La perfección, como la muerte (y su contrapartida, el embarazo), no
admite grados. Se está vivo o se está muerto. Se es perfecto o se es
imperfecto. Así. Sin más. Y sin menos. No obstante, al igual que podemos decir medio muerto, podemos decir también casi perfecto. Incluso, yendo más allá,
al otro lado de la frontera de la perfección, cruzando de una orilla a otra del
nunca remansado río del lenguaje, nadie se extrañaría de oír que alguien o algo
es demasiado perfecto.
Demasiado perfecto. Quizás era eso lo que pensaba Dios de sí mismo y de
su infinita e inacabable gloria desde el principio de la eternidad (sí, he
dicho desde el principio de la eternidad),
desde lo más profundo, recóndito y remoto del oscuro pozo de los tiempos. Y tal
vez por eso, para compensar tanto exceso de perfección, tanta gloria inacabable
e infinita, fatigado de todo ello, tuvo que crear el universo.
Tal vez. Tal vez por eso, por saberse imperfecto de raíz, el universo
crece como un árbol cuya savia busca la luz de la perfección a lo largo del
tronco, hacia el extremo de las ramas, en lo más alto de la copa, condenada siempre
a no alcanzarla. Tal vez por eso esa infernal sucesión de cataclismos cósmicos
que transforman las partículas en átomos, los átomos en moléculas, las moléculas
en monstruos como, por ejemplo, nosotros. Tal vez por eso esa alocada huída
hacia delante, ese homérico combate con la gravedad (que a veces se venga, se
desquita, se toma la revancha en forma de agujeros negros), esa acelerada
expansión hasta que un día, en lo más profundo, recóndito y remoto del oscurísimo
pozo de un gélido futuro, la última de las partículas elementales acabe
disolviéndose en esa primigenia nada cuántica de la que al parecer procede todo
y de la que todos, al parecer, procedemos.
Demasiada perfección. Tal vez. Se cuenta (y si no se contaba antes, es
posible que se cuente a partir de ahora) que Venus, la Venus, encontrándose tal
vez demasiado gloriosa y demasiado perfecta, sintiéndose quizás fatigada por
tanta perfección y tanta gloria, le dijo a Milo cuando se vio esculpida: “Córtame los brazos, anda. Venga, córtamelos.
Sí, hombre, atrévete. No tengas miedo”.
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