Shakespeare es inagotable. Empleando una expresión tan vulgar como
utilitaria, puede afirmarse que de él, al igual que del cerdo, cabe aprovecharlo
todo. Se ha dicho y repetido que sus obras son un catálogo completo de las
pasiones humanas. Y es cierto. Pero no solamente por la amplia galería de
retratos de sus personajes principales.
A imagen de las muñecas rusas, que alojan en su interior reproducciones sucesivamente
reducidas de su figura, hasta en los personajes más episódicos, aquéllos que
apenas disfrutan de una fugaz aparición con una o pocas frases, es capaz
Shakespeare de sugerirnos, tan sólo con un par de pinceladas, un rasgo de la
naturaleza humana.
Rosencrantz y Guildenstern son un poco más que personajes episódicos. Alcanzan,
por su aparición en varios momentos de la tragedia de Hamlet, la categoría de
secundarios. Y su recorrido por el drama permite considerarlos como símbolos,
aunque menores si se quiere, de la
condición humana.
Llamados por el rey Claudio, como antiguos compañeros de
juventud del príncipe Hamlet, para averiguar las razones de su aparente
desvarío (léase: para espiarlo), pronto demostrarán su doblez al traicionar al
que fue su amigo.
Borges, en una conferencia sobre el Quijote
pronunciada —en inglés— en 1968 en la Universidad de Texas, Austin, dijo: “Y creo que todos podemos considerar a don
Quijote como un amigo. Esto no ocurre con todos los personajes de ficción.
Supongo que Agamenón y Beowulf resultan más bien distantes. Y me pregunto si el
príncipe Hamlet no nos hubiera menospreciado si le hubiéramos hablado como
amigos, del mismo modo en que desairó a Rosencrantz y Guildenstern”.
Aunque ajustado, como no podía ser menos, el juicio de Borges no parece
del todo justo en este caso. El menosprecio de Hamlet —personaje, por otra
parte, nada amigable— se debe a que desde el primer momento olfatea la doblez,
la traición de sus sedicentes amigos.
Por sumisión, por servilismo ante el poder (¿por cobardía, quizás?) llegan
a prestarse, como acompañantes de Hamlet en un viaje de Dinamarca a Inglaterra
donde debería ser asesinado, a servir de portadores de unas cartas que
contienen la sentencia condenatoria. Pero un giro argumental hace que Hamlet encuentre
y sustituya las cartas con las instrucciones de darle muerte y ordene en cambio
al receptor de las mismas la ejecución de sus falsos amigos.
Destino de quienes le traicionaron que no pesa en absoluto sobre la
conciencia de Hamlet y que considera plenamente merecido, pues (acto V, escena
II): Fuerte peligro es para un débil el
introducirse entre las puntas de las espadas de dos fieros y potentes
adversarios.
Lo último que sabremos de ellos, ya casi al término de la obra, es lo
mismo que al final acabará sabiéndose de todos y cada uno de nosotros: Rosencrantz y Guildenstern han muerto.
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