lunes, 14 de septiembre de 2015

El manuscrito miniado


PER ME SI VA NELLA CITTÀ DOLENTE,
   PER ME SI VA NELL’ETTERNO DOLORE,
   PER ME SI VA TRA LA PERDUTA GENTE.
GIUSTIZIA MOSSE IL MIO ALTO FATTORE:
   FECEMI LA DIVINA POTESTATE,
   LA SOMMA SAPIENZA E ‘L PRIMO AMORE.
DINANZI A ME NON FUOR COSE CREATE
   SE NON ETTERNE, E IO ETTERNA DURO.
   LASCIATE OGNI SPERANZA, VOI CH’ENTRATE.

 DANTE ALIGHIERI. COMMEDIA, INFERNO, III, 1-9


Apareció en la almoneda de una librería de lance. El librero -un viejo sabio y taciturno con quien algunas tardes de lluvia tuve ocasión de admirar la musicalidad de un verso, la luminosidad de una metáfora o la perturbadora alquimia de un párrafo afortunado- había muerto unos días antes. No pude asistir al entierro (obligaciones que quizá no me habría sido difícil eludir me hicieron estar ausente ese día de la ciudad), pero en cuanto me fue posible acudí a llevar flores a su sepulcro. Me acerqué después a la vieja librería -que se había quedado viuda, huérfana y sola- dispuesto a presenciar el acto que, para mí, representaba la real, irreversible y definitiva desaparición de quien, aun en sus silencios -o, sobre todo, en ellos-, había sido mi amigo.
El manuscrito es un librito en octavo, modestamente encuadernado en rústica, de autor o autores aparentemente anónimos. Estaba dejado caer de manera descuidada en uno de los anaqueles cercanos a la trastienda. Yo había pasado muchas veces junto a ese anaquel, pero nunca había reparado en el manuscrito. Quizá alguien lo había removido de otro lugar más oculto mientras ordenaba los libros para la subasta; pero lo cierto es que conocía muy bien la librería, y no me pareció que nadie hubiese estado cambiando libros de sitio.
No sé por qué me atrajo. Nadie le dio importancia (pero yo ya lo tenía entre las manos); nadie pujó por él (pero ya no habrían podido arrebatármelo); nadie le puso precio (pero yo hubiese pagado lo que fuera). Lo incluyeron como obsequio en el lote por el que había pujado. Salí de la librería sintiendo brumosamente que era el manuscrito el que me llevaba bajo el brazo, que era el manuscrito el que había estado esperándome.
Lo recorrí por entero nada más llegar a casa. Es una especie de bestiario medieval, decorado con miniaturas. Sus doce páginas -plagadas de esfinges, hidras, quimeras, unicornios, anfisbenas- me hicieron pensar en alguna secreta intención zodiacal. Pero, si la hubiere, aún no he conseguido elucidarla.
Aunque fue otra cosa lo que más atrajo mi atención: las ilustraciones, que ocupan casi toda la página, están circundadas por una suerte de orlas de letra diminuta y apretada. Opuestamente a lo habitual, en este manuscrito las miniaturas no son los dibujos, sino los textos.
Tardé algún tiempo en descifrarlos. Casi había renunciado a hacerlo, pues ni la lupa de mayores aumentos lograba agrandarlos, cuando casualmente descubrí que, enfrentando el manuscrito a un espejo ovalado (como aquél en que cada mañana la madrastra de Blancanieves temía descubrir la inexorable degradación de su belleza), los textos se hacían diáfanos.
Son doce. Como los trabajos de Heracles, las tribus de Israel, los profetas menores, los apóstoles, los caballeros de la Tabla Redonda, los pares de Francia, los lados del dodecágono, las caras del dodecaedro, las islas del Dodecaneso, las casas celestes, los meses del año o las horas de luz (o de oscuridad) en los días equinocciales.
Parecen haber sido escritos en épocas diferentes, pero en todos ellos he creído encontrar algo que los iguala; algo que, como a las líneas paralelas -condenadas a no encontrarse en este mundo- quizá les permita reunirse algún día en algún punto del infinito. En todos ellos me ha parecido descubrir una insistencia en el silencio, la soledad, la desesperanza, la muerte. En cuanto a esta última, en muchos de los textos está presente en la forma en que usualmente la conocemos: real, definitiva e irreversible; en otros, en cambio, está solamente -o también- insinuada en esa otra forma -no menos real, no menos definitiva, no menos irreversible- de la muerte en vida de quien ha perdido un amor o no ha sabido encontrarlo, de quien no ha querido ser lo que debía ser o ha dejado de ser lo que era, de quien ha renunciado a estar vivo y arrastra esa renuncia durante el resto de su existencia.
Parecen, también, haber sido escritos por distintos autores; pero después de un examen no necesariamente demasiado atento se observan algunos rasgos comunes: cierta reiteración en el estilo, cierta falta de habilidad para el disimulo, incluso cierta ausencia de eso que ahora llaman profesionalidad.
Yo afirmo que esos textos proceden de un solo autor. Y afirmo que conozco su nombre. Aunque no voy a revelarlo.
Tan sólo, como final de este epicedio, diré algo sobre lo que movió al autor del manuscrito. No fue la justicia, ni la potestad divina, ni la sabiduría suprema. Ninguna de estas tres potencias alumbró esas páginas. Ese libro es obra solamente del amor primigenio. Fue una pasión soterrada lo que inspiró esas miniaturas. Lo único que movió a su taciturno y sabio autor -y baste como prueba el pétalo de rosa azul que encontré en la página ilustrada con una desolada quimera- fue el deseo de poder enfrentarse -de tener el valor de hacerlo-, aunque fuera una sola vez, con el dulce mirar de los ojos claros, serenos, de una mujer hermosa.

Unos ojos con los que quizá se atreva a enfrentarse ahora. En el lugar donde se encuentran las líneas paralelas.

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