Il n’y a
qu’un problème philosophique vraiment sérieux: c’est le suicide. Juger que la
vie vaut ou ne vaut pas la peine d’être vécue, c’est répondre à la question
fondamentale de la philosophie.
Albert Camus. Le
Mythe de Sisyphe
Todos (incluso los suicidas; al menos hasta el momento en que deciden
dejar este mundo), y tal vez consista en eso la grandeza de la gran literatura,
tenemos algo a la vez de Hamlet y de Harry Wilbourne.
En una situación de completo derrumbe vital (muerta su amante a
consecuencia de un aborto y condenado él a prisión por su implicación en el
suceso), Harry Wilbourne (Las palmeras
salvajes, William Faulkner), enfrentado a la idea de terminar con todo,
decide que entre la pena y la nada elige la pena.
Esta decisión de seguir viviendo, de continuar sufriendo los golpes y
dardos de la adversa fortuna en lugar de tomar las armas contra ese piélago de
calamidades y, haciéndoles frente, darles fin de una vez, parece disipar de un
plumazo la atormentadora duda hamletiana.
Si consideramos a Hamlet como alguien que da vueltas perpetuamente
alrededor de las paradojas de Zenón de Elea (la flecha nunca podrá abandonar el
arco, Aquiles nunca podrá dar alcance a la tortuga) sin resolverlas, Harry
Wilbourne sería el que encuentra la mejor manera de refutarlas: poniéndose a
andar (y demostrándonos de paso —séanos permitido este paréntesis digresivo— que
el tal Zenón no dejaba de ser un tahúr del Misisipi, un sofista avant la lettre: si la flecha nunca
podría abandonar el arco, tampoco habrían podido Aquiles y la tortuga dar
inicio nunca a su carrera).
Aunque ¿no es posible que sea Hamlet, con su temor a un sueño eterno
poblado de pesadillas, quien, paradójica y verdaderamente, en su aparente
inmovilidad vaya más lejos, logre abandonar el arco y consiga dar alcance a la
tortuga? Porque, si se piensa bien, en esa aceptación de la pena por parte de
Harry Wilbourne parece haber algo de trampa, algo de ventajismo: cree saber que
esa pena no será perpetua, que terminará algún día, que al final —liberándole
así de ella— acabará triunfando la nada.
Pero ¿y si, como teme Hamlet, no fuera así?
Imaginemos que después de muertos se nos ofreciera la oportunidad de
elegir entre continuar dormidos para siempre, anonadados eternamente en un
interminable y dulce sueño sin pesadillas, o asistir a un juicio —cuyo
veredicto desconoceríamos previamente, por supuesto— del que dependerían un
cielo o un infierno eternos.
¿Seguiría entonces Harry Wilbourne rechazando la nada? ¿Y tú, hipócrita
lector, mi semejante, mi hermano, qué elegirías?
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