viernes, 21 de agosto de 2015

Divertimento

¿Se han fijado en que hasta ahora ninguno de los presidentes del Gobierno de nuestra última y por fortuna ya prolongada etapa democrática ha sido calvo? (De acuerdo; dirán ustedes que me he olvidado de uno que precisamente lo era al cuadrado o por partida doble, como se prefiera. Pero no se olvide a su vez que aquel señor, además de no haber sido sino un fugaz paréntesis en su cargo, fue el único en no haber salido de las urnas. Y, por otra parte, alguna excepción tenía que haber que —como erróneamente se dice— confirme la regla.) La extrapolación sociológica que se me ocurre al respecto parece más bien un chiste fácil, pero la verdad es que no deja de tener su gracia pensar en una especie de venganza inconsciente del electorado contra aquel calvo ominoso (ominoso por ominoso; no, en absoluto, por calvo) que nos tuvo escribiendo al dictado durante casi cuarenta años.
Llegados aquí, releo lo escrito y empieza a asaltarme la duda de si no será una solemne estupidez, si no estaré levantando una de esas columnas de verano que se tejen con retales cuando el firmante acalorado no encuentra nada mejor que tejer; una columna, en fin, de las que no deberían cobrarse. Pero como no renuncio a cobrarla sin faltar al séptimo mandamiento, modestamente propongo, a quien pueda interesar, una reflexión sobre el asunto más profunda que la mía, una reflexión que sea de verdadera y pública utilidad, pues lo que se me ocurre para continuar no deja de seguir pareciéndome no menos estúpido, aunque ni siquiera solemne.
Se me ocurre que dado que los previsibles candidatos tanto de la actual oposición como de los llamados partidos emergentes satisfacen con bastante holgura las preferencias capilares del electorado, harán bien los asesores de imagen del partido ahora en el poder en poner pronto remedio a la galopante —y vergonzante (que no vergonzosa)— alopecia que va despejando la testa del actual presidente (algo parecido empezó a ocurrirle a su inmediato antecesor y ya se vio cómo terminó el pobre).
Para ir acabando, y en desagravio a los que tienen poco o ningún pelo, entre los que casi —o, casi mejor, sin casi— me cuento, se me ocurre también que el verdadero final de tanta transición y la verdadera madurez democrática llegarán quizá el día en que, libre y democráticamente, decidamos elegir como presidente del Gobierno (de súbito pienso en una mujer; pero ésa es otra historia) a un honorable y verdadero calvo.
Al fin y al cabo, ya se sabe que a cien años vista todos lo seremos. Y todos, con pelo o sin él, tenemos nuestros derechos.


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