Aunque ya nunca podrás repetir el instante inaugural en que descubriste
el suave tacto algodonoso de aquel cachorro de grifón —una bolita peluda de blancura
inmaculada salvo por las orejas y el lomo manchados de negro— que al conocerlo
te traspasó el corazón con un flechazo y que terminó por desgarrártelo cuando
abandonó este mundo mucho antes de la que debería haber sido su hora, aunque ya
nunca sentirás el pasmado deslumbramiento de leer La isla a mediodía o La noche
boca arriba o Axolotl o Circe por primera vez, aunque ya nunca
volverás a verte, como en aquella ocasión lo hiciste, representando el papel de
un heroico caballero andante que, tirando de su mano para hacerle regresar de
su aturdida parálisis y obligándole a correr, rescataba a la que entonces era su
dama del cerco amenazador de una infame turba de turbios y grises antidisturbios
en una remota manifestación de primero de mayo, aunque ya nunca revivirás la
ilusión de asistir a tu primera clase en la universidad, esa ilusión que tan
pronto degeneraría en eso, en ilusión, y que tan pronto se trocaría en
decepción, aunque ya nunca, porque ya lo hiciste de una vez y para siempre, te
asombrarás al descubrir a Mozart, a Haydn, a Bach, a Hændel, a Vivaldi, a
Beethoven, a Verdi, aunque ya nunca —una vez más caballero andante de la mano
de su dama— remontarás con la expectante emoción de aquel momento la escalinata
del palacio de Chaillot desde la plaza del Trocadero para sorprender a tu amada
de entonces con la aparición fulgurante de la torre Eiffel, aunque ya nunca
reencontrarás aquel miedo vivificador (sí, miedo; y sí, vivificador) que te
asaltó al verte asaltado por una banda de facinerosos policías franquistas —Brigada Político Social tenían la
desvergüenza de llamarse— a la salida de una reunión sindical que ellos
calificaban de ilegal, aunque ya nunca, sin saber todavía lo que era besar,
besarás unos labios que tampoco sabían aún lo que era besar, ni rozarás, sin
saber todavía lo que era rozar, una mano que tampoco sabía aún lo que era
rozar, ni te mirarás, sin saber todavía lo que era mirar, en unos ojos que
tampoco sabían aún lo que era mirar, aunque ya nunca, porque hace mucho que
dejaste de ser joven para nunca jamás, se estremecerá tu piel joven con el milagroso
contacto primordial de otra piel joven, aunque ya nunca, en fin, tendrás más
futuro que pasado, siempre —como a Rick e Ilsa, tanto monta; como a Ilsa y
Rick, monta tanto— te quedará París, y siempre —hasta que la muerte te separe
de todo— te quedará la agridulce y resignada consolación de poder decir: Lo he vivido. Lo he rememorado. Lo he
escrito.
Grandes verdades. La experiencia de la vida con sus buenos y malos momentos es lo que nos queda cuando envejecemos, la pena es que a muy pocos les interesa escucharnos.
ResponderEliminarSi, Juanda, ya somos mayores. Pero eso no es malo del todo, pues es inevitable. Lo malo sería estar mayores, no serlo.
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