viernes, 20 de noviembre de 2015

¿Qué?

El columnista que no haya escrito nunca sobre lo que se escribe cuando no sé qué diablos o demonios escribir en la columna que me he comprometido conmigo mismo y con mis hipotéticos lectores a —seamos sinceros— perpetrar semanalmente que arroje la primera piedra.
Haga como yo, no se meta en política, digo en literatura, podría aconsejar alguien de infausta memoria. Pero resulta que ya es jueves y la columna ha de estar escrita para mañana viernes y no me da tiempo (acabo de leer en la prensa que abrir una empresa es más fácil en 82 países, antes que en España) de inaugurar una verdulería con las hortalizas que a buen seguro voy a recibir como obsequio de los lectores que hipotéticamente se pasen por aquí. (Además, el floreciente negocio de fruterías y verdulerías ya está acaparado por avispados empresarios procedentes de lo que en mis años infantiles se denominaba el Indostán.)
En momentos de bloqueo creativo como el presente solía recurrir a mis amigos para que me ayudaran a salir del apuro. Pero Tonto el que lo escribe ya me ha dicho que al final de este año se retira de las tonterías y que para lo que le queda de estar en el convento... El que escribe para olvidar parece haberse olvidado de escribir. Y Segismundo Amis continúa sin despertar de sus fantasiosas ensoñaciones.
Así pues, sólo me es posible pedir auxilio al mejor de mis amigos: El abajo firmante (es decir, un servidor de ustedes; o sea, yo y yo y yo y solamente yo y nadie más que yo; aunque a veces no sé muy bien si firmo abajo o si firmo arriba).
Me dice —es el más fiel, el más de fiar, el que casi nunca me falla— que tiene una idea para un cuento de misterio. Algo todavía muy en embrión que tal vez daría para un relato de cierta longitud, no uno de esos mini/micro/nanocuentos (mierdacuentos en realidad, tan cultivados y apreciados por los malos escritores de Internet) que no van más allá de una simplona y supuesta ocurrencia rematada —nunca mejor dicho— a las pocas líneas (muy pocas; cuantas menos, mejor) por una no menos supuesta y simplona ingeniosidad final.
En esencia, se trata de alguien —posiblemente en silla de ruedas, como el protagonista de La ventana indiscreta— que sospecha que en una sastrería frente a su domicilio ocurre algo muy extraño: nunca ha visto salir de allí a algunos de los clientes a los que había visto entrar. Un buen día se le ocurre acercarse al escaparate de la sastrería y reconoce en los hiperrealistas rasgos de los maniquíes los rostros de los clientes desaparecidos. Cae entonces en la cuenta de que junto a la sastrería hay un negocio de taxidermia...

Pero en este preciso momento acude el mejor de mis enemigos (ya saben ustedes: el editor, ese tipo que me raciona el espacio) y nos deja a todos, a ustedes y a mí, con la miel en los labios.

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