El columnista que no haya escrito nunca sobre lo que se escribe cuando no
sé qué diablos o demonios escribir en la columna que me he comprometido conmigo
mismo y con mis hipotéticos lectores a —seamos sinceros— perpetrar semanalmente
que arroje la primera piedra.
Haga como yo, no se meta en
política, digo en literatura, podría aconsejar alguien de infausta memoria.
Pero resulta que ya es jueves y la columna ha de estar escrita para mañana
viernes y no me da tiempo (acabo de leer en la prensa que abrir una empresa es
más fácil en 82 países, antes que en España) de inaugurar una verdulería con
las hortalizas que a buen seguro voy a recibir como obsequio de los lectores
que hipotéticamente se pasen por aquí. (Además, el floreciente negocio de
fruterías y verdulerías ya está acaparado por avispados empresarios procedentes
de lo que en mis años infantiles se denominaba el Indostán.)
En momentos de bloqueo creativo como el presente solía recurrir a mis
amigos para que me ayudaran a salir del apuro. Pero Tonto el que lo escribe ya
me ha dicho que al final de este año se retira de las tonterías y que para lo
que le queda de estar en el convento... El que escribe para olvidar parece
haberse olvidado de escribir. Y Segismundo Amis continúa sin despertar de sus fantasiosas
ensoñaciones.
Así pues, sólo me es posible pedir auxilio al mejor de mis amigos: El
abajo firmante (es decir, un servidor de ustedes; o sea, yo y yo y yo y
solamente yo y nadie más que yo; aunque a veces no sé muy bien si firmo abajo o
si firmo arriba).
Me dice —es el más fiel, el más de fiar, el que casi nunca me falla— que
tiene una idea para un cuento de misterio. Algo todavía muy en embrión que tal
vez daría para un relato de cierta longitud, no uno de esos
mini/micro/nanocuentos (mierdacuentos en realidad, tan cultivados y apreciados por
los malos escritores de Internet) que no van más allá de una simplona y
supuesta ocurrencia rematada —nunca mejor dicho— a las pocas líneas (muy pocas;
cuantas menos, mejor) por una no menos supuesta y simplona ingeniosidad final.
En esencia, se trata de alguien —posiblemente en silla de ruedas, como el
protagonista de La ventana indiscreta—
que sospecha que en una sastrería frente a su domicilio ocurre algo muy
extraño: nunca ha visto salir de allí a algunos de los clientes a los que había
visto entrar. Un buen día se le ocurre acercarse al escaparate de la sastrería
y reconoce en los hiperrealistas rasgos de los maniquíes los rostros de los clientes
desaparecidos. Cae entonces en la cuenta de que junto a la sastrería hay un
negocio de taxidermia...
Pero en este preciso momento acude el mejor de mis enemigos (ya saben
ustedes: el editor, ese tipo que me raciona el espacio) y nos deja a todos, a
ustedes y a mí, con la miel en los labios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario