viernes, 18 de septiembre de 2015

Adiós, muchachos

Josef K., Ole Andreson, Alejandro Villari. ¿Tres personajes distintos y un solo destino verdadero?
En cierto sentido, sí. Pero ese cierto sentido sería casi vulgar, ordinario, trivial. Esa espera pasiva de la muerte que iguala a los tres personajes, esa renuncia a luchar con lo inevitable que los equipara, ¿no es un símil demasiado evidente del destino de todos y cada uno de nosotros? Pues, ¿nos es posible hacer algo para escapar de nuestra común condena?
No es imaginable que escritores de la categoría de Borges, Hemingway y Kafka se conformaran con eso, pretendieran decirnos solamente eso, se limitaran a contarnos nada más que eso.
¿Dónde bucear entonces para ver lo profundo, lo encubierto, lo oculto? Casi da vergüenza decirlo: en cómo se dice lo que se dice.
Este breve texto (el editor —ese tipo que me raciona el espacio— ya está advirtiéndome de que casi voy por la mitad) no se propone —ni podría— analizar los motivos de que Borges ponga el acento en la atmósfera de la espera, Hemingway se limite a sugerirla en unas pocas frases de diálogo y Kafka se demore casi doscientas páginas para decirnos ¿lo mismo?
Parece claro que no, que no se nos está diciendo lo mismo. O, para decirlo de otro modo, que la mirada sobre lo mismo (ese destino al que todos estamos sentenciados, esa condena de la que nadie podrá escapar) no es —si se me permite el fácil juego de palabras— la misma mirada.
Y para comprender por qué unos ojos no pueden —ni deben— mirar de la misma manera que otros, esos muchachos que son tan avaros como mi editor, esos muchachos a los que tan difícil les resulta concebir que no es posible decir con tres palabras lo que necesita decirse con trescientas o con trescientas mil, esos muchachos, en fin, de los que estoy —pues se me agota el tiempo y se me acaba el espacio— a punto de despedirme harían bien en leer, si aún no lo han hecho, La espera, Los asesinos y El proceso.
Y si ya lo hicieron, tal vez no estaría de más que volvieran a hacerlo.


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