PER ME SI VA NELLA CITTÀ
DOLENTE,
PER ME SI VA NELL’ETTERNO DOLORE,
PER ME SI VA TRA LA PERDUTA GENTE.
GIUSTIZIA MOSSE IL MIO
ALTO FATTORE:
FECEMI LA DIVINA POTESTATE,
LA SOMMA SAPIENZA E ‘L PRIMO AMORE.
DINANZI A ME NON FUOR COSE CREATE
SE NON ETTERNE, E IO ETTERNA DURO.
LASCIATE OGNI SPERANZA, VOI CH’ENTRATE.
DANTE ALIGHIERI. COMMEDIA, INFERNO, III,
1-9
Apareció en la almoneda de una librería de lance. El librero -un viejo
sabio y taciturno con quien algunas tardes de lluvia tuve ocasión de admirar la
musicalidad de un verso, la luminosidad de una metáfora o la perturbadora
alquimia de un párrafo afortunado- había muerto unos días antes. No pude
asistir al entierro (obligaciones que quizá no me habría sido difícil eludir me
hicieron estar ausente ese día de la ciudad), pero en cuanto me fue posible
acudí a llevar flores a su sepulcro. Me acerqué después a la vieja librería
-que se había quedado viuda, huérfana y sola- dispuesto a presenciar el acto
que, para mí, representaba la real, irreversible y definitiva desaparición de
quien, aun en sus silencios -o, sobre todo, en ellos-, había sido mi amigo.
El manuscrito es un librito en octavo, modestamente encuadernado en
rústica, de autor o autores aparentemente anónimos. Estaba dejado caer de
manera descuidada en uno de los anaqueles cercanos a la trastienda. Yo había
pasado muchas veces junto a ese anaquel, pero nunca había reparado en el
manuscrito. Quizá alguien lo había removido de otro lugar más oculto mientras ordenaba
los libros para la subasta; pero lo cierto es que conocía muy bien la librería,
y no me pareció que nadie hubiese estado cambiando libros de sitio.
No sé por qué me atrajo. Nadie le dio importancia (pero yo ya lo tenía
entre las manos); nadie pujó por él (pero ya no habrían podido arrebatármelo);
nadie le puso precio (pero yo hubiese pagado lo que fuera). Lo incluyeron como
obsequio en el lote por el que había pujado. Salí de la librería sintiendo
brumosamente que era el manuscrito el que me llevaba bajo el brazo, que era el
manuscrito el que había estado esperándome.
Lo recorrí por entero nada más llegar a casa. Es una especie de bestiario
medieval, decorado con miniaturas. Sus doce páginas -plagadas de esfinges,
hidras, quimeras, unicornios, anfisbenas- me hicieron pensar en alguna secreta
intención zodiacal. Pero, si la hubiere, aún no he conseguido elucidarla.
Aunque fue otra cosa lo que más atrajo mi atención: las ilustraciones,
que ocupan casi toda la página, están circundadas por una suerte de orlas de
letra diminuta y apretada. Opuestamente a lo habitual, en este manuscrito las
miniaturas no son los dibujos, sino los textos.
Tardé algún tiempo en descifrarlos. Casi había renunciado a hacerlo, pues
ni la lupa de mayores aumentos lograba agrandarlos, cuando casualmente descubrí
que, enfrentando el manuscrito a un espejo ovalado (como aquél en que cada
mañana la madrastra de Blancanieves temía descubrir la inexorable degradación
de su belleza), los textos se hacían diáfanos.
Son doce. Como los trabajos de Heracles, las tribus de Israel, los
profetas menores, los apóstoles, los caballeros de la Tabla Redonda , los
pares de Francia, los lados del dodecágono, las caras del dodecaedro, las islas
del Dodecaneso, las casas celestes, los meses del año o las horas de luz (o de
oscuridad) en los días equinocciales.
Parecen haber sido escritos en épocas diferentes, pero en todos ellos he
creído encontrar algo que los iguala; algo que, como a las líneas paralelas
-condenadas a no encontrarse en este mundo- quizá les permita reunirse algún
día en algún punto del infinito. En todos ellos me ha parecido descubrir una
insistencia en el silencio, la soledad, la desesperanza, la muerte. En cuanto a
esta última, en muchos de los textos está presente en la forma en que usualmente
la conocemos: real, definitiva e irreversible; en otros, en cambio, está
solamente -o también- insinuada en esa otra forma -no menos real, no menos
definitiva, no menos irreversible- de la muerte en vida de quien ha perdido un
amor o no ha sabido encontrarlo, de quien no ha querido ser lo que debía ser o
ha dejado de ser lo que era, de quien ha renunciado a estar vivo y arrastra esa
renuncia durante el resto de su existencia.
Parecen, también, haber sido escritos por distintos autores; pero después
de un examen no necesariamente demasiado atento se observan algunos rasgos
comunes: cierta reiteración en el estilo, cierta falta de habilidad para el
disimulo, incluso cierta ausencia de eso que ahora llaman profesionalidad.
Yo afirmo que esos textos proceden de un solo autor. Y afirmo que conozco
su nombre. Aunque no voy a revelarlo.
Tan sólo, como final de este epicedio, diré algo sobre lo que movió al
autor del manuscrito. No fue la justicia, ni la potestad divina, ni la
sabiduría suprema. Ninguna de estas tres potencias alumbró esas páginas. Ese
libro es obra solamente del amor primigenio. Fue una pasión soterrada lo que
inspiró esas miniaturas. Lo único que movió a su taciturno y sabio autor -y
baste como prueba el pétalo de rosa azul que encontré en la página ilustrada
con una desolada quimera- fue el deseo de poder enfrentarse -de tener el valor
de hacerlo-, aunque fuera una sola vez, con el dulce mirar de los ojos claros,
serenos, de una mujer hermosa.
Unos ojos con los que quizá se atreva a enfrentarse ahora. En el lugar
donde se encuentran las líneas paralelas.
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