Imagen: Dibujo de una niña con una maleta. Beatriz Cañete Pozo
We are such stuff as dreams
are made on;
William Shakespeare. The Tempest.
(Act IV. Scene I)
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?
Jorge Luis Borges. Ajedrez
A Alicia García Herrera, que suscitó
este relato
Esta niña —como la pipa de Magritte— no es una niña. No es una niña real.
Tampoco es una niña dibujada. Es una niña soñada. La está soñando el mismo que
sueña las palabras, apenas legibles, que la envuelven y la maleta, de viajero
pobre, en la que está sentada. Porque no hay nada en los sueños que impida
soñar a la vez con niñas y con palabras y con maletas. Ni tampoco nada que
impida que la niña soñada sepa (¿o sueñe?) que la están soñando. Ni nada
tampoco que impida que la niña desee que el soñador despierte, que el sueño
termine de una vez, que de una vez se ponga fin a su interminable y solitaria
espera de no se sabe qué, de no se sabe quién, de no se sabe cómo, de no se
sabe cuándo.
La niña —esa mirada hacia dentro de sí misma y a la vez perdida en el
infinito, esos labios tan resignadamente fruncidos— parece estar haciéndose una
pregunta (¿Por qué estoy sola?) para
la que no tiene respuesta (¿hay respuestas en los sueños?). Esa misma pregunta
que podrían hacerse todos los niños abandonados de los cuentos infantiles. Y
esta niña tiene toda la apariencia de ser una niña pobre, de ser la protagonista
de un cuento infantil pavoroso y triste.
Las prendas que la protegen del frío (¿hace frío en los sueños?) no son nada
lujosas. La humilde boina de ganchillo tal vez fue tejida por las manos
temblorosas de una abuela ya muerta. El paño del abrigo se ve basto, áspero,
rugoso. Como esa bufanda que casi no se distingue del abrigo. Las botas son
simplemente eso, botas, sin ninguna clase de adornos. Pero lo que quizá
contribuye más a la sensación no sólo de pobreza sino también de desamparo (¿cuánto
hace que una mano cariñosa no los ha acariciado morosamente con un cepillo o
con un peine?) son los cabellos —despeinados, deshilachados, desgreñados—, que
dan a la niña, a pesar de la dulzura que irradia, un lejano aire de Medusa, de
Gorgona.
El soñador se inquieta, se agita en su sueño. Esas palabras apenas
legibles que envuelven a la niña... Esas palabras... Si pudiera leerlas quizá
sería capaz de descifrar el destino que se esconde en la maleta. Porque de
repente (como siempre ocurre en los sueños) lo asalta la convicción de que esa
maleta esconde un destino.
Ha tratado de descubrirlo. Ha tratado de abrir la maleta. Ha tratado de
abrirla con la llave de las palabras que envuelven a la niña. Ha tratado de
desentrañar el secreto que encierran. Ha tratado de hacerlo acercándoles una
lupa. Pero cuanto más agranda las palabras más borrosas las encuentra.
Tendrá que imaginar ese destino. Tendrá que adivinarlo. Tendrá, para
ello, que soñarlo.
La niña —la maleta es la clave— está en algún lugar de tránsito. ¿Una
estación de ferrocarril? Quizá. Pero ¿va o viene? ¿Espera para partir o espera
porque ha llegado y no hay nadie esperándola?
No. Ahora lo ve, otra vez de repente (es un sueño, no se olvide). Esa
boina de ganchillo, ese abrigo y esa bufanda de paño, esas botas sin adornos,
esa maleta de viajero pobre... Principios del siglo XX...
Ellis Island. Acaba de desembarcar, después de una larga y extenuante
travesía en una abarrotada cubierta de tercera clase, con la esperanza de
alcanzar el paraíso (New York, NY, USA). Su familia, tal vez por motivos
sanitarios, ha sido rechazada por los agentes de inmigración. Su familia, a fin
de que la niña —la única no enferma— pueda cumplir su destino, ha tenido que fingir
no conocerla. Su familia, por amor, ha tenido que resignarse a abandonarla.
El sueño (¿será necesario volver a decir que de repente?) se convierte en
pesadilla. La niña no está en América. Aún no ha embarcado. Está todavía en
Europa. En Queenstown (Irlanda), frente a un gigantesco transatlántico de
cuatro chimeneas. Es jueves. Día 11 de abril. De 1912.
Pero la niña sabe (¿o sueña?) que la están soñando. Y no quiere entrar en
una pesadilla con un iceberg en lontananza. No quiere embarcar en un buque
insumergible destinado a hundirse. Bastante pesadilla es verse enclaustrada en
una interminable y solitaria espera de no se sabe qué, de no se sabe quién, de
no se sabe cómo, de no se sabe cuándo.
Decide, entonces, tomar su propio destino en sus manos. Decide, entonces,
ser ella quien sueñe al soñador. Y atravesando con un giro de la cabeza el muro
de palabras apenas legibles que la envuelve ve a un hombre sentado ante una mesa,
un hombre con una pluma estilográfica en la mano derecha, un hombre tan
desamparado y tan solo como ella.
—No quiero cargar más con la maleta —dice—. No quiero seguir esperando.
No quiero volver a estar sola.
Y el soñador, un momento antes de despertar, después de mirar a la niña
con una ternura infinita, alcanza a escribir: Levántate y anda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario