viernes, 11 de septiembre de 2015

Otoño

A Aziza Akherraz, maga del idioma, con admiración

Parece que el otoño se ha adelantado, al menos en la parte de la ribera del Mediterráneo que se conoce como golfo de Valencia. Las tormentas del final de agosto han barrido los restos del calor que sembraron a principios de julio los vientos del Sahara, un calor que pesaba más que el aire y que tanto nos ha agobiado.
Ya estamos en septiembre, y han bastado unos días para que el cielo, bajo el asalto de batallones de nubes, haya cambiado de color; han bastado unos días para que las temperaturas, quién sabe si sólo engañándonos con una tregua, nos concedan un respiro que quisiéramos que hubiera venido para quedarse; han bastado unos días para que los amaneceres, en su carrera hacia el equinoccio, se oscurezcan y se retarden e instalen en nuestros corazones la languidez, la melancolía, en fin (¿por qué no llamar a las cosas por su nombre, sin sinónimos —que nunca dicen sino una fracción de la verdad— ni circunloquios?), la tristeza.
No se confunda el ablandamiento del corazón que acabo de mencionar con la astenia de la que suele culparse a la primavera. Ésta, la astenia, viene a ser como el entumecimiento que precede al acto de desperezarse y del que, como una flor al desplegar sus pétalos, se libera uno al estirar los miembros. Aquél, el ablandamiento, es una regresión, como la caída de los pétalos de una flor al marchitarse, una regresión que se agrava con la conciencia de que ya pasaron, como un soplo, la primavera y el verano, y se aproximan, como una amenaza, el otoño y el invierno... Y quién sabe, se pregunta uno cuando va cumpliendo más años de los que quisiera, el número de primaveras que le quedarán por visitar.
Me dice al oído el editor —ya saben ustedes, el tipo que me raciona el espacio— que va siendo hora de acabar. Y como quien paga —aunque no pague— manda, servidor de ustedes —aunque no cobre— obedece. Por lo que, acatando la orden del editor, termino. No sin antes confesar que el propósito de lo que antecede no era sino el de no decir nada. Nada de nada. A condición, eso sí, de decirlo sin adjetivos.

Compruebe el lector —mon semblable, mon frère— si el propósito se ha cumplido.

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