lunes, 10 de agosto de 2015

Ceci n’est pas une petite fille


Imagen: Dibujo de una niña con una maleta. Beatriz Cañete Pozo


We are such stuff as dreams are made on;
William Shakespeare. The Tempest. (Act IV. Scene I)

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?
Jorge Luis Borges. Ajedrez

A Alicia García Herrera, que suscitó este relato

Esta niña —como la pipa de Magritte— no es una niña. No es una niña real. Tampoco es una niña dibujada. Es una niña soñada. La está soñando el mismo que sueña las palabras, apenas legibles, que la envuelven y la maleta, de viajero pobre, en la que está sentada. Porque no hay nada en los sueños que impida soñar a la vez con niñas y con palabras y con maletas. Ni tampoco nada que impida que la niña soñada sepa (¿o sueñe?) que la están soñando. Ni nada tampoco que impida que la niña desee que el soñador despierte, que el sueño termine de una vez, que de una vez se ponga fin a su interminable y solitaria espera de no se sabe qué, de no se sabe quién, de no se sabe cómo, de no se sabe cuándo.
La niña —esa mirada hacia dentro de sí misma y a la vez perdida en el infinito, esos labios tan resignadamente fruncidos— parece estar haciéndose una pregunta (¿Por qué estoy sola?) para la que no tiene respuesta (¿hay respuestas en los sueños?). Esa misma pregunta que podrían hacerse todos los niños abandonados de los cuentos infantiles. Y esta niña tiene toda la apariencia de ser una niña pobre, de ser la protagonista de un cuento infantil pavoroso y triste.
Las prendas que la protegen del frío (¿hace frío en los sueños?) no son nada lujosas. La humilde boina de ganchillo tal vez fue tejida por las manos temblorosas de una abuela ya muerta. El paño del abrigo se ve basto, áspero, rugoso. Como esa bufanda que casi no se distingue del abrigo. Las botas son simplemente eso, botas, sin ninguna clase de adornos. Pero lo que quizá contribuye más a la sensación no sólo de pobreza sino también de desamparo (¿cuánto hace que una mano cariñosa no los ha acariciado morosamente con un cepillo o con un peine?) son los cabellos —despeinados, deshilachados, desgreñados—, que dan a la niña, a pesar de la dulzura que irradia, un lejano aire de Medusa, de Gorgona.
El soñador se inquieta, se agita en su sueño. Esas palabras apenas legibles que envuelven a la niña... Esas palabras... Si pudiera leerlas quizá sería capaz de descifrar el destino que se esconde en la maleta. Porque de repente (como siempre ocurre en los sueños) lo asalta la convicción de que esa maleta esconde un destino.
Ha tratado de descubrirlo. Ha tratado de abrir la maleta. Ha tratado de abrirla con la llave de las palabras que envuelven a la niña. Ha tratado de desentrañar el secreto que encierran. Ha tratado de hacerlo acercándoles una lupa. Pero cuanto más agranda las palabras más borrosas las encuentra.
Tendrá que imaginar ese destino. Tendrá que adivinarlo. Tendrá, para ello, que soñarlo.
La niña —la maleta es la clave— está en algún lugar de tránsito. ¿Una estación de ferrocarril? Quizá. Pero ¿va o viene? ¿Espera para partir o espera porque ha llegado y no hay nadie esperándola?
No. Ahora lo ve, otra vez de repente (es un sueño, no se olvide). Esa boina de ganchillo, ese abrigo y esa bufanda de paño, esas botas sin adornos, esa maleta de viajero pobre... Principios del siglo XX...
Ellis Island. Acaba de desembarcar, después de una larga y extenuante travesía en una abarrotada cubierta de tercera clase, con la esperanza de alcanzar el paraíso (New York, NY, USA). Su familia, tal vez por motivos sanitarios, ha sido rechazada por los agentes de inmigración. Su familia, a fin de que la niña —la única no enferma— pueda cumplir su destino, ha tenido que fingir no conocerla. Su familia, por amor, ha tenido que resignarse a abandonarla.
El sueño (¿será necesario volver a decir que de repente?) se convierte en pesadilla. La niña no está en América. Aún no ha embarcado. Está todavía en Europa. En Queenstown (Irlanda), frente a un gigantesco transatlántico de cuatro chimeneas. Es jueves. Día 11 de abril. De 1912.
Pero la niña sabe (¿o sueña?) que la están soñando. Y no quiere entrar en una pesadilla con un iceberg en lontananza. No quiere embarcar en un buque insumergible destinado a hundirse. Bastante pesadilla es verse enclaustrada en una interminable y solitaria espera de no se sabe qué, de no se sabe quién, de no se sabe cómo, de no se sabe cuándo.
Decide, entonces, tomar su propio destino en sus manos. Decide, entonces, ser ella quien sueñe al soñador. Y atravesando con un giro de la cabeza el muro de palabras apenas legibles que la envuelve ve a un hombre sentado ante una mesa, un hombre con una pluma estilográfica en la mano derecha, un hombre tan desamparado y tan solo como ella.
—No quiero cargar más con la maleta —dice—. No quiero seguir esperando. No quiero volver a estar sola.
Y el soñador, un momento antes de despertar, después de mirar a la niña con una ternura infinita, alcanza a escribir: Levántate y anda.


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