A Aziza Akherraz, maga del idioma, con admiración
Parece que el otoño se ha adelantado, al menos en la parte de la ribera
del Mediterráneo que se conoce como golfo de Valencia. Las tormentas del final
de agosto han barrido los restos del calor que sembraron a principios de julio
los vientos del Sahara, un calor que pesaba más que el aire y que tanto nos ha
agobiado.
Ya estamos en septiembre, y han bastado unos días para que el cielo, bajo
el asalto de batallones de nubes, haya cambiado de color; han bastado unos días
para que las temperaturas, quién sabe si sólo engañándonos con una tregua, nos
concedan un respiro que quisiéramos que hubiera venido para quedarse; han
bastado unos días para que los amaneceres, en su carrera hacia el equinoccio,
se oscurezcan y se retarden e instalen en nuestros corazones la languidez, la
melancolía, en fin (¿por qué no llamar a las cosas por su nombre, sin sinónimos
—que nunca dicen sino una fracción de la verdad— ni circunloquios?), la
tristeza.
No se confunda el ablandamiento del corazón que acabo de mencionar con la
astenia de la que suele culparse a la primavera. Ésta, la astenia, viene a ser
como el entumecimiento que precede al acto de desperezarse y del que, como una
flor al desplegar sus pétalos, se libera uno al estirar los miembros. Aquél, el
ablandamiento, es una regresión, como la caída de los pétalos de una flor al
marchitarse, una regresión que se agrava con la conciencia de que ya pasaron,
como un soplo, la primavera y el verano, y se aproximan, como una amenaza, el
otoño y el invierno... Y quién sabe, se pregunta uno cuando va cumpliendo más años
de los que quisiera, el número de primaveras que le quedarán por visitar.
Me dice al oído el editor —ya saben ustedes, el tipo que me raciona el
espacio— que va siendo hora de acabar. Y como quien paga —aunque no pague— manda,
servidor de ustedes —aunque no cobre— obedece. Por lo que, acatando la orden
del editor, termino. No sin antes confesar que el propósito de lo que antecede no
era sino el de no decir nada. Nada de nada. A condición, eso sí, de decirlo sin
adjetivos.
Compruebe el lector —mon semblable,
mon frère— si el propósito se ha cumplido.
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