de matiz. Es posible que por, al menos en las respuestas, nos sugiera una connotación de vocación, de desinterés, incluso de cierto altruismo; y que para, en cambio, llegara a connotar ambición, interés, incluso un cínico utilitarismo. ¿Por qué escribes?, podría preguntarse. Y se podría contestar: Para forrarme. (Iluso; en ese caso mejor harías dedicándote a la ppolítica.) O también: ¿Para qué escribes? Para ligar. (Iluso, más que iluso; en ese caso mejor harías formando parte de una banda de rock.) Las preguntas y las respuestas, como fácilmente se adivinará, podrían ser muy numerosas; así pues, para (o por) no aburrir al lector dejo a su imaginación y a su libre albedrío, antes de pasar al verdadero fondo del asunto, la tarea -voluntaria, por supuesto- de seguir añadiendo ejemplos a esta combinatoria.
Tengo un amigo (sí; ese amigo tan socorrido y tan útil al que recurrimos cuando queremos encubrir alguna vergüenza) que ha declarado en más de una ocasión que escribe para olvidar. Así. Tal cual. Como si lo dijera en una reunión de Alcohólicos Anónimos. Mi amigo es abstemio, pero su boutade nos conduce hacia un camino (tal vez sólo en apariencia) lateral: el de la relación entre alcohol y literatura. Hay ejemplos, más que ilustres, ilustrísimos: desde el precursor (al menos en los tiempos modernos), el pobre Poe, a quien al parecer bastaba con lo que cabe en un dedal para aturdirse en cualquier taberna de Baltimore, hasta el, quizás, hermano mayor de la cofradía o sumo sacerdote de la secta: Malcom Lowry; pasando por los lost Faulkner, Hemingway o Fitzgerald, que tuvieron sus más y sus menos con la botella; siguiendo con Carver y Cheever, quienes en algunas ocasiones llegaron a trasegar a dúo; sin olvidar -aunque de poetas no me siento muy autorizado a hablar- a Dylan Thomas. No nombraré (¿no?) a Coleridge, De Quincey o Baudelaire, pues éstos le daban más al opio. En fin... No quisiera (primera excusa) apabullar al lector fingiendo una falsa erudición. También (segunda excusa) está lo de la falta de espacio cuando hay que expresarse, como diría el poeta, en renglones contados. Pero si el lector considera que los ejemplos dados son muy escasos o que he olvidado alguno mucho más que ilustrísimo -pienso de repente en Joyce, quien además también trasegó alguna que otra vez a dúo con Hemingway- atribúyalo (tercera excusa) a que me falla la memoria o a que me falla la cultura o a que me fallan ambas a la vez. Éstas son mis excusas. Y si al lector no le gustan, con la venia de un tal Groucho Marx puedo inventarme otras.
Y de un camino lateral a otro, que a lo mejor resulta ser el principal. ¿Es el alcohol una forma de escapar de la literatura o viceversa? ¿Son los dos, alternativamente o a la vez, un desesperado intento de huir de la vida? Pues sí, parece que este camino ha resultado ser el principal: el de la relación entre literatura y vida. ¿Se escribe para vivir? La pregunta, además de tener doble filo, los tiene afiladísimos; pues este para puede tener dos caras. Dejemos de lado, por evidente (de alguna manera hay que llenar la olla) la utilitaria y vayamos directamente a la, por así llamarla, existencial. Cortázar declaró en alguna ocasión que él verdaderamente hubiera querido ser músico. Faulkner, al parecer, hubiera preferido ser hombre de acción. Melville y Conrad -ambos marinos- lo fueron, pero luego se dedicaron a escribir. Hemingway, afortunado él, logró combinar literatura y acción a lo largo de su vida. Flaubert, un rentista que no necesitaba de las letras para llenar la olla, sudaba tinta (véase su correspondencia) para escribir, sobre todo su Madame Bovary. El conde Tolstói tampoco tenía problemas con la olla y hasta que renegó de la literatura no paró de erigir el inmenso y monumental muro de ladrillos que nos ha legado. En fin (otra vez; y ahora sí). Ni contigo ni sin ti, como dice la copla. Y sólo sé que no sé nada, como se dice que dijo Sócrates.
Porque podremos estar en el camino principal, pero dando vueltas en círculo. Tal vez porque lo que habría que preguntarse, y aún así la respuesta no sería fácil, es ¿por qué (para qué) escribo? Uno sólo puede hablar por sí mismo y de sí mismo, y a veces (Nosce te ipsum) ni eso. Así pues, sólo me atrevo a decir que, a diferencia de mi amigo, escribo para no olvidar, para no perder la memoria, pues la actividad intelectual, según leí hace poco, es la mejor gimnasia para luchar contra los estragos de la edad. Y, sí, también, escribo para vivir. Sí, también (aunque no para llenar la olla). Escribo para no perder las ganas ni la ilusión de vivir. Escribo, en fin (¡por fin!), para seguir viviendo.

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