viernes, 13 de noviembre de 2015

Ser o no ser entre la pena y la nada

Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux: c’est le suicide. Juger que la vie vaut ou ne vaut pas la peine d’être vécue, c’est répondre à la question fondamentale de la philosophie.

Albert Camus. Le Mythe de Sisyphe

Todos (incluso los suicidas; al menos hasta el momento en que deciden dejar este mundo), y tal vez consista en eso la grandeza de la gran literatura, tenemos algo a la vez de Hamlet y de Harry Wilbourne.
En una situación de completo derrumbe vital (muerta su amante a consecuencia de un aborto y condenado él a prisión por su implicación en el suceso), Harry Wilbourne (Las palmeras salvajes, William Faulkner), enfrentado a la idea de terminar con todo, decide que entre la pena y la nada elige la pena.
Esta decisión de seguir viviendo, de continuar sufriendo los golpes y dardos de la adversa fortuna en lugar de tomar las armas contra ese piélago de calamidades y, haciéndoles frente, darles fin de una vez, parece disipar de un plumazo la atormentadora duda hamletiana.
Si consideramos a Hamlet como alguien que da vueltas perpetuamente alrededor de las paradojas de Zenón de Elea (la flecha nunca podrá abandonar el arco, Aquiles nunca podrá dar alcance a la tortuga) sin resolverlas, Harry Wilbourne sería el que encuentra la mejor manera de refutarlas: poniéndose a andar (y demostrándonos de paso —séanos permitido este paréntesis digresivo— que el tal Zenón no dejaba de ser un tahúr del Misisipi, un sofista avant la lettre: si la flecha nunca podría abandonar el arco, tampoco habrían podido Aquiles y la tortuga dar inicio nunca a su carrera).
Aunque ¿no es posible que sea Hamlet, con su temor a un sueño eterno poblado de pesadillas, quien, paradójica y verdaderamente, en su aparente inmovilidad vaya más lejos, logre abandonar el arco y consiga dar alcance a la tortuga? Porque, si se piensa bien, en esa aceptación de la pena por parte de Harry Wilbourne parece haber algo de trampa, algo de ventajismo: cree saber que esa pena no será perpetua, que terminará algún día, que al final —liberándole así de ella— acabará triunfando la nada.
Pero ¿y si, como teme Hamlet, no fuera así?
Imaginemos que después de muertos se nos ofreciera la oportunidad de elegir entre continuar dormidos para siempre, anonadados eternamente en un interminable y dulce sueño sin pesadillas, o asistir a un juicio —cuyo veredicto desconoceríamos previamente, por supuesto— del que dependerían un cielo o un infierno eternos.

¿Seguiría entonces Harry Wilbourne rechazando la nada? ¿Y tú, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano, qué elegirías?

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