viernes, 27 de noviembre de 2015

Rosencrantz y Guildenstern

Shakespeare es inagotable. Empleando una expresión tan vulgar como utilitaria, puede afirmarse que de él, al igual que del cerdo, cabe aprovecharlo todo. Se ha dicho y repetido que sus obras son un catálogo completo de las pasiones humanas. Y es cierto. Pero no solamente por la amplia galería de retratos de sus personajes principales.
A imagen de las muñecas rusas, que alojan en su interior reproducciones sucesivamente reducidas de su figura, hasta en los personajes más episódicos, aquéllos que apenas disfrutan de una fugaz aparición con una o pocas frases, es capaz Shakespeare de sugerirnos, tan sólo con un par de pinceladas, un rasgo de la naturaleza humana.
Rosencrantz y Guildenstern son un poco más que personajes episódicos. Alcanzan, por su aparición en varios momentos de la tragedia de Hamlet, la categoría de secundarios. Y su recorrido por el drama permite considerarlos como símbolos, aunque  menores si se quiere, de la condición humana.
Llamados por el rey Claudio, como antiguos compañeros de juventud del príncipe Hamlet, para averiguar las razones de su aparente desvarío (léase: para espiarlo), pronto demostrarán su doblez al traicionar al que fue su amigo.
Borges, en una conferencia sobre el Quijote pronunciada —en inglés— en 1968 en la Universidad de Texas, Austin, dijo: “Y creo que todos podemos considerar a don Quijote como un amigo. Esto no ocurre con todos los personajes de ficción. Supongo que Agamenón y Beowulf resultan más bien distantes. Y me pregunto si el príncipe Hamlet no nos hubiera menospreciado si le hubiéramos hablado como amigos, del mismo modo en que desairó a Rosencrantz y Guildenstern”.
Aunque ajustado, como no podía ser menos, el juicio de Borges no parece del todo justo en este caso. El menosprecio de Hamlet —personaje, por otra parte, nada amigable— se debe a que desde el primer momento olfatea la doblez, la traición de sus sedicentes amigos.
Por sumisión, por servilismo ante el poder (¿por cobardía, quizás?) llegan a prestarse, como acompañantes de Hamlet en un viaje de Dinamarca a Inglaterra donde debería ser asesinado, a servir de portadores de unas cartas que contienen la sentencia condenatoria. Pero un giro argumental hace que Hamlet encuentre y sustituya las cartas con las instrucciones de darle muerte y ordene en cambio al receptor de las mismas la ejecución de sus falsos amigos.
Destino de quienes le traicionaron que no pesa en absoluto sobre la conciencia de Hamlet y que considera plenamente merecido, pues (acto V, escena II): Fuerte peligro es para un débil el introducirse entre las puntas de las espadas de dos fieros y potentes adversarios.

Lo último que sabremos de ellos, ya casi al término de la obra, es lo mismo que al final acabará sabiéndose de todos y cada uno de nosotros: Rosencrantz y Guildenstern han muerto.

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