¿Se han fijado en que hasta ahora ninguno de los presidentes del Gobierno
de nuestra última y por fortuna ya prolongada etapa democrática ha sido calvo?
(De acuerdo; dirán ustedes que me he olvidado de uno que precisamente lo era al
cuadrado o por partida doble, como se prefiera. Pero no se olvide a su vez que
aquel señor, además de no haber sido sino un fugaz paréntesis en su cargo, fue
el único en no haber salido de las urnas. Y, por otra parte, alguna excepción
tenía que haber que —como erróneamente se dice— confirme la regla.) La
extrapolación sociológica que se me ocurre al respecto parece más bien un
chiste fácil, pero la verdad es que no deja de tener su gracia pensar en una
especie de venganza inconsciente del electorado contra aquel calvo ominoso
(ominoso por ominoso; no, en absoluto, por calvo) que nos tuvo escribiendo al
dictado durante casi cuarenta años.
Llegados aquí, releo lo escrito y empieza a asaltarme la duda de si no
será una solemne estupidez, si no estaré levantando una de esas columnas de
verano que se tejen con retales cuando el firmante acalorado no encuentra nada
mejor que tejer; una columna, en fin, de las que no deberían cobrarse. Pero
como no renuncio a cobrarla sin faltar al séptimo mandamiento, modestamente
propongo, a quien pueda interesar, una reflexión sobre el asunto más profunda
que la mía, una reflexión que sea de verdadera y pública utilidad, pues lo que
se me ocurre para continuar no deja de seguir pareciéndome no menos estúpido,
aunque ni siquiera solemne.
Se me ocurre que dado que los previsibles candidatos tanto de la actual
oposición como de los llamados partidos emergentes satisfacen con bastante
holgura las preferencias capilares del electorado, harán bien los asesores de
imagen del partido ahora en el poder en poner pronto remedio a la galopante —y
vergonzante (que no vergonzosa)— alopecia que va despejando la testa del actual
presidente (algo parecido empezó a ocurrirle a su inmediato antecesor y ya se
vio cómo terminó el pobre).
Para ir acabando, y en desagravio a los que tienen poco o ningún pelo,
entre los que casi —o, casi mejor, sin casi— me cuento, se me ocurre también
que el verdadero final de tanta transición y la verdadera madurez democrática
llegarán quizá el día en que, libre y democráticamente, decidamos elegir como
presidente del Gobierno (de súbito pienso en una mujer; pero ésa es otra
historia) a un honorable y verdadero calvo.
Al fin y al cabo, ya se sabe que a cien años vista todos lo seremos. Y
todos, con pelo o sin él, tenemos nuestros derechos.
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