Desde su fallido golpe de estado —aquél que intentaron disfrazar de
votación democrática, supongo que lo recordarán ustedes—, mi sombra y mi
reflejo no me han perdonado que los derrotara con el inestimable apoyo —supongo
que también lo recordarán ustedes— de ese extraño y peculiar hermafrodita a
quien nunca sé muy bien cómo llamar: el reflejo de mi sombra o la sombra de mi
reflejo.
Han seguido confabulados, conspirando a mis espaldas (no iban a tener
tanta cara como para hacerlo en mi cara y a cara descubierta), pero el
hermafrodita, de quien mi sombra y mi reflejo no tienen forma de librarse, me
mantiene informado de todos sus movimientos, el último de los cuales no ha sido
otro que el de tratar de establecer una alianza con mis compañeros de póquer.
Supongo que recordarán ustedes igualmente —y si no, hagan memoria de una
puñetera vez, pues ya estoy empezando a cansarme de suponer— que tengo dos partidas
semanales: una con esos dos conspiradores más el hermafrodita y otra con mis
amigos escritores (Segismundo Amis, Tonto el que lo escribe y El que escribe
para olvidar).
Confío en mis amigos, pero no tanto como para considerarlos capaces de
resistir la tentación de —aunque sólo sea por una vez— desplumarme en el
póquer. Y ésa es la propuesta que los dos intrigantes les han hecho: una timba
de siete en la que al menos cinco (no sé muy bien por qué, pero confío en el
hermafrodita tanto como en mí mismo) jugarían contra mí.
Pero ya he tomado mis medidas al respecto. Todos tenemos sombra. Todos
tenemos reflejo. Todos tenemos un extraño y peculiar hermafrodita a quien nunca
sabemos muy bien cómo llamar. Y mi hermafrodita ya ha logrado convertir la timba
de siete en una de dieciséis, donde sólo cinco jugarán contra mí.
Y es que —aunque tampoco sé muy bien si viene a cuento, nunca me cansaré
de proclamarlo— cuánta razón tenía el que dijo que la democracia es el menos
malo de todos los sistemas políticos.
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